martes, 29 de diciembre de 2009

Nuestras identidades entregativas

A medida que hemos avanzado en nuestra pirámide de las emociones y las identidades nos hemos topado con dos fenómenos: uno, de tipo lingüístico, consistente en que, curiosamente, los vocablos seleccionados han comenzado a expresar también sus significados opuestos, como si nuestra cultura se resistiese a creer que tales emociones e identidades son posibles y tomase precauciones desdibujando o minando, por si acaso, los contenidos semánticos buscados; y el otro, de índole conceptual, según el cual pareciera que estas emociones e identidades, digamos, de alto nivel o más distanciadas de la emocionalidad animal básica, parecieran hacerse más y más difíciles de experimentar y también más autónomas y distantes respecto de sus supuestas emociones generatrices de menor nivel.

Mientras que en los casos del afecto, la esperanza y la audacia, los contenidos semánticos eran limpiamente positivos, y cada una de estas emociones conservaba, en forma de variantes o matices, la impronta de sus emociones originarias: la aceptación, la alegría, la anticipación y el coraje; aquí, con la confianza y la entrega, pareciera estar ocurriendo lo contrario. Ambos términos parecieran significar también sus opuestos, y, a la vez, estar más más desligados de sus componentes iniciales. En el caso de la confianza, ya tuvimos que ocuparnos del asunto un par de artículos atrás, y, sobre la entrega, para no aburrir, diremos simplemente que nos desentenderemos de la acepción de cuando afirmamos que fulano se entregó al bando contrario o que mengano es un entreguista, para quedarnos solo con el sentido que sugerimos cuando apuntamos que nuestros libertadores se entregaron a la causa de la patria o que el investigador tal sigue entregado a la búsqueda de una vacuna efectiva contra el SIDA. La entrega será, para nosotros, sinónimo de compromiso noble y libremente escogido e irrestricto, o, cuando menos, muy poco sujeto a condicionamientos externos o mezquindades al uso.

Claro que tanto la confianza como la entrega parecieran admitir, por decirlo de algún modo, ámbitos de especialización o niveles de intensidad, pero, sobre todo en el caso de la entrega, no pareciera ser pertinente hablar de una especie de "entrega tímida", rica en esperanza pero falla en audacia, ni tampoco de una "entrega temeraria", con sobredosis de audacia y pobre en esperanzas. La entrega del héroe siempre es audaz y extraordinaria, y, a la vez, siempre está impregnada de futuro y esperanzas, aunque sea a mediano y largo plazo. Buena parte de los esfuerzos de los fundadores de nuestras naciones han rendido sus frutos décadas o siglos después, o todavía no los han rendido, pero no por ello han sido en balde. Y hay una acepción intransitiva que el verbo deliver tiene en inglés, que nos encantaría contribuir a hacer parte de entregar en nuestra lengua, que significa algo así como rendir alguien los frutos que la sociedad espera de su labor, lo cual daría pie para interesantes expresiones de la talla de "en la vida nunca es tarde para entregar".

Sin embargo, quizás por su carácter de emociones e identidades superiores, y
sobre todo en tiempos de pequeñez y estrechez de visiones en múltiples escalas, pareciera que esas mismas emociones son también fáciles de cohibir y difíciles de experimentar. Pero nos gustaría alertar contra lo que nos luce como una desviación latinoamericana en la materia, cual es la de asociar casi biunívocamente, o en ambas direcciones, las ideas y prácticas de la entrega y el heroísmo con las hazañas de carácter bélico y no con el cultivo profundo de virtudes superiores en general. Cuando hemos tenido ocasión de recorrer las calles de varias ciudades europeas, siempre nos ha llamado la atención la abundancia de plazas, parques, avenidas y monumentos diversos con nombres de artistas, escritores, científicos, inventores y creadores, con no poca representación de la mujer, que comparten sus espacios con los héroes militares y protagonistas varones de grandes batallas.

En contraste, y en gran parte como resultado del peso desproporcionado que han tenido los gobiernos militares, en el orden del 70% de nuestros 180 años de vida republicana, fuera de alguna que otra denominación de guarderías o instituciones menores afines, no conocemos, por ejemplo, en el caso venezolano, ninguna avenida o parque importante Manuela Sáenz; sólo en décadas recientes se han comenzado a rebautizar nuestros museos y centros de arte con los nombres de nuestros más grandes artistas, y siempre, a excepción del caso de Teresa Carreño, con la subrepresentación del componente femenino; son relativamente pocas las avenidas e incluso universidades con nombres de nuestros científicos, pensadores e intelectuales, y apenas sabemos de una poco conocida institución que lleva el nombre de quien, a nuestro limitado entender, es el más grande y entregado científico que ha parido nuestra tierra: Rafael Rangel, cuyo nombre es desconocido hasta por buena parte de nuestra población con mayor nivel educativo.

En síntesis, no es cosa fácil desplegar, en esta época de cambalaches -como reza el tango de Santos Discépolo-, esta emocionalidad mayúscula de la entrega, y menos si restringimos su ámbito al plano militar, pero no tenemos otra opción para construir nuestras naciones. Mientras al menos algunos millones de latinoamericanos no encontremos el cauce para entregar, seguiremos viviendo en un rompecabezas por armar, y tengo la intuición de que las piezas más importantes no son precisamente las relacionadas con las armas, sino, al decir de aquél, que con éstas hizo todo lo humanamente posible, las vinculadas a nuestra moral y nuestras luces. Éstas últimas no son emociones ni identidades, sino capacidades, pero sólo pueden construirse al amparo de las emocionalidades e identidades superiores de la confianza, la entrega y, como pronto veremos, el amor. Hasta el año próximo, cuando Transformanueca los invita, afectuosamente, a trazarse metas inspiradas en estas emociones emblemáticas de nuestra especie.

viernes, 25 de diciembre de 2009

A manera de mensaje de optimismo y confianza en el futuro de la humanidad y de América Latina

Como quiera que por estos días decembrinos se acostumbra expresar mensajes de paz y confianza en las perspectivas para el o los años venideros, puesto que no queremos sumarnos a cierto escepticismo posmoderno tan de moda, y dado también que en muchos artículos hemos expresado críticas severas a la cultura y la civilización occidental y a las sociedades latinoamericanas, que en algún momento nos han hecho merecedores, por parte de cierto lector, del calificativo de pesimistas, hemos querido aprovechar la oportunidad de que esta entrega coincide con el día de navidad o de la celebración cristiana del nacimiento de Jesús, y también con las celebraciones milenarias de muchas otras culturas asociadas al solsticio de invierno en el hemisferio norte y a diversas festividades en honor al sol, a la fertilidad de la naturaleza y a la vida compartida en familia, para dejar sentados algunos fundamentos de nuestro optimismo y confianza en el futuro de nuestra especie, nuestra civilización y nuestra región.

Y, más allá de nuestros buenos deseos, que los tenemos, como muchas otras personas, porque las cosas mejoren, nos pareció preferible y más acorde con el estilo que intenta construir el blog, exponer un listado de diez planteamientos que le dan soporte a nuestro optimismo y nos llevan a confiar en que, a la larga y, por supuesto, no inevitablemente sino dependiendo de lo que hagamos, nuestros asuntos tenderán a mejorar. A continuación, ofrecemos tal listado:
  1. El principal asidero de nuestras convicciones no es otro que la intuición profunda, soportada por múltiples apreciaciones que hemos tenido oportunidad de apuntar en artículos anteriores, de que nuestra especie ha evolucionado desde hace ya muchos miles e incluso millones de años teniendo al amor, la cooperación y la fraternidad entre los semejantes como norte, por lo cual no extraña que todas las religiones y también muchos puntos de vista no religiosos coincidan en este punto crucial. No puede ser visto como casual, por ejemplo, que nuestra anatomía haya propendido sistemáticamente al desmontaje de todo un complejo sistema de garras, colmillos, cuernos, cascos, músculos, grosores de piel, pelos, posturas al desplazarnos, estructuras laríngeas, madurez al momento del nacimiento, etc., que en otras especies de mamíferos e incluso primates afines preparan para el ataque y la defensa; y, por el contrario, es evidente que las facultades para la comunicación, el contacto físico afectuoso, la búsqueda de formas inteligentes, cooperativas y colectivas de resolver los problemas han venido siendo reforzadas. Quizá haya quienes piensen que todo esto se hizo como parte de una perversa estrategia para reemplazar con armas cada vez más sofisticadas la falta de órganos agresivos o defensivos naturales, pero es difícil que encuentren asidero empírico para sus postulados: la creación de ejércitos y armamentos ha sido un hecho muy reciente, que no está asociado a ningún cambio anatómico o fisiológico significativo. Toda esta deriva biológica ha conducido a emocionalidades e identidades, presentes en todas las culturas, que colocan al amor en su cúspide y no son ni van a ser fáciles de alterar por más que se empeñen en ello desde negociantes inescrupulosos hasta manipuladores, oportunistas y burócratas de toda laya. Buena parte de esos sentimientos de amor y perdón al prójimo, de esos reencuentros entre seres distanciados, de esas afloraciones de afecto aún en los corazones más duros, como insuperablemente lo inmortalizó Dickens con la conversión del pétreo Ebenezer Scrooge, que suelen ocurrir en los días navideños, tienen demasiado que ver con esa emocionalidad amorosa que, contra todo pronóstico, sigue viva en todos nosotros los humanos.
  2. La aparición de las sociedades divididas en clases sociales, y por tanto fundadas en relaciones de sometimiento ideológico y político y explotación económica de unas clases por otras, es también un hecho relativamente reciente, que a lo sumo data de no más de unos tres a cuatro mil años. Pese a los exhaustivos intentos de asociar estas clases sociales a la civilización, a la aparición de la agricultura y de la escritura, e incluso, ya abusivamente, a la Historia, existen cada vez más evidencias de que civilizaciones con agricultura y escritura, y por tanto absolutamente históricas, como la Egea, anterior a y de mayor duración que todas las conocidas civilizaciones clasistas, no estaban estructuradas en base a tales sistemas de clases sociales. En nuestra Latinoamérica también se están encontrando cada vez más soportes acerca de la existencia de este tipo de sociedades altamente evolucionadas, mas no clasistas, en nuestro pasado preeuropeo. Estos hechos nos llevan a pensar que no es en absoluto fantasioso imaginar que puedan construirse futuras sociedades sin clases sociales y estructuralmente avanzadas. Muchas estructuras sociales de niveles elementales, como la pareja, la familia, los grupos de amigos, los grupos políticos, los grupos de investigación, los grupos profesionales y hasta grupos de trabajo colectivo, están fuertemente marcadas por relaciones humanas interpersonales de raíces ancestrales y que no reponden a una lógica de dominación clasista, y bien podrían prefigurar sociedades sin clases del futuro. A pesar de todos los empeños mediáticos por reducir las fiestas navideñas a una orgía mercantil, e incluso de ciertas pretensiones de convertirlas en meros actos litúrgicos, buena parte de lo que se suele conocer como espíritu navideño pareciera hincar sus raíces en los remotos días de las primeras sociedades agrícolas, cuando los seres humanos se regocijaban en torno a la alegría de iniciar juntos un nuevo ciclo de vida en comunión con la naturaleza.
  3. Pese a que es evidente que, dadas la mayor voracidad de las clases dominantes y la más potente destructividad de las armas modernas, las sociedades contemporáneas han protagonizado las mayores matanzas y desastres bélicos de todos los tiempos, también pareciera que, quizás como reacción a tales hecatombes o incluso simplemente por un miedo saludable a que se repitan, nunca como ahora habían existido tantos movimientos, tanta conciencia colectiva y tantas instituciones empeñados en promover la paz e impedir nuevas enfrentamientos destructivos. Tampoco nunca antes se había contado con la posibilidad de programar un desarme de armas nucleares y de destrucción masiva, así como de monitorear efectivamente su ejecución. Los latinoamericanos estamos bien posicionados, de entrada, para participar en esta mucho más apasionante y venidera carrera desarmamentista, como quizás el único subcontinente que jamás ha salido de sus fronteras para pisotear a otro.
  4. Pese a su vocación indudablemente explotadora, las sociedades capitalistas se han visto obligadas a apoyarse crecientemente en la capacitación profesional, científica y tecnológica de los trabajadores y gerentes, quienes, por tanto, y por la importancia y sofisticación de sus conocimientos, que tienden a ser usados en otros ámbitos sociales como el cultural, el mediático, el político, el territorial o ambiental y el educativo, resultan cada vez más difíciles de explotar y, contrariamente a lo que postula la propaganda de la izquierda ortodoxa, la tendencia inequívoca en las sociedades más productivas es hacia una mejor distribución de la riqueza y no hacia una peor. Los mayores Índices de Gini, por ejemplo, que dan una idea de la desviación respecto de una distribución perfectamente equitativa de la riqueza, ocurren en las sociedades con fuerzas productivas menos evolucionadas y son más bajos en las más evolucionadas. Bolivia y Haití, por ejemplo, en América Latina, que poseen los menores índices de desarrollo humano y de productividad, poseen también los más altos Índices de Gini. Si, en lugar de intentar saltarnos el capitalismo a la torera, los latinoamericanos pudiésemos aprender de la experiencia de los más evolucionados capitalismos del mundo, cada vez más preñados de componentes socialistas, bien podríamos no sólo, como bien decía el Carlos aquel, aliviar los dolores del parto, sino también comenzar a recoger mucho antes los frutos de sus cosechas.
  5. Cada día, por tanto, las fuerzas de los trabajadores y gerentes, las fuerzas políticas emergentes, la legislación vigente, e inclusive en buena medida sectores genuinamente empresariales avanzados, tienden a crear organizaciones,movimientos, corrientes de opinión y hasta cambios curriculares en los sistemas educativos que proscriben o al menos limitan crecientemente la explotación de unos seres humanos por otros. Los trabajadores, cada vez más educados, organizados y conscientes de sus derechos y de su papel crecientemente decisivo en los procesos productivos, son cada día más difíciles de explotar, al menos impunemente. En las sociedades avanzadas, las clases medias educadas tienden a erigirse en una especie de colchón frente a la tradicional explotación inmisericorde de las masas ignorantes por las oligarquías retrógadas. Estos procesos se están haciendo sentir cada vez más en prácticamente todas las sociedades y, en particular, en las latinoamericanas, en donde, en general y pese a nuestro obvio rezago en esta materia, es claro que estamos avanzando cada día más.
  6. La incorporación creciente de la mujer a las actividades económicas, políticas, culturales y educativas, que por siglos y prejuiciadamente le fueron vedadas, es un profundo factor de democratización y de restricción a la explotación y la dominación social que apenas está comenzando a sentirse en todas las sociedades del planeta. La resuelta participación de la mujer en todos los ámbitos del quehacer social es un hecho irreversible en prácticamente toda América Latina, en donde no sólo no estamos a la zaga sino que, en muchos aspectos, detentamos un claro liderazgo. Todavía no se han extraído las debidas consecuencias del hecho de que nuestras mujeres han desempeñado roles decisivamente heroicos y abnegados, sin parangón en ninguna otra región del globo, en la conformación de nuestras sociedades actuales, y bien podrían seguir haciéndolo de cara hacia el futuro.
  7. Los mecanismos de apoyo a la autodeterminación de los pueblos y de establecimiento y preservación de regímenes democráticos son cada día más eficientes. Los procesos electorales tienden a ser cada vez más internacional y exhaustivamente observados y, por tanto, a dificultar más la ejecución de fraudes y engaños contra la voluntad de los pueblos. En América Latina, aunque resta muchísimo por hacer y como lo evidencia el probable fraude cometido en las últimas elecciones mexicanas, es patente que nunca antes nuestros pueblos habían hecho sentir tanto sus opiniones políticas, lo cual tenderá a funcionar, con inevitables altibajos, claro está, como un elemento de profundización de la justicia social.
  8. Los medios de comunicación modernos, con la televisión e Internet a la cabeza, pese a toda su carga de incitación al consumismo y a un hedonismo enfermizo, y de manipulación ideológica y política, también cumplen, quizás a su pesar, con una importante función democratizadora y de defensa de los derechos humanos, que consiste en poner al alcance de todo el mundo información, datos, imágenes y sonidos acerca de la manera como viven en otras partes del mundo y sobre el porqué de múltiples fenómenos sociales y naturales, lo cual se constituye en un estímulo para cambiar y superar las propias maneras de vivir. Salvo excepciones puntuales, en Latinoamérica está en marcha un vigoroso proceso de construcción de una infraestructura mediática, que más temprano que tarde podría deslastrarse de sus perversiones actuales y ponerse al servicio de la edificación de un subcontinente del que podamos cada día más enorgullecernos sin ambages.
  9. Los nuevos conocimientos sobre el genoma humano, que ponen de relieve que todos los Homo sapiens descendemos de un tronco común de una Eva y un Adán africanos y que hace apenas 60.000 años todos nuestros antepasados vivían en ese continente, desde donde comenzaron a dispersarse hacia los demás, le van a hacer harto más difícil la tarea a los futuros candidatos a Führer de convencer a sus adeptos de la superioridad racial o étnica de cualquier subgrupo humano, y tenderán a funcionar crecientemente como un antídoto ante cualquier racismo. Todo indica que cuando se termine de estudiar nuestra muy diversa composición genética, los latinoamericanos no sólo vamos a resultar parientes cercanos de todos los pueblos del mundo sino que la inmensa mayoría de nosotros va a terminar albergando a todos los pueblos del mundo dentro de sí.
  10. Y, last but not least, si todo lo anterior no fuese suficiente para ejercer una fuerte presión hacia el cambio positivo en nuestra humanidad, nuestra civilizacón occidental y nuestra América Latina, entonces allí está encima ya el cambio climático, con su calentamiento global y sus amargas y conocidas prescripciones meteorológicas, climatológicas y geográficas, para recordarnos que o cambiamos nuestros modos de vida o nos los van a cambiar a juro. Las tormentas, huracanes, deslaves, maremotos, tsunamis, inundaciones, sequías, extinción de especies, hambrunas y tantas otras sutiles insinuaciones de la naturaleza se encargarán de hacernos entender todas las necesidades de cambio que nos empeñemos en desatender con nuestra estrechez de miras. Por supuesto que muchos habrá que antes pensarán en mudarse de planeta a ver si así logran exportar nuestros desastres ecológicos a otros espacios siderales, pero no les será fácil conseguir los recursos para sus proyectos, o, por lo menos, tenemos que restearnos en persuadirlos de su error y abocarnos a la búsqueda de mejores soluciones. Los latinoamericanos, con nuestras privilegiadas dotaciones de ambientes naturales, bien podríamos comenzar a convertirnos en líderes mundiales de las campañas pro respeto a los equilibrios ecológicos y contra el desastramiento del planeta.
Bueno, quizás la cosa no quedó como una postal navideña típica, pero por lo menos espero no facilitarle la labor a quienes, en los días venideros del blog, quieran acusarme de pesimista cada vez que le pise callos o le meta el dedo en las llagas a los múltiples vicios de nuestra sociedades occidental y latinoamericana, con miras a superarlos por la vía esencial de la transformación de nuestras capacidades. Muchas veces he pensado que nuestras sociedades, y en particular nuestras sociedades latinoamericanas, sí pueden llegar a ser tan hermosas como el más bello jardín con las más deliciosas flores, sólo que, como todos los jardines bellos, hay que echarle un camión de esfuerzo para conformarlos y mantenerlos en ese estado e impedir, con paciencia y dedicación, que malezas, malas hierbas y bichos raros de todos los pelajes hagan de las suyas. Una feliz, pero reflexiva y crítica, navidad, y un próspero, pero merecido con esfuerzos transformadores de sus capacidades, año nuevo, les desea Transformanueca.

martes, 22 de diciembre de 2009

Nuestras identidades confianzativas

Puesto que no hemos encontrado un mejor término que confianza para referirnos a la emoción de tercera generación, hecha de afecto y esperanza, y, en consecuencia, estamos definiendo las identidades confianzativas como constituidas por la síntesis superadora entre las afectivas y esperanzativas, tenemos que pagar el precio de cargar con cierta ambigüedad asociada a las acepciones usuales de confianza en nuestra lengua. Estas acepciones, lamentablemente, incluyen, según el DRAE (Ed. 22), desde la "esperanza firme que se tiene de alguien o algo", la "seguridad que alguien tiene en sí mismo", el "ánimo, aliento, vigor para obrar" y la "familiaridad (en el trato)", que denotan un sentido positivo del término, hasta la "presunción y vana opinión de sí mismo", la "familiaridad o libertad excesiva", y la -afortunadamente- caída en desuso de "pacto o convenio hecho oculta y reservadamente entre dos o más personas, particularmente si son tratantes de comercio", con las correspondientes cargas negativas.

Una breve exploración del panorama planteado en otras lenguas occidentales, nos sugiere la existencia de una situación parecida en portugués, con confiança, en italiano con confidenza, y en inglés con confidence, términos que acusan también connotaciones contradictorias.
Se aproximan a lo que buscamos, pero no coinciden del todo, el término inglés trust y el francés confiance, que subrayan más inequívocamente la dimensión positiva del término, pero, en cambio, lo despojan del contenido ligado a familiaridad, a intimidad, a afecto, que para nosotros es también esencial. Es posible que en el alemán sí esté resuelto el problema que hemos querido solventar, en donde Vertrauen vendría a ser el término amplio que hemos buscado, Zutrauen sería la palabra con la acepción restringida a solo el sentido de confidencia, Vertraulichkeit la asociada solo al significado de familiaridad, y Eitelkeit la encargada de rendir cuenta del contenido negativo, irónico o peyorativo del término; pero, lamentablemente, no nos da el conocimiento del idioma para asegurarlo y no hemos podido localizar, en estos días festivos, a nuestra querida asesora teutona para confirmarlo.

De cualquier manera, resulta claro que nuestro vocablo ideal sería uno que se desentendiera de las connotaciones negativas mencionadas y que, simultáneamente, rindiera cuenta de todas las acepciones positivas, o sea, que mentara una esperanza firme y fundada en la familiaridad y el afecto que permitiese a las partes involucradas obrar con seguridad, aliento, ánimo y vigor. A falta de este término ideal, no nos quedó sino pedirle a nuestros lectores que acepten el uso restringido de confianza como emoción referida a la conjugación superadora de la esperanza y el afecto y que abre un campo de posibilidades para la actuación entusiasmada y vigorosa, así como de identidades confianzativas para etcétera.

No se nos escapa que no es casual que no dispongamos en nuestra lengua, y aparentemente tampoco en otras lenguas más o menos familiares, de un término como el que necesitamos, puesto que llevamos ya varios milenios de empeño en torcer la deriva biológica y antropológica humana que nos condujo a una emocionalidad claramente centrada en el amor, la confianza y la entrega a los demás, para intentar, aunque afortunadamente sin éxito pleno, una emocionalidad centrada en el egoísmo y la desconfianza. No es descartable que este aparente vacío lingüistico -y decimos aparente pues no podemos asegurar que la palabra buscada no ande por allí, sin que la encontráramos- sea un indicador de un vacío cultural mucho más profundo que, cuando menos a los occidentales, se nos estaría filtrando en el alma. Y, en el mismo contexto, es probable que sea la actual sociedad moderna, con su culto a los objetos materiales, al sometimiento de la naturaleza, a la dominación de unos pueblos por otros y al poder de las armas, la que se lleve el poco envidiable galardón de ser, en términos colectivos y en promedio, la sociedad más egoísta y desconfianzativa de todos los tiempos.

En tal panorama, en donde nos hemos sentido poco acompañados por la literatura en nuestro intento por conceptualizar las identidades confianzativas de la manera indicada, no nos extraña que tampoco hayamos conseguido los fundamentos empíricos que requeriríamos para sustentar en firme alguna tesis sobre nuestras identidades latinoamericanas en esta esfera. Quizás el obstáculo más serio haya sido la falta de vinculación entre los estudios sobre confianza interpersonal que hemos conocido y el ingrediente afectivo: las confianzas que han sido objeto de estudio nos luce que se refieren primordialmente al ámbito de los negocios y del ejercicio del poder político, en donde pesan demasiado otros factores, distintos de los que más nos interesarían. Por ejemplo, cuando de negocios se trata, la situación económica del prójimo es un factor de demasiado peso, y tendemos, espontáneamente y apartando otras consideraciones, a confiar más en quien tiene más con qué respondernos a la hora de algún problema; y cosa parecida ocurre con el caso del poder político: dadas dos personas que nos caigan de la misma manera, tendemos a confiar más, o por lo menos a hacer como que confiamos más, en quien detenta un mayor poder o goza de un mayor aval institucional. Todo lo cual hace que la genuina confianza emocional en nuestros semejantes sea muy difícil de explorar o que, en cualquier caso, resulte sesgada por distorsiones como las señaladas.

No le encontramos otra explicación, por ejemplo, al hecho de que en el Estudio Mundial de Valores, cuyos datos sobre confianza en múltiples países del mundo están disponibles en Internet, resulte sumamente reducido el conjunto de países en donde, en términos generales, las actitudes de confianza hacia los demás privan sobre las de desconfianza o cautela. Cuando a las personas, seleccionadas al azar, de múltiples países, se les preguntó: "Hablando en general, ¿diría usted que se puede confiar en la mayoría de las personas o, por el contrario, uno nunca es lo suficientemente cauto en el trato con los demás?, con las únicas respuestas posibles: 1) Se puede confiar en la mayoría de las personas, y 2) Uno nunca es lo suficientemente cauto en el trato con los demás", y cuando luego se construyó un Índice de Confianza Interpersonal= 100 + (% Puede confiarse) - (% Hay que ser cauto), los resultados condujeron al siguiente mapa que nos da una deplorable visión de hasta dónde hemos llegado en materia de desconfianza hacia nuestros semejantes. (Puesto que nos pareció maldad intentar describir este interesante mapa con palabras, decidimos violar nuestra regla antimapas y diagramas e incorporarlo aquí, aunque confesamos que con un doble temor: uno, que esto le parezca demasiado científico o técnico a ciertos lectores, y le añada una nueva raya al blog, y, otro, que esté infringiendo alguna norma de propiedad intelectual en Internet y me exponga a quien sabe qué demanda. Pero ¡qué le va usted a hacer si yooooo -como en la canción de Joan Manuel- nací en la tropicalísima Carora...!)
Mientras decidimos si definitivamente dejamos o no el mapa en el artículo [son bienvenidas las sugerencias sobre qué hacer en este caso], aprovechamos para comentar que sólo tres países, Noruega, Suecia y Dinamarca, quedaron con un puntaje resueltamente positivo, con Índices de Confianza Interpersonal cercanos a 150. Luego otros ocho países, con puntajes decrecientes: China, Finlandia, Suiza, Arabia Saudita, Vietnam, Nueva Zelanda, Australia y Holanda, resultaron con índices entre 90 y 120, relativamente positivos. Después, otros seis países, Canadá, Bielorrusia, Tailandia, Islandia, Iraq y Hong Kong, quedaron quedaron con puntajes entre 80 y 90. Luego otros ocho: Japón, Estados Unidos, Alemania, República Dominicana, Ecuador, Irlanda, Austria y Taiwán, quedaron con puntajes entre 70 y 80, y luego otros nueve: Montenegro, Madagascar, Pakistán, Bélgica, Jordania, Gran Bretaña, Italia, El Salvador y Ucrania, con indicadores entre 60 y 70. Todavía después vienen diecisiete países sobre todo asiáticos y africanos, con Índices entre 50 y 60, en donde sólo figuran Uruguay y Guatemala entre los latinoamericanos, y luego veintitrés países, ubicados entre 40 y 50, en donde aparecen el grueso de países latinoamericanos: Costa Rica, Bolivia, Venezuela, Honduras, Nicaragua, Panamá, Puerto Rico, México y Argentina, y también países como Israel y España. Finalmente, están diecinueve países con puntajes entre 30 y 40, en donde tenemos a Chile, Colombia y Perú; luego otros trece, entre 20 y 30, con Paraguay, y en el fondo once países, en donde nos sorprendió encontrar a Brasil, con indicadores inferiores a 20 puntos.

Obviamente no es cosa sencilla interpretar, bajo el supuesto de que sean fidedignos, estos datos, y allí fue donde se nos enredó el volador que provocó un retraso en la salida de este artículo. Mientras esperamos por análisis más cercanos a lo riguroso, sólo nos atrevemos a adelantar que los datos nos dejan la impresión de que la confianza en los demás, si exceptuamos el único caso de los países escandinavos, y el de la imbatible Noruega, líder en Índice de Desarrollo Humano y en Índice de Confianza Interpersonal, que consistentemente alcanzaron los más altos puntajes, no pareciera estar vinculada a realidad cultural alguna, y por tanto es poco lo que puede apreciarse a nivel de subcontinentes. También nos emocionó muy gratamente, sin que por el momento dispongamos de una explicación coherente, el caso de que Vietnam, uno de los países mundialmente líderes en padecimientos de alto calibre, y quien tendría casi el derecho a desconfiar del prójimo hasta para ir a la esquina, esté entre los diez países más dados a la creencia en la buena voluntad del otro.

Estos índices parecieran, más bien, estar articulados a una compleja mezcla de homogeneidad racial y étnica, y/o a indicadores de distribución equitativa del ingreso y, tal vez, de vida tranquila y sosegada o con poco estrés. En el caso de los países escandinavos, entonces, reconocidos por su elevada homogeneidad racial y étnica y por sus inverosímiles índices de Gini en materia de distribución del ingreso, no sorprende que sean también líderes en confianza interpersonal. Como es sabido, y ya los hemos comentado en el blog en otra oportunidad, el Índice de Gini nos da una idea porcentual del alejamiento de la distribución real del ingreso en relación a una distribución absolutamente equitativa: mientras que el grueso de países latinoamericanos vivimos con Ginis cercanos o superiores al 50%, los escandinavos parecieran empeñados en bajar del 20%. Pero también es claro que muchos, o cuando menos algunos, otros factores deben pesar sobre la determinación de los Índices de Confianza Interpersonal: por ejemplo España, con un Gini de 32,5%, entre los más elevados del planeta, posee un índice de confianza de sólo 40, muy por debajo de muchos países latinoamericanos, mientras que Arabia Saudita, de seguro entre los países con mayor inequidad en la distribución del ingreso, se nos presenta con un índice de confianza de 106, el séptimo más elevado del globo. Tampoco sabemos, por ahora, leer adecuadamente el significado de que República Dominicana y Ecuador hayan resultado los líderes latinoamericanos en confianza interpersonal, o que Brasil haya quedado en la cola.

Cuando, en lugar de la confianza interpersonal, nos fijamos en la confianza en los gobiernos de cada nación, los datos también resultan complicados de interpretar. En este caso, los índices de confianza en el gobierno de la nación, del mismo Estudio Mundial de Valores, nos traen a Vietnam, China, Azerbaiyán, Bangladesh, Jordania, a nuestro Paraguay y a Tanzania, con puntajes superiores a 160, en el tope de la confianza, mientras que el grueso de países europeos y de altos índices de desarollo humano, aparecen revueltos con países de cualquier grado de desarrollo humano, e inclusive parecieran competir por los últimos lugares, con índices por regla general inferiores a 80. Alemania, por ejemplo, aparece como el trasantepenúltimo país en desconfianza ante su gobierno, con un índice de 48, apenas sobrepasada, en desconfianza, por Polonia, Perú y Macedonia. No intentaremos siquiera analizar estos datos, que nos lucen como meros indicadores de popularidad o aceptación circunstancial de los gobiernos de turno, y no como evidencias de confianza en el sentido en que la estamos considerando aquí.

Y tampoco buscaremos por el lado de los interesantes estudios de Douglas North, el premio Nóbel de economía de 1993, y compañía, quienes han hecho valiosos aportes sobre el significado económico de la confianza, y han determinado, por ejemplo, que los países con instituciones débiles, como nosotros, pagamos un elevado precio por ello, en costos de transacción, pues todo el cumplimiento de las obligaciones y contratos que no aseguran implícitamente las instituciones tienen que asegurarlo por su cuenta los individuos. Recuerdo que en una oportunidad el pobre Douglas, el Nóbel, no el comentarista estrella de nuestro blog, se quedó atónito, en una visita que hizo a Venezuela, invitado creo que por el Banco Central, después de calcular por encimita los exorbitantes costos de transacción de nuestra economía. Con semejantes costos de transacción, recuerdo que declaró en El Nacional, no es extraño que entre ustedes sean tan pocos quienes se dedican a la creación real de riqueza y tantos los que se empeñan, legal o ilegalmente, en la captación de rentas...

En cualquier caso, lo que sí pareciera claro es que los latinoamericanos, en general, con sólo tres países, República Dominicana, Ecuador y El Salvador, entre los veinticinco países del mundo con un Índice de Confianza Interpersonal superior a 70, no somos precisamente un paradigma de la confianza visible en el prójimo. Y añadimos lo de visible porque la intuición nos dice que, al menos al interior de los estamentos de que están hechas nuestras sociedades, y sobre todo en el plano de las relaciones interpersonales cercanas, no estamos precisamente mal ubicados. Estimo que, por ejemplo, si el canal National Geographic profundizara en su estudio que los llevó a concluir que, en las sociedades digamos modernas, el promedio de amigos de cada adulto es de sólo tres, e hiciera el análisis por subcontinentes, los latinoamericanos no quedaríamos entre los pueblos más desamigados o individualmente solos del mundo, pues nuestros promedios estarían por encima de eso; y otro tanto creo que ocurriría en relación a las relaciones de confianza con componente afectivo, o sea, con inclusión no sólo de los amigos sino también de los familiares. Pero, por otro lado, por allí andan también los indicadores que nos sitúan entre los pueblos con mayores índices de homicidios, lo que no es precisamente un rasgo de confianza en el prójimo.

Todo esto nos deja como hundidos en un mar de incertidumbre en torno a las identidades confianzativas de las distintas culturas, y en especial de nuestra cultura latinoamericana, pero pudiera reforzar lo que apreciamos intuitivamente en nuestras relaciones cotidianas: que todos los humanos, salvo quizás casos raros como el de Richard Nixon, famoso por su absoluta desconfianza hasta de los íntimos, tenemos la emocionalidad de la confianza intacta. Sólo que, en las condiciones de la vida estresada, agitada y cuajada de injusticias que nos ha tocado, tendemos a protegernos, y a confiar más, permaneciendo otros factores constantes, sólo en aquellos cuyas vidas conocemos más y se asemejan más a los estilos de vida propios: en los amigos y familiares cercanos, primero; en los conocidos y miembros de círculos que frecuentamos, luego; en los vecinos, después, y así sucesivamente hasta los ámbitos que desconocemos más o nos resultan más diferentes. En todas las variantes, además, las personas menos ambiciosas económica y políticamente, sobre todo cuando nos autoconsideramos en esta categoría, nos inspiran más confianza que las más ambiciosas, y viceversa.

Bueno, los resultados obtenidos no son precisamente halagüeños, y hasta parecieran medio tristosos y particularmente inoportunos en estos días navideños. En compensación, le prometo a mis fieles lectores un mensaje exclusivo y resuelto en optimismo que Transformanueca dará a conocer en cadena planetaria y en tiempo real, haciendo alarde de su recursividad, a todas las regiones de este compungido globo, el próximo día 25 de diciembre a las 12:00 horas según el meridiano de Greenwich. Estén pendientes entonces. Hemos dicho.

viernes, 18 de diciembre de 2009

Las puntas de las flechas y dos audacias

Las puntas de las flechas
Aquel era un tiempo sin sociología, historia o ciencia social alguna, y sin embargo allí estaba, en su lugar, un embrionario pero cada vez más claro sentimiento de solidaridad con las poblaciones autóctonas de nuestro continente. Pese a los esfuerzos de los productores y directores de películas vaqueras de los, para muchos, remotos años cincuenta, que presentaban a los indios grotescamente pintarrajeados y danzando enloquecidos al desenterrar el hacha de la guerra para ir al combate, mi corazón, sobre todo a medida que fui dejando la niñez más temprana y adquiriendo eso que llamaban uso de razón, se alineaba resueltamente con las causas de estos. Cierto que daba lástima ver a los colonos del oeste americano defenderse en sus carretas y caravanas, al lado de sus mujeres y sus niños, de las huestes de pieles rojas girando a su alrededor, pero por más que se empeñaran en ocultarlo algo me decía que, en el fondo y aún sin poder verbalizarlo, los indígenas eran los débiles que luchaban por su territorio frente a quienes los invadían y pretendían acabar con su milenaria manera de vivir.

Cosa diferente ocurría con las películas de la televisión sobre la guerra moderna contra los coreanos, que en definitiva y pese a que las imágenes eran en blanco y negro, fácil se adivinaba que eran parte de los aviesos chinos amarillos, y mi entusiasmo infantil jamás vaciló en estar del lado de los verdes americanos. En el caso de la Legión Extranjera de los franceses en contra de los jinetes árabes bereberes, también mi espíritu pueril se dejaba guiar por el diseño fílmico que realzaba el honor y la ética de los legionarios en contra de las viles hordas enemigas. Y un caso muy especial era el de Robin Hood, quien, además de arquero consumado, abierta y protagónicamente representaba, incluso en el diseño oficial, la solidaridad con los humildes y la rebeldía ante el poder monárquico establecido, lo cual volvía deliciosamente crítica toda identificación con él. Obviamente no había criterios políticos ni históricos tras mis posturas, pero sí un afán de identificarme con la causa de los verdaderamente buenos y justos, en sus luchas en pro de la libertad y el honor, amenazados por doquiera por la maldad y las vocaciones despóticas de los otros.

En materia de indios y vaqueros, después de los años preescolares, en donde las preferencias inevitables se volcaban hacia los sheriffs valientes e ídolos como el Llanero Solitario y su compañero Toro, poco a poco fui internalizando la perspectiva de los pieles rojas frente a los caras pálidas. Un factor importante de la conversión fueron las largas películas llamadas series, que mostraban muchos más detalles de la vida del oeste americano que los filmes corrientes. Todavía echo de menos las series de los miércoles, películas vaqueras por capítulos que se pasaban por tres o cinco semanas en el cine, y presentaban relatos continuados mucho más fascinantes que las ediciones de una sola entrega. Al cine cercano del pueblo, cuya galería o gallinero era a cielo abierto, con lo que se aprovechaba la muy escasa lluviosidad de la zona, acudía casi siempre solo o en compañía de niños amigos, vecinos o compañeros de clase -y muchas veces todo eso-, pero no con adultos. Disfrutábamos las proyecciones, que empezaban apenas al ocultarse el sol, en nuestros toscos bancos de madera sin espaldar, y, entre uno y otro capítulo, a lo largo de la semana, comentábamos lo acontecido y hablábamos mucho, aun dando por descontada la victoria final de los colonos, quienes a menudo terminaban por recibir el apoyo del ejército, acerca de lo que podría ocurrir en la edición siguiente.

La pasión y expectativas que despertaban todos esos relatos, y principalmente los de tipo
western y los de Robin Hood, eran intensas, y disponía de dos recursos adicionales para revivirlos y alterarlos a mi antojo: uno, para condiciones de soledad o de la compañía de alguno de los pocos niños que gustaban de ellos, eran los juegos con numerosos muñequitos, que, además de las figuras de personajes y actores diversos, incluían animales y objetos en miniatura tales como caballos, camellos, carretas, tiendas tanto indígenas como de campaña, cañones, árboles, pozos de agua y hasta castillos ingleses o fuertes militares para cada tipo de ejército. Con estos muñequitos, como los llamábamos, representaba toda clase de situaciones dramáticas y fácilmente perdía la noción del tiempo al sumergirme en ellas. El otro recurso eran los juegos en vivo, que frecuentemente dirigía con niños invitados entre los mismos que íbamos a las series, en el que parecía el inmenso solar de mi casa. No pocas veces un argumento tomado del cine era recreado con muñequitos y vuelto a recrear con los juegos en un solar como el que tenían casi todas las casas del vecindario.

Un pequeño montículo en un costado del solar hacía de montañas rocosas y hasta de Cañon del Colorado, dos palmeras de gruesos troncos -como no las he vuelto a ver-, al centro, eran el lugar ideal para emboscar las caravanas o hacer de bosques inexpugnables de Sherwood, un corpulento olivo -que jamás dio una aceituna- servía, con sus copas, de atalaya para divisar al enemigo, jamás se desaprovechaba un palo de escoba pues siempre estábamos faltos de caballos, no era difícil hallar la semejanza entre las gallinas del solar -cuyas
plumas de colores eran atuendos ideales para los indios- y los búfalos o jabalíes para cazar, y era delicioso cuando las matas de guayaba o de granada frutaban pues la búsqueda de alimentos se tornaba más real.

Sólo un recurso resultaba disonante en el contexto requerido por los valerosos guerreros apaches o por Robin, y eran las flechas de inequívoca apariencia infantil y dotadas con chuponcitos rojos,
insoportablemente inofensivos, en sus puntas. Un día intenté quitarles los odiosos chupones, para afilar con navaja los vástagos de madera, y sufrí una reprimenda de mis padres, temerosos de que entonces las flechas se convirtieran en armas peligrosas, y desde entonces impusieron la condición de que las flechas debían usarse estrictamente enchuponadas. Así dotadas, resultaban inocuas hasta para gallinas y lagartijas, y como, encima, tenían que lanzarse silenciosas, estaban en crasa desventaja ante los disparos de los fusiles de palo enemigos, que por lo menos se acompañaban con oportunos punes y panes.

Las flechitas ya estaban en vías de convertirse en un incómoda mas necesaria imperfección de nuestros juegos de solar cuando, en un viaje a la capital, acompañé casualmente a mi padre, en la búsqueda de unas mancuernas de ejercicios, a una gran tienda de artículos deportivos y, de repente, en un rincón y en una especie de cesta metálica repleta, descubrí nada menos que una amplia variedad de flechas para los deportes de arquería. Largas y genuinas saetas con afiladas puntas de hierro y hasta de acero inoxidable, ganchudas, con varias aristas, para cazadores y tiradores al blanco, con su peligrosidad al desnudo, y a su lado grandes y tensos arcos de variados tamaños, como los de las películas, dignos de apaches o de justicieros legítimos.

Le rogué a mi padre que me comprara algunas de esas, hice promesas de que sería cuidadoso y tendría sumo cuidado al lanzarlas, me comprometí a no matar ni palomas con ellas, y hasta recuerdo haber propuesto que las guardaría sin usar hasta que cumpliera ocho completos años -pues tenía, creo, sólo siete-, pero todo resultó en vano: las flechas no pudieron ser metálicas ni efectivamente punzantes. En su lugar y ante los requerimientos paternos, un dependiente de la tienda nos mostró unas de puntiagudez intermedia, que venían con su arco en un estuche grande, con puntas relativamente afiladas y clavables en cuerpos blandos, pero también achatadas a propósito y hechas de un plástico azul resistente. Mi padre, que gustaba de negociar acuerdos conmigo, me dijo que si prometía hacer un uso responsable de ésas, exclusivamente en nuestro solar de provincia, con el tiempo me haría acreedor a unas puntiagudas y férreas. Con tal perspectiva, y ante la alternativa de retornar frustrado ante las ahora más absurdas que nunca de chuponcito rojo, acepté el trato.

El viaje de regreso a nuestro pueblo se me hizo interminable, las curvas del trayecto final me causaron mareos, y no veía el momento de desempacar mi tesoro, hasta que por fin llegamos, al anochecer, a casa. Pregunté si podía abrir el paquete y hacer los primeros disparos esa noche, pero sólo logré la aprobación para desempaquetar y esperar al día siguiente, lo cual acaté a pie juntillas, como primera prueba de mi vocación responsable en el uso de las nuevas armas.

Pronto me sentí cabalgando a pelo sobre mi brioso caballo pinto, esquivando andanadas de disparos y clavando mis mortíferas saetas en los pechos invasores. A un gigantesco oso pardo logré darle justo en el corazón y lo vi desplomarse por un risco. Rescaté hermanos retenidos desplazándome sigiloso hasta sus encierros a campo abierto y acabando a sus centinelas con flechazos silenciosos y certeros. Y me hallaba en plena caza de corpulentos búfalos que corrían despavoridos, abrazado de costado a mi corcel y con el arco tenso apoyado sobre su crin, a punto ya de soltar el letal proyectil, cuando, de repente, caí en que nunca había montado un caballo a pelo, que jamás había visto un búfalo ni un oso, que había demasiada irrealidad y exageración en lo que estaba viviendo, y que muy probablemente estaba soñando...

Dormido, me dije, sí, pero ¿hasta dónde llegaba el sueño? Si los búfalos y el caballo pinto, y el oso y los centinelas y los invasores, no eran reales: ¿sería que todo era falso, incluido el arco y las flechas que portaba? ¿Cómo deslindar el contenido fantasioso de aquel con algún asidero real? ¿Cómo comprobarlo sin abandonar aquella vivencia paradisíaca? Y así me mantuve indeciso, durante un lapso que recuerdo inmedible, sin saber si despertar o no y temeroso de enfrentar la cruel realidad que posiblemente estaría afuera esperando, quizás hasta con sus horrendas flechitas aniñadas, pues tal vez nada nuevo había ocurrido. En un esfuerzo supremo, decidí afrontar la situación y abrir los ojos, me incorporé sobresaltado, encendí la luz del cuarto, vi hacia todos lados sin hallar lo que buscaba, hasta que..., de pronto, allí, sobre una mesita, estaban el arco sobre su caja, con sus franjas de colores y más alto que yo, y, aunque no las flechas cien por cien legítimas, sí las candidatas a filosas, con sus plumas en la cola y sus puntas plásticas azules... A uno y otras los abracé con un gemido gozoso, que apenas contuvo lo que pudo ser un infantil alarido, y creo haber pasado el resto de la noche cual futuro caballero en vela de armas, hasta que apuntó el ansiado amanecer.

Decidí no contarle a nadie de mi sueño, no fuera a ser que delatara alguna inmadurez inoportuna. Pronto invité por teléfono a unos amigos a jugar en el solar, temprano en la mañana -todavía seguíamos de vacaciones-, y conocer el poderoso arco con sus flechas, distintas a las que todos conocíamos y de una peligrosidad si no plena tampoco despreciable. Y fue así que, no sin sorprenderme por mi recién renovado sentido de la responsabilidad, di inicio a una nueva serie de juegos de solar, que en muchos aspectos se distinguió de todas las versiones anteriores: nunca más hubo emboscadas, ninguna gallina volvió a ser confundida con un búfalo, el hacha de la guerra permaneció mucho más tiempo enterrada, las pipas de la paz se fumaron más a menudo, no hubo más intentos de atravesarle el pecho a un cara pálida con un flechazo o de arrancar cueros cabelludos, y, en cambio, se negoció mucho más, las estrategias de enfrentamiento se hicieron más prolongadas y sutiles, hubo muchas más capturas de enemigos, y ellos con frecuencia dispararon menos y capturaron más de los nuestros, y con frecuencia al final de la jornada se firmaron tratados de convivencia pacífica...

Todo ocurrió como si, en el empeño por demostrar el uso responsable de las flechas de punta plástica, con miras a optar al premio de las de acero, hubiese cambiado mi visión de la lucha entre indios y vaqueros. Las ridículas flechitas de goma podían lanzarse a todas partes sin importar las consecuencias, y así se habían empleado; pero las nuevas, con puntas por poco filosas y arrojadas desde un arco mucho más potente, que si bien no podían matar, matar de verdad, a nadie, sí eran suficientes para vaciarle un ojo a cualquiera y cuidado si atravesarle el buche a una gallina, debieron ser utilizadas de modo harto distinto. Nuestros juegos de indios y vaqueros cobraron fama de ser complicados y hasta fastidiosos para muchos niños, pero nunca para quienes nos habíamos iniciado en el arte de administrar armas de peligrosidad intermedia, en ruta hacia las de peligrosidad completa...

Los nuevos juegos perduraron varios años más, pero las flechas de plástico nunca fueron reemplazadas por las de hierro. No porque mi padre ni yo incumpliéramos nuestras promesas, sino porque, con las excursiones de los
scouts, las cacerías con rifles calibre 22 y en caballos de verdad, y luego con la llegada del interés por las muchachas y de problemas hogareños mayúsculos que dinamitaron las últimas fantasías infantiles, el solar recuperó su tamaño de simple patio trasero, perdió sus encantos y se quedó para los juegos de los niños que vinieron. Conservé el arco con sus flechas azules hasta que, en una mudanza familiar para la capital del país, fue a dar a no sé donde y nunca llegó a la metrópoli ni volví a saber de él.

Creí que el nuevo estilo de juegos había sido fascinante, aleccionador y preferible para todos, hasta que, muchos años después y entre adultos, una hermana menor me hizo el reproche de que, aunque no se atrevió a decírmelo en su momento, por miedo a resultar excluida, siempre prefirió la modalidad de las flechas de chuponcito rojo, pues entonces se divertía más y hasta lanzaba las propias. En cambio, con las nuevas reglas, me dijo se había incrementado demasiado el tiempo de sus prisiones de princesa india en manos de los vaqueros y soldados, a la espera de largas negociaciones por su libertad que nunca terminaba de entender. Cuando, al final, se lograba el reparto de territorios, se liberaban todos los prisioneros, y los jefes celebrábamos eufóricos y dizque fumábamos la pipa de la paz, ya ella estaba cansada y hambrienta, no quería celebrar nada y sólo pensaba en irse a comer y descansar.

La felicidad y los aprendizajes parecieran deleitarse en no repartirse nunca por igual y para todos.

Dos audacias
Curiosamente, las audacias parecieran adaptarse automáticamente a nuestras facultades para ejercerlas. Cuando, de niños, nada de lo que hacemos tiene consecuencias mayores, pareciera que nuestras audacias pueden ser ilimitadas e inmediatas, que a nuestros adversarios los podemos amenazar impunemente y hasta destruir de un plumazo o un flechazo. Pero, basta con que empecemos a entender lo que son las responsabilidades a la hora de resolver problemas, y que nuestras acciones provocan resultados, para que emerja como por arte de magia el mundo de la resolución de conflictos, de las negociaciones, los compromisos, los acuerdos, la confrontación pacífica de intereses, el de las audacias más lentas pero conducentes a verdaderas soluciones, el mundo, en fin, de la política. En nuestra América Latina todavía nos gusta mucho jugar con los gestos, los desplantes, las verborreas, las vivezas aparentes, las audacias rápidas, y mientras tanto nuestros problemas vegetan y pasan décadas y siglos sin que se resuelvan... ¿Cuándo aprenderemos el arte de las audacias lentas y sostenidas, y el juego supremo de los adultos, el de la verdadera política?

martes, 15 de diciembre de 2009

Nuestras identidades audaciativas

A diferencia del coraje, sinónimo del valor o la impetuosidad, y antónimo del miedo; la audacia, osadía o atrevimiento, implica una determinación o decisión consciente a asumir riesgos, y de allí que consideremos esta emoción, con sus correspondientes identidades audaciativas, como una emoción más compleja y derivada de las emociones simples del coraje y la anticipación. No es audaz quien simplemente se enfrenta a un peligro o amenaza, sino quien asume un riesgo, a sabiendas de que lo corre, y en aras de lograr un propósito. Del mismo modo que, en el sentido opuesto, cobarde no es nada más que quien siente miedo, sino quien, además, se amilana ante un riesgo que cree que no puede afrontar. No es descartable completamente que, en circunstancias muy especiales, algunos animales puedan realizar acciones audaces, pero en líneas generales podemos suponer que se trata de una emoción secundaria o avanzada casi inherentemente humana, para cuya experimentación todos los miembros de esta especie estaríamos naturalmente dotados pero no necesariamente listos.

Ahora bien, si lo dicho es consistente, y dado que hemos planteado antes que suponemos, siempre hablando de promedios y no de individualidades, que la región es relativamente fuerte en coraje pero débil en anticipación, nos toca hacernos la pregunta, análoga al caso de la emoción de la esperanza y de las identidades esperanzativas, de qué pasa con la audacia de los latinoamericanos. La respuesta trivial consistiría en repetir un argumento análogo al de las identidades esperanzativas, en donde llegamos al punto de creer que tenemos fortalezas en algo así como esperanzas blandas, es decir, esperanzas hechas de mucha alegría y comparativamente poca anticipación, pero no en las esperanzas duras o de tipo inverso. En este caso podríamos hablar de audacias lentas, para referirnos a aquellas con alta dosis de anticipación y relativamente poco coraje, y audacias rápidas para las de composición contraria, con la resultante de que estaríamos relativamente bien dotados para sentir y soportar las segundas y no tan bien predispuestos para las primeras.

Pero llegados aquí resulta que nos asaltan otras preguntas: ¿Son igualmente importantes estos dos tipos de audacia? ¿Son intercambiables? ¿Sirven para lo mismo? Y entonces ocurre que, para nuestra sorpresa y a diferencia del caso anterior de las esperanzas, tenemos la impresión de haber descubierto aquí, por primera vez en la exploración que hemos emprendido, una carencia seria en nuestras emocionalidades y, por ende, en nuestras identidades. Pues resulta que todo nos sugiere que las audacias rápidas, afines a lo que en Venezuela se llama viveza criolla, sirven para el pronto aprovechamiento de momentos o circunstancias diversas, vale decir para el logro de propósitos puntuales, de buenas o malas maneras, pero no para el logro de objetivos exigentes a largo plazo. Y, opuestamente, las audacias lentas serían necesarias para alcanzar objetivos de este último tipo y avanzar resueltamente, por ejemplo, en el camino de la transformación de nuestras capacidades.

¡Menudo lío este!: como resultado de siglos de dominación parecieran haberse adormecido nuestras identidades anticipativas; este adormecimiento nos lleva a dificultades para emocionar nuestras audacias lentas o de largo plazo, y pareciera que son estas, precisamente, las emociones requeridas para dar soporte a los esfuerzos de transformación de nuestras capacidades que nos permitirían superar esos siglos de dominación. O sea: el propio círculo vicioso en donde estaríamos atrapados. ¿Cómo salir de este enredo?

Mientras se nos prende algún bombillo de mayor vatiaje, nos conformaremos con ofrecer a nuestros lectores los tenues destellos sinápticos que hasta el momento se nos han encendido:
  • Es probable que esta situación se le haya presentado a prácticamente todos los pueblos que, como el estadounidense, el canadiense o, más lejanamente, el inglés, el francés o el propio español, hayan permanecido por siglos bajo un régimen de dominación colonial o adscritos a un imperio, por lo cual valdría la pena examinar cómo hicieron ellos para liberarse del mencionado círculo vicioso.
  • También es probable que esta dinámica viciosa sólo pueda romperse gradualmente: con la fijación y el logro de objetivos relativamente modestos al comienzo podrían reactivarse gradualmente las glándulas endocrinas capaces de segregar quizás las acetilcolinas, epinefrinas u otras neurohormonas de larga duración, y/o de inhibir las dopaminas, serotoninas y afines correspondientes, para colocarnos en condiciones de plantearnos objetivos más ambiciosos, y así reactivar poco a poco nuestra endocrinidad dormida, en concordancia con los mecanismos de desafío/respuesta tan brillantemente estudiados por Toynbee.
  • Quizás la concentración geográfica o sectorial, es decir, la demostración en áreas piloto de que el cambio es posible, con miras a convencer con hechos a otros sectores o localidades, sea otro mecanismo útil para salir de tal impasse.
  • Tal vez nos toque aprender más de los asiáticos y/o de las culturas que valorizan más la sabiduría de los mayores, de las mujeres y hasta de la naturaleza misma, quienes, por lo general y en oposición a los muchachos varones, más densos en testosteronas, tienden a ser más cautos y progresivos a la hora de impulsar esfuerzos sostenidos, pero ininterrumpidos, de cambio.
  • En cualquier caso, todo sugiere que las terapias de shock o del tipo electroconvulsivo serían contraproducentes para superar el círculo vicioso mencionado, con lo cual los estilos de liderazgo basados en el atore, la impaciencia o el forzamiento de las circunstancias objetivas quedarían contraindicados, y más todavía en condiciones en las que no se disponga de mayorías suficientes en la correlación de fuerzas.
  • Y tampoco debemos olvidar que nuestro subcontinente esta repleto de experiencias fallidas y para escoger, desde Allende '73 hasta Zelaya '09, en donde se ha querido apelar a la audacia rápida para introducir cambios sociales drásticos con base en mayorías relativas de no más de un tercio de la población electoral, y resultados harto familiares.
Otra vez la pequeña vida de nuestro diminuto blog nos conduce a cerrar un artículo bajo el signo de las dudas y de la falta de respuestas del calibre de las preguntas que nos hacemos. Pero no por ello habremos de sentirnos abatidos: confiamos en que con nuestra perseverancia, y haciendo gala de la poca audacia lenta de que disponemos, poco a poco hallaremos, y sobre todo con una mayor audacia de cualquier tipo en nuestros lectores a la hora de ayudarnos con sus comentarios a ver más claro en estos horizontes nublados, las respuestas más sólidas que requerimos. Pareciera que los latinoamericanos tenemos que aprender a jugar con el tiempo a nuestro favor y no en nuestra contra, y entender que en la puerta de acceso a la audacia lenta hay un letrero que dice: PACIENCIA.

viernes, 11 de diciembre de 2009

Nuestras identidades esperanzativas

"La esperanza es lo último que se pierde" sugiere un dicho popular latinoamericano, y "el alma es lo que nos queda, pues todo lo demás nos lo han quitado" es una frase que, con variantes, he oído muchas veces entre nuestros pobres. Tenemos la impresión de que si en el mundo, en la escala subcontinental, se definiese, al estilo de como en otros contextos se han definido las relaciones beneficio/costo, algo así como una relación esperanza/padecimiento, los latinoamericanos tenderíamos a quedar entre los líderes mundiales.

En cuanto al numerador de la relación, como hace varios artículos lo señalamos, en cuestión de esperanzas, lo que es equivalente a conformidad y expectativas positivas con nuestras vidas, y por ende con nuestra felicidad, son elocuentes los indicadores que nos señalan entre los pueblos más felices del planeta. Y en cuanto al denominador, que debe ser homologado para que las comparaciones tengan sentido, es decir, que debe suponerse lo que habría ocurrido con un padecimiento común de los distintos subcontinentes o macroregiones, para luego apreciar las dosis de esperanzas relativas de cada quien, nos parece que terminaríamos sumamente bien posicionados. Si, por ejemplo, se pudiese establecer algún indicador de esperanzas en relación al volumen específico de padecimientos, digamos, en unidades de esperanza por litros de sangre, sudor y lágrimas
derramados bajo dominaciones externas per cápita, no tendríamos mucho que envidiarle a ninguna otra región, incluso tomando en cuenta las conflagraciones mundiales europeas, las devastadoras guerras asiáticas, el holocausto judío o las cacerías humanas africanas.

Lo nuestro estuvo cerca de ser el genocidio o la limpieza étnica perfecta, es decir, una en donde no hubiese quedado ni rastro del pueblo exterminado, pues, según estimaciones de nuestro confiable Darcy Ribeiro, nada más que entre 1500 y 1650 la población de aborígenes prehispánicos se redujo en un 95%, al pasar de aproximadamente unos setenta millones a tres millones y medio de pobladores. Si a esto le sumamos la carga de trabajos forzados, despojo de tierras, aniquilación de culturas y lenguas, destrucción de hábitats, violaciones de mujeres, contagio de enfermedades, abandono de hogares, y yerbas afines, entonces se verá que no es de conchas de ajo de lo que estamos hablando. La consideración que parece haber escapado a los insaciables conquistadores, y que en buena medida ha permitido que estemos aquí echando el cuento en este blog, fue, como ya va dicho, la increíble capacidad de aguante de sufrimientos y vejámenes de nuestras madres ancestrales, quienes a todo trance optaron por asegurar la supervivencia de al menos la mitad de los genes originalmente americanos. Y, en cualquier caso, el que, después de semejante calvario colectivo, este subcontinente sea todavía capaz de reír y mirar con optimismo su futuro, es, por decir lo menos y al margen de consideraciones cuantitativas, digno de admiración o, como mínimo, del más serio autorrespeto.

Se nos ocurre, sin embargo, una intriga: si fuese válido, como lo estamos suponiendo, que las esperanzas están hechas de alegría y anticipación, vale decir que son como unas alegrías con fundamento, ¿cómo es, entonces, que somos tan fuertes en esperanzas si en alguna parte hemos dicho que la anticipación no pareciera ser nuestra fortaleza? Tres explicaciones se nos ocurren. Una, que no seamos tan sólidos en esperanzas, pero no nos convence mucho esta idea. Otra, que no seamos tan relativamente poco anticipativos, que también nos huele a sospecha. Y otra más, que nos luce la más aceptable, según la cual la mezcla química entre alegría y anticipación no necesariamente ha de ser entre partes iguales de los componentes, con lo cual, con relativamente poca anticipación, pero con mucha alegría, podría generarse mucha esperanza. O, lo que se parece, que podrían existir diversos cocteles de emociones esperanzativas: unos más ásperos o fuertes, hechos con mayor dosis de anticipación, y otros más suaves o blandos, como quizás los nuestros, preparados con menor dosis pero tan o incluso más refrescantes que los otros.

Bueno, lo cierto es que quedamos como cansados de tanto intentar ser lógicos para fundamentar algo que en definitiva no es racional sino que nos brota de las entrañas, a saber, la corazonada de
que lo mejor que aportará nuestra Latinoamérica a su autoconstrucción y a la edificación de una mejor humanidad está por venir. Si con toda nuestra cruz de calamidades, quizás mucho más pesada que la traída por los guerreros y misioneros ibéricos, no hemos perdido las ganas de vivir, es poco probable que las perdamos en lo sucesivo. De lo que se trata, entonces, a partir de estas irreversibles ganas, es de decidir cómo vamos a arreglárnoslas para vivir, como vamos a aprender, propositar, producir, organizar, disfrutar, compartir... nuestros medios, maneras o modos de vivir. O sea... (si ya les viene fácil a la mente con qué rellenar los puntos suspensivos, entonces, contra viento y marea, estamos bien encaminados en el blog).

martes, 8 de diciembre de 2009

Nuestras identidades afectivas

Pese a nuestra mejor voluntad y -esperamos- falta de prejuicios, tenemos que admitir que no hemos encontrado mayor cosa en nuestra exploración en búsqueda de peculiaridades latinoamericanas en materia de identidades, con sus asideros emocionales respectivos. Después de una constatación, eso sí, del enorme peso o prioridad que ha tenido la evolución de las emociones aceptativas a nivel de todo el género humano, sólo hemos hallado una relativa, y no confirmada por datos duros, disposición a la alegría y al coraje en nosotros los latinoamericanos, en cierto modo contrapesada por una, más evidente, atenuación de las emociones anticipativas. Sin embargo, estos limitados hallazgos, si es que se les puede llamar así, han sugerido dos no tan despreciables hipótesis: una, que efectivamente, cuando hablamos de identidades humanas, estamos tratando con algo casi tan distintivo como la anatomía o la fisiología de nuestros organismos, lo cual nos ha servido para criticar fuertemente a toda ideología o, pretendidamente, teoría que quiera hacer de la búsqueda o redefinición de la identidad humana o latinoamericana el punto de partida de los esfuerzos transformadores; y, otra, que, en concordancia con lo que cabría esperar de acuerdo a nuestra conjetura de los espectros o rosas de las emociones, las cosas parecieran funcionar como si al fortalecer ciertas emociones los seres vivos tuviésemos que inhibir o dejar de frecuentar otras.

La conjugación de las dos hipótesis mencionadas nos lleva a la todavía más interesante apreciación de que los humanos, posiblemente, poseamos un bastante característico y estable espectro emocional heredado de complejas y prolongadas derivas, dialécticas o evoluciones, que, sin, embargo, en los últimos miles de años, a fuerza de tanta civilización extraviada, se habría alterado ligeramente. Es decir, que algunos pueblos, los domesticados, los de abajo, o sea nosotros en sentido restringido, habríamos perdido ciertas aptitudes naturales para escudriñar y predecir nuestro entorno y a nosotros mismos, al estilo de lo que le ocurre a la mayoría de los animales que se domestican o encierran, a cambio de reforzar nuestras emociones alegrativas y corajetivas, como quien intentara compensar las emociones perdidas. Mientras que, opuestamente, los pueblos de arriba, los dominadores, o sea, ellos en sentido restringido o la porción más periférica del nosotros en sentido amplio, hubiesen vivido el proceso inverso, a saber, volviéndose más y más anticipativos, a cambio de tornarse relativamente menos alegres y audaces, o, lo que es lo mismo, relativamente, repito, más tristes y miedosos.

Y así, con tan precaria cosecha de resultados, nos toca ahora abordar las identidades, y sus respectivos sustratos emocionales, a las que hemos llamado secundarias o podríamos llamar también de segunda generación, derivadas, según intuimos fuertemente, de las identidades primarias o de primera generación. Recordamos, o aclaramos para los que recién lleguen a estas ciberpáginas, que al referirnos a estas identidades secundarias estamos hablando de las tres identidades más complejas, a las que hemos decidido llamar afectivas, producto de la hibridación de las aceptativas y alegrativas; esperanzativas, derivadas de las alegrativas y anticipativas; y audaciativas, engendradas por las anticipativas y corajetivas. Si les parece enredado, les recordamos que a las identidades las vemos como en una pirámide: cuatro primarias abajo, tres secundarias encima, dos terciarias sobre estas últimas, las confianzativas y entregativas, que exploraremos en próximos artículos, y, al tope, las amativas, ancladas en la emoción humana suprema del amor. O, por si acaso a alguna lectora le cuesta pensar en términos de pirámides pero gusta de jugar bowling, entonces la metáfora podría ser que vemos al amor en el pin primero de las emociones humanas, a la confianza y la entrega en los pines dos y tres o de segunda fila, luego las emociones terciarias en los tres pines siguientes, y las primarias en los cuatro pines de la última fila, con el corolario de que todo proyecto o iniciativa de transformación de una sociedad humana que pretenda ser genuina en el largo plazo, o sea, hacer un strike, no puede ponerse con cómicas apuntándole a cualquier pin distinto del número uno.

Estamos conscientes de que, a partir de ahora, tendremos una menor compañía de psicólogos respetables, pues no hemos encontrado algo que, a nuestro juicio, amerite la denominación de una teoría, o, al menos, una hipótesis consistente, acerca de las emociones en tanto que soporte de las identidades. Conservaremos, sí, las referencias a los planteamientos de Robert Plutchik, a quien situamos dentro del campo de una especie de biopsicología humanista postulante de que todos los seres vivos experimentan emociones, que estas varían según los procesos evolutivos de cada especie, que existen emociones primarias, caracterizables según pares opuestos, a partir de las cuales se articulan o construyen las demás, y que las emociones pueden variar en sus grados de intensidad. No obstante, como podrá haberse notado, no tenemos interés en encuadrar nuestras reflexiones en los marcos de escuela biológica, psicológica, sociológica o histórica alguna, por lo cual nos sentimos libres de apelar transdisciplinariamente, es decir, en función de los problemas que analizamos y sin que nos sintamos eclécticos, a enfoques diversos.

Entre estos enfoques citamos al marxismo de Marx, el enfoque histórico de Toynbee y nuestro Darcy Ribeiro, el existencialismo sartreano, la antropología biológica de los Leakey, la epistemología genética de Piaget y afines, el enfoque biológico de nuestro Humberto Maturana, el psicoanálisis de Freud y Jung, el humanismo de Abraham Maslow y Carl Rogers, o el cognitivismo social de Howard Gardner y la escuela del Proyecto Cero de Harvard. También tenemos una deuda, entre muchos otros, con un muy poco conocido psicólogo ruso, llamado Lev Vigotsky, a quien no hemos podido leer pues no hemos conseguido sus libros, y que tenemos entendido realizó importantes investigaciones acerca de como las emociones se desarrollan en un contexto social y cultural, con una fuerte intervención del lenguaje (al parecer, el pobre, quien murió de tuberculosis en 1934 sin haber llegado a los cuarenta años, incurrió en la anomalía de ser un ruso pensante con cabeza propia en la primera mitad del siglo pasado, con lo que terminó execrado por Occidente, por el pecado de ser ruso, y por la Rusia estalinista, por el sacrilegio de pensar con cerebro propio).

No sobra recordar que nuestro enfoque nunca parte de la afiliación a escuela alguna, y menos académica, sino que se concentra en comprender los problemas desde múltiples perspectivas relevantes, a las que procuramos integrar en la perspectiva de posibilitar una ulterior acción transformadora. Es así que a las emociones las vemos como el núcleo de identidades conformadas a lo largo de procesos simultáneamente físicos, químicos, biológicos, antropológicos, sociales y civilizatorios, en donde cada instancia delimita, por decirlo de alguna manera, las opciones de las instancias restantes, y que parecieran estructurarse, las identidades, en un espectro o rosa característica de las sociedades humanas, pero que consentiría variaciones menores en los casos de las distintas culturas, y particularmente de la cultura latinoamericana.

Y, pasamos entonces, por fin, a la cuestión de las identidades afectivas.
Si a la mera aceptación de, coexistencia con o tolerancia hacia los demás, la hemos llamado aceptatividad, y si dentro de alegría incluimos como sinónimos a todo lo que implique satisfacción, placer, goce o disfrute, entonces al afecto, cariño, apego y afines lo vemos como una fusión de esas dos emociones primarias: es decir, como la aceptación del otro con alegría, con satisfacción, el disfrute de la relación con el otro. La prueba principal de la existencia de esta emoción, y por tanto de esta identidad secundaria, nos parece que la tenemos en la familia y las parejas, en donde, pese a milenios de egoísmo civilizatorio, sobreviven intactos los nexos afectivos propios del repertorio emocional que suponemos heredados de nuestros más tempranos ancestros. Aunque creemos haber observado circunstancialmente esta emoción en aves y muchos otros vertebrados, tenemos la impresión, y aquí sí tenemos un amplio respaldo psicológico y biológico, de que no hay otra especie conocida para quien el afecto sea tan importante como para la nuestra. Querer y ser queridos son anhelos, para cualquier efecto, innatos o casi en nosotros, de la misma manera a como para los tiburones, que ya en el vientre de la madre con frecuencia comienzan a devorar a sus hermanos, la tendencia a la agresividad es congénita.

Cuando hemos tratado de entender el sentido de tantos cambios en la evolución humana, en donde francamente la tesis magna darwinista de la selección natural no nos convence, salvo como un reforzamiento a posteriori, encontramos la búsqueda de afecto como uno de los vectores dominantes. Somos afectivos hasta en nuestros sueños e inconsciencias, y la mayoría de nuestros vicios encuentran en la emoción desafectiva, así como en la discapacidad llamada pereza, o destrabajo, su caldo de cultivo. Es impresionante constatar la enorme cantidad de cuentos, películas, canciones, composiciones musicales, esculturas, pinturas, representaciones teatrales, bailes, etc., que hacen, al menos, del afecto versus el desafecto su tema central, o la gran variedad de desviaciones psicológicas en donde las carencias afectivas, sin importar la óptica de la escuela con que se las mire, juegan un rol determinante.

En cuanto a la afectividad de los latinoamericanos, no nos ha ido bien hasta el presente en nuestro intento por conseguir algo que sugiera alguna particularidad en nuestra manera de experimentar esta esencial emoción secundaria. Sobre el tema de la estructura familiar sí existe una literatura relativamente amplia, pero, por ahora, preferimos no revisarla pues está cargada, como cabría esperar, de consideraciones económicas, sociológicas, políticas, educativas y culturales, que encajan más bien dentro del panorama de las capacidades sociales y no de las identidades. De la misma manera, preferiríamos abordar otros temas afines, como por ejemplo nuestra quizás especial manera de vivir los desencuentros afectivos a través del despecho, que tanto impregna nuestros boleros, rancheras y tangos, en el contexto del examen de nuestras manifestaciones culturales.

En síntesis y hasta nuevo aviso, todo parece insinuar que, como cabría esperar dado que nuestras identidades aceptativas y alegrativas, el sustrato supuesto de nuestras identidades afectivas, han permanecido relativamente intactas, también nuestra afectividad esencial habría sido poco afectada. Y esto no es cualquier cosa: el que hayamos conservado nuestro potencial afectivo, después de siglos de vejámenes, maltratos, violaciones, abandonos, hogares deshechos, impotencias y detengámonos, es una tremenda buena noticia, pues tenemos aquí una roca que, complementada con el cielo de nuestra poderosa poesía amorosa, que examinaremos más adelante, constituye un promisorio entorno para impulsar nuestra transformación social.