viernes, 16 de julio de 2010

La economía venezolana (I): Un campamento minero decadente y disfrazado

Quinientos años de existencia, doscientos de independencia, cien de abundancia petrolera y cincuenta de apariencia democrática no han sido suficientes para que los venezolanos construyamos una verdadera nación.

Las cosas han ocurrido como si de la gestación originaria, de una simiente europea y un vientre indígena, con el posterior implante afrodescendiente, no hubiese evolucionado un solo y homogéneo organismo, como cabría esperar, sino otro con al menos una triple diferenciación genética. Como si la porción híbrida de sus tejidos hubiese crecido acompañada de tejidos descendientes ora del progenitor u ora de la madre solamente, para dar lugar a un engendro tricotómico. Todos los conflictos de la sociedad venezolana, como versiones extremas de aquellos de la sociedad latinoamericana en su conjunto, parecieran derivarse de esta anomalía. Y de nada han valido las explícitas y nada ambiguas prescripciones de nuestro Simón Bolívar, la al parecer única célula a la que todos reconocemos -pese a su obvio pedigree caucásico- como antecesora, en el sentido de que asumamos la identidad híbrida, ni indígena ni europea sino producto de la fusión entre ambas, como la más genuinamente nacional. De la boca hacia afuera lo admitimos, pero rápidamente unos pasan a sentirse, con sus epidermis melanínicamente menos densas, como miembros de una estirpe superior, otros, opuestamente más teñidos, siguen reaccionando como si los cara-pálidas fuesen intrusos, y los más, los ni claros ni oscuros, tendemos a ser testigos grises de las pugnas entre los tonos extremos.

Cualquier libro elemental de historia debería servir para corroborar estos asertos, valga decir para demostrar que las actuales posturas oposicionistas radicales son directa o indirectamente herederas de las facciones promonárquicas, oligárquicas o elitescas del pasado, mientras que el fundamentalismo oficialista es un derivado de las luchas reactivas de los caribes y sus caciques, o del Negro Miguel y los suyos, contra el dominador exógeno, y así hasta llegar al paradójico residuo de los ninís -tanto de piel como de corazón, mente o sueños-, que conformamos nada menos que la inmensa mayoría de la población pero que por lo visto no hemos aprendido a hacer un papel distinto al de espectadores pasivos de las rivalidades antagónicas.

Y nos sale insistir, so pena de repetitivos, en que el mal supremo de nuestra sociedad no es la ya gravísima tricotomía de sus tejidos, sino la cuidado si congénita ilusión de creer que puede haber soluciones al margen de su integración, es decir, que por un mágico procedimiento podríamos llegar a arrancarnos bien los genes paternos o bien los maternos. Y, asimismo, argumentaremos, cual los alumnos que alguna vez fuimos de aquel malcomprendido pero siempre conceptualmente poderoso Carlos, que es en la estructura o base económica donde hay que comenzar a buscar el quid contentivo de las claves para algún día desenmarañar todo este embrollo, pues seguimos convencidos de que es allí, y no en el clima, la latitud, las inspiraciones humanas o divinas, la filosofía o la genética, donde, estadística y no determinísticamente hablando, se han originado nuestras principales aberraciones sociales.

Quinientos y etcétera años después, el modo de producción dominante en el decil de mayores ingresos de nuestra población sigue estando dos grados u oleadas históricas delante del tercil de menores recursos. Si los conquistadores de antaño arribaron a estas tierras con capacidades predominantemente técnico-feudales y se toparon con pueblos agrícolas y socialmente indiferenciados, los criollos posteriores establecieron un mercantilismo apoyado en el esclavismo de la población más autóctona o importada, y este sistema, a su turno y desde hace unas pocas décadas, ha comenzado a transformarse en un capitalismo incipiente y fuertemente apoyado en un sustrato marginalizado. Estructuralmente hablando, las capacidades productivas de este último sector han terminado por ser análogas a las incipientes capacidades técnicas de aquellos conquistadores, diferenciadas todavía de cualquier mercantilismo y aún más rezagadas en relación a todo lo que merezca llamarse capitalismo.

La economía mercantilista de Estado dominante, en donde estimamos que labora un 60% de la población activa, genera alrededor de un 55% del valor agregado o Producto Interno Bruto; no más de un 10% de la población productora, inserta en un verdadero régimen capitalista, que incluye en su núcleo a los sectores de extracción petrolera, refinación y petroquímica, más un puñado de empresas propiamente modernas, genera digamos que un 40% de la riqueza real nacional; mientras que el 30% restante de la fuerza de trabajo, la de capacidades más rezagadas y que no ha podido insertarse en el mercantilismo subsidiado por la renta petrolera, agrega sólo un 5% del valor productivo.

Frente a las advertencias de un desfile de economistas visionarios, desde Alberto Adriani hasta Maza Zavala, y ejecutando los más burdos guiones de la "enfermedad holandesa", hemos mantenido asfixiados los sectores industrial y agrícola de la economía, para estimular el crecimiento desbordado de un sector servicios dependiente de la economía minera y las importaciones, con lo cual nuestro funcionamiento económico se asemeja -fue con nuestro apreciado Orlando Araujo que conocimos esta metáfora a comienzos de los setenta-, en su estructura esencial, a la de un campamento minero. Nuestra población trabajadora en el sector de la economía informal, que abarca un 44% de la población económicamente activa, es antes que nada el resultado de la creciente incapacidad del régimen económico mercantilista dominante para generar puestos de trabajo realmente productivos.

Las dos principales políticas económicas impulsadas en los últimos cincuenta años han querido, una, delegar en las inversiones extranjeras o estatales la responsabilidad de dinamizar el capitalismo local, con el oneroso costo social de dejar excluido de todo progreso social a más de una tercera parte de la población, mientras que la política en boga pretende hacer del reparto de la riqueza petrolera a los más pobres el motor de la transformación. El resultado neto, sin que en ningún momento hayamos priorizado la generación de empleos productivos y el apoyo a la iniciativa de verdaderos empresarios, ha sido la consolidación de un mercantilismo que sólo sobrevive gracias a su parasitismo respecto del sector capitalista petrolero. Ambas posturas coinciden en llamar capitalista a un sector de la economía que, lejos de apoyarse en la ciencia o la tecnología, la optimización de los procesos productivos, la capacitación y profesionalización continua de los trabajadores o la generación de retornos a largo plazo, subsiste gracias a la especulación, el inmediatismo y la obtención de ganancias fáciles, cuando no a través de la corrupción rampante.

Ni el grueso de las empresas afiliadas a Fedecámaras, ni los sectores a los que el gobierno suele atacar como capitalismo salvaje califican dentro de la clase de empresas que en la terminología internacional merecen llamarse capitalistas propiamente dichas. En un listado reciente de las quinientas empresas más agregadoras de valor de América Latina, elaborado por la revista Poder y Negocios (Abril 2010), por citar sólo un ejemplo a la mano, 223 de éstas son brasileñas, incluyendo a Petrobrás, la mayor de todas; 89 son mexicanas, 81 chilenas, 44 peruanas, 36 argentinas, 18 colombianas, y sólo 8 venezolanas (de las que 5: PDVSA, CANTV, Pequivén, La Electricidad de Caracas y Venalum son estatales, y sólo 3 privadas: Polar, Movistar y Sivensa). Con cerca de seis, cuatro veces, y un poco más de la mitad de nuestra población, Brasil, México y Chile, poseen, respectivamente, cerca de treinta, once y diez veces nuestro número de grandes empresas capitalistas propiamente dichas. No tenemos a la vista las cifras de pequeñas y medianas empresas modernas, pero estamos seguros de que los resultados diferirían incluso en mayor grado que los de las grandes empresas, pues, por donde quiera que la vemos, a la economía venezolana la encontramos decadente y disfrazada de modernidad, incluso ya en relación a los estándares de otras naciones latinoamericanas. Continuaremos en la próxima entrega.

No hay comentarios:

Publicar un comentario