En nuestra América Latina, si los pueblos argentino y uruguayo han sido los que más lejos han llegado en su intento por convertirse en naciones de tipo europeo, a través del mecanismo de transculturación por trasplante, el pueblo mexicano es quien ha hecho el mayor esfuerzo por reconstruir una cultura propia después del violento proceso de transculturación que cercenó su despótica clase dirigente azteca y le implantó una nueva jerarquía opresora. Durante tres siglos de dominación colonial, primero, y luego, con vaivenes revolucionarios, por dos siglos más, la historia mexicana epitoma como ninguna otra el drama latinoamericano de la búsqueda de una identidad cultural distinta de la indígena o la europea. La clásica imagen del capitán rebelde Fortuno Sarano, tomada en 1911 mientras aguarda la orden de fuego al pelotón de su fusilamiento por las fuerzas gubernamentales de Porfirio Díaz, es sólo una ilustración del infinito coraje desplegado por este pueblo heroico en defensa de su dignidad.
En sólo poco más de un siglo, la población del Imperio Azteca, estimada por estudiosos en el orden de unos 30 millones, fue reducida a menos de su décima parte. El exterminio a sangre y fuego de su antigua aristocracia dirigente, con sus gobernantes, sus sacerdotes y su artesanado altamente calificado para labores manufactureras y agrícolas, en donde se aprovecharon al máximo las rivalidades de los pueblos periféricos resentidos contra la dominación azteca; el azote de mortíferas epidemias de viruela, fiebres puerperales, sífilis y otras enfermedades venéreas, tifus, lepra, paperas y otras, así como toda suerte de tétanos, caries, alergias, diarreas y otros males, ante los cuales el conquistador, sobreviviente de las pestes que asolaron Europa por siglos, estaba relativamente mucho más inmunizado; y el sometimiento de la población a un régimen de trabajos esclavizados forzados en minas o haciendas, que la desconectó de su base alimentaria desarrollada por milenios, se cuentan entre los mecanismos decisivos de este poco publicitado genocidio, que sin embargo nunca logró extirpar del todo la rica cultura autóctona.
Transcurrido aproximadamente el primer siglo de conquista, el proceso dominante de transculturación por implante, siempre bajo la égida de la Iglesia Católica, comenzó a ceder terreno ante un proceso de hibridación o mestizaje, que con el tiempo, y sobre todo en los siglos XIX y XX, termina por convertirse en principal, hasta hacer de México una de las sociedades latinoamericanas más fuertemente mestizas (con un 70% de su población). En la sociedad estratificada colonial, inmediatamente debajo de los conquistadores y sus descendientes criollos, creció una casta oligárquica, llamada por algunos malinchista (término usualmente despectivo tomado de Doña Marina, alias "La Malinche", esclava indígena que se tornó amante, intérprete y fiel colaboradora de Hernán Cortés), resultante de la mezcla étnica de varones hispánicos con hembras locales, que intentó, hasta donde pudo, hacer suya la cultura occidental de los conquistadores. La población autóctona sobreviviente pasó a convertirse en la fuerza de trabajo marginalizada o "proletariado externo" encargada de los peores oficios cuando no crónicamente desocupada.
La sociedad emergida de estos procesos de transculturación por implante e hibridación, pese a su anatomía bizarra, no dejó de asimilar e integrar aportes civilizatorios occidentales, entre los cuales destaca la adopción del castellano como lengua dominante, con joyas literarias como las legadas por Sor Juana; la introducción del cultivo de nuevos cereales, legumbres y frutas, que se sumaron a los de origen indígena como el maíz, el cacao, el tomate , los ajíes, etc., y la crianza de animales domesticados para la producción de carne, leche y cueros, así como de tracción y de silla; la difusión de arados, vehículos con ruedas, y numerosas herramientas de carpintería, construcción, alfarería, cordelería, textilería, pesca, y productos manufacturados diversos como aguardientes y jabones, el sistema español de pesas y medidas, la economía mercantil y monetaria, y la propiedad privada de tierras y bienes. También es innegable que el catolicismo, pese a los fariseísmos y frecuentes nexos con el poder de sus jerarcas, jugó un papel no sólo moralizante, frente a, por ejemplo, las prácticas de sacrificios y esclavizaciones masivas practicadas por los aztecas, sino también como promotor de la educación y alfabetización de crecientes capas de la población, de la creación de universidades y de la formación de clérigos que en mucho anticiparon a los profesionales modernos.
Hacia finales del siglo XVIII surgen los conflictos entre criollos y peninsulares que, bajo la coyuntura de la anexión francesa de la metrópoli española, desencadenan el proceso que culmina con la Independencia. Con ésta se inicia un nuevo período en donde se intentará crear una sociedad tricultural, con las raíces indígena e hispánica, como culturas antecesoras, pero con la aspiración a centrarse en una nueva cultura nacional. En la sociedad mexicana, como quizás en ninguna otra del subcontinente, después de la independencia se libró un duro enfrentamiento entre el clero que, durante la colonia y mediante el cobro de diezmos y otros impuestos, llegó a monopolizar la propiedad de la tierra, y los sectores laicos criollos que se plantearon forzar a la iglesia a enajenar muchas de sus propiedades y obtener así su parte en el reparto del despojo colonial.
La Revolución Mexicana desatada contra el General Porfirio Díaz, quien, a los ochenta años y después de cinco mandatos presidenciales consecutivos durante treinta años, pretendió ser electo nuevamente, consistió, inicialmente, en una rebelión liderada por el intelectual Francisco Madero, quien logró el derrocamiento de Díaz y se convirtió después en Presidente electo, y luego, tras su asesinato por los porfiristas con respaldo estadounidense, en un masivo levantamiento campesino, liderado desde el Norte por Pancho Villa y desde el Sur por Emiliano Zapata. Este movimiento se propuso acabar con el viejo régimen y repartir la tierra de los latifundistas herederos de las propiedades coloniales. La Revolución, que duró diez años de cruentas luchas con un saldo de más de un millón de muertos, comenzó enfatizando las reivindicaciones agrarias de los campesinos, pero terminó, en gran medida debido a sus debilidades conceptuales y programáticas, entronizando en el poder a una nueva clase dirigente integrada por los anteriores latifundistas y los nuevos comerciantes, banqueros y la élite de "revolucionarios" enriquecidos con el proceso y organizados en el Partido de la Revolución, que luego se convirtió en el PRI.
No obstante, y sobre todo durante el mandato de Lázaro Cárdenas, que supo aprovechar inteligentemente la coyuntura internacional antifascista, la Revolución Mexicana sí logró importantes avances en materia de reducción de la estructura latifundista, con distribución de cerca de 36 millones de hectáreas hasta 1956; de reivindicación de la soberanía nacional ante la explotación extranjera, nacionalizando las empresas ferroviarias inglesas y las petroleras estadounidenses; de impulso a un movimiento sindical organizado, que por años ejerció un liderazgo en toda América Latina; y, sobre todo, de consolidación de una cultura nacional digna y soberana ante los intereses extranjeros, expresada plásticamente en el poderoso movimiento muralista, en mucha de la música ranchera, en el cine de Cantinflas y otros, exenta de estériles belicismos antiimperialistas.
Con el advenimiento del período mundial de la Guerra Fría, se inicia también una masiva penetración de capitales estadounidenses y se replantea, de alguna manera, al interior del PRI, la vieja disputa entre partidarios de un enfoque conformador según patrones extranjeros, y autóctonistas empeñados en el enfoque contrario. La Masacre de Tlatelolco en 1968, que comentamos en un artículo anterior, y el terremoto que abatió a Ciudad de México en 1985, sin embargo, pusieron al desnudo la pérdida de perspectivas y la corrupción del PRI, y desataron las dinámicas políticas del México contemporáneo. Con promisorios nuevos liderazgos, ahora con la modalidad de un Norte industrializado, pero también repatriador de ganancias, maquilador y partidario del acercamiento incondicional a los Estados Unidos, enfrentado a un Sur turístico, más atrasado y heredero de las glorias pasadas, México ha reemprendido la búsqueda de un mejor destino, se ha colocado entre las naciones latinoamericanas con menor índice de pobreza, mayor calidad de vida y mayor desarrollo humano sustentable, y es, junto con Brasil y Chile, una de las pocas naciones que ha logrado diversificar sus exportaciones.
La tarea de la modernización de México, y de toda América Latina, como bien lo señalara una y otra vez Octavio Paz, sigue pendiente, aunque no tiene por que calcar ningún otro modelo o patrón ni limitarse a ese techo. Quizás la clave para impulsarla esté, como lo apuntan él mismo y Laura Esquivel, al analizar el personaje Malinche, en entender que la escogencia entre un pasado azteca bueno y otro hispánico malo, o viceversa, es un maniqueísmo pueril. A fin de cuentas, Doña Marina o Malinalli ya era una sufrida esclava en tiempos de los aztecas, con lo cual no dejó de ser "mexicana" al propiciar la alianza entre su pueblo tolteca, oprimido por ellos, y los españoles. Ella creyó al inicio que estos eran sus libertadores y a Cortés, como lo hizo hasta el propio Emperador Moctezuma- que se suponía Dios-, la anunciada reencarnación del amoroso y poético Quetzalcóatl que venía a desplazar al sanguinario Huitzilopochtli azteca. Y también suele olvidarse que ella supo desengañarse luego, horrorizarse ante el ensañamiento de su primer amante contra su pueblo y rechazarlo, y descubrir en su nuevo compañero español, el Capitán Jaramillo, el amor de su vida y la posibilidad de un futuro distinto para sus descendientes mestizos.
viernes, 29 de mayo de 2009
martes, 26 de mayo de 2009
Nuestras culturas latinoamericanas trasplantadas
Lo que anhelamos ser los latinoamericanos, que se desprende de lo que somos, dista de un todo homogéneo y mucho menos es el preludio o prefiguración de algún estado ya alcanzado por otros pueblos. Nuestra cultura es más bien un agregado de vectores o fuerzas que nos empujan por rumbos inéditos, y que se han conjugado a través de variados procesos de transculturación, entendiendo por tales a aquellos en donde hemos asimilado la cultura occidental dominante, por aculturación, y hemos perdido, por deculturación, rasgos de las culturas indígenas y africanas que también nos definen.
Entre estos procesos de transculturación distinguiremos, tomando en cuenta muy libremente aportes de Darcy Ribeiro, J. M. Briceño Guerrero y otros, cuatro tipos principales: tres "asexuados": trasplantes, implantes y fragmentaciones, y uno "sexuado": las hibridaciones o mestizajes. Por trasplantes entenderemos aquellos procesos de transculturación vinculados al establecimiento de poblaciones europeas migratorias que vinieron a establecerse con sus modos de vida en América, es decir, que trajeron sus familias y juegos completos de rasgos culturales e instituciones, desplazando de sus territorios a los pobladores que los precedieron; hablaremos de implantes en los casos en donde los conquistadores europeos reemplazaron jerarquías sociales y rasgos culturales de imperios e instituciones aborígenes o locales, colocando al grueso de la población autóctona y su cultura bajo su control; llamaremos fragmentación al caso en donde ciertos elementos culturales hayan podido conservarse en base a la huida o protección ante el avance de los conquistadores, por lo común a través del desplazamiento de poblaciones de origen indígena o africano hacia territorios de difícil acceso; e hibridación o mestizaje a la variante en donde los conquistadores, constituidos principalmente por una población de sexo masculino, se mezclaron con la población femenina de raíz indígena o africana para engendrar etnias y rasgos culturales nuevos.
Estos cuatro mecanismos de transculturación, cabe aclarar, tendrían lugar a diferentes niveles y de maneras tanto aisladas como conjugadas, y, en sentido estricto, no deberían emplearse para caracterizar procesos a nivel de pueblos o naciones en su conjunto. No obstante, con fines ilustrativos y dado que en algunos casos han predominado ciertos mecanismos por encima de otros, sí nos referiremos a ellos a niveles gruesos con el objeto de dar a entender más vivamente nuestras tesis y sus implicaciones. En materia de trasplantes, para comenzar por aquí, ningún otro pueblo latinoamericano ha llegado tan lejos como los rioplatenses.
Los pueblos rioplatenses, argentino y uruguayo, en realidad han vivido principalmente dos intensos procesos de transculturación en dos grandes etapas parcialmente solapadas. En el primero, durante poco menos de tres siglos y aproximadamente hasta el logro de la independencia de ambos, predominó el mestizaje étnico y cultural entre un amplio sustrato de origen guaraní y la escasa población española masculina, conquistadora primero y luego colonizadora, para dar lugar a los ladinos y gauchos que se arraigaron, unos, en las ciudades y sobre todo en torno a las actividades mercantiles y portuarias, y, los otros, en las pampas y la patagonia alrededor de la actividad ganadera. Gradualmente, fueron los ladinos quienes alcanzaron, junto a los criollos descendientes de las escasas familias de peninsulares, la hegemonía social, y quienes españolizaron y subordinaron económica, política y culturalmente a los gauchos, quienes hasta fines del siglo XVIII siguieron hablando frecuentemente en guaraní.
Posteriormente, sin embargo, fue la misma población ladina la que renegó de sus orígenes indígenas e impulsó, con un vigor desconocido en el resto del subcontinente y bajo la consigna de que civilizar es poblar, un proceso de trasplante étnico y cultural que pretendió nada menos que sustituir a los gauchos y ladinos empobrecidos por "gente de mejor calidad". Fue así como, con inspiración en el liberalismo europeo, se motorizó una acelerada inmigración que quiso hacer de la "raza anglosajona" el componente dominante de la población local y, en su defecto, terminó por traer a la Argentina, aproximadamente entre 1850 y 1950, cerca de cuatro millones de inmigrantes, principalmente italianos y luego españoles, que impusieron la estirpe europea y llevaron la población desde uno hasta cinco millones de habitantes en el primer medio siglo, hasta 17 millones en 1950, y hasta 43 millones con un 88% de caucásicos en el presente. La población uruguaya también saltó desde menos de cien mil habitantes hacia 1830 hasta cerca de un millón a comienzos del siglo veinte y unos 3,5 millones con 85% de descendientes de europeos blancos en nuestros días.
Este proceso de trasplante, sin ocultar toda la carga de racismo y violencia contra la población mestiza pobre, también dio lugar, previa intervención del capital financiero inglés y con un resuelto empuje a la educación, a un sostenido proceso de crecimiento económico basado en las exportaciones de carne, cueros, lana y cereales, y en la creación de una sólida infraestructura de trenes, carreteras y puertos al servicio de la actividad exportadora; así como a un florecimiento cultural que le ofrendó el tango y la Reforma Universitaria de Córdoba a todos los latinoamericanos y al mundo. El desdén contra la población desposeída autóctona no fue obstáculo para que gobernantes como Mitre, Avellaneda y, sobre todo,Sarmiento, se decidiesen a dar un fuerte apoyo a la consolidación del que, desde cerca de 1880, es seguramente uno de los sistemas educativos más avanzados del subcontinente, que le ha permitido a Argentina y Uruguay mantenerse entre las naciones latinoamericanas líderes en desarrollo sustentable, distribución del ingreso, desarrollo humano y calidad de vida. También hay que hacer mención aparte de Artigas, el héroe nacional uruguayo, y, en menor medida de Alberdi, intelectual argentino, como los únicos líderes que intentaron, aunque sin éxito, formular un proyecto nacional de transformación del latifundismo que le asignara el rol protagónico que merecía a la población gaucha.
Desde entonces, con altibajos vinculados al comportamiento de los precios de la carne y a fuertes acciones y reacciones políticas, la historia de Argentina y Uruguay ha sido la del sueño de convertirse en la Francia y la Suiza de América Latina, para dicha de las élites dominantes y desgracia de los excluidos, versus las respuestas populistas articuladas en torno a figuras presenciales o vicarias, vivas o muertas, como las de Perón y Evita, o a movimientos guerrilleros com los Montoneros y Tupamaros. En algún artículo futuro discutiremos como los arrebatos neoliberales y privatizantes a ultranzas de un Menem, enfrentados a la pareja de los Kirchner, forman parte de estos vaivenes rioplatenses, en donde pareciera que cada vez que Buenos Aires está a punto de transmutarse en un París y Montevideo en una Berna aparece un corro de cronopios jugando Rayuela contra los famas, el fantasma de Martín Fierro diciendo que no quiere hacer nido en ese suelo "ande hay tanto que sufrir", y el espectro de Gardel cantandoles a todos "...cuesta abajo en mi rodada, las ilusiones pasadas yo no las puedo arrancar".
Entre estos procesos de transculturación distinguiremos, tomando en cuenta muy libremente aportes de Darcy Ribeiro, J. M. Briceño Guerrero y otros, cuatro tipos principales: tres "asexuados": trasplantes, implantes y fragmentaciones, y uno "sexuado": las hibridaciones o mestizajes. Por trasplantes entenderemos aquellos procesos de transculturación vinculados al establecimiento de poblaciones europeas migratorias que vinieron a establecerse con sus modos de vida en América, es decir, que trajeron sus familias y juegos completos de rasgos culturales e instituciones, desplazando de sus territorios a los pobladores que los precedieron; hablaremos de implantes en los casos en donde los conquistadores europeos reemplazaron jerarquías sociales y rasgos culturales de imperios e instituciones aborígenes o locales, colocando al grueso de la población autóctona y su cultura bajo su control; llamaremos fragmentación al caso en donde ciertos elementos culturales hayan podido conservarse en base a la huida o protección ante el avance de los conquistadores, por lo común a través del desplazamiento de poblaciones de origen indígena o africano hacia territorios de difícil acceso; e hibridación o mestizaje a la variante en donde los conquistadores, constituidos principalmente por una población de sexo masculino, se mezclaron con la población femenina de raíz indígena o africana para engendrar etnias y rasgos culturales nuevos.
Estos cuatro mecanismos de transculturación, cabe aclarar, tendrían lugar a diferentes niveles y de maneras tanto aisladas como conjugadas, y, en sentido estricto, no deberían emplearse para caracterizar procesos a nivel de pueblos o naciones en su conjunto. No obstante, con fines ilustrativos y dado que en algunos casos han predominado ciertos mecanismos por encima de otros, sí nos referiremos a ellos a niveles gruesos con el objeto de dar a entender más vivamente nuestras tesis y sus implicaciones. En materia de trasplantes, para comenzar por aquí, ningún otro pueblo latinoamericano ha llegado tan lejos como los rioplatenses.
Los pueblos rioplatenses, argentino y uruguayo, en realidad han vivido principalmente dos intensos procesos de transculturación en dos grandes etapas parcialmente solapadas. En el primero, durante poco menos de tres siglos y aproximadamente hasta el logro de la independencia de ambos, predominó el mestizaje étnico y cultural entre un amplio sustrato de origen guaraní y la escasa población española masculina, conquistadora primero y luego colonizadora, para dar lugar a los ladinos y gauchos que se arraigaron, unos, en las ciudades y sobre todo en torno a las actividades mercantiles y portuarias, y, los otros, en las pampas y la patagonia alrededor de la actividad ganadera. Gradualmente, fueron los ladinos quienes alcanzaron, junto a los criollos descendientes de las escasas familias de peninsulares, la hegemonía social, y quienes españolizaron y subordinaron económica, política y culturalmente a los gauchos, quienes hasta fines del siglo XVIII siguieron hablando frecuentemente en guaraní.
Posteriormente, sin embargo, fue la misma población ladina la que renegó de sus orígenes indígenas e impulsó, con un vigor desconocido en el resto del subcontinente y bajo la consigna de que civilizar es poblar, un proceso de trasplante étnico y cultural que pretendió nada menos que sustituir a los gauchos y ladinos empobrecidos por "gente de mejor calidad". Fue así como, con inspiración en el liberalismo europeo, se motorizó una acelerada inmigración que quiso hacer de la "raza anglosajona" el componente dominante de la población local y, en su defecto, terminó por traer a la Argentina, aproximadamente entre 1850 y 1950, cerca de cuatro millones de inmigrantes, principalmente italianos y luego españoles, que impusieron la estirpe europea y llevaron la población desde uno hasta cinco millones de habitantes en el primer medio siglo, hasta 17 millones en 1950, y hasta 43 millones con un 88% de caucásicos en el presente. La población uruguaya también saltó desde menos de cien mil habitantes hacia 1830 hasta cerca de un millón a comienzos del siglo veinte y unos 3,5 millones con 85% de descendientes de europeos blancos en nuestros días.
Este proceso de trasplante, sin ocultar toda la carga de racismo y violencia contra la población mestiza pobre, también dio lugar, previa intervención del capital financiero inglés y con un resuelto empuje a la educación, a un sostenido proceso de crecimiento económico basado en las exportaciones de carne, cueros, lana y cereales, y en la creación de una sólida infraestructura de trenes, carreteras y puertos al servicio de la actividad exportadora; así como a un florecimiento cultural que le ofrendó el tango y la Reforma Universitaria de Córdoba a todos los latinoamericanos y al mundo. El desdén contra la población desposeída autóctona no fue obstáculo para que gobernantes como Mitre, Avellaneda y, sobre todo,Sarmiento, se decidiesen a dar un fuerte apoyo a la consolidación del que, desde cerca de 1880, es seguramente uno de los sistemas educativos más avanzados del subcontinente, que le ha permitido a Argentina y Uruguay mantenerse entre las naciones latinoamericanas líderes en desarrollo sustentable, distribución del ingreso, desarrollo humano y calidad de vida. También hay que hacer mención aparte de Artigas, el héroe nacional uruguayo, y, en menor medida de Alberdi, intelectual argentino, como los únicos líderes que intentaron, aunque sin éxito, formular un proyecto nacional de transformación del latifundismo que le asignara el rol protagónico que merecía a la población gaucha.
Desde entonces, con altibajos vinculados al comportamiento de los precios de la carne y a fuertes acciones y reacciones políticas, la historia de Argentina y Uruguay ha sido la del sueño de convertirse en la Francia y la Suiza de América Latina, para dicha de las élites dominantes y desgracia de los excluidos, versus las respuestas populistas articuladas en torno a figuras presenciales o vicarias, vivas o muertas, como las de Perón y Evita, o a movimientos guerrilleros com los Montoneros y Tupamaros. En algún artículo futuro discutiremos como los arrebatos neoliberales y privatizantes a ultranzas de un Menem, enfrentados a la pareja de los Kirchner, forman parte de estos vaivenes rioplatenses, en donde pareciera que cada vez que Buenos Aires está a punto de transmutarse en un París y Montevideo en una Berna aparece un corro de cronopios jugando Rayuela contra los famas, el fantasma de Martín Fierro diciendo que no quiere hacer nido en ese suelo "ande hay tanto que sufrir", y el espectro de Gardel cantandoles a todos "...cuesta abajo en mi rodada, las ilusiones pasadas yo no las puedo arrancar".
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viernes, 22 de mayo de 2009
Más sobre nuestra generación latinoamericana del '68
Antes de continuar con la caracterización de nuestra generación en la escala latinoamericana, luce conveniente incorporar una breve nota sobre el concepto mismo de generación. A diferencia de su uso indiscriminado por funcionalistas, positivistas, conductistas y parecidos, en nuestro caso el concepto de generación posee un poder explicativo importante pero limitado. Las generaciones, como las entendemos, son una especie de ondas largas de los movimientos, con visiones y estilos diversos pero marcados por análogos o iguales hechos sociales concretos de impacto extraordinario. El criterio según el cual los nacidos aproximadamente entre 1946 y 1964 estaríamos condenados a tener rasgos ideológicos compartidos, por ejemplo, con George W. Bush, Condoleezza Rice y compañía, o con Ahmadinejad, Vladimir Putin e ídem, coetáneos que, sin entrar a discutir sus razones, sentimos distantes y más bien representantes del estilo criobélico de la generación precedente, nos resulta un disparate superlativo. Pero, por otro lado, nos negamos a despreciar tal concepto y sumarnos a los puristas para quienes la base económica y la superestructura ideológica constituyen el alfa y omega de los conceptos explicativos de los fenómenos sociales.
La generación de latinoamericanos que hoy rondamos los alrededores de los sesenta menos diez o más cinco años es expresión particular, y a la vez componente fundamental, de la transgeneración mundial del '68. No sólo hemos recibido el impacto de los factores y políticas generales de la Guerra Fría, sino que ésta ha tenido sus tensas y a veces cruentas expresiones locales, con una amplia batería de gobernantes, tanto dictatoriales como electos, alineados con las políticas belicistas de Einsenhower, Johnson, Nixon, Reagan y los Bushes, y enfrentados a las líneas del Kremlin y sucedáneas, con Fidel Castro y numerosos grupos guerrilleros o de extrema izquierda como bastiones subcontinentales. Apartando a Vietnam, Corea e Indonesia, las batallas de Cuba y Chile estuvieron entre las menos "frías" de dicha Guerra. Nuestro movimiento generacional, sobre todo en su modalidad de no-violencia activa, debió abrirse paso entre polos que libraban una lucha encarnizada, hasta hacer sentir la alternativa de una política crítica de ambos sistemas -capitalista y comunista- y por la paz, a menudo tenazmente rechazada (la política) por uno y otro bando, y cuyos logros sólo recién comienzan a apreciarse.
En muchos momentos, sobre todo en los primeros años sesenta, se dio una convergen- cia con los movimien- tos antirra- cistas e independentistas, y particularmente con la emergente Revolución Cubana, en tanto que expresiones libertarias de pueblos o fuerzas sociales luchando por su dignidad, pero no en tanto que defensores del modelo de socialismo a la soviética. En líneas gruesas, es necesario resaltar que quienes nos deleitamos con los Beatles, vivimos las experiencias de la revolución sexual vinculada a la píldora anticonceptiva y la minifalda, y luego irrumpimos en política alrededor del '68, no fuimos los mismos, aunque a veces coincidimos, de la lucha guerrillera "contra el imperialismo yanqui". El movimiento universitario mexicano que sufrió la Masacre de Tlatelolco, el movimiento universitario brasileño contra las dictaduras, o el movimiento venezolano de Renovación Universitaria y sus secuelas, por ejemplo, como su congénere de París-mayo, por regla general arrancaron cuando ya había comenzado a declinar la lucha guerrillera latinoamericana antiimperialista. En todos estos movimientos se libraron intensos debates contra quienes propugnaban la vía de la confrontación armada contra el imperialismo o la burguesía. La consigna guevarista de "crear uno, dos, tres... muchos Vietnam" no fue acogida, menos mal, por estos movimientos, salvo como una metáfora traducida al ámbito de la no-violencia. Análogamente, los movimientos de la Primavera de Praga o de Alemania Oriental, del mismo año '68, pese a su fuerte carga antisoviética, no fueron pronorteamericanos.
La mayor fricción entre estas dos ondas movimientales o generacionales, la guerrerista y la democrático- pacifista, tuvo lugar trágicamente en Chile. Allí el esfuerzo de Allende, los socialistas y algunos comunistas chilenos por encontrar una vía propia, democrática y no-violenta, afín a la que llamamos de nuestra generación y distinta de la vía guerrillera, chocó antes que nada con la tozudez de un Nixon empeñado en no distinguir matices dentro de la izquierda y en demostrar la inviabilidad de dicha vía pacífica, pero también con la línea de la extrema izquierda chilena del MIR y cercanos, que tampoco creía en ésta. La extrema derecha chilena, tutelada por su par estadounidense, aprovechó las contradicciones en el seno de estas dos izquierdas que hicieron que el gobierno de Allende se desgastara en debates internos sobre la radicalización del proceso, la violencia versus no-violencia y la presión interna por la estatización a ultranzas, desde la Cocacola hasta carnicerías y bodegas. La interminable visita de Fidel y el regalo de la ametralladora que le hiciera a Allende facilitaron la campaña mediática que presentó a éste como la ficha cubano-soviética que no era. Al final, que sepamos, no pudo usar siquiera la ametralladora, cuyo poder en todo caso palideció ante el de su inmortal discurso de despedida.
En el plano cultural, nuestra generación tuvo su propio esplendor creativo. Sin pretensiones enciclopédicas y sólo para dar una idea, en paralelo al rock y la música de Lennon y los Beatles, Bob Dylan, Bruce Springsteen o Joan Báez, tuvimos expresiones propias como el tropicalismo brasileño de Caetano Veloso, Gilberto Gil, Gal Costa, Chico Buarque, María Bethania y otros, la Nueva Trova cubana, con Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, a Mercedes Sosa, Víctor Jara, Facundo Cabral y muchos otros, incluyendo al casi nuestro Joan Manuel Serrat. Junto al cine de un Spielberg, tuvimos, entre otros, nuestro Cinema Novo de Glauber Rocha y al cine cubano de Gutiérrez Alea y Humberto Solás. En literatura, inicialmente adoptamos la de nuestros mayores del Boom: Cortázar, Garcia Márquez, Fuentes, Vargas LLosa, Benedetti, Otero Silva, González León y otros, pero luego, gradualmente, ha emergido una rica producción propia en donde se me antoja destacar el rol de ellas, como Isabel Allende, Laura Restrepo, Laura Esquivel y otras. En fotografía, sin nada que envidiarle a las Annie Leibovitz del norte, hemos tenido a Sebastián Salgado, uno de los más importantes fotógrafos vivientes. En las artes escénicas, aunque quizás sin grandes figuras, hemos presenciado una significativa renovación del teatro y la danza a nivel de todo el subcontinente. No obstante, como suele ocurrir por estas latitudes tropicales, también hay que decir que no hemos tenido algo parecido a un Steve Jobs y Stephen Wozniak, con su microcomputador, un Tim Berners-Lee, con Internet, un Edward Witten, con su teoría de cuerdas, o un Bill Gates con su Microsoft...
El vertiginoso crecimiento de la matrícula de educación superior latinoamericana, que se decuplicó con creces entre1955 y 1975, al pasar de cerca de 400000 estudiantes a cerca de 4,5 millones, y de significar menos de un 3% de la población en edad universitaria (aprox. 20-24 años) a más de 15% en el mismo lapso, a menudo sin que existiesen planes de desarrollo económico para incorporar los ingentes egresados, fue otro factor que incidió decisivamente en la explosión de numerosos movimientos universitarios críticos a fines de los sesenta y comienzos de los setenta. Estos movimientos irrumpieron en la cultura y la política de nuestros países, con visiones y estilos como los señalados, y luego, como en los países templados, han servido de caldo de cultivo para movimientos ecologistas, feministas y pro derechos civiles diversos.
Antes de cerrar, queremos dejar expresas algunas ideas sobre las limitaciones y potencialidades de esta a la que consideramos nuestra generación. Como casi todo lo que hacemos en Latinoamérica, no hemos escapado al síndrome de la improvisación y la prisa. Agobiados por eras de tutelas autoritarias y ante la presencia de injusticias dantescas, siempre nos sentimos apurados por actuar, tenemos poco tiempo para pensar en lo que haremos y nuestras ocasiones son las más calvas del planeta. Sólo que por ahorrarnos horas o días de reflexión terminamos perdiendo siglos de oportunidades y volvemos perpetuamente sobre los mismos problemas irresueltos del ayer.
El coraje, los despertares, la energía, la sangre derramada en octubre del '68 en Tlatelolco, por decir algo, no tienen nada que envidiarle a París-mayo del '68 o a Berkeley del '64, pero sí su marco cognitivo o conceptual. Mientras que allá se debatieron masivamente las ideas de la unidimensionalidad del hombre moderno y de para qué sirve la libertad sino para comprometerse, con Marcuse, Sartre, Lefebvre y otros, nosotros actuábamos demasiado cegados por la ira contra Echeverría o Nixon o Caldera. Cuando aquellos acontecimientos quedaron exhaustivamente documentados, analizados y convertidos en activos intangibles disponibles para el porvenir, los nuestros languidecen, parecen especies en peligro de extinción y se van despidiendo del mundo junto a las neuronas nuestras que los percibieron.
No obstante, está en marcha también un proceso de aprendizaje que no casualmente tiene sus más evidentes, aunque no únicos, exponentes en dos países que quizás sean los que más hondamente han sentido las garras fascistoides, Chile y Brasil. Allí, dos extraordinarios líderes de nuestra generación latinoamericana del '68, Bachelet y Lula, están demostrando que no han sido en vano los sacrificios pasados, y construyendo, inteligentemente, amplios bloques sociales en favor de una transformación real no-violenta. Lejos de inspirarse en obsoletas tesis decimonónicas de la lucha de clases y la dictadura del proletariado, y al margen de conflagraciones geopolíticas que nos quedan grandes y nos restan energías para transformar nuestras capacidades y resolver nuestros problemas, están posibilitando la convergencia transformadora de trabajadores, profesionales, intelectuales, artistas y empresarios con la visión compartida de edificar sociedades más libres, fraternales y justas. Y allá arriba está ocurriendo algo sumamente interesante, con la elección de Obama y el retorno de los Clinton y tantos seguidores y colaboradores, que abre la posibilidad de esfuerzos con una perspectiva generacional relativamente compatible. A lo mejor resulta que, hechos los tontos, los tales baby-boomers terminamos asistiendo a los entierros de los dos sistemas aparentemente irreconciliables que nos vieron nacer: el socialismo burocrático y el capitalismo salvaje.
La generación de latinoamericanos que hoy rondamos los alrededores de los sesenta menos diez o más cinco años es expresión particular, y a la vez componente fundamental, de la transgeneración mundial del '68. No sólo hemos recibido el impacto de los factores y políticas generales de la Guerra Fría, sino que ésta ha tenido sus tensas y a veces cruentas expresiones locales, con una amplia batería de gobernantes, tanto dictatoriales como electos, alineados con las políticas belicistas de Einsenhower, Johnson, Nixon, Reagan y los Bushes, y enfrentados a las líneas del Kremlin y sucedáneas, con Fidel Castro y numerosos grupos guerrilleros o de extrema izquierda como bastiones subcontinentales. Apartando a Vietnam, Corea e Indonesia, las batallas de Cuba y Chile estuvieron entre las menos "frías" de dicha Guerra. Nuestro movimiento generacional, sobre todo en su modalidad de no-violencia activa, debió abrirse paso entre polos que libraban una lucha encarnizada, hasta hacer sentir la alternativa de una política crítica de ambos sistemas -capitalista y comunista- y por la paz, a menudo tenazmente rechazada (la política) por uno y otro bando, y cuyos logros sólo recién comienzan a apreciarse.
En muchos momentos, sobre todo en los primeros años sesenta, se dio una convergen- cia con los movimien- tos antirra- cistas e independentistas, y particularmente con la emergente Revolución Cubana, en tanto que expresiones libertarias de pueblos o fuerzas sociales luchando por su dignidad, pero no en tanto que defensores del modelo de socialismo a la soviética. En líneas gruesas, es necesario resaltar que quienes nos deleitamos con los Beatles, vivimos las experiencias de la revolución sexual vinculada a la píldora anticonceptiva y la minifalda, y luego irrumpimos en política alrededor del '68, no fuimos los mismos, aunque a veces coincidimos, de la lucha guerrillera "contra el imperialismo yanqui". El movimiento universitario mexicano que sufrió la Masacre de Tlatelolco, el movimiento universitario brasileño contra las dictaduras, o el movimiento venezolano de Renovación Universitaria y sus secuelas, por ejemplo, como su congénere de París-mayo, por regla general arrancaron cuando ya había comenzado a declinar la lucha guerrillera latinoamericana antiimperialista. En todos estos movimientos se libraron intensos debates contra quienes propugnaban la vía de la confrontación armada contra el imperialismo o la burguesía. La consigna guevarista de "crear uno, dos, tres... muchos Vietnam" no fue acogida, menos mal, por estos movimientos, salvo como una metáfora traducida al ámbito de la no-violencia. Análogamente, los movimientos de la Primavera de Praga o de Alemania Oriental, del mismo año '68, pese a su fuerte carga antisoviética, no fueron pronorteamericanos.
La mayor fricción entre estas dos ondas movimientales o generacionales, la guerrerista y la democrático- pacifista, tuvo lugar trágicamente en Chile. Allí el esfuerzo de Allende, los socialistas y algunos comunistas chilenos por encontrar una vía propia, democrática y no-violenta, afín a la que llamamos de nuestra generación y distinta de la vía guerrillera, chocó antes que nada con la tozudez de un Nixon empeñado en no distinguir matices dentro de la izquierda y en demostrar la inviabilidad de dicha vía pacífica, pero también con la línea de la extrema izquierda chilena del MIR y cercanos, que tampoco creía en ésta. La extrema derecha chilena, tutelada por su par estadounidense, aprovechó las contradicciones en el seno de estas dos izquierdas que hicieron que el gobierno de Allende se desgastara en debates internos sobre la radicalización del proceso, la violencia versus no-violencia y la presión interna por la estatización a ultranzas, desde la Cocacola hasta carnicerías y bodegas. La interminable visita de Fidel y el regalo de la ametralladora que le hiciera a Allende facilitaron la campaña mediática que presentó a éste como la ficha cubano-soviética que no era. Al final, que sepamos, no pudo usar siquiera la ametralladora, cuyo poder en todo caso palideció ante el de su inmortal discurso de despedida.
En el plano cultural, nuestra generación tuvo su propio esplendor creativo. Sin pretensiones enciclopédicas y sólo para dar una idea, en paralelo al rock y la música de Lennon y los Beatles, Bob Dylan, Bruce Springsteen o Joan Báez, tuvimos expresiones propias como el tropicalismo brasileño de Caetano Veloso, Gilberto Gil, Gal Costa, Chico Buarque, María Bethania y otros, la Nueva Trova cubana, con Silvio Rodríguez y Pablo Milanés, a Mercedes Sosa, Víctor Jara, Facundo Cabral y muchos otros, incluyendo al casi nuestro Joan Manuel Serrat. Junto al cine de un Spielberg, tuvimos, entre otros, nuestro Cinema Novo de Glauber Rocha y al cine cubano de Gutiérrez Alea y Humberto Solás. En literatura, inicialmente adoptamos la de nuestros mayores del Boom: Cortázar, Garcia Márquez, Fuentes, Vargas LLosa, Benedetti, Otero Silva, González León y otros, pero luego, gradualmente, ha emergido una rica producción propia en donde se me antoja destacar el rol de ellas, como Isabel Allende, Laura Restrepo, Laura Esquivel y otras. En fotografía, sin nada que envidiarle a las Annie Leibovitz del norte, hemos tenido a Sebastián Salgado, uno de los más importantes fotógrafos vivientes. En las artes escénicas, aunque quizás sin grandes figuras, hemos presenciado una significativa renovación del teatro y la danza a nivel de todo el subcontinente. No obstante, como suele ocurrir por estas latitudes tropicales, también hay que decir que no hemos tenido algo parecido a un Steve Jobs y Stephen Wozniak, con su microcomputador, un Tim Berners-Lee, con Internet, un Edward Witten, con su teoría de cuerdas, o un Bill Gates con su Microsoft...
El vertiginoso crecimiento de la matrícula de educación superior latinoamericana, que se decuplicó con creces entre1955 y 1975, al pasar de cerca de 400000 estudiantes a cerca de 4,5 millones, y de significar menos de un 3% de la población en edad universitaria (aprox. 20-24 años) a más de 15% en el mismo lapso, a menudo sin que existiesen planes de desarrollo económico para incorporar los ingentes egresados, fue otro factor que incidió decisivamente en la explosión de numerosos movimientos universitarios críticos a fines de los sesenta y comienzos de los setenta. Estos movimientos irrumpieron en la cultura y la política de nuestros países, con visiones y estilos como los señalados, y luego, como en los países templados, han servido de caldo de cultivo para movimientos ecologistas, feministas y pro derechos civiles diversos.
Antes de cerrar, queremos dejar expresas algunas ideas sobre las limitaciones y potencialidades de esta a la que consideramos nuestra generación. Como casi todo lo que hacemos en Latinoamérica, no hemos escapado al síndrome de la improvisación y la prisa. Agobiados por eras de tutelas autoritarias y ante la presencia de injusticias dantescas, siempre nos sentimos apurados por actuar, tenemos poco tiempo para pensar en lo que haremos y nuestras ocasiones son las más calvas del planeta. Sólo que por ahorrarnos horas o días de reflexión terminamos perdiendo siglos de oportunidades y volvemos perpetuamente sobre los mismos problemas irresueltos del ayer.
El coraje, los despertares, la energía, la sangre derramada en octubre del '68 en Tlatelolco, por decir algo, no tienen nada que envidiarle a París-mayo del '68 o a Berkeley del '64, pero sí su marco cognitivo o conceptual. Mientras que allá se debatieron masivamente las ideas de la unidimensionalidad del hombre moderno y de para qué sirve la libertad sino para comprometerse, con Marcuse, Sartre, Lefebvre y otros, nosotros actuábamos demasiado cegados por la ira contra Echeverría o Nixon o Caldera. Cuando aquellos acontecimientos quedaron exhaustivamente documentados, analizados y convertidos en activos intangibles disponibles para el porvenir, los nuestros languidecen, parecen especies en peligro de extinción y se van despidiendo del mundo junto a las neuronas nuestras que los percibieron.
No obstante, está en marcha también un proceso de aprendizaje que no casualmente tiene sus más evidentes, aunque no únicos, exponentes en dos países que quizás sean los que más hondamente han sentido las garras fascistoides, Chile y Brasil. Allí, dos extraordinarios líderes de nuestra generación latinoamericana del '68, Bachelet y Lula, están demostrando que no han sido en vano los sacrificios pasados, y construyendo, inteligentemente, amplios bloques sociales en favor de una transformación real no-violenta. Lejos de inspirarse en obsoletas tesis decimonónicas de la lucha de clases y la dictadura del proletariado, y al margen de conflagraciones geopolíticas que nos quedan grandes y nos restan energías para transformar nuestras capacidades y resolver nuestros problemas, están posibilitando la convergencia transformadora de trabajadores, profesionales, intelectuales, artistas y empresarios con la visión compartida de edificar sociedades más libres, fraternales y justas. Y allá arriba está ocurriendo algo sumamente interesante, con la elección de Obama y el retorno de los Clinton y tantos seguidores y colaboradores, que abre la posibilidad de esfuerzos con una perspectiva generacional relativamente compatible. A lo mejor resulta que, hechos los tontos, los tales baby-boomers terminamos asistiendo a los entierros de los dos sistemas aparentemente irreconciliables que nos vieron nacer: el socialismo burocrático y el capitalismo salvaje.
martes, 19 de mayo de 2009
Acerca del norte y las brújulas de la generación transnacional del '68
Al amanecer del 1 de enero de 1946, los ingenuos e ingenuas unidos del planeta se desperezaron con alborozo y esperanzas ante la nueva época de paz y cooperación anunciada por el término de la apocalíptica conflagración mundial. En los vientres de nuestras madres y testículos de nuestros padres ya se agitaban ansiosos de luz los óvulos y espermas que nos engendrarían, quien sabe si unos y otros embelesados con la ilusión de que al fin se concretarían diferidos sueños heredados de sus antecesores. Si hubiese alguna manera de medir la frecuencia de los encuentros sensuales en Occidente, o, en su defecto, la tasa de generación de gestos, frases, susurros, contactos, poemas, películas, bailes y canciones de amor en Europa, América y Oceanía, es muy probable que se detectase un drástico incremento en los años que sucedieron a la Segunda Guerra Mundial; pero como eso parece una tarea divina, los estudiosos se han conformado con medir el aumento en las tasas de natalidad durante la posguerra, y resulta que los datos refuerzan la hipótesis citada: durante el período 1946-1964 ocurrió una elevación sin precedentes en dichas tasas, al punto de que muchos, sobre todo en el mundo anglosajón, decidieron llamar a la generación de posguerra la del Boom de bebés o Baby-boom.
Pero nuestros padres no contaban con la astucia de Belphegor, el revoltoso diablillo que durante la misma noche del 31 de diciembre de 1945 hizo de las suyas en el inconsciente de los personajes principales de la reciente ópera bélica mundial. Lejos de disponerse a sanar heridas y cerrar cicatrices, Churchill, Truman, De Gaulle, Stalin y adláteres, decidieron de golpe y porrazo enterrar el discurso unitario y la cooperación antifascista que acababa de posibilitar la derrota de los hitlerianos, para inaugurar una época de aspiraciones hegemónicas y harto riesgosas confrontaciones, donde el aliado de la víspera fue convertido en quintaesencia del más letal y abominable enemigo. Se inició entonces una escalada de preparativos bélicos que, en nombre de la libertad y la seguridad, construyó un tan gigantesco arsenal militar que dejó convertidos los ejércitos y armamentos de toda la historia anterior en meros juguetes.
En lugar de la atmósfera de ternura y confianza soñada por nuestros progenitores, vinimos al mundo a respirar, con la amenaza de desaparecer varias veces en un infierno nuclear, el más tóxico y pasmoso de los miedos. Los autores de nuestros días, que entendían lo que pasaba, enmudecieron y se decidieron a consentirnos antes del eventual colapso, y nosotros, inicialmente despreocupados, nos dedicamos a distraernos con el maravilloso invento de la televisión y a ensordecernos con ruidosas y escasamente melodiosas músicas.
Poco a poco, sin embargo, fuimos descubriendo, sobre todo a partir de la crisis de los misiles y del asesinato de los Kennedy y Luther King, la gravedad de lo que ocurría y el clima de odio y violencia que nos rodeaba, y gradualmente, en una especie de unísono transnacional, con los sentidos exaltados por el rock, la imaginación cultivada con años de Campanita y Peter Pan, y el coraje inspirado en la nobleza y valentía de El Zorro, le fuimos dando más y más contenido a nuestras expresiones creativas. Descubrimos, primero, el que quizás haya sido el mayor de nuestros aportes: el arte de protesta, gestado en torno al estilo de música y con la proliferación de imágenes visuales que nos gustaban, y, luego, una amplia gama de formas de comunicación, procesamiento de información y movilizaciones sociales.
El primer y principal rasgo que distinguimos en la generación de posguerra, la cual hizo irrupción en prácticamente todos los países occidentales y en muchos otros en los alrededores de 1968, con el impacto más resonantes en París-mayo, es el hecho de haber sobrevivido en, y enfrentado a, un mundo polarizado entre dos superpotencias, cada una con poder para destruir a la otra y al resto del globo. En semejante contexto y contra todo pronóstico, nuestra generación gradualmente optó por no tomar partido a favor de ninguno de los grandes contendores sino por la paz y por la humanidad misma.
La solidaridad genera-lizada con el pueblo vietnamita, por ejemplo, no se tradujo nunca, a pesar de los empeños de los partidos comunistas de todo el mundo, en un apoyo a la Unión Soviética o China en su confrontación contra los Estados Unidos o entre sí. El enemigo fue siempre un modo de vida opresivo, autoritario y avaro, el sistema o establishment, donde quiera que existiese, y no una nación o Estado en particular. Vietnam y el Che Guevara se convirtieron en símbolos de la dignidad del débil contra el poderoso, pero no, como tanto lo quisieron ambos bandos de la Guerra Fría, en representantes de un coloso frente al otro.
La rebeldía contra lo establecido, el espíritu antipolarizador y antibélico, el afán por crear una contracultura enfrentada a la cultura dominante, y muchos otros rasgos y logros, con sus limitaciones, fueron a su vez potenciados por el mayor acceso a la educación superior. Con esto se creó el caldo de cultivo propicio para la gestación de movimientos universitarios críticos, primero, y luego de toda suerte de movimientos ambientalistas, feministas, artísticos y pro derechos civiles de las más diversas minorías. Aunque la idea inicial del sistema fue formar los cuadros requeridos por las distintas carreras armamentista, espacial y otras, no pasó mucho tiempo antes de que, posiblemente sin agradecer lo suficiente las oportunidades disfrutadas, la propia educación superior, dividida en disciplinas aisladas y desligada de las necesidades de las mayorías, se convirtiera en blanco favorito de las críticas de esta generación de rebeldes con causa. Tal vez sin percatarnos de lo que hacíamos, contribuimos a hacer de la investigación y la generación masiva de nuevos conocimientos un componente fundamental de la versión contemporánea de las sociedades modernas o con ganas de serlo.
Pero nuestros padres no contaban con la astucia de Belphegor, el revoltoso diablillo que durante la misma noche del 31 de diciembre de 1945 hizo de las suyas en el inconsciente de los personajes principales de la reciente ópera bélica mundial. Lejos de disponerse a sanar heridas y cerrar cicatrices, Churchill, Truman, De Gaulle, Stalin y adláteres, decidieron de golpe y porrazo enterrar el discurso unitario y la cooperación antifascista que acababa de posibilitar la derrota de los hitlerianos, para inaugurar una época de aspiraciones hegemónicas y harto riesgosas confrontaciones, donde el aliado de la víspera fue convertido en quintaesencia del más letal y abominable enemigo. Se inició entonces una escalada de preparativos bélicos que, en nombre de la libertad y la seguridad, construyó un tan gigantesco arsenal militar que dejó convertidos los ejércitos y armamentos de toda la historia anterior en meros juguetes.
En lugar de la atmósfera de ternura y confianza soñada por nuestros progenitores, vinimos al mundo a respirar, con la amenaza de desaparecer varias veces en un infierno nuclear, el más tóxico y pasmoso de los miedos. Los autores de nuestros días, que entendían lo que pasaba, enmudecieron y se decidieron a consentirnos antes del eventual colapso, y nosotros, inicialmente despreocupados, nos dedicamos a distraernos con el maravilloso invento de la televisión y a ensordecernos con ruidosas y escasamente melodiosas músicas.
Poco a poco, sin embargo, fuimos descubriendo, sobre todo a partir de la crisis de los misiles y del asesinato de los Kennedy y Luther King, la gravedad de lo que ocurría y el clima de odio y violencia que nos rodeaba, y gradualmente, en una especie de unísono transnacional, con los sentidos exaltados por el rock, la imaginación cultivada con años de Campanita y Peter Pan, y el coraje inspirado en la nobleza y valentía de El Zorro, le fuimos dando más y más contenido a nuestras expresiones creativas. Descubrimos, primero, el que quizás haya sido el mayor de nuestros aportes: el arte de protesta, gestado en torno al estilo de música y con la proliferación de imágenes visuales que nos gustaban, y, luego, una amplia gama de formas de comunicación, procesamiento de información y movilizaciones sociales.
El primer y principal rasgo que distinguimos en la generación de posguerra, la cual hizo irrupción en prácticamente todos los países occidentales y en muchos otros en los alrededores de 1968, con el impacto más resonantes en París-mayo, es el hecho de haber sobrevivido en, y enfrentado a, un mundo polarizado entre dos superpotencias, cada una con poder para destruir a la otra y al resto del globo. En semejante contexto y contra todo pronóstico, nuestra generación gradualmente optó por no tomar partido a favor de ninguno de los grandes contendores sino por la paz y por la humanidad misma.
La solidaridad genera-lizada con el pueblo vietnamita, por ejemplo, no se tradujo nunca, a pesar de los empeños de los partidos comunistas de todo el mundo, en un apoyo a la Unión Soviética o China en su confrontación contra los Estados Unidos o entre sí. El enemigo fue siempre un modo de vida opresivo, autoritario y avaro, el sistema o establishment, donde quiera que existiese, y no una nación o Estado en particular. Vietnam y el Che Guevara se convirtieron en símbolos de la dignidad del débil contra el poderoso, pero no, como tanto lo quisieron ambos bandos de la Guerra Fría, en representantes de un coloso frente al otro.
La rebeldía contra lo establecido, el espíritu antipolarizador y antibélico, el afán por crear una contracultura enfrentada a la cultura dominante, y muchos otros rasgos y logros, con sus limitaciones, fueron a su vez potenciados por el mayor acceso a la educación superior. Con esto se creó el caldo de cultivo propicio para la gestación de movimientos universitarios críticos, primero, y luego de toda suerte de movimientos ambientalistas, feministas, artísticos y pro derechos civiles de las más diversas minorías. Aunque la idea inicial del sistema fue formar los cuadros requeridos por las distintas carreras armamentista, espacial y otras, no pasó mucho tiempo antes de que, posiblemente sin agradecer lo suficiente las oportunidades disfrutadas, la propia educación superior, dividida en disciplinas aisladas y desligada de las necesidades de las mayorías, se convirtiera en blanco favorito de las críticas de esta generación de rebeldes con causa. Tal vez sin percatarnos de lo que hacíamos, contribuimos a hacer de la investigación y la generación masiva de nuevos conocimientos un componente fundamental de la versión contemporánea de las sociedades modernas o con ganas de serlo.
Con la conjugación de la criticidad, el acceso al conocimiento y los valores antibélicos, nuestra generación ha librado una sin par lucha contra la deshumani-zación del modo de vida moderno en todas sus facetas, cuyo resultado central ha sido evitar el acabose nuclear, y con otros logros sociales como los arriba citados, que son tangibles pero con textura insuficiente. Muchos seguimos en nuestros afanes, por nuestro norte y con nuestras brújulas, y, quizás cediendo el testigo a las generaciones críticas venideras, logremos contribuir a recuperar el rumbo de la paz y el amor, objeto de tantas burlas contemporáneas pero ansiado por tantas éticas y estéticas.
viernes, 15 de mayo de 2009
... lograremos transformar nuestras capacidades y ser la nación de libertad y justicia que anhelamos
"Resetear el sistema" es una de las frases favoritas de computistas e informáticos para referirse a la acción de inicializar o volver a encender un computador que presenta problemas operativos. "Volver a los orígenes" dicen los filósofos ante el extravío civilizatorio de nuestro tiempo. "Hacer el trabajo de regresión" dicen los psicoanalistas cuando el paciente vuelve a los conflictos y traumas de su infancia para liberarse de angustias y represiones inconscientes que entorpecen su comportamiento adulto. "Comprender el pasado para encauzar el presente y construir el futuro", o algo parecido, es una frase cara a los historiadores. "Empezar por los fundamentos" dicen los profesores de matemáticas para iniciar las clases ante niños o jóvenes con problemas con esta materia. Hay que renacer dice el místico, que rediseñar el dispositivo el ingeniero, hacer borrón y cuenta nueva el contador... "Si no os hiciéreis como niños no entraréis al Reino de los Cielos" reza la frase bíblica...
Desde los más diversos puntos de vista se arriba a un planteamiento semejante: ante el enredo y la complejidad que nos desbordan y extravían, y cuando es imperioso retomar la dirección correcta, hay que empezar por el principio. Esto y no otra cosa es lo que queremos expresar con el trío de entregas que culmina aquí: que el pivote o motor de arranque para la transformación de nuestras capacidades consiste en aprender a mirar nuestra realidad con ojos desprejuiciados, hasta conocerla profundamente, y actuar henchidos con el instinto fraternal humano que ya está en nosotros -después, cuando menos, de millones de años de deriva biológica. Con tal transformación, con una nueva manera de conocer y actuar, o sea de ser, podríamos edificar el mundo de libertad y justicia que, como todos, anhelamos y merecemos los latinoamericanos, y quizás darle a Occidente la más grande de sus lecciones históricas, pues estaríamos vivificando su aspiración milenaria de emancipación del odio contra el opresor hasta aprender a amar al enemigo, recreando y relanzando el legado cultural y genético que, no importa si involuntariamente, ellos calaron en estas tierras y gentes periféricas.
Mentalmente podemos oir las carcajadas de distintas peñas de la verdad ante nuestra supuesta ingenuidad. La de los liberales que verán en cuanto antecede una violación a la primera de sus leyes, la de conservación del egoísmo y la competencia para que pueda actuar la mano invisible de la justicia; la de los marxistas sovietosos que leerán un atentado contra la primera de las suyas, la de lucha de clases y dictadura del proletariado contra la burguesía, o, en sus ausencias, de los oprimidos contra los opresores, como motor de la historia; la de los posmodernos que se persignarán ante el sacrilegio de quien osa creer en algo parecido a un mejor futuro; la de cínicos que desconfiarán de todo lo que huela a cambio, de hedonistas que siempre preferirán disfrutar de placeres accesibles antes que empeñarse en realizar sueños, de perezosos mentales a quienes todo esfuerzo por pensar les resultará cansado..., y un dilatado etcétera.
Pero, en su momento y poco a poco, insistiremos en nuestras tesis y a todos les iremos explicando que nuestras convicciones no nacen de verdades reveladas ni de instintos acomodaticios, sino, como propugnamos, de la inmersión, el aprendizaje y la actuación pacientes y sostenidos ante, y en, el meollo de las estructuras, procesos, sustancias y sentidos de nuestra ingrata mas promisoria realidad latinoamericana. No ha sido en la academia ni en el templo, en la metrópoli o el suburbio, la buhardilla o la intemperie callejera, donde hemos macerado nuestras propuestas, sino a través del estudio y la reflexión permanentes y vinculados a la acción en cientos de proyectos de cambio de variados contenidos. Allí nos hemos convencido, junto a y con muchos otros, de que entre los cuatro subcontinentes culturalmente occidentales -uno europeo, dos americanos y uno oceánico-, es en el nuestro, con cerca de un décimo de la población y de un sexto del territorio planetarios, o dos quintos de los habitantes y del área de Occidente, donde se conjuga el mayor gradiente transformador, es más honda la brecha entre realidad y sueños, reside la más densa insatisfacción positiva con lo que somos de cara a lo que anhelamos ser, y donde de los muñones todavía sangrantes bien podrían brotar los más hermosos nuevos órganos.
Lírico, exagerado, utópico, poco realista, poco acorde con las verdades establecidas, parece lo dicho. Está bien, sólo queda rogar otra vez un préstamo de indulgencia, y recordar que uno de los defectos -¿o quizás aciertos?- de fábrica frecuentes en mi generación, de la que hablaré en las próximas dos entregas, es que a menudo la exigencia de lo que a muchos parece imposible es exactamente lo que nos luce más realista.
Desde los más diversos puntos de vista se arriba a un planteamiento semejante: ante el enredo y la complejidad que nos desbordan y extravían, y cuando es imperioso retomar la dirección correcta, hay que empezar por el principio. Esto y no otra cosa es lo que queremos expresar con el trío de entregas que culmina aquí: que el pivote o motor de arranque para la transformación de nuestras capacidades consiste en aprender a mirar nuestra realidad con ojos desprejuiciados, hasta conocerla profundamente, y actuar henchidos con el instinto fraternal humano que ya está en nosotros -después, cuando menos, de millones de años de deriva biológica. Con tal transformación, con una nueva manera de conocer y actuar, o sea de ser, podríamos edificar el mundo de libertad y justicia que, como todos, anhelamos y merecemos los latinoamericanos, y quizás darle a Occidente la más grande de sus lecciones históricas, pues estaríamos vivificando su aspiración milenaria de emancipación del odio contra el opresor hasta aprender a amar al enemigo, recreando y relanzando el legado cultural y genético que, no importa si involuntariamente, ellos calaron en estas tierras y gentes periféricas.
Mentalmente podemos oir las carcajadas de distintas peñas de la verdad ante nuestra supuesta ingenuidad. La de los liberales que verán en cuanto antecede una violación a la primera de sus leyes, la de conservación del egoísmo y la competencia para que pueda actuar la mano invisible de la justicia; la de los marxistas sovietosos que leerán un atentado contra la primera de las suyas, la de lucha de clases y dictadura del proletariado contra la burguesía, o, en sus ausencias, de los oprimidos contra los opresores, como motor de la historia; la de los posmodernos que se persignarán ante el sacrilegio de quien osa creer en algo parecido a un mejor futuro; la de cínicos que desconfiarán de todo lo que huela a cambio, de hedonistas que siempre preferirán disfrutar de placeres accesibles antes que empeñarse en realizar sueños, de perezosos mentales a quienes todo esfuerzo por pensar les resultará cansado..., y un dilatado etcétera.
Pero, en su momento y poco a poco, insistiremos en nuestras tesis y a todos les iremos explicando que nuestras convicciones no nacen de verdades reveladas ni de instintos acomodaticios, sino, como propugnamos, de la inmersión, el aprendizaje y la actuación pacientes y sostenidos ante, y en, el meollo de las estructuras, procesos, sustancias y sentidos de nuestra ingrata mas promisoria realidad latinoamericana. No ha sido en la academia ni en el templo, en la metrópoli o el suburbio, la buhardilla o la intemperie callejera, donde hemos macerado nuestras propuestas, sino a través del estudio y la reflexión permanentes y vinculados a la acción en cientos de proyectos de cambio de variados contenidos. Allí nos hemos convencido, junto a y con muchos otros, de que entre los cuatro subcontinentes culturalmente occidentales -uno europeo, dos americanos y uno oceánico-, es en el nuestro, con cerca de un décimo de la población y de un sexto del territorio planetarios, o dos quintos de los habitantes y del área de Occidente, donde se conjuga el mayor gradiente transformador, es más honda la brecha entre realidad y sueños, reside la más densa insatisfacción positiva con lo que somos de cara a lo que anhelamos ser, y donde de los muñones todavía sangrantes bien podrían brotar los más hermosos nuevos órganos.
Lírico, exagerado, utópico, poco realista, poco acorde con las verdades establecidas, parece lo dicho. Está bien, sólo queda rogar otra vez un préstamo de indulgencia, y recordar que uno de los defectos -¿o quizás aciertos?- de fábrica frecuentes en mi generación, de la que hablaré en las próximas dos entregas, es que a menudo la exigencia de lo que a muchos parece imposible es exactamente lo que nos luce más realista.
martes, 12 de mayo de 2009
... y transactuando fraternalmente...
Cuando un bebé o infante preescolar se topa con un nuevo objeto, que atrapa su atención, una vez vencida su perplejidad inicial lo agarra, lo mira desde distintos ángulos, lo voltea, sopesa, lanza, huele, lame, frota, abre, chupa, oye, empuja, arrastra, deja caer... hasta que en algún momento, saciada su curiosidad de conocimientos, se da por satisfecho y, si no hay un adulto cerca que identifique o le diga el nombre del objeto, él mismo, con un sonido o expresión singular, puede asignarle uno. En contraste, ante el mismo u otro objeto desconocido, si es que logra despertar su interés, el niño, adolescente, joven o adulto egresado de nuestro sistema educativo y masajeado por años de socialización y exposición a los medios de comunicación, típicamente empieza por preguntar qué es o cómo se llama o se come eso, luego sigue con algo como que de qué marca es, quién lo trajo, dónde lo compraron o cuánto vale, y así hasta que, guardando reservas o distancias, de repente llega a sentirse orondamente conocedor.
Entre ambas posturas media la intervención, por años, de padres, maestros, locutores, jefes, políticos, sacerdotes..., que han querido resolver con dogmas y palabras y sin interacción con lo real el problema del conocimiento. En sus límites, el académico absoluto aspira a captar o, si no, sufre por no captar, si posible solo, dentro de una cueva oscura, inodora y silenciosa, y a partir de un fugaz destello procedente de un objeto exterior que entre por una rendija, nada menos que la esencia verdadera, inmutable, eterna e infinita de tal objeto.
Aunque sabemos que es tarde para -y seguramente imposible- recuperar la pureza del enfoque de conocimiento del infante, aquí insistiremos una y otra vez en reivindicar el empleo de múltiples perspectivas para conocer y transformar nuestras realidades latinoamericanas. En la entrega anterior insistíamos en la necesidad de transconocer o traspasar las barreras que se interponen al conocimiento; en ésta, a manera de continuación, abordaremos la problemática análoga, y complementaria, de la acción, de las transformaciones tangibles o físicas a través del trabajo u otras prácticas colectivas en el mundo real, a las que, para enfatizar ahora el imperativo de romper las divisiones que nos aíslan o contraponen cuando actuamos separada, competitiva o ambiciosamente, llamaremos transactuaciones fraternales. Obsérvese, por el momento, que no estamos hablando de actuaciones simplemente sino de actuaciones con otros e inspiradas en sentimientos de fraternidad hacia y por esos otros.
Así planteadas las cosas, el primer tipo de división de la acción o del trabajo que tenemos que confrontar es el que antepone el propósito a la ejecución de la acción, o la comprensión de los problemas a la búsqueda e implementación de las soluciones. "Barre aquí...", "repara esto...", o "llévale este paquete a fulano...", le decimos al empleado, obrero o mandadero, sin explicar el propósito o sentido de tales acciones ni motivarlo para que las realice con calidad, y luego nos quejamos de que todo siga sucio, se vuelva a echar a perder o se entregue con retardo. La separación, inadvertida o deliberada y a menudo tajante, entre la comprensión del porqué, para qué, cuándo y para quién de los problemas, por un lado, y la búsqueda e implementación creativa e iterativa -o por aproximaciones sucesivas- del cómo y con qué, o sea de soluciones eficaces, eficientes y efectivas, por otro, es, entre nosotros, la más frecuente y contraproducente forma de división del trabajo.
Luego están las marcadas divisiones, en el tiempo, espacio y/o recursos manejados, entre especialidades o tipos distintos de agentes, trabajadores o usuarios, con sus respectivas potencialidades pero también con sus sesgos y vicios. Los médicos sanitaristas diagnostican la enfermedad, los economistas hacen el estudio de mercado del medicamento, los farmacólogos y químicos analizan el producto en el laboratorio, los ingenieros químicos diseñan el proceso de fabricación, los ingenieros mecánicos hacen los planos de construcción, los inversionistas aportan el capital, los constructores e ingenieros civiles construyen la infraestructura, los procuradores licitan y seleccionan los equipos, los fabricantes fabrican éstos, los instaladores los montan, los operadores los ponen a funcionar, los gerentes planifican, los supervisores supervisan, los vendedores mercadean, los repartidores distribuyen, los farmacéuticos despachan según las prescripciones de médicos internistas, pediatras o geriatras, los pacientes consumen... y así sucesivamente, hasta que resulta, por ejemplo, que el problema de sobrenutrición, diagnosticado inicialmente, termina siendo atacado con... ¡píldoras antiácidas y antiflatulentas ampliamente publicitadas para combatir el malestar estomacal!
Ya para concluir, están los huesos más duros de roer, vinculados a la existencia de diferentes modos de trabajo, inherentes a los distintos modos de producción y de vida reinantes en nuestra región latinoamericana. Están los modos artesanales o inactivos de quienes solo aprenden por experiencia propia o imitación de otros, como desde hace milenios aprendió a trabajar nuestra humanidad; los modos técnicos o reactivos de quienes pueden interpretar información, llevar registros y documentar su trabajo, y corregir errores o desviaciones mediante el uso de normas, aprendidos en Occidente desde alrededor de no más de una docena siglos; los modos tecnológicos o preactivos de quienes, desde hace sólo uno o dos siglos y con frecuencia unas pocas décadas, aprendieron a elaborar modelos y prototipos, realizar experimentos y optimizar soluciones a los problemas; y, apenas naciendo, los modos sociotecnológicos o socioactivos de quienes, además de modelos científicos, pretenden incorporar valores éticos y estéticos a la búsqueda de mejores y más humanas soluciones a los problemas. Entre estos diferentes modos de trabajo se yerguen las más infranqueables divisiones, entendidas casi como si separasen intervenciones de especies biológicas distintas, y que han servido y siguen sirviendo para justificar mil discriminaciones e injusticias, por lo cual es en esta esfera donde se someten a la más dura prueba nuestras vocaciones fraternales de superación de las divisiones del trabajo.
Como quizás algún lector o internauta advertido haya notado, esta vez, en las líneas precedentes, el autor se lanzó a expresar un esbozo de los resultados de prolongados esfuerzos de investigación y consultoría, que le han costado pelos e hígados y sobre los cuales espera volver en diversas entregas futuras. En éstas se insistirá en la mayor responsabilidad que tenemos los profesionales de contribuir a resolver los problemas sociales, y en que conocimiento y acción, educación y trabajo, son caras de la misma moneda de las capacidades, con cuya transformación podremos avanzar hacia..., bueno, ése es ya el tema de la próxima entrega. Seguimos (creo yo...) en contacto.
Entre ambas posturas media la intervención, por años, de padres, maestros, locutores, jefes, políticos, sacerdotes..., que han querido resolver con dogmas y palabras y sin interacción con lo real el problema del conocimiento. En sus límites, el académico absoluto aspira a captar o, si no, sufre por no captar, si posible solo, dentro de una cueva oscura, inodora y silenciosa, y a partir de un fugaz destello procedente de un objeto exterior que entre por una rendija, nada menos que la esencia verdadera, inmutable, eterna e infinita de tal objeto.
Aunque sabemos que es tarde para -y seguramente imposible- recuperar la pureza del enfoque de conocimiento del infante, aquí insistiremos una y otra vez en reivindicar el empleo de múltiples perspectivas para conocer y transformar nuestras realidades latinoamericanas. En la entrega anterior insistíamos en la necesidad de transconocer o traspasar las barreras que se interponen al conocimiento; en ésta, a manera de continuación, abordaremos la problemática análoga, y complementaria, de la acción, de las transformaciones tangibles o físicas a través del trabajo u otras prácticas colectivas en el mundo real, a las que, para enfatizar ahora el imperativo de romper las divisiones que nos aíslan o contraponen cuando actuamos separada, competitiva o ambiciosamente, llamaremos transactuaciones fraternales. Obsérvese, por el momento, que no estamos hablando de actuaciones simplemente sino de actuaciones con otros e inspiradas en sentimientos de fraternidad hacia y por esos otros.
Así planteadas las cosas, el primer tipo de división de la acción o del trabajo que tenemos que confrontar es el que antepone el propósito a la ejecución de la acción, o la comprensión de los problemas a la búsqueda e implementación de las soluciones. "Barre aquí...", "repara esto...", o "llévale este paquete a fulano...", le decimos al empleado, obrero o mandadero, sin explicar el propósito o sentido de tales acciones ni motivarlo para que las realice con calidad, y luego nos quejamos de que todo siga sucio, se vuelva a echar a perder o se entregue con retardo. La separación, inadvertida o deliberada y a menudo tajante, entre la comprensión del porqué, para qué, cuándo y para quién de los problemas, por un lado, y la búsqueda e implementación creativa e iterativa -o por aproximaciones sucesivas- del cómo y con qué, o sea de soluciones eficaces, eficientes y efectivas, por otro, es, entre nosotros, la más frecuente y contraproducente forma de división del trabajo.
Luego están las marcadas divisiones, en el tiempo, espacio y/o recursos manejados, entre especialidades o tipos distintos de agentes, trabajadores o usuarios, con sus respectivas potencialidades pero también con sus sesgos y vicios. Los médicos sanitaristas diagnostican la enfermedad, los economistas hacen el estudio de mercado del medicamento, los farmacólogos y químicos analizan el producto en el laboratorio, los ingenieros químicos diseñan el proceso de fabricación, los ingenieros mecánicos hacen los planos de construcción, los inversionistas aportan el capital, los constructores e ingenieros civiles construyen la infraestructura, los procuradores licitan y seleccionan los equipos, los fabricantes fabrican éstos, los instaladores los montan, los operadores los ponen a funcionar, los gerentes planifican, los supervisores supervisan, los vendedores mercadean, los repartidores distribuyen, los farmacéuticos despachan según las prescripciones de médicos internistas, pediatras o geriatras, los pacientes consumen... y así sucesivamente, hasta que resulta, por ejemplo, que el problema de sobrenutrición, diagnosticado inicialmente, termina siendo atacado con... ¡píldoras antiácidas y antiflatulentas ampliamente publicitadas para combatir el malestar estomacal!
Ya para concluir, están los huesos más duros de roer, vinculados a la existencia de diferentes modos de trabajo, inherentes a los distintos modos de producción y de vida reinantes en nuestra región latinoamericana. Están los modos artesanales o inactivos de quienes solo aprenden por experiencia propia o imitación de otros, como desde hace milenios aprendió a trabajar nuestra humanidad; los modos técnicos o reactivos de quienes pueden interpretar información, llevar registros y documentar su trabajo, y corregir errores o desviaciones mediante el uso de normas, aprendidos en Occidente desde alrededor de no más de una docena siglos; los modos tecnológicos o preactivos de quienes, desde hace sólo uno o dos siglos y con frecuencia unas pocas décadas, aprendieron a elaborar modelos y prototipos, realizar experimentos y optimizar soluciones a los problemas; y, apenas naciendo, los modos sociotecnológicos o socioactivos de quienes, además de modelos científicos, pretenden incorporar valores éticos y estéticos a la búsqueda de mejores y más humanas soluciones a los problemas. Entre estos diferentes modos de trabajo se yerguen las más infranqueables divisiones, entendidas casi como si separasen intervenciones de especies biológicas distintas, y que han servido y siguen sirviendo para justificar mil discriminaciones e injusticias, por lo cual es en esta esfera donde se someten a la más dura prueba nuestras vocaciones fraternales de superación de las divisiones del trabajo.
Como quizás algún lector o internauta advertido haya notado, esta vez, en las líneas precedentes, el autor se lanzó a expresar un esbozo de los resultados de prolongados esfuerzos de investigación y consultoría, que le han costado pelos e hígados y sobre los cuales espera volver en diversas entregas futuras. En éstas se insistirá en la mayor responsabilidad que tenemos los profesionales de contribuir a resolver los problemas sociales, y en que conocimiento y acción, educación y trabajo, son caras de la misma moneda de las capacidades, con cuya transformación podremos avanzar hacia..., bueno, ése es ya el tema de la próxima entrega. Seguimos (creo yo...) en contacto.
viernes, 8 de mayo de 2009
Transconociendo nuestras realidades latinoamericanas...
El problema del conocimiento tiene la peculiaridad de que, pese a su enorme importancia, permanece absolutamente ignorado por la gran mayoría de nosotros o resulta tratado sólo por especialistas en Filología, Semiología, Epistemología y otras disciplinas académicas cuyos solos nombres comportan ya cierta carga esotérica. Sin ser un experto en el tema ni mucho menos, deseo hablar acerca de cómo conocemos, vale decir cómo aprendemos, establecemos relaciones con el mundo y entre nosotros, y empleamos el lenguaje. Sólo justifico tal atrevimiento para invitar a otros a hacerlo con más propiedad y por estar convencido de que aquí se erige uno de los más formidables obstáculos para la transformación de nuestras capacidades: la capacidad de conocer, aprender o emplear el lenguaje es nada menos que un requisito tácito para adquirir cualquier otra capacidad.
Pese al cúmulo de fachadas que nos envuelven, nuestras sociedades todavía conservan la impronta de siglos de rígida compartimentación en castas, en donde saber hablar equivalía a un salvoconducto para no trabajar y no saberlo a una condena a los trabajos más forzados. En nuestras familias, escuelas, templos y foros las palabras han adquirido una existencia autónoma respecto de los objetos, hechos y procesos reales, al punto de que cuando oímos discursos en los más diversos ambientes hay como un instinto que nos avisa que lo hablado, sobre todo cuando pretende ser formal o riguroso, no guarda relación con la vida. Exagerando sólo un poco, nuestra educación, que más bien es instrucción, nos divide en dos grandes estratos: el de quienes desertan o egresan lateralmente, entran a vivir en un mundo de tinieblas lingüisticas y quedan con un techo en sus capacidades de abstracción, y el de quienes egresan titular o terminalmente, pasan a habitar en un mundo de palabras huecas y resultan con un piso en sus capacidades de concreción. Con las inevitables excepciones, que confirman la regla, tendemos a dividirnos, con mutuo desprecio, entre trabajadores mudos y habladores mancos. Esto nos hace propensos a extremismos, liderados, directa o indirectamente, ya por estamentos excluidos e insatisfechos con su suerte, pero que no logran precisar ni expresar lo que quieren, ya por estamentos privilegiados que discursean frases rimbombantes y en el fondo sólo quieren que trabajen los otros.
Buena parte de los conocimientos de nivel elemental, medio o superior que hemos adquirido están restringidos por el ambiente magistral, libresco, escaso de discusiones y desvinculado de la acción práctica que caracteriza, con honrosas excepciones, al grueso de nuestro sistema educativo. Tan arraigados están estos divorcios entre lo teórico y lo práctico que en el lenguaje cotidiano oímos frecuentemente expresiones como que "ese planteamiento tuyo es sólo teórico ..." o "de aquí en adelante lo que queda es mera cuestión de práctica ...", olvidando que lo contrario de lo teórico no es lo práctico sino lo empírico, o que lo no práctico no es otra cosa que lo impráctico, o que, en positivo, teoría y práctica pueden y deben reforzarse mutuamente.
Además de las barreras señaladas, están aquellas entre las disciplinas, auspiciadas por una división horizontal del conocimiento en departamentos estancos, sin actividades de trabajo en equipo o en proyectos que posibiliten su interrelación. Demasiados problemas permanecen sin resolverse debido a que los especialistas se encierran en sus torres de marfil. Por no mencionar sino un caso, en el problema de la salud, en donde la profesión médica es la disciplina líder y una de las que, relativamente, se ve obligada a conectar más lo teórico con lo práctico o clínico, existe una casi total incomunicación entre las áreas de sanidad social, higiene y saneamiento ambiental, producción agrícola, prácticas privadas y políticas públicas, distribución del ingreso, nutrición y políticas alimentarias, ejercicio físico y deporte, producción de medicamentos, impactos de la publicidad, psicología social, etc. El más espeso muro divisorio es el que separa el campo de las llamadas ciencias sociales y las humanidades del campo de las ciencias naturales y las profesiones tecnológicas.
Por último, está quizás la más difícil de superar de todas las barreras, derivada de la estructura de nuestras sociedades, en donde coexisten modos de vida que nos convierten en un megamuseo histórico en tiempo real. Nuestras calles, para ilustrar lo dicho, con frecuencia están pobladas de tarantines de venta de alimentos en donde se presta poca atención a las variables higiénicas, sin que exista otra respuesta, dependiendo de la base electoral del gobierno de turno, que la represión o la complacencia, obviándose el hecho de que gran parte de los vendedores jamas han oído hablar de microorganismos y mucho menos los han visto a través de un microscopio. Estoy convencido de que, en buena medida, muchos conflictos aparentemente irreconciliables que polarizan y paralizan a nuestras naciones tienen su raíz en la dificultad para conocer e integrar el mosaico de modos de vida que nos caracteriza, por lo cual crecen silvestremente la intolerancia, el odio y la violencia.
Según el enfoque que proponemos no puede haber una verdadera transformación de nuestras realidades si no las transconocemos, es decir, si no las conocemos desde múltiples perspectivas interrelacionadas, tomando en cuenta, superadoramente, nuestras diversas raíces e historias, y rompiendo las barreras que empobrecen, mutilan y agrisan nuestros conocimientos y palabras. Mientras no nos empeñemos en lograr una mucho mayor adecuación entre nuestras palabras y obras, conocimientos y acciones, o teorías y prácticas, seguiremos avanzando como a ciegas y con plomo en las alas en el proceso de construcción de nuestra América Latina. Y, en definitiva, quienes tengamos menos limitaciones en nuestros modos de conocer tendremos más responsabilidad en tal proceso de construcción: no son los pobres y desheredados quienes tienen que entendernos a nosotros, sino nosotros a ellos, recuperando su confianza y demostrando con hechos el rol decisivo del conocimiento en la sociedad que anhelamos para todos.
Pese al cúmulo de fachadas que nos envuelven, nuestras sociedades todavía conservan la impronta de siglos de rígida compartimentación en castas, en donde saber hablar equivalía a un salvoconducto para no trabajar y no saberlo a una condena a los trabajos más forzados. En nuestras familias, escuelas, templos y foros las palabras han adquirido una existencia autónoma respecto de los objetos, hechos y procesos reales, al punto de que cuando oímos discursos en los más diversos ambientes hay como un instinto que nos avisa que lo hablado, sobre todo cuando pretende ser formal o riguroso, no guarda relación con la vida. Exagerando sólo un poco, nuestra educación, que más bien es instrucción, nos divide en dos grandes estratos: el de quienes desertan o egresan lateralmente, entran a vivir en un mundo de tinieblas lingüisticas y quedan con un techo en sus capacidades de abstracción, y el de quienes egresan titular o terminalmente, pasan a habitar en un mundo de palabras huecas y resultan con un piso en sus capacidades de concreción. Con las inevitables excepciones, que confirman la regla, tendemos a dividirnos, con mutuo desprecio, entre trabajadores mudos y habladores mancos. Esto nos hace propensos a extremismos, liderados, directa o indirectamente, ya por estamentos excluidos e insatisfechos con su suerte, pero que no logran precisar ni expresar lo que quieren, ya por estamentos privilegiados que discursean frases rimbombantes y en el fondo sólo quieren que trabajen los otros.
Buena parte de los conocimientos de nivel elemental, medio o superior que hemos adquirido están restringidos por el ambiente magistral, libresco, escaso de discusiones y desvinculado de la acción práctica que caracteriza, con honrosas excepciones, al grueso de nuestro sistema educativo. Tan arraigados están estos divorcios entre lo teórico y lo práctico que en el lenguaje cotidiano oímos frecuentemente expresiones como que "ese planteamiento tuyo es sólo teórico ..." o "de aquí en adelante lo que queda es mera cuestión de práctica ...", olvidando que lo contrario de lo teórico no es lo práctico sino lo empírico, o que lo no práctico no es otra cosa que lo impráctico, o que, en positivo, teoría y práctica pueden y deben reforzarse mutuamente.
Además de las barreras señaladas, están aquellas entre las disciplinas, auspiciadas por una división horizontal del conocimiento en departamentos estancos, sin actividades de trabajo en equipo o en proyectos que posibiliten su interrelación. Demasiados problemas permanecen sin resolverse debido a que los especialistas se encierran en sus torres de marfil. Por no mencionar sino un caso, en el problema de la salud, en donde la profesión médica es la disciplina líder y una de las que, relativamente, se ve obligada a conectar más lo teórico con lo práctico o clínico, existe una casi total incomunicación entre las áreas de sanidad social, higiene y saneamiento ambiental, producción agrícola, prácticas privadas y políticas públicas, distribución del ingreso, nutrición y políticas alimentarias, ejercicio físico y deporte, producción de medicamentos, impactos de la publicidad, psicología social, etc. El más espeso muro divisorio es el que separa el campo de las llamadas ciencias sociales y las humanidades del campo de las ciencias naturales y las profesiones tecnológicas.
Por último, está quizás la más difícil de superar de todas las barreras, derivada de la estructura de nuestras sociedades, en donde coexisten modos de vida que nos convierten en un megamuseo histórico en tiempo real. Nuestras calles, para ilustrar lo dicho, con frecuencia están pobladas de tarantines de venta de alimentos en donde se presta poca atención a las variables higiénicas, sin que exista otra respuesta, dependiendo de la base electoral del gobierno de turno, que la represión o la complacencia, obviándose el hecho de que gran parte de los vendedores jamas han oído hablar de microorganismos y mucho menos los han visto a través de un microscopio. Estoy convencido de que, en buena medida, muchos conflictos aparentemente irreconciliables que polarizan y paralizan a nuestras naciones tienen su raíz en la dificultad para conocer e integrar el mosaico de modos de vida que nos caracteriza, por lo cual crecen silvestremente la intolerancia, el odio y la violencia.
Según el enfoque que proponemos no puede haber una verdadera transformación de nuestras realidades si no las transconocemos, es decir, si no las conocemos desde múltiples perspectivas interrelacionadas, tomando en cuenta, superadoramente, nuestras diversas raíces e historias, y rompiendo las barreras que empobrecen, mutilan y agrisan nuestros conocimientos y palabras. Mientras no nos empeñemos en lograr una mucho mayor adecuación entre nuestras palabras y obras, conocimientos y acciones, o teorías y prácticas, seguiremos avanzando como a ciegas y con plomo en las alas en el proceso de construcción de nuestra América Latina. Y, en definitiva, quienes tengamos menos limitaciones en nuestros modos de conocer tendremos más responsabilidad en tal proceso de construcción: no son los pobres y desheredados quienes tienen que entendernos a nosotros, sino nosotros a ellos, recuperando su confianza y demostrando con hechos el rol decisivo del conocimiento en la sociedad que anhelamos para todos.
martes, 5 de mayo de 2009
El enfoque transformador para armar nuestro rompecabezas latinoamericano
Podemos decir que tres han sido hasta ahora los principales enfoques empleados para intentar armar el rompecabezas latinoamericano: uno, el principal o dominante, al que para evitar etiquetas raídas podríamos llamar el método conformador, consistente en el empeño de construir aquí lo que ya se ha probado en otras latitudes, amoldando o conformando nuestra realidad según un patrón o modelo preestablecido, como si el rompecabezas debiera parecerse a otro que ya se armó previamente. Este enfoque pareciera decir algo así como que "empecemos por armar las piezas relacionadas con el goce de libertades de los más capaces, tal y como ya lo han hecho otras naciones más adelantadas -por regla general las europeas y los Estados Unidos- y con el tiempo armaremos el rompecabezas completo". Esto tiene la ventaja de que permite avanzar rápidamente con el armado de algunas de las primeras grandes piezas, y hasta insertar conjuntos completos traídos de otros lados, pero ha tenido el grave inconveniente de que a la larga, incluso con las variantes más progresistas del método, deja sueltas y excluidas la mayoría de las piezas pequeñas, medianas y hasta grandes disponibles.
Un segundo método, al que podemos designar como anticonformador y que en casi todas las naciones latinoamericanas ha sido aplicado de tiempo en tiempo, por regla general como reacción ante los estragos del método anterior, consiste en llevar la contraria a los conformadores, en proclamar que en esencia debemos rechazar las influencias exógenas y exaltar las endógenas, y empeñarnos en no parecernos a nadie y sobre todo a las sociedades modernas. Tal enfoque sugiere que "tenemos que armar primero la mayoría de piezas menudas y semejantes, hasta que la mayoría satisfaga sus necesidades y tome las riendas de la sociedad, y luego veremos como armamos el resto". Con esto pronto se movilizan grandes masas sociales y se aprovechan energías dormidas por siglos, pero con el tiempo se cometen demasiados errores, hay que ejercer demasiados controles y cercenar demasiadas libertades, no se resuelven los problemas y se ignoran experiencias, lecciones y soluciones que ya han sido útiles y probadas en otros contextos, por lo que el armado del rompecabezas entra en un proceso de estancamiento, cuando no de descomposición.
Cuando, cansados del vaivén entre los enfoques anteriores, o aturdidos por los golpes o traumatimos sufridos, pareciéramos no saber qué hacer, entonces entramos, con el tercero, en una especie de letargos cataformadores, y nuestras sociedades por hacer entran en una suerte de fase de crisálida o capullo dormido, casi siempre bajo la tutela de alguna dictadura hibernante, hasta que algo o alguien, comúnmente la tan esperada pero siempre sorpresiva muerte del anciano omnipresente, nos hace despertar, para volver pendularmente a intentar modernizarnos o desmodernizarnos, y así sucesivamente, si no por los siglos de los siglos amén, al menos por las décadas de las décadas cuasiamén.
En el artículo "Nuestro rompe-cabezas latinoame-ricano" dijimos que en este blog nos empeñaría- mos en impulsar un nuevo enfoque para la construcción de nuestra América Latina, y ahora afirmamos que éste pretende nada menos que constituirse en una alternativa ante los mencionados. A este enfoque que proponemos lo denominaremos transformador, pues plantea que el dilema de parecernos a las sociedades modernas de corte europeo o estadounidense versus no parecernos a ellas es falso, y que no se trata de dejar las riendas de la sociedad en manos de quienes gozan de más libertades o de aquellos que padecen más necesidades, sino de impulsar todos un gran esfuerzo colectivo de transformación de nuestras capacidades productivas, participativas, creativas, cognitivas, afectivas, comunicativas, etcétera, en multiples ámbitos: alimentarios, musicales, literarios, deportivos, ambientales, etc., de manera tal de atender nuestras ingentes necesidades, crear una base sólida y compartida para el ejercicio de nuestras libertades y descubrir al fin quiénes realmente somos y qué queremos los latinoamericanos.
Y de allí viene, otra vez, el origen del nombre que escogimos para nuestro modesto y a la vez ambicioso blog o cuaderno de bitácora: Transformando nuestras capacidades, lo que quiere decir: haciendo de la transformación de las capacidades de todos, y no del goce de libertades de unos pocos o de la satisfacción de las necesidades de otros muchos, la guía para armar nuestro rompecabezas, o sea, el motor fundamental para la construcción de nuestra América Latina.
Un segundo método, al que podemos designar como anticonformador y que en casi todas las naciones latinoamericanas ha sido aplicado de tiempo en tiempo, por regla general como reacción ante los estragos del método anterior, consiste en llevar la contraria a los conformadores, en proclamar que en esencia debemos rechazar las influencias exógenas y exaltar las endógenas, y empeñarnos en no parecernos a nadie y sobre todo a las sociedades modernas. Tal enfoque sugiere que "tenemos que armar primero la mayoría de piezas menudas y semejantes, hasta que la mayoría satisfaga sus necesidades y tome las riendas de la sociedad, y luego veremos como armamos el resto". Con esto pronto se movilizan grandes masas sociales y se aprovechan energías dormidas por siglos, pero con el tiempo se cometen demasiados errores, hay que ejercer demasiados controles y cercenar demasiadas libertades, no se resuelven los problemas y se ignoran experiencias, lecciones y soluciones que ya han sido útiles y probadas en otros contextos, por lo que el armado del rompecabezas entra en un proceso de estancamiento, cuando no de descomposición.
Cuando, cansados del vaivén entre los enfoques anteriores, o aturdidos por los golpes o traumatimos sufridos, pareciéramos no saber qué hacer, entonces entramos, con el tercero, en una especie de letargos cataformadores, y nuestras sociedades por hacer entran en una suerte de fase de crisálida o capullo dormido, casi siempre bajo la tutela de alguna dictadura hibernante, hasta que algo o alguien, comúnmente la tan esperada pero siempre sorpresiva muerte del anciano omnipresente, nos hace despertar, para volver pendularmente a intentar modernizarnos o desmodernizarnos, y así sucesivamente, si no por los siglos de los siglos amén, al menos por las décadas de las décadas cuasiamén.
En el artículo "Nuestro rompe-cabezas latinoame-ricano" dijimos que en este blog nos empeñaría- mos en impulsar un nuevo enfoque para la construcción de nuestra América Latina, y ahora afirmamos que éste pretende nada menos que constituirse en una alternativa ante los mencionados. A este enfoque que proponemos lo denominaremos transformador, pues plantea que el dilema de parecernos a las sociedades modernas de corte europeo o estadounidense versus no parecernos a ellas es falso, y que no se trata de dejar las riendas de la sociedad en manos de quienes gozan de más libertades o de aquellos que padecen más necesidades, sino de impulsar todos un gran esfuerzo colectivo de transformación de nuestras capacidades productivas, participativas, creativas, cognitivas, afectivas, comunicativas, etcétera, en multiples ámbitos: alimentarios, musicales, literarios, deportivos, ambientales, etc., de manera tal de atender nuestras ingentes necesidades, crear una base sólida y compartida para el ejercicio de nuestras libertades y descubrir al fin quiénes realmente somos y qué queremos los latinoamericanos.
Y de allí viene, otra vez, el origen del nombre que escogimos para nuestro modesto y a la vez ambicioso blog o cuaderno de bitácora: Transformando nuestras capacidades, lo que quiere decir: haciendo de la transformación de las capacidades de todos, y no del goce de libertades de unos pocos o de la satisfacción de las necesidades de otros muchos, la guía para armar nuestro rompecabezas, o sea, el motor fundamental para la construcción de nuestra América Latina.
viernes, 1 de mayo de 2009
Nuestro rompecabezas latinoamericano
Somos la consecuencia de un accidente histórico, de un hallazgo que no se buscaba; una tierra y una gente de cuya existencia alguna vez no se tenía noción, en un mundo que emergió como botín de insospechadas riquezas para aventureros y recién llegados, a la vez que como fosa de pérdidas y resentimientos para autóctonos y traídos por la fuerza. Un engendro cargado de irresistibles tentaciones para claros y velludos pueblos europeos, afanosos de conquistas con sus cruces, trompetas, arcabuces y espadas, enfrentados a terrosos y lampiños pueblos ingenuos de tótems, tambores, arcos y flechas y macanas de piedra.
A partir de estas piezas sueltas comenzó hace poco más de quinientos años una suerte de gran proceso de construcción de nuestras naciones, que quizás algún día se conviertan, al estilo de lo que está ocurriendo en Europa, en una sola nación. Sin embargo, falta tanto por hacer que todavía y por doquiera fácilmente se detectan los ingredientes iniciales: lo accidental, los hallazgos inéditos e imprevistos de toda índole, dimensiones ignotas de tierras y encuentros incongruentes de gentes, enriquecimientos súbitos e inexplicables al lado de pauperismos sostenidos y fatales, improvisaciones e inmediatismos, corrupción y destrabajo, rentismos y dependencias, fariseísmos de la cruz, abusos de la pólvora y el acero, todo ello revuelto y en permanente efervescencia, como un rompecabezas sin otra guía para armarlo que el mero afán de verlo listo y terminado.
Es cierto que por tres siglos o más fuimos un sociedad de castas, en donde hasta los más leves tintes achocolatados de piel fueron motivo para la discriminación, la exclusión y aun la opresión brutal y la superexplotación; también que nunca existió la intención de crear instituciones económicas, políticas, culturales o educativas que tomasen en cuenta nuestras peculiares raíces o condiciones mestizas, sino sólo el afán prepotente del conquistador, luego colonizador, que se creyó dueño de la verdad, el poder, la riqueza y aun del más allá; e incluso que gran parte de los mejores genes, conocimientos, costumbres, prácticas productivas, productos alimenticios, etc., de nuestra población "parda", se perdieron para siempre bajo tal dominación, reforzada por enfermedades importadas de origen desconocido e imbuida del desprecio y la desvalorización de todo lo autóctono.
Todo eso y mucho más es imposible de negar u ocultar, pero es también válido que, si se quiere a pesar de aquella voluntad demoledora, nuestros pueblos absorbieron una lengua, una lógica, conocimientos, experiencias, herramientas técnicas, oportunidades de aprendizaje, rasgos culturales, y tantos otros elementos civilizatorios, que son indesligables de lo que somos y que a las poblaciones aborígenes o africanas les hubiese tomado milenios aprender sin tal proceso de actualización histórica, y que nos han colocado, cuando menos, ante la posibilidad de tener más opciones para construir nuestras naciones. Por no poner sino un ejemplo, cuando en Venezuela decidimos disfrutar un joropo o comer hayacas estamos usufructuando, nos guste o no, milenios de evolución de las lenguas y literatura latinas (el español, la copla, ...), de la música occidental (notas musicales, melodías, armonía, fandango, métrica 3/4 ó 6/8, ...) y sus instrumentos de cuerda (arpa, cuatro, bandola, ...), de la domesticación de animales (res, cerdo, gallina,...) y plantas (cebolla, ajo, aceitunas, uvas pasas, alcaparras, ...) y de muchos otros componentes culturales.
Por otro lado, luego hemos tenido alrededor de dos siglos de independencia política de aquel colonizador, seguramente con nuevas formas de dependencia, subordinación, neocolonización, subdesarrollo, imperialismo o lo que prefiramos, pero en donde no podemos soslayar que hemos tenido muchas más oportunidades de construir capacidades e instituciones propias, lo cual nos hace mucho más responsables de nuestro destino. En este proceso, si bien hemos sufrido vejámenes, imposiciones, atropellos y explotaciones, tampoco podemos obviar el acceso a oleadas de conocimientos científicos, herramientas tecnológicas, elementos culturales, aportes estéticos, valores humanísticos y ambientales, y muchos otros logros de la humanidad, que si bien no autorizan a nadie a sojuzgarnos sí nos obligan a cierto sentido de las proporciones a la hora de asumir el rol de víctimas. Cuando, por ejemplo, acudimos a foros internacionales a denunciar el Imperio, nos apoyamos en toda una parafernalia de medios de transporte y comunicaciones, y hasta de argumentos, documentos y datos generados en las entrañas del susodicho.
Por supuesto que no podemos hacer nada para que quienes quieran ver en las ideas precedentes una muestra bien de resentimiento o bien de complacencia ante la modernidad saquen conclusiones que reforzarán lo que siempre supieron, pero lo que queremos decir es que la tarea de construir nuestras naciones es harto compleja para encajar dentro de cualquier maniqueísmo, y de allí la metáfora elegida del rompecabezas.
Este blog o cuaderno de bitácora será, antes que nada, la expresión de una larga búsqueda o, si se prefiere, de una secuela de angustias y esfuerzos (probablemente fallidos en su mayoría, como casi todo lo emprendido por estos lares) por contribuir a resolver este complejo acertijo. En él se intentarán divulgar algunos de los principales aprendizajes, visiones o lecciones adquiridos, en buena medida desde Venezuela pero siempre con sueños desbordados hacia todo el continente latinoamericano, durante más de treinta años de afanes teóricos y prácticos de quien suscribe, junto a muchos que, presencial y/o emocionalmente, con ideas y/o acciones, a trechos o por largos lapsos, lo han acompañado en pro de responder a este desafío que se nos antoja vital.
A partir de estas piezas sueltas comenzó hace poco más de quinientos años una suerte de gran proceso de construcción de nuestras naciones, que quizás algún día se conviertan, al estilo de lo que está ocurriendo en Europa, en una sola nación. Sin embargo, falta tanto por hacer que todavía y por doquiera fácilmente se detectan los ingredientes iniciales: lo accidental, los hallazgos inéditos e imprevistos de toda índole, dimensiones ignotas de tierras y encuentros incongruentes de gentes, enriquecimientos súbitos e inexplicables al lado de pauperismos sostenidos y fatales, improvisaciones e inmediatismos, corrupción y destrabajo, rentismos y dependencias, fariseísmos de la cruz, abusos de la pólvora y el acero, todo ello revuelto y en permanente efervescencia, como un rompecabezas sin otra guía para armarlo que el mero afán de verlo listo y terminado.
Es cierto que por tres siglos o más fuimos un sociedad de castas, en donde hasta los más leves tintes achocolatados de piel fueron motivo para la discriminación, la exclusión y aun la opresión brutal y la superexplotación; también que nunca existió la intención de crear instituciones económicas, políticas, culturales o educativas que tomasen en cuenta nuestras peculiares raíces o condiciones mestizas, sino sólo el afán prepotente del conquistador, luego colonizador, que se creyó dueño de la verdad, el poder, la riqueza y aun del más allá; e incluso que gran parte de los mejores genes, conocimientos, costumbres, prácticas productivas, productos alimenticios, etc., de nuestra población "parda", se perdieron para siempre bajo tal dominación, reforzada por enfermedades importadas de origen desconocido e imbuida del desprecio y la desvalorización de todo lo autóctono.
Todo eso y mucho más es imposible de negar u ocultar, pero es también válido que, si se quiere a pesar de aquella voluntad demoledora, nuestros pueblos absorbieron una lengua, una lógica, conocimientos, experiencias, herramientas técnicas, oportunidades de aprendizaje, rasgos culturales, y tantos otros elementos civilizatorios, que son indesligables de lo que somos y que a las poblaciones aborígenes o africanas les hubiese tomado milenios aprender sin tal proceso de actualización histórica, y que nos han colocado, cuando menos, ante la posibilidad de tener más opciones para construir nuestras naciones. Por no poner sino un ejemplo, cuando en Venezuela decidimos disfrutar un joropo o comer hayacas estamos usufructuando, nos guste o no, milenios de evolución de las lenguas y literatura latinas (el español, la copla, ...), de la música occidental (notas musicales, melodías, armonía, fandango, métrica 3/4 ó 6/8, ...) y sus instrumentos de cuerda (arpa, cuatro, bandola, ...), de la domesticación de animales (res, cerdo, gallina,...) y plantas (cebolla, ajo, aceitunas, uvas pasas, alcaparras, ...) y de muchos otros componentes culturales.
Por otro lado, luego hemos tenido alrededor de dos siglos de independencia política de aquel colonizador, seguramente con nuevas formas de dependencia, subordinación, neocolonización, subdesarrollo, imperialismo o lo que prefiramos, pero en donde no podemos soslayar que hemos tenido muchas más oportunidades de construir capacidades e instituciones propias, lo cual nos hace mucho más responsables de nuestro destino. En este proceso, si bien hemos sufrido vejámenes, imposiciones, atropellos y explotaciones, tampoco podemos obviar el acceso a oleadas de conocimientos científicos, herramientas tecnológicas, elementos culturales, aportes estéticos, valores humanísticos y ambientales, y muchos otros logros de la humanidad, que si bien no autorizan a nadie a sojuzgarnos sí nos obligan a cierto sentido de las proporciones a la hora de asumir el rol de víctimas. Cuando, por ejemplo, acudimos a foros internacionales a denunciar el Imperio, nos apoyamos en toda una parafernalia de medios de transporte y comunicaciones, y hasta de argumentos, documentos y datos generados en las entrañas del susodicho.
Por supuesto que no podemos hacer nada para que quienes quieran ver en las ideas precedentes una muestra bien de resentimiento o bien de complacencia ante la modernidad saquen conclusiones que reforzarán lo que siempre supieron, pero lo que queremos decir es que la tarea de construir nuestras naciones es harto compleja para encajar dentro de cualquier maniqueísmo, y de allí la metáfora elegida del rompecabezas.
Este blog o cuaderno de bitácora será, antes que nada, la expresión de una larga búsqueda o, si se prefiere, de una secuela de angustias y esfuerzos (probablemente fallidos en su mayoría, como casi todo lo emprendido por estos lares) por contribuir a resolver este complejo acertijo. En él se intentarán divulgar algunos de los principales aprendizajes, visiones o lecciones adquiridos, en buena medida desde Venezuela pero siempre con sueños desbordados hacia todo el continente latinoamericano, durante más de treinta años de afanes teóricos y prácticos de quien suscribe, junto a muchos que, presencial y/o emocionalmente, con ideas y/o acciones, a trechos o por largos lapsos, lo han acompañado en pro de responder a este desafío que se nos antoja vital.
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