martes, 12 de octubre de 2010

Chile: dos catástrofes y dos milagros

El 17 de enero de 2010 ocurrió en Chile, al menos para la izquierda chilena y latinoamericana, una catástrofe política: Sebastián Piñera, multimillonario de talla mundial y candidato de la derechista Coalición por el Cambio/Alianza por Chile, derrotó sorpresivamente en la segunda vuelta de las elecciones, por apenas poco más de 200.000 votos, a Eduardo Frei Ruiz-Tagle, candidato de la coalición de izquierda y centro-izquierda Concertación por la Democracia. Aquella coalición, que incluye a la extrema derecha pinochetista, vinculada a la jerarquía eclesiástica católica e integrada en la temible Unión Demócrata Independiente, UDI, logró aprovechar la división de una izquierda que se presentó dividida en tres bloques a la primera vuelta y cuyo segundo candidato principal, Marco Enríquez-Omimami, hijo de Miguel Enríquez, el líder de de extrema izquierda del MIR, en la época de Allende, asesinado durante el golpe de Pinochet, sólo decidió apoyar al candidato de la izquierda faltando cuatro días para la segunda vuelta.

Al final del gobierno de la socialista Michelle Bachelet, que concluyó su mandato con un 84% de popularidad, la suma de los votos obtenidos en la primera vuelta por Eduardo Frei Ruiz-Tagle, ingeniero y político, quien ya había gobernado a Chile en el período 1994-1999, e hijo del Eduardo Frei fundador de la Democracia Cristiana y que también gobernó a Chile en los años sesenta; por el joven Marco Enríquez-Omimami, disidente del Partido Socialista, quien desde el inicio se negó a aceptar la candidatura de Frei y prefirió hacer tolda aparte; y por Jorge Arrate, también ex-socialista, apoyado por la coalición Juntos Podemos Más, que incluía al Partido Comunista de Chile, superó por casi 300.000 votos a la votación de Piñera en la segunda vuelta. Esto significa que una significativa fracción del electorado de izquierda, seguramente seguidora del radical Marco, prefirió dejar ganar a la derecha y posibilitar el retorno al poder de las fuerzas pinochetistas antes que votar por la centro-izquierda representada por Frei.

En otra dimensión, telúrica esta vez, sólo poco más de un mes después de dichas elecciones, el 27 de febrero de 2010, tuvo lugar en el sur de Chile el para entonces quinto mayor sismo registrado en la historia del planeta, con 8,8 grados de Magnitud y una duración de casi cuatro minutos en la ciudad de Concepción, que fue acompañado 35 minutos después por un violento tsunami que sepultó numerosas poblaciones costeras e insulares chilenas. Entre ambos dejaron una secuela de más de quinientas víctimas fatales, alrededor de dos millones de damnificados y cerca de quinientas mil viviendas seriamente dañadas.

Después de semejante inicio de la segunda década del siglo XXI, los pronósticos de muchos acerca del futuro próximo de Chile -incluidos los de este servidor que alguna vez caracterizó a Piñera, quien vendría a ser en relación a Pinochet como una especie de Aznar respecto a Franco, entre los líderes de las corrientes más derechistas de la actual América Latina- resultaron en las vecindades de lo sombrío.

Impedido de saber encontrar responsables de la tragedias humanas más allá de nuestros límites atmosféricos, ya me disponía a armar un nuevo rosario de correlaciones entre las calamidades latinoamericanas, por un lado, y la fiereza de nuestras derechas e inmadurez de nuestras izquierdas, por otro, cuando ocurrió la que supuse una nueva pinta en la atigrada piel de las desgracias chilenas: el derrumbe, ocurrido el 5 de agosto de 2010, que habría dejado sepultados a 33 mineros chilenos en una mina de cobre y oro, en San José de Copiapó, al norte del país.

Tras las declaraciones iniciales de algún ministro de Piñera, quien recuerdo dijo algo así como que nadie debía hacerse ilusiones en torno a las posibilidades de algún rescate, y después del rápido pronunciamiento de los dueños de la mina en relación a dar por terminada la relación de trabajo con los mineros, y por tanto de cualquier pago de salarios caídos a sus familiares -casi como invocando indemnizaciones oficiales por el "lucro cesante"-, confieso que me disponía a presenciar un nuevo festival de miseria humana en América Latina protagonizado por el nuevo Presidente chileno y la oligarquía retrógada de esa nación. Una especie de reedición de la pesadilla del estilo pinochetesco de gobierno: frío, cruel, mentiroso, deshumanizado y siempre como rozando el borde de lo macabro.

Pero la vida tuvo otras ocurrencias. La primera fue saber de un presidente Piñera que todavía dos semanas después del derrumbe seguía empeñado en proseguir las labores de rescate. Después enterarme de acciones espontáneas de empresarios chilenos en condena a la ruindad de sus colegas dueños de la mina y en pro de la indemnización de los familiares de los mineros. Luego vino el descubrimiento de una sincera euforia del mismo Presidente al revelar la nota "Estamos bien en el refugio, los 33", enviada en letras rojas mediante una sonda desde casi 700 m de profundidad. Más tarde la constatación de la disposición gubernamental a rescatar los mineros a toda costa y costo y a través de un esfuerzo rigurosamente planificado y acelerado, pero a la vez realista y no sembrador de ilusiones de algún rescate inmediato. Y, por último, cuando ya había comenzado a modificarse nuestra imagen inicial de Piñera, y comenzábamos a entender el porqué del apoyo que recibiera de Fernando Flores, destacado y respetado pensador, consultor y político chileno, ex-ministro de economía de Allende, llegó, antes de lo previsto, el inolvidable 13 de octubre: así nos instalamos veinticuatro horas en el televisor, junto a quizás algunos miles de millones de otros terrícolas, para no perdernos nada de la emoción de la operación de rescate de los 33 mineros, sanos y salvos después de casi 70 días en el mero averno, y, constatamos, lo que nos pareció igualmente extraordinario, el estilo de presencia, también durante las veinticuatro horas, de un genuino y humano Jefe de Estado, quien también se trasnochó y se interesó antes que nada por salvaguardar la vida de un conjunto de humildes ciudadanos afectados por una desgracia superlativa, todo ello sin propagandismos baratos y despojado de pases de facturas políticas.

Cuando, ya al filo de la medianoche que daba al 14 de octubre, atestiguamos el rescate del último minero, el líder Luis Urzúa, y luego del último rescatista, tuvimos la sensación de haber presenciado lo más parecido a un milagro que quizás en nuestra vida nos toque presenciar, y sentimos que ése seguramente será uno de los momentos de mayor orgullo de pertenecer al género humano que experimentaremos en nuestra existencia. A partir de allí se han vuelto distintas nuestras percepciones de la importancia de la vida humana, de las limitaciones de los prejuicios humanos -incluidos, por supuesto, los propios-, de las potencialidades de los esfuerzos humanos no contaminados por el afán de lucro, poder y fama, de cómo la adversidad puede contribuir al fortalecimiento de nuestra identidad, y, también, de nuestra visión de América Latina, de Chile y hasta del propio Piñera, quien, sin ganar nuestra devoción sí supo hacerse merecedor de nuestro respeto.

Y, si aquello fuese poco, tenemos la fuerte intuición de que también, al menos, para los chilenos tuvo lugar otro milagro, por obra y gracia del proceso de rescate de los mineros: el de dejar alguna vez a un lado el sectarismo y los odios fratricidas para asumir, sin homogeneidades ideológicas idílicas, y aunque fuese por algunas horas, una identidad nacional y social común, más allá de la lucha de clases, de las refriegas partidistas y de los intereses viscerales. Tenemos la corazonada de que este proceso de rescate de los mineros se hará sentir en Chile mucho más allá de las alegrías circunstanciales, y que mucho incidirá en favor de la construcción de un verdadero y compartido, más allá de ideologías y fraccionamientos, proyecto nacional. Uno que probablemente posibilite la continuidad de tantas políticas acertadas que ha avanzado Chile, blindándolas incluso a prueba de pinochetismos ultrareaccionarios y preparando el terreno para un probable retorno al poder de la izquierda, de repente bajo las riendas de nuestra admirada colega generacional Michelle, que apenas está rondando los sesenta.

¡Sorpresas -y no siempre malas- te da la vida!

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