viernes, 29 de mayo de 2009

Implantados y ofendidos: el caso de la cultura mexicana

En nuestra América Latina, si los pueblos argentino y uruguayo han sido los que más lejos han llegado en su intento por convertirse en naciones de tipo europeo, a través del mecanismo de transculturación por trasplante, el pueblo mexicano es quien ha hecho el mayor esfuerzo por reconstruir una cultura propia después del violento proceso de transculturación que cercenó su despótica clase dirigente azteca y le implantó una nueva jerarquía opresora. Durante tres siglos de dominación colonial, primero, y luego, con vaivenes revolucionarios, por dos siglos más, la historia mexicana epitoma como ninguna otra el drama latinoamericano de la búsqueda de una identidad cultural distinta de la indígena o la europea. La clásica imagen del capitán rebelde Fortuno Sarano, tomada en 1911 mientras aguarda la orden de fuego al pelotón de su fusilamiento por las fuerzas gubernamentales de Porfirio Díaz, es sólo una ilustración del infinito coraje desplegado por este pueblo heroico en defensa de su dignidad.

En sólo poco más de un siglo, la población del Imperio Azteca, estimada por estudiosos en el orden de unos 30 millones, fue reducida a menos de su décima parte. El exterminio a sangre y fuego de su antigua aristocracia dirigente, con sus gobernantes, sus sacerdotes y su artesanado altamente calificado para labores manufactureras y agrícolas, en donde se aprovecharon al máximo las rivalidades de los pueblos periféricos resentidos contra la dominación azteca; el azote de mortíferas epidemias de viruela, fiebres puerperales, sífilis y otras enfermedades venéreas, tifus, lepra, paperas y otras, así como toda suerte de tétanos, caries, alergias, diarreas y otros males, ante los cuales el conquistador, sobreviviente de las pestes que asolaron Europa por siglos, estaba relativamente mucho más inmunizado; y el sometimiento de la población a un régimen de trabajos esclavizados forzados en minas o haciendas, que la desconectó de su base alimentaria desarrollada por milenios, se cuentan entre los mecanismos decisivos de este poco publicitado genocidio, que sin embargo nunca logró extirpar del todo la rica cultura autóctona.

Transcurrido aproximadamente el primer siglo de conquista, el proceso dominante de transculturación por implante, siempre bajo la égida de la Iglesia Católica, comenzó a ceder terreno ante un proceso de hibridación o mestizaje, que con el tiempo, y sobre todo en los siglos XIX y XX, termina por convertirse en principal, hasta hacer de México una de las sociedades latinoamericanas más fuertemente mestizas (con un 70% de su población). En la sociedad estratificada colonial, inmediatamente debajo de los conquistadores y sus descendientes criollos, creció una casta oligárquica, llamada por algunos malinchista (término usualmente despectivo tomado de Doña Marina, alias "La Malinche", esclava indígena que se tornó amante, intérprete y fiel colaboradora de Hernán Cortés), resultante de la mezcla étnica de varones hispánicos con hembras locales, que intentó, hasta donde pudo, hacer suya la cultura occidental de los conquistadores. La población autóctona sobreviviente pasó a convertirse en la fuerza de trabajo marginalizada o "proletariado externo" encargada de los peores oficios cuando no crónicamente desocupada.

La sociedad emergida de estos procesos de transculturación por implante e hibridación, pese a su anatomía bizarra, no dejó de asimilar e integrar aportes civilizatorios occidentales, entre los cuales destaca la adopción del castellano como lengua dominante, con joyas literarias como las legadas por Sor Juana; la introducción del cultivo de nuevos cereales, legumbres y frutas, que se sumaron a los de origen indígena como el maíz, el cacao, el tomate , los ajíes, etc., y la crianza de animales domesticados para la producción de carne, leche y cueros, así como de tracción y de silla; la difusión de arados, vehículos con ruedas, y numerosas herramientas de carpintería, construcción, alfarería, cordelería, textilería, pesca, y productos manufacturados diversos como aguardientes y jabones, el sistema español de pesas y medidas, la economía mercantil y monetaria, y la propiedad privada de tierras y bienes. También es innegable que el catolicismo, pese a los fariseísmos y frecuentes nexos con el poder de sus jerarcas, jugó un papel no sólo moralizante, frente a, por ejemplo, las prácticas de sacrificios y esclavizaciones masivas practicadas por los aztecas, sino también como promotor de la educación y alfabetización de crecientes capas de la población, de la creación de universidades y de la formación de clérigos que en mucho anticiparon a los profesionales modernos.

Hacia finales del siglo XVIII surgen los conflictos entre criollos y peninsulares que, bajo la coyuntura de la anexión francesa de la metrópoli española, desencadenan el proceso que culmina con la Independencia. Con ésta se inicia un nuevo período en donde se intentará crear una sociedad tricultural, con las raíces indígena e hispánica, como culturas antecesoras, pero con la aspiración a centrarse en una nueva cultura nacional. En la sociedad mexicana, como quizás en ninguna otra del subcontinente, después de la independencia se libró un duro enfrentamiento entre el clero que, durante la colonia y mediante el cobro de diezmos y otros impuestos, llegó a monopolizar la propiedad de la tierra, y los sectores laicos criollos que se plantearon forzar a la iglesia a enajenar muchas de sus propiedades y obtener así su parte en el reparto del despojo colonial.

La Revolución Mexicana desatada contra el General Porfirio Díaz, quien, a los ochenta años y después de cinco mandatos presidenciales consecutivos durante treinta años, pretendió ser electo nuevamente, consistió, inicialmente, en una rebelión liderada por el intelectual Francisco Madero, quien logró el derrocamiento de Díaz y se convirtió después en Presidente electo, y luego, tras su asesinato por los porfiristas con respaldo estadounidense, en un masivo levantamiento campesino, liderado desde el Norte por Pancho Villa y desde el Sur por Emiliano Zapata. Este movimiento se propuso acabar con el viejo régimen y repartir la tierra de los latifundistas herederos de las propiedades coloniales. La Revolución, que duró diez años de cruentas luchas con un saldo de más de un millón de muertos, comenzó enfatizando las reivindicaciones agrarias de los campesinos, pero terminó, en gran medida debido a sus debilidades conceptuales y programáticas, entronizando en el poder a una nueva clase dirigente integrada por los anteriores latifundistas y los nuevos comerciantes, banqueros y la élite de "revolucionarios" enriquecidos con el proceso y organizados en el Partido de la Revolución, que luego se convirtió en el PRI.

No obstante, y sobre todo durante el mandato de Lázaro Cárdenas, que supo aprovechar inteligentemente la coyuntura internacional antifascista, la Revolución Mexicana sí logró importantes avances en materia de reducción de la estructura latifundista, con distribución de cerca de 36 millones de hectáreas hasta 1956; de reivindicación de la soberanía nacional ante la explotación extranjera, nacionalizando las empresas ferroviarias inglesas y las petroleras estadounidenses; de impulso a un movimiento sindical organizado, que por años ejerció un liderazgo en toda América Latina; y, sobre todo, de consolidación de una cultura nacional digna y soberana ante los intereses extranjeros, expresada plásticamente en el poderoso movimiento muralista, en mucha de la música ranchera, en el cine de Cantinflas y otros, exenta de estériles belicismos antiimperialistas.

Con el advenimiento del período mundial de la Guerra Fría, se inicia también una masiva penetración de capitales estadounidenses y se replantea, de alguna manera, al interior del PRI, la vieja disputa entre partidarios de un enfoque conformador según patrones extranjeros, y autóctonistas empeñados en el enfoque contrario. La Masacre de Tlatelolco en 1968, que comentamos en un artículo anterior, y el terremoto que abatió a Ciudad de México en 1985, sin embargo, pusieron al desnudo la pérdida de perspectivas y la corrupción del PRI, y desataron las dinámicas políticas del México contemporáneo. Con promisorios nuevos liderazgos, ahora con la modalidad de un Norte industrializado, pero también repatriador de ganancias, maquilador y partidario del acercamiento incondicional a los Estados Unidos, enfrentado a un Sur turístico, más atrasado y heredero de las glorias pasadas, México ha reemprendido la búsqueda de un mejor destino, se ha colocado entre las naciones latinoamericanas con menor índice de pobreza, mayor calidad de vida y mayor desarrollo humano sustentable, y es, junto con Brasil y Chile, una de las pocas naciones que ha logrado diversificar sus exportaciones.

La tarea de la modernización de México, y de toda América Latina, como bien lo señalara una y otra vez Octavio Paz, sigue pendiente, aunque no tiene por que calcar ningún otro modelo o patrón ni limitarse a ese techo. Quizás la clave para impulsarla esté, como lo apuntan él mismo y Laura Esquivel, al analizar el personaje Malinche, en entender que la escogencia entre un pasado azteca bueno y otro hispánico malo, o viceversa, es un maniqueísmo pueril. A fin de cuentas, Doña Marina o Malinalli ya era una sufrida esclava en tiempos de los aztecas, con lo cual no dejó de ser "mexicana" al propiciar la alianza entre su pueblo tolteca, oprimido por ellos, y los españoles. Ella creyó al inicio que estos eran sus libertadores y a Cortés, como lo hizo hasta el propio Emperador Moctezuma- que se suponía Dios-, la anunciada reencarnación del amoroso y poético Quetzalcóatl que venía a desplazar al sanguinario Huitzilopochtli azteca. Y también suele olvidarse que ella supo desengañarse luego, horrorizarse ante el ensañamiento de su primer amante contra su pueblo y rechazarlo, y descubrir en su nuevo compañero español, el Capitán Jaramillo, el amor de su vida y la posibilidad de un futuro distinto para sus descendientes mestizos.

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