
Cuando apreciamos que buena parte de las naciones con más alto índice de desarrollo humano poseen tasas de escolaridad, es decir proporciones de su matrícula educativa de nivel primario, secundario y terciario en relación a las poblaciones con las edades escolares típicas correspondientes, cercanas e inclusive superiores al 100% (puesto que también incluyen estudiantes fuera de tal rango de edades), en oposición al caso de la mayoría de nuestras naciones con mediano o bajo índice de desarrollo humano, con tasas a menudo por debajo de 70% y hasta de 50%; o cuando averiguamos que los niveles educativos promedio andan, por allá, por encima de los doce años o más de escolaridad, cuando los de por aquí rondan los cinco o seis, en realidad no tenemos todavía una imagen clara del contraste entre los sistemas respectivos, puesto que tales cifras no nos dan una idea de las abismales diferencias cualitativas o de lo que hacen los miembros de tales matrículas en las instituciones correspondientes o al egresar de ellas. Si escogiésemos al azar un mismo día y un grupo de alumnos de educación preescolar -y no descartamos convencer a Angelina Jolie de que financie tal experimento...-, en, por ejemplo, Japón y uno cualquiera de nuestros países, quizás podríamos constatar que lo que hacen unos u otros tiene poco en común: mientras que nuestros infantes estarían muy probablemente dibujando o cantando bajo la estricta batuta de la maestra, los niponcitos podrían estar en un mercado de verduras conversando con el verdulero sobre las clases de verduras o la mejor manera de atender a los clientes y despacharlas, con la maestra simplemente observando el proceso; o, a un mismo nivel primario, en Noruega y otro de nuestros países, podríamos ver a nuestra maestra explicando las partes de un insecto y a los vikinguitos capturando insectos en un parque y discutiendo sus comportamientos y sus características anatómicas; o, a nivel medio, en Francia y alguno de los propios, de repente observaríamos a los chamos criollos atendiendo a una clase de gramática sobre las partes de la oración y a sus pares galos redactando ensayos interpretativos sobre los Cantos de Maldoror; o, a nivel superior, en Canadá y etcétera, en un curso de ingeniería mecánica, a los catires diseñando en equipo la caja reductora de un vehículo anfibio y a los propios escuchando una disertación magistral sobre la Primera o Segunda Ley de Newton; y así podríamos seguir hacia los ámbitos de la educación informal, en las familias o en los partidos políticos, o hacia los lados de la educación semiformal o no formal, en las empresas, o hacia la exploración de cómo resuelven problemas las personas en sus puestos de trabajo, y muy probablemente haríamos hallazgos análogos. Por supuesto que también habrá excepciones, pero nos parece que las tendencias centrales no andarían muy lejos de algo como lo dicho.

Son tantos los elementos distintivos, que tal vez sería más fácil responder a las preguntas inversas: ¿por qué hay semejanzas? o ¿qué tienen en común los dos enfoques? Pero, para que no se vaya a creer que andamos con jueguitos de dudoso gusto, ensayaremos nuestras mejores hipótesis. Las diferencias devienen, para empezar, de la minucia de que en todas aquellas sociedades han tenido lugar revoluciones o transformaciones profundas políticas, culturales y mediáticas, o a la francesa, y/o económicas y territoriales, o a la inglesa, que han trastocado las ancianas estructuras de tipo medieval o premoderno y han permitido edificar sociedades inspiradas en una nueva epistemología o racionalidad moderna, lo que, a su vez, ha dado pie a la creación de sistemas y capacidades verdaderamente educativos. En nuestros países, opuestamente, bajo los ropajes de una parafernalia de objetos, aparatos e instituciones postizos o no desarrollados por nosotros sino traídos o impuestos desde otras realidades, subyacen las mismas estructuras medievaloides heredadas de nuestras épocas coloniales y nunca sustancialmente modificadas con nuestras independencias, y entre ellas los sistemas de instrucción, por lo cual una y otra vez hablamos en nuestras naciones de impulsar tales independencias otra vez.
Cuando hablamos de revoluciones o transformaciones profundas o fundamentales no estamos pensando puntualmente en tomas de la Bastilla o en las peleas entre el parlamento de Oliver Cromwell y el Rey Carlos I, sino en los procesos sostenidos, y esencialmente pacíficos, de cambios culturales y en las capacidades productivas, territoriales y mediáticas que se acumularon por décadas y aun siglos en los países actualmente modernos y que, en algún momento, se tradujeron también en cambios fundamentales en la estructura de poder político, los que posibilitaron, a su vez, la creación de los nuevos sistemas educativos, para cerrar la espiral de cambios virtuosos. En todos los casos que hemos estudiado, las transformaciones políticas, si bien han potenciado el acceso de nuevos bloques sociales al poder, han sido más catalizadores que detonantes de cambios profundos en los tejidos sociales, al extremo de que en la mayoría de casos -como los de Islandia, Noruega, Australia, Canadá, Irlanda, Suecia y Suiza, en los siete primeros lugares de IDH, y en buena parte de los veinte puestos siguientes- prácticamente no ha habido conmoción política alguna, y en el caso inglés, como envoltura o recubrimiento de uno de los tejidos sociales menos burocráticos, autoritarios y dogmáticos que hemos podido conocer de cerca, existe todavía un ropaje monárquico que confunde a quienes esperan hallar allí rastros de una estructura social de corte medieval, mientras que los cambios educativos debieron esperar casi hasta el siglo XX.
En contraste, el método ruso o chino o cubano de transformación, que, entre Internacional Comunista, Kominform, Pacto de Varsovia, Guerra Fría e influencias afines del PCUS, PCCh o PCC, fue hasta hace poco el enfoque favorito de la izquierda latinoamericana, y ha querido privilegiar la toma del poder político por "las masas", a partir de los cuales se impulsarían los cambios legales y educativos, como puntos de partida de una revolución desde arriba hacia abajo, ha terminado frecuentemente asfixiado ante la imposibilidad de cambiar la cultura y las maneras de trabajar y producir del grueso de la población y, sobre todo, de sus estratos más educados que, ante semejante "revolución", que les luce contranatura, terminan por echarse en los brazos de las corrientes republicanas estadounidenses más retrógradas y sus sucursales oligárquicas locales. Ha sido frecuente que esta izquierda, con su fobia antiliberal y sus fantasías de baipasearse las transformaciones culturales, productivas y territoriales de naturaleza científica, tecnológica y democrática haya acabado por boicotear esfuerzos progresistas de cambio de las despectivamente llamadas burguesías o pequeñas burguesías locales, haciéndole el juego a los más jurásicos intereses imperiales.
Retomando el hilo, menos cargado políticamente, del inicio del artículo, podemos decir que los sistemas educativos, en su sentido estricto, son, a la vez, el producto de largos procesos de evolución cultural y económica, y la palanca de apoyo para la profundización de los cambios modernizadores en éstas y en todas las demás esferas. Los cambios educativos, además, son difíciles de llevar a cabo pues tienen la característica de que son irrealizables en plazos cortos o con visiones estrechas o sectarias, pues requieren de procesos de maduración y de gestación de consensos sin los cuales terminan, bien desvirtuándose o bien en puras habladurías y enfrentamientos, por lo cual no es casual que la mayoría de naciones del globo carezcan de sistemas educativos propiamente dichos. Pero, simultáneamente, son indispensables en el mundo contemporáneo. La alta productividad y la capacidad innovadora de las actuales sociedades líderes, por ejemplo, es insostenible sin un sólido sistema educativo, el cual, a su vez, obtiene sus recursos de los impuestos que, en este sentido gustosas, pagan las empresas. El poder de los medios de comunicación, como señalábamos en el artículo anterior, no puede ser contrapesado sino por un sistema educativo que genere la criticidad suficiente ante sus mensajes. La verdadera democracia, como lo veremos en la próxima entrega, es insostenible sin un pueblo altamente educado y crítico y capaz de seleccionar, criticar y controlar a sus gobernantes y representantes.
Los sistemas educativos comprenden instituciones y movimientos transformadores que impactan desde la esfera formal, o del llamado aparato educativo, hasta las esferas informales como la de la educación familiar, de la investigación científica y de los desarrollos tecnológicos e incluyen, cuando menos, una ideología valorizadora del conocimiento como recurso moderno esencial; instancias de dirección formal o informal de las actividades educativas o generadoras de nuevos conocimientos en múltiples ámbitos; recursos físicos o de infraestrucura, especialmente, más allá de las aulas, laboratorios, museos, parques, talleres y centros diversos orientados a dar soporte a la generación y aplicación de nuevos conocimientos en investigaciones, diseños y afines; bases informativas o centros de información de apoyo orientados a dar soporte a la creación de nuevos conocimientos; y recursos docentes y de gestión centrados en la facilitación y la coordinación de proyectos diversos. En las sociedades modernas, además, estas capacidades propiamente educativas se extienden a, o permean y se realizan también desde, todas las demás capacidades sociales, con lo cual, entre otros efectos, es como si toda la sociedad se volviese inteligente, por lo cual tanto se habla ahora de la sociedad del conocimiento. Estas actividades generadoras de conocimientos impactan, como ningún otro tipo de recursos, la economía, con actividades formativas y de proyectos en el seno de las empresas; afectan la cultura con estudios y hallazgos relevantes; dan soporte a la política con investigaciones y orientaciones diversas; permiten estudios más profundos sobre el territorio, o ayudan a los medios a cerrar el lazo comunicacional con estudios serios sobre lectores o televidentes y afines.
En nuestra América Latina estamos todavía muy crudos en materia de cambios educativos de fondo, pues, como se ha señalado, estos no pueden preceder sino que esencialmente responden a demandas de las esferas productivas, culturales y territoriales, y, en menor grado, políticas y mediáticas. La generación de nuevos conocimientos requiere de respuestas previas a la pregunta: ¿para qué nuevos conocimientos? La participación de la comunidad, a través de las empresas y muchas otras organizaciones y asociaciones, en la conducción de las instituciones verdaderamente educativas, a las que plantean exigencias concretas, es otro de los rasgos distintivos de estos sistemas en las sociedades modernas, a diferencia de los sistemas de instrucción, que suelen ser manejados a su antojo por los aparatos burocráticos de Estado, mediáticos o religiosos. Estos aparatos, como podrá comprenderse, tienden a ser enemigos de todo cambio hacia lo verdaderamente educativo, pues presienten alérgicamente que la criticidad de los ciudadanos conspira contra sus intereses: las dictaduras latinoamericanas, por ejemplo, con la complicidad de las oligarquías y clerecías más retrógadas, han sido tradicionales enemigas de los cambios educativos en la región.

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