viernes, 21 de agosto de 2009

Nuestras capacidades procesales operativas

Reconozco que el término es poco usado y hasta suena algo leguleyo, pero si del sustantivo estructura se deriva el bastante frecuente calificativo estructural, no veo por qué restringir el uso del adjetivo procesal, que viene de proceso, en general, sólo a los procesos o asuntos legales. Usaremos entonces este término para referirnos no a la dimensión sincrónica o anatómica de las capacidades en nuestras sociedades, a las que ya hemos llamado capacidades estructurales, sino a la dimensión diacrónica, a través del tiempo o referida a los procesos característicos, que muchas veces parecieran cíclicos, de gestación y desenvolvimiento de los sistemas sociales.

Con el concepto de capacidades procesales queremos referirnos a aquellas que se han ido haciendo cada vez más importantes y necesarias, sobre todo en la medida en que se plantea la edificación de sociedades modernas, con ganas de serlo o incluso con muchas ganas de ser mucho más que modernas, para concebir, discutir la viabilidad, construir, implantar, hacer funcionar y hacer madurar las sociedades o partes de ellas. Estas capacidades procesales, a pesar de situarse en un ámbito teórico poco pisado por las llamadas ciencias sociales, son de suma relevancia para la realización de proyectos nacionales o sociales perdurables, y están en la génesis de prácticamente todos los productos económicos o culturales, políticas o descubrimientos científicos en el mundo contemporáneo, por lo cual dedicaremos esta nueva subserie de artículos de nuestro blog a examinarlas.

El celular de última generación, de que disfrutan muchos hoy, por ejemplo, es la culminación de un moderno proceso de producción que, a más de conjugar la intervención de capacidades estructurales de todo tipo, comenzó hace cuatro o más años con un análisis de necesidades, un estudio de factibilidad, un diseño experimental, un diseño básico, etc., hasta llegar a la actual etapa de comercialización que se mantendrá hasta que algún día este producto se vuelva tecnológica o económicamente obsoleto y sea reemplazado por otro. Pretender fabricar tal celular de un solo golpe o en una sola etapa operativa es una manera segura de conducir tal proyecto al fracaso, pues cuanto más innovador o sin antecedentes sea cualquier proyecto, tanto más será preciso adelantarlo por etapas en donde se vaya reduciendo parcialmente la incertidumbre correspondiente. Y esto, que es válido a nivel de las secuencias de etapas o ciclos de vida de productos, con las que están familiarizados todos los profesionales que participan en el desarrollo de nuevos bienes o servicios, es más significativo aún en un plano más general, a nivel de los procesos de vida de la sociedad entendida en su totalidad, en donde su ignorancia dificulta o hasta imposibilita el impulso de procesos de cambio profundo o modernización social.

Quizás podamos sustentar lo dicho, sin desviarnos mucho, con la siguiente aseveración: en materia de participación popular, heroísmo demostrado, audacia exhibida o sangre derramada, la revolución mexicana de 1910 y años siguientes no tiene nada que envidiarle, por ejemplo, a la revolución francesa; pero mientras que ésta fue el desenlace de un largo proceso de gestación conceptual, cultural e institucional, en donde la toma de la Bastilla estuvo precedida por un proceso de cuestionamiento profundo del Antiguo Régimen y de organización del pueblo, en donde hasta se contó hasta con una Enciclopedia contentiva de toda una nueva visión del mundo, en el caso mexicano el proceso arranca esencialmente desprovisto de una guía teórica o conceptual, con el desconocimiento del poder de Porfirio Díaz por Madero y el masivo despertar del campesinado con sus líderes Villa y Zapata. Con tan distintos antecedentes, no parece entonces casual que la revolución mexicana, y hasta ahora las revoluciones latinoamericanas en general, hayan terminado por perder el horizonte a la vuelta de pocas décadas, mientras que la francesa abrió una nueva era histórica.

Nuestros análisis nos han llevado a creer que así como ha habido configuraciones características de las estructuras de capacidades sociales a través de la historia, de las que nos hemos ocupado en la subserie de artículos precedentes, para conformar lo que ya hemos llamado y más adelante conceptualizaremos más detenidamente como modos de vida, así mismo han evolucionado configuraciones singulares de capacidades procesales vinculadas a las etapas de los que llamaremos procesos de vida. Aunque estas etapas ofrecen grandes analogías con las etapas de la vida del individuo humano, desde el momento de la concepción hasta el de la muerte, pasando por las etapas embrionaria, fetal, neonatal, infantil, adolescente, juvenil, adulta o senil, preferiremos examinarlas no en una secuencia lineal, sino en términos de tipos de secuencias, procesos o ciclos característicos. Así, en términos gruesos, distinguiremos cuatro grandes tipos de procesos de vida, integrados por distintos grupos de etapas y, por ende, de capacidades procesales, a los que denominaremos, en orden creciente de complejidad, procesos elementales, tradicionales, medios y modernos de vida.

Por procesos elementales, o primitivos, de vida, que no por elementales dejan de realizarse, aunque excepcionalmente, en la época actual, entenderemos aquellos constituidos simplemente por un momento inicial, al que llamaremos momento de incepción; una sola etapa o secuencia principal de actividades, a la que designaremos como etapa operativa; y un momento final o de finalización del proceso. Este tipo de proceso, cuya ejecución es tan natural que prácticamente no requiere de aprendizaje alguno, es el que suponemos característico de los esfuerzos productivos, culturales y/o políticos de las sociedades primitivas, y es también el que todavía utilizamos cuando abordamos problemas o situaciones simples, en donde podemos visualizar los resultados finales y obtenerlos de una sola vez o con una sola operación u operativo, y con una muy escasa o elemental división del trabajo.

Si fuésemos a analogarlo con los procesos individuales de vida diríamos que este tipo de proceso elemental, con una sola etapa principal u operativa, es equivalente al de situaciones como las que viven nuestros niños abandonados, en donde la vida adulta es la única claramente delimitada, con la etapa previa entendida como una mera preparación para la adultez -que se inicia precozmente, con todos sus compromisos y responsabilidades, aun antes de la llegada de la pubertad-, y la etapa posterior como una culminación, a menudo también abrupta, de la misma vida madura o adulta. Hay motivos para pensar que en las sociedades primitivas nómadas, aunque sin los componentes de violencia de nuestro tiempo, también la secuencia típica de etapas del proceso de vida individual era la que hemos descrito.
En ambientes socialmente sanos o armoniosos, bajo el impulso de estos procesos de vida, toda la población adquiere una visión de conjunto de las actividades vitales y las capacidades de toda índole encuentran la ocasión para integrarse. No obstante, bajo circunstancias de explotación, alienación y/o dominación, cuando la visualización de los resultados finales de los esfuerzos productivos, culturales y/o políticos sólo está al alcance de los grupos sociales hegemónicos, cual ha sido con frecuencia el caso de nuestras sociedades latinoamericanas, aun estos procesos elementales de vida resultan desvirtuados y no comprendidos por la mayor parte de la población. Esto ocasiona, a su vez, la fragmentación o división social de las capacidades y una especie de frustración o depresión permanente para estas mayorías, que se sienten a menudo como viviendo en una sociedad ajena o cuyos propósitos no son compartidos sino impuestos por otros, todo lo cual origina el fenómeno hoy conocido como exclusión social.

De donde se deriva que uno de los principales componentes de todo esfuerzo transformador de nuestras sociedades, tanto a nivel de la sociedad en su conjunto como de empresas o de instituciones y movimientos, y ya en los ámbitos culturales, productivos o educativos como políticos, desatendido por los más de nuestros proyectos modernizadores, ha de ser el empeño por rescatar esta visión de conjunto o compartida de los procesos elementales de vida, para propiciar la inclusión social correspondiente.

Mientras el grueso de nuestras poblaciones mestizas sigan percibiendo que los afanes de transformación impulsados por ciertas élites sociales no son para beneficio de todos sino de unos pocos, las tareas en pro del cambio seguirán siendo percibidas como ajenas y extrañas. Opuestamente, cuando, como en el caso del actual liderazgo brasileño y de los que están emergiendo en otras naciones latinoamericanas, estos proyectos transformadores anuncien y logren verdaderos propósitos colectivos, entonces sí podrán liberar muchas de las energías populares represadas. La posibilidad de impulsar procesos complejos y exigentes de cambio en nuestros países empieza por rescatar la integralidad perdida de procesos elementales de vida centrados en la simple aplicación de capacidades operativas pues, como veremos cada vez más claramente, la sana incepción o momento inicial, con su correspondiente dosis de empatía o energía movilizadora, es un requisito para el despliegue e integración tanto de estas capacidades procesales elementales, como de las capacidades estructurales que hemos explorado en artículos anteriores y de las demás capacidades que atenderemos en los próximos artículos.

Mientras no entendamos esto, nuestros pueblos seguirán viendo los proyectos modernizadores como gallina que mira sal, y por tanto dispuestos a seguir a cualquier aventurero que les ofrezca alguna mejora inmediata en el contexto de las mismas condiciones prevalecientes y premodernas de vida.

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