martes, 20 de julio de 2010

La economía venezolana (II): Una ilusión de productividad

Cuando la apreciamos en un contexto latinoamericano o mundial, la fuerza productiva de nosotros los venezolanos da la impresión de estar relativamente bien posicionada o encaminada.

En efecto, si tomamos como referencia los datos de organismos internacionales para 2006, los últimos de que disponemos basados en mediciones reales y no en estimaciones, y sobre los cuales tenemos también más información adicional para interpretarlos, la población total residente, de poco más de 27 millones de habitantes, generó un producto interno bruto de unos 178 millardos de dólares, para un ingreso per cápita de unos 6.540 dólares anuales. Cuando comparamos esta cifra con el ingreso per cápita promedio del planeta que, para ese mismo año y con unos 6.650 millones de pobladores y un producto planetario de 47,7 billones de dólares, fue de 7.450 dólares, nos vemos apenas un poco por debajo de tal media, lo cual no deja de lucir esperanzador. Y, si ajustamos los datos criollos al poder adquisitivo real local de esos dólares, en comparación con el poder adquisitivo de los dólares en los Estados Unidos, incluso quedamos un poco mejor parados, con un ingreso per cápita ajustado de 7.440 dólares, casi idéntico al ingreso nominal promedio terrestre.

Si comparamos este ingreso per cápita promedio con, por ejemplo, los niveles per cápita promedio del continente más pobre, África, cuyos niveles sólo oscilan ligeramente por arriba de los 1.000 dólares, es claro que, apartando momentáneamente a un lado la congoja que nos ocasiona la miseria de ellos, debemos reconocer que, en promedio, repetimos, no nos hallamos entre los pueblos más pobres del mundo. Cuando vemos hacia el lado asiático, con sus ingresos per cápita un poco por encima de los 3.000 dólares (ya abultados por los productivos japoneses), podemos seguir pensando en que nuestra productividad, con el estado actual de desarrollo de la técnica y la tecnología, no está del todo mal. E incluso, en el plano latinoamericano, cuyos ingresos per cápita promedio, siempre para el mismo año de referencia, estuvieron en un entorno de los 5.300 dólares, todavía tenemos motivos para sentirnos relativamente productivos, aunque no sobra acotar que, para ese mismo año, los ingresos per cápita, ajustados según su paridad relativa de poder adquisitivo, de, por ejemplo, Argentina, Chile, Brasil o México, estuvieron por el orden de los 15.000, 11.000, 8.800 ó 11.300 dólares, respectivamente.

Pero, obviamente, al compararnos con los muy altos ingresos de las economías llamadas modernas o desarrolladas, que alcanzan niveles promedio de hasta alrededor de diez veces los nuestros, en casos como los de Noruega, y de al menos cinco veces en la mayoría de los casos de Europa Occidental, Angloamérica, Oceanía o Japón, comenzamos a tomar más conciencia de nuestras limitaciones, sobre todo si aceptamos que nuestros anhelos de bienestar y de consumo nos impulsan, por ahora, a querer vivir como ellos, los modernos, incluso si descartamos las versiones más despilfarradoras y consumistas de tales estilos de vida, como podría ser la modalidad del American Way of Life, definitivamente no factible de alcanzar jamás para todos los pobladores de este globo. Pero todavía, hasta aquí, estamos lejos de tocar el meollo de nuestros problemas de productividad, e incluso convendría echarle antes un vistazo al tema del tamaño de nuestra economía en el contexto mundial.

Conviene, para comprender mejor la problemática de nuestra productividad, explorar el tamaño de la economía venezolana en términos de su Producto Interno Bruto total, y hacernos una mejor idea de quiénes somos económica, o, mejor, productivamente. En esta dimensión, si clasificamos las economías, con criterios análogos a los del boxeo, como extrapesadas, con productos por encima de los diez billones (millones de millones) de dólares, pesadas, del billón hasta los diez billones, medianas, desde los cientos de millardos hasta el billón de dólares, welter, desde las decenas hasta los cientos de millardos, ligeras, desde los millardos hasta las decenas de ellos, pluma, desde los cientos de millones hasta el millardo, y gallo, por debajo de los cientos de millones de dólares, entonces resulta que la nuestra es una de las cincuenta economías de mayor peso del planeta, dentro de un total de un poco más de doscientas, según las cuentas del Banco Mundial. Muy por debajo de la única extrapesada, la estadounidense, con más de 13 billones de dólares ella sola, y también a distancia de las otras nueve pesadas, a saber, de mayor a menor calibre, de Japón, Alemania, China, Reino Unido, Francia, Italia, Canadá, España y Brasil, pero también por encima de las casi sesenta economías welter, las más de setenta ligeras, y las poco más de treinta entre pluma y gallo. O sea, estamos en la categoría mediana, de poco más de cuarenta países, bien por debajo de las economías más robustas de esta misma talla, como las de Rusia, India, Corea del Sur, México, Australia u Holanda, todas por arriba de los 500 millardos de dólares, y también de las de Bélgica, Turquía, Suiza, Suecia, Arabia Saudita, Noruega, Polonia o Grecia, con productos más allá de los 300 millardos, o por debajo de Dinamarca, Finlandia, Irán, Sudáfrica, Argentina o Tailandia, sobre los 200 millardos, pero todavía cerca de la moda estadística de los países de este rango, con un calibre productivo semejante al de Portugal, Irlanda o los Emiratos Árabes, y aun por encima de otros dieciséis países. Cabe, no obstante, observar, que en esta categoría de países de economía mediana, hay unos cuantos, sobre todo en Europa, con poblaciones muy por debajo de la nuestra y que, además, tienen sus ingresos mucho mejor distribuidos que nosotros.

(Sólo con algunas excepciones, sobre todo entre los países árabes exportadores de petróleo, existe una tendencia prácticamente universal hacia la mejor distribución del ingreso a medida que aumenta la productividad o el ingreso per cápita. En líneas generales, los países con los más altos Índices de Desarrollo Humano, que toma en cuenta factores no estrictamente económicos, como la esperanza media de vida o el nivel de acceso a la educación, suelen ser los mismos con altos ingresos per cápita ajustados según su poder adquisitivo real. Y todo esto refuerza nuestras convicciones de que sin el desarrollo de nuestras capacidades productivas -aunque, por supuesto, no sólo con esto- será difícil alcanzar un mayor grado de justicia social).

Retomando el hilo inicial, los problemas más serios aparecen, sin embargo, cuando, por ejemplo, calculamos, a precios constantes de 1997, que es la referencia actualmente usada por nuestro Banco Central, el crecimiento de nuestra economía en los nueve años anteriores al 2006. Allí vemos que, al pasar de 41,9 millardos de bolívares fuertes, en 1997, a 51,3 millardos de bolívares fuertes en 2006, ha sido de sólo un 2,27% interanual que, al contrastarlo con un crecimiento poblacional, según nuestro último censo de 2001, que fue precisamente de 2,2%, termina por revelar un estancamiento económico real. O sea, que, bajo una apariencia de prosperidad, e incluso haciendo caso omiso de la mala distribución de nuestro ingreso, no estamos creciendo realmente, y hasta somos candidatos, dada nuestra persistente y elevada inflación, en la que llevamos ya casi treinta años, desde el llamado Viernes Negro, a ser la única economía del planeta que ha conocido una estanflación -o estancamiento ligado con inflación- prolongada. En la actualidad somos el único país de América Latina en una situación de estancamiento económico en términos reales y con una inflación persistente de dos dígitos. Nuestro déficit fiscal, desde hace casi treinta años, desde el mismo viernes aquel y con tendencia al empeoramiento, se ha mantenido en el orden de un 10% de nuestro PIB, con el consiguiente endeudamiento de la nación, tanto interna como externamente. (Este déficit sólo ha sido, desde entonces, periódicamente disimulado con las devaluaciones de nuestra moneda (que en la práctica equivalen a rebajarnos nuestro propio sueldo, como nación, en el plano internacional (cosa que descubrimos, sobre todo, cuando tenemos la oportunidad de visitar países con fuerzas productivas más robustas que la nuestra))).

Pero los verdaderos y más graves problemas comienzan, sin embargo, cuando observamos que nuestro aparentemente alto ingreso per cápita promedio está fuertemente abultado por los altos precios internacionales de uno sólo de nuestros productos, el petróleo y sus derivados, en cuya producción participa menos del 1% de nuestra fuerza de trabajo, o cuando apreciamos que el 44% de nuestra fuerza de trabajo está en el sector informal, con muy bajos niveles de productividad, al punto de que hemos estimado que alrededor de una tercera parte de nuestra fuerza de trabajo sólo genera en el orden de un 5% del PIB que hemos mencionado. Las exportaciones petroleras siguen representando cerca del 90% del total de nuestras exportaciones y constituyen la casi exclusiva fuente de divisas con las que el país importa buena parte de sus bienes manufacturados e incluso de sus alimentos.

Cuando, con una lupa más potente, la que nos permite, por ejemplo, el análisis de la matriz insumo-producto, a nivel de veinticinco actividades económicas, elaborada por nuestro Banco Central para el año de 1997, tomada como base de referencias para nuestros análisis internos comparativos, examinamos nuestra capacidad productiva, nos encontramos con que sólo dos actividades, la explotación de petróleo crudo y gas, y la refinación de petróleo, con menos de un 1% de la fuerza de trabajo ocupada, ya generaron más de la quinta parte del valor agregado total de nuestra economía, mientras que la actividad agrícola, con 10% de la fuerza de trabajo ocupada, durante ese año, generó menos del 5% de tal valor, y la de fabricación de alimentos sólo generó otro 5%. En cambio, todo el sector terciario, o de comercio y servicios, con diez actividades y fuertemente subsidiado por los ingresos petroleros estatales y por la especulación con los bienes importados, o sea, de una naturaleza fuertemente no sustentable, y con casi un 70% de la fuerza de trabajo ocupada, agregó un 44% del valor. Toda la industria manufacturera restante, también altamente dependiente de insumos y equipos importados, con nueve actividades, y con cerca del 12% de la fuerza de trabajo ocupada, agregó cerca de un 14% del valor, que, sumado a la generación de electricidad, agua y gas, y a la también altamente especulativa industria de la construcción, para un total del sector secundario en el orden de un 20% de la fuerza ocupada de trabajo, terminó por sumar un 24% del producto.

El examen de las mismas cifras del PIB, de nuevo para 2006, a precios constantes de 1997, desde el punto de vista que los economistas llaman "enfoque de la demanda", revela un semejante o más grave cuadro: el consumo final de bienes y servicios representa cerca del 80% del PIB, de los que una quinta parte es público y el resto privado, y la formación de capital, ajustada con un abultado saldo negativo de las importaciones menos las exportaciones, representa el 20% restante. El valor de las importaciones duplica el de las exportaciones y representa, por sí solo, el 40% de dicho PIB, con tendencia al agravamiento de la situación, pues ya para 2007 y 2008, cuyas cifras preliminares ya han sido dadas a conocer, las importaciones llegaron a representar casi el 50% del PIB, y sólo en 2009, con la restricción del acceso a los dólares de CADIVI, se logró que retornaran al nivel de un poco menos del 40%. En dos platos, tendemos a vivir de la capacidad productiva de otros países y a no desarrollar la propia, apoyándonos en el gasto de la renta petrolera.

Cuando examinamos nuestra realidad productiva desde el punto de vista del nivel educativo, que sólo nos da una idea aproximada del nivel de capacitación real, entonces nos encontramos con que, de acuerdo a las últimas encuestas de hogares, el 50% de la fuerza de trabajo posee un nivel educativo básico o inferior, un 26% cuenta con algún grado de educación media diversificada, un 8% con algún grado de educación técnica o corta superior, y un 16% con algún grado de educación superior. En 2006, el año que hemos examinado en detalle, en el conjunto de la fuerza de trabajo, de poco más de 12 millones de trabajadores, la proporción de la fuerza de trabajo con educación básica o inferior fue de 55%; mientras que en las actividades agrícolas fue de un 90%, en la actividad comercial fue de más de un 60%, en la de transporte de 60%, y en la construcción de 70%. El promedio educativo actual de toda la fuerza de trabajo es el de segundo año de bachillerato y, si tomamos en cuenta las proverbiales deficiencias de nuestra educación media, entonces no es difícil entender la persistencia de la tendencia hacia el orden de un 50% de la población en la economía informal, o hacia un persistente desempleo siempre superior al 10% en las últimas décadas.

Según nuestras estimaciones y estudios, y con más de un centenar de proyectos "de campo" (pero no al estilo académico, con meras encuestas y entrevistas, sino mojándonos la espalda en el empeño por transformar nuestras realidades productivas en múltiples empresas e instituciones), menos del 10% de la fuerza de trabajo posee capacidades de tipo tecnológico en sentido estricto, o sea, dispone de habilidades y destrezas para manejar modelos abstractos y optimizar soluciones a problemas; cerca de un 60% posee capacidades técnicas, aunque incipientes en su mayor parte, con habilidades para manejar información externa pero no para estandarizar o normalizar soluciones de alta calidad a los problemas; y el 30% restante sólo posee capacidades de tipo artesanal, es decir, basadas en destrezas manuales adquiridas en la propia experiencia y/o en el adiestramiento en el trabajo, pero, para efectos prácticos, sin habilidad alguna para interpretar instrucciones, manuales, planos, directorios, prácticas operativas, catálogos, etcétera. Todo esto significa que, probable y lamentablemente, no existan, en el mejorsísimo de los casos, más de dos millones de venezolanos, del total de casi veinte millones de mayores de quince años que somos, con habilidades lectoras suficientes como para captar el significado de este artículo.

Todo esto nos sugiere que la imagen de aparente país productivo, en promedio, que tenemos, es el resultado de enclavar una economía altamente productiva, repetimos, en apariencias, de tipo "europeo", en términos internacionales, debido a los altos precios de los productos petroleros, en el corazón de una economía altamente improductiva, o de estilo "africano". O, quizás todavía mucho peor, de una economía improductiva que está viviendo de la liquidación, para siempre, de un recurso del subsuelo que también le pertenece a nuestros descendientes, es decir, de una economía parasitaria de su futuro, como si desvergonzadamente los venezolanos adultos nos dedicásemos a explotar con sutileza a nuestros hijos, nietos y etcétera.

Toda la encarnizada lucha política que atestiguamos en el presente es en buena medida una pugna entre sectores sociales estructuralmente excluidos y ahora apoyados por el gobierno, versus sectores sociales privilegiados y acostumbrados a ser ellos los beneficiarios de tal renta petrolera, a la par que apoyados por los tradicionales o levemente remozados partidos del estatus. Es decir, una disputa por acceder a una riqueza que, en definitiva, no es el resultado de nuestro trabajo y nuestra productividad reales sino de circunstancias internacionales ajenas a nosotros que determinan el precio del petróleo. Una lucha ciega que sólo podrá superarse cuando en el país se recupere, bajo el liderazgo y el despertar de los sectores más capacitados, el sentido perdido de la productividad real basada en el trabajo, pues esta será la única vía hacia la generación de una riqueza sustentable, con opciones de una mejor distribución y un mayor grado de justicia social.


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