viernes, 17 de julio de 2009

Hibridados e ilusionados (III): la riqueza del subsuelo contra la pobreza del suelo venezolano


A más de quinientos años desde que se iniciara el intenso y asimétrico proceso de transculturación e hibridación que dio lugar a nuestra nación venezolana, los problemas básicos de satisfacción de nuestras necesidades alimentarias, aprovechamiento agrario de los recursos escasos del suelo, ordenamiento del territorio y construcción de una sociedad si no justa al menos con un mínimo de oportunidades para todos, que bien había resuelto, a su manera, la sociedad prehispánica, siguen sin resolverse. Destruidas irreversiblemente las soluciones indígenas, en donde, como si transdisciplinariamente, los hábitos alimentarios, los conocimientos artesanales sobre producción agrícola, la organización social horizontal, la división económica del trabajo, el respeto al ambiente y hasta las creencias religiosas centradas en una entidad femenina de la creatividad y la fertilidad, estaban armoniosamente alineados, las soluciones de factura europea no han podido aplicarse y menos congruentemente.

Incluso en nuestros días, cuando en las universidades se maneja todo un emporio de conocimientos, en su mayoría generados en otras latitudes, estos se acumulan en departamentos estancos y sin vasos comunicantes entre sí. Los todavía insuficientes saberes sobre suelos y productividad agrícola, de las escuelas de agronomía, no se conectan con los también precarios estudios sobre nutrición de las escuelas de dietética y menos con las contadas investigaciones sobre la hacienda y el latifundio en las de economía; en las de sociología se investiga, por cierto poco, sobre nuestra estructura familiar y nuestros valores religiosos, en las de derecho, en épocas de cuaresma, sobre nuestra legislación agraria, en las de estudios políticos, menos todavía, sobre nuestras estructuras de poder, y en las de ingeniería, de vez en cuando, sobre las obras de riego o, aparte, por supuesto, sobre los fertilizantes químicos o la maquinaria agrícola requerida, pero siempre con la regla implícita de cada quien por su lado. Las "soluciones" alimentario-agrarias terminan alcanzándose ya por la vía de la venezolanísima innovación de la agricultura de puertos, las menos de las veces, importando alimentos con los recursos de la renta petrolera, o ya, las más, con la desnutrición pura y simple de una gruesa porción de la población que carece de ocupaciones productivas para generar ingresos y adquirir aunque sean los alimentos de origen externo, la cual coexiste con la sobrenutricion de un reducido sector de altos ingresos que termina con problemas graves de obesidad.

El período histórico que hoy examinaremos brevemente, y que comienza en 1830, fecha infaltable en las periodizaciones de la historia venezolana, pues allí culmina el agotador proceso de lucha por la independencia al menos política, se caracteriza por la atropellada y, al final, infructuosa búsqueda de salidas a este primarísimo problema agrario, sin cuya solución una nación es como una casa en donde cada día comienza sin saber qué ni cómo se va a desayunar y menos cómo o qué se va a almorzar o cenar. El mismo período coincide con el proceso de reconstrucción del país o de reconstitución de la República, luego de los descalabros habidos y seguramente dados los serios errores cometidos por los líderes patriotas, pero nunca, como pareciera querer demostrarlo una corriente de historiadores contemporáneos, por la grandísima culpa de nuestros más caros héroes, y obviando las alusiones tanto a la saña militar-religiosa de los peninsulares hispanos y su interpretación de las causas del terrible sismo de 1812, como a la ruindad y estrechez de miras de nuestras llamadas oligarquías, tanto de signo conservador como liberal.

Este mismo período, en donde todos describen las pugnas entre caudillos regionales, para muchos desemboca en la dictadura de Juan Vicente Gómez, quien, pese a sus entregas y abusos, termina convertido en una especie de importante agente unificador y pacificador del territorio, y a quien, por tales méritos, todo lo demás se le consiente. E inclusive, la misma corriente histórica antes aludida, quiere ir más allá y establecer que es precisamente en este lapso cuando se concibe un genuino proyecto nacional venezolano, con José Antonio Páez como su ductor y más señero prócer, achacándole a Bolívar, Sucre y colegas todo género de ambiciones bastardas, vicios y bajezas, y responsabilizándolos, en dos platos, por el caos precedente. Frente a tal interpretación, demás está decir que se alza la ortodoxa de izquierda, en donde Páez es nada menos que un vulgar traidor y un renegado, la así llamada "Cuarta República" una nueva manera de continuar la opresión capitalista del pueblo, y la guerra civil de la Federación (1859-63) el intento fallido por restaurar el proyecto patriótico.

Aunque, esperamos demostrarlo poco a poco a medida que avancemos con nuestro blog, no somos abogados de las posturas de centro y mucho menos eclécticos, sí hacemos un esfuerzo por fundamentar, con la mayor amplitud de criterios y la mejor sustentación de que somos capaces, nuestras opiniones, y ello con frecuencia nos lleva a divergir de las posiciones principistas, apriorísticas o extremas de toda laya. En este caso, por ejemplo, conceptualizaremos todo el lapso que va desde la realización del Congreso Constituyente de Valencia, a comienzos de 1830, hasta el derrocamiento de Gallegos, a fines de 1948, como un período signado por un régimen social sólo incipientemente mercantil y principalmente centrado en la hacienda y el latifundio, con el grueso de la fuerza de trabajo desempeñándose en el medio rural mediante una capacitación escasamente técnica y muy limitados niveles de alfabetización, con también una precaria centralización política, en donde la lucha entre caudillos nunca llega a trascender hacia la problemática de fondo de echar las bases de la nueva nación, y en donde, pese a los esfuerzos de democratización impulsados después de la muerte de Gómez en 1935, sobre todo bajo el liderazgo de miembros de la llamada generación del 28, terminaron prevaleciendo formas de gobierno básicamente autocráticas o predemocráticas.

En otras palabras, el modo de vida dominante en Venezuela en este período, más allá de las fachadas constitucionales y de los discursos y querellas aparentemente republicanos, se nos asemeja, en su esencia estructural, mucho más al clásico régimen feudal de la Europa medieval, con sus incipientes burguesías mercantiles, que reemplazó al antiguo régimen esclavista greco-romano, que a cualquier régimen razonablemente moderno. Pensamos, además, que en buena porción, los errores que cometen la mayoría de los historiadores, sociólogos, economistas y compañía, con todo y su frecuente relumbre académico, se derivan de una atención desproporcionada a los textos constitucionales, las batallas militares y las palabrerías de turno, y una subatención a la problemática de los modos de trabajo, de aprendizaje o conocimiento, de producción y de vida característicos de la época, cuyo examen de fondo nos ha revelado una estructura social muy distante, pese a sus no desdeñables enclaves, de cualquier sociedad moderna o capitalista. La que, por ejemplo, a nuestro juicio y pese a todo, sigue siendo el estándar histórico más completo de que disponemos, la Historia Constitucional de Venezuela, de Gil Fortoul, se pasea en demasía, como sugiere su título, por la letra de los numerosos textos constitucionales, prestando escasa y a veces nula atención al ámbito productivo o de la economía real. En sus antípodas, la versión de izquierda por excelencia de nuestra historia, la Historia Económica y Social de Venezuela, de Federico Brito Figueroa, pese a su muy respetable empeño por considerar un gran cúmulo de datos y series de datos sobre cuestiones económicas, intenta desde sus inicios demostrar que ya "la estructura colonial venezolana es una modalidad de formación económico-social capitalista...", lo cual, en nuestro humilde parecer, conduce de hecho a la idea de que nuestros modos de producción y de vida serían casi congénitamente capitalistas, y deja convertido su análisis en poco menos que un intento de sacarle punta a una bola de billar.

En medio de semejante desamparo de interpretaciones históricas y de integración transdisciplinaria de conocimientos académicos, lo que contribuye no poco a mantener el clima de confusiones e ilusiones en que seguimos sumidos, no nos queda más remedio que intentar, con nuestras limitaciones y sin el respaldo de academia o padrino financiero alguno, comprender estos procesos esenciales y, mientras encontramos mecanismos para darlos a conocer más sistemática y rigurosamente, emplear esta poco convencional vía electrónica para adelantar algunos de nuestros hallazgos.

Es así, entonces, que incluso con nuestras mejores intenciones para con el lector tiempicorto, nos vemos forzados a empezar con lo que a algunos podrá parecerle una digresión pero que a nuestro criterio está en el meollísimo de los requerimientos para entender nuestra problemática agrícola, cual es la referencia, aunque sea en un vuelo rasante, a las peculiares características de nuestros suelos. Nada se puede comprender, ni siquiera superficialmente, en materia de agricultura en Venezuela, si se ignora el hecho fundamental, lugar común para agrónomos, edafólogos, pedólogos y afines, pero desconocido para el grueso de venezolanos, incluyendo a expertos de muchas otras disciplinas (a veces del edificio universitario de enfrente y hasta del otro lado del mismo pasillo, que tranquilamente pueden creer que la pedología no interesa pues trata de entes malolientes...), de que apenas un 2% de nuestros suelos poseen una vocación natural y están listos para su aprovechamiento agrícola, al menos en su versión occidental, mientras que 44% tienen problemas de relieve, 32% de baja fertilidad, 18% de maldrenaje y 4% de aridez. Esta realidad, de la que nunca tuvimos noticia en nuestras asignaturas escolares, era, sin embargo, bien conocida por nuestros indígenas, que se habían establecido precisamente en los valles fértiles de Aragua, Caracas, El Tuy, Quíbor, Carora, Acarigua, Yaracuy y Sur del Lago, donde se encuentran tales suelos, y de donde fueron desplazados por los conquistadores que se apropiaron de sus tierras y las dedicaron a nuevos usos, especialmente al cultivo (exógeno) de caña de azúcar para la exportación de este edulcorante. Cualquier intento de desarrollar una agricultura venezolana modernamente eficiente fuera de estos suelos privilegiados pasa por resolver problemas de riego (lo que ya habían comenzado a hacer los primeros pobladores de nuestro territorio, ampliando las áreas naturalmente cultivables de Falcón, Lara y Los Andes) o de fertilización ( lo que también se empezaba a atacar con el método del conuco, en donde la variedad de cultivos se retroalimenta y, con las leguminosas, puede fijar nitrógeno del aire). Si se quisiese ir todavía más allá habría que atacar los más difíciles de resolver problemas de drenaje, con obras hidráulicas y represas de gran envergadura.

La causa principal, a nuestro parecer, en condiciones de ausencia de un ordenamiento estatal serio del territorio, y que nunca hemos visto destacada en publicaciones académicas, de la concentración de casi las tres cuartas partes de la población venezolana actual al norte del paralelo 10º (que pasa más o menos a la altura de Barquisimeto), en donde seguramente ya estaba también concentrada la población indígena, es la disponibilidad de estos suelos fértiles, no acidificados ni lavados por el contrastado régimen de lluvias y sequías al sur de este paralelo o por el régimen casi permanente de lluvias en la franja tropical al sur del paralelo 8º. Dicho en términos distintos, la población ha permanecido vinculada a las áreas geográfica e históricamente más aptas para la producción agrícola, sólo que sin un acceso directo a la tierra, que resultó acaparada por el conquistador hispano y sus aliados o descendientes más directos, y sin posibilidades de producir a su manera los alimentos que necesita. Fuera de estas tierras casi naturalmente aptas para la agricultura están esperándonos otras con la casi infinitamente rica biodiversidad de nuestros llanos y selvas, que nos convierte en uno de los diez países megadiversos del globo, al lado de recursos hídricos que nos colocan en el 10% de los países más privilegiados del mundo en materia de agua dulce, con nada menos que un río Orinoco que es el tercero en caudal del planeta, pero que demandan capacidades científicas, tecnológicas y éticas propias que no hemos sido capaces de desarrollar.

Por todo esto, en lugar de detenernos en contar la casi monótona y trillada historia de las pugnas entre caudillos y oligarquías durante el siglo que siguió a 1830, diremos que esta consistió básicamente en la disputa por el control de los latifundios expropiados a los peninsulares españoles, con el consiguiente abandono de los propósitos de transformación social de la lucha independentista, a saber, la abolición, de verdad, de la esclavitud, la distribución si no completamente racional de la tierra por lo menos no absurdamente irracional, y el apresto para la modernización vía la educación moral y cognitiva y la elevación de la productividad. Como quiera que podría haber protestas por lo de restar méritos a la abolición de la esclavitud, que gloriosamente se atribuye a José Gregorio Monagas, en 1854, diremos que ésta se efectuó eminentemente en respuesta a una presión internacional, especialmente de Inglaterra que, otra vez, no nos interesa aquí indagar por qué razones, había abolido la esclavitud desde 1808, y Francia, desde 1848, quienes, con su liderazgo económico y político mundial y su elevada ingerencia sobre los asuntos nacionales, comenzaron a tratar la esclavitud como una competencia desleal y a exigir su supresión como requisito para invertir en el país en la construcción de obras de infraestructura y establecer relaciones comerciales.

A tal límite llegó el abandono de esta vital meta independendista que en el Congreso Constituyente de 1830, en Valencia, el punto no fue discutido ni considerado en la nueva Constitución, en donde se reservó la condición de ciudadanos para los venezolanos propietarios de tierras o dotados de profesiones, lo cual dejó fuera de tal condición a la mayoría de pardos, indios y negros, y se eliminaron los títulos sobre los derechos de libertad e igualdad del hombre, y contra la esclavitud, que ya figuraban en los textos de las constituciones de Caracas (1811), Angostura (1819), Cúcuta (1821) y Bolivia (1826). Cuando, por fin, en 1854, se decide aprobar dicha abolición, tanto la discusión como la ley correspondiente se concentran en el problema de la indemnización de los amos, y, que sepamos, ni siquiera se planteó el punto de elemental humanidad acerca de qué hacer para indemnizar, capacitar o incorporar a la vida civil a los esclavos liberados: la mayoría permaneció en las haciendas de sus antiguos propietarios, con pagos en vales cambiables por mercancias de las bodegas de los mismos dueños de siempre, o sea, con una vida no muy diferente a su anterior condición, hasta que un día sus descendientes decidieron cambiar la residencia de sus penurias y escogieron los suburbios de nuestras principales ciudades.

Tampoco tenemos intenciones de compartir entusiasmo alguno por los supuestos ideales de la oligarquía liberal durante la Guerra de la Federación, quienes simplemente reaccionaron pendularmente contra los abusos de la oligarquía conservadora paecista, producto de la alianza del antiguo mantuanaje, cierta emergente burguesía comercial -enriquecida con los negocios de la guerra- y los sectores remanentes del alto clero, con los líderes militares que execraron a Bolívar y los suyos, a la vez que apoyados por los intereses extranacionales tanto franceses como ingleses más retrógados y monárquicos del momento. Esta oligarquía liberal adoptó, como prestado, el lenguaje de los partidos liberales europeos que, en un contexto efectivamente capitalista y moderno, se batían por consignas como la descentralización, la desmonarquización, el libre comercio, los derechos humanos individuales, el sufragio universal y la democracia. Este discurso, desconectado a más no poder de nuestra realidad precapitalista y casi premercantilista, fue copiado por Antonio Leocadio Guzmán desde las páginas de El Venezolano, hasta dar origen al partido liberal; y el mismo discurso, aderezado con algunos retazos prestados del incipiente discurso socialista de la lucha de pobres contra ricos, fue adoptado por el también liberal Ezequiel Zamora, no a través de estudios directos, sino de conversaciones con el abogado José Manuel García, culto amigo de la familia, hasta desembocar en sus famosa consigna de "Tierra y hombres libres" y su epopéyico "horror a la oligarquía".

Pero, dado que esta gesta liberal, que en sus momentos de histeria demagógica adoptó, contra las claras instrucciones de El Libertador, consignas como "¡Mueran los blancos!" y "¡Hagamos una nación para los indios!", no fue otra cosa que un coletazo de la contrarevolución antibolivariana y un ajuste de cuentas entre oligarquías latifundistas, es claro que de ella no podía salir otro resultado, después de 200000 muertos sumados a nuestra fatídica lista, equivalentes a más de un 10% de la población del momento, que el nuevo reparto de tierras entre Juan Crisóstomo Falcón y sus incondicionales y la posterior entronización de Antonio Guzmán Blanco, hijo del Antonio Leocadio aquel. Podríamos estar equivocados, pero francamente, después del estudio detenido de las tesis de Brito Figueroa, el inventor del cuasi-socialista y anticapitalista Zamora (quien primero fue comerciante y luego latifundista, después de su matrimonio con la rica viuda Estefanía Falcón, hermana del mismo caudillo triunfador de la federación), no nos quedan dudas de que, de haber sobrevivido éste a la contienda, las cosas no hubiesen sido muy distintas. Y, peor todavía, tenemos la intuición de que esta invención del Zamora anticapitalista es parte del empeño, no dudamos que bien intencionado, de Brito Figueroa y sus discípulos por verter la historia venezolana en los moldes fabricados a partir de la interpretación staliniana de la ya sesgada versión leninista del apresuradamente redactado por Marx, hace más de siglo y medio, Manifiesto del Partido Comunista.

Cuando todo parecía indicar que a los venezolanos no nos quedaba sino sumirnos en una nueva y más prolongada frustración por nuestra incapacidad para encontrar una adaptación satisfactoria a nuestro territorio, que pasa por aprender a producir nuestra comida dentro de él y organizar nuestra agricultura con los escasos suelos fértiles de que disponemos, entonces todo ocurrió como si Dios se apiadase de nuestras miserias y hubiese decidido hacernos el regalo no del maná o mana, blanco y caído del suelo, que ya había ensayado con aquellos otros elegidos del Éxodo, sino del mene, negro y brotado del subsuelo (de donde derivamos que su repertorio de recursos remediales o compensatorios probablemente incluya, además de manas y menes, por lo menos minis, monos y munus). Desde 1875, a raíz de un terremoto en Cúcuta, en el Valle del Quinimarí, unos pocos kilómetros al suroeste de San Cristobal, comenzó a borbotear un extraño y viscoso fluido negro como vómito de la tierra, que resultó una excelente materia prima para la fabricación de querosén y por tanto para la iluminación con las lámparas ad hoc. Surgió así, en 1878, con la popularmente conocida Compañía Petrolia del Táchira, una nueva actividad económica nacional, para ofrecernos, con la riqueza del subsuelo, una indemnización y palanca de apoyo por nuestras desgracias, frustraciones y calamidades a la hora de organizarnos agrícolamente.

Sólo que, dudamos entre sentir pena por nosotros mismos o por la de quien nos hubiese hecho tan valioso regalo, nuestras cosas no hicieron sino ir de guatemalas para guatepeores. Ni corta ni perezosa, y esta vez asesorada por el delfín de los imperios mundiales, los Estados Unidos de América, quien decidió, bajo la atlética orientación republicana, tensar sus músculos con ejercicios físicoculturistas de bíceps con garrote en el gimnasio venezolano, nuestra oligarquía, ducha en latifundios del suelo y en el negocio de crianza ultraextensiva de ganado, rápidamente inventó los latifundios del subsuelo, a los que llamó concesiones. Y así se dedicó a servir de intermediaria, de la mano de Juan Vicente Gómez, el latifundista padrote, cuyo golpe de Estado de 1908 contra su compadre Cipriano Castro fue levemente respaldado por los cañones de un crucero y dos acorazados estadounidenses atracados en La Guaira, en el aparentemente desagradable y casi fétido, pero en definitiva altamente lucrativo, negocio de la minería de oro negro a cargo de extranjeros. Lo que sigue es bien conocido y nos lo ahorraremos o casi, porque da como lástima dejar de señalar que entre las simpáticas extravagancias de Gómez estaba la de dejar que las compañias petroleras redactaran los contratos y leyes sobre hidrocarburos, "porque sabían más de eso", y el detalle de que a su muerte en 1935, el dictador amasaba una fortuna estimada en 200 millones de dólares de la época, repartidos entre tierras, reses y cafetales, y había enriquecido, además, a su familia y sus cientos de hijos bastardos, así como a su oficialidad y agentes represivos incondicionales.

Contra la tragicomedia gomecista, un puñado de jóvenes universitarios, luego algunos de sus maestros e intelectuales críticos, y, después de la -¡por fin!- muerte natural del afortunado semental, prácticamente todo el pueblo, es decir, casi todos los venezolanos, a excepción de los sempiternos oligarcas y sus infaltables curas de confianza, conformaron un poderoso movimiento nacional contra la dictadura, por la democracia, por la reestructuración agraria, por la defensa del petróleo, por el acceso de las masas a la educación y, en general por la incorporación, considerada tardía en treinta y cinco años, de Venezuela al moderno siglo XX. Este movimiento, liderado por organizaciones progresistas y de izquierda como AD, sobre todo, pero también URD y el Partido Comunista, aprovechando el clima antifascista mundial y la alianza de la joven URSS con las potencias capitalistas Inglaterra, Francia y Estados Unidos, en contra de las potencias también capitalistas del Eje, desemboca, tras detalles conocidos más o no tan conocidos menos, en la candidatura de Rómulo Gallegos, profesor, padre de familia y escritor culto y honorabilísimo, quintaesencia de lo opuesto a Gómez, a las primeras elecciones presidenciales con sufragio universal realizadas en Venezuela, al amparo de una flamante nueva Constitución aprobada poco antes. En dichas elecciones de diciembre de 1947, en donde para todos queda claro que se trata de la revancha del moderno emprendedor Santos Luzardo contra la malvada latifundista del suelo Doña Bárbara y su congénere del subsuelo Mister Dánger, Gallegos barre con un respaldo popular de 75% de los votos, contra 22% de su más cercano contendor Rafael Caldera, y 3% del simbólico candidato comunista Gustavo Machado.

Todo estaba listo para iniciar, después de quince mil años perdidos de adaptación a un exigente territorio, de más de tres siglos de destrucción sistemática de nuestros modos de vida, y de más de cien años de nuevas sangrientas luchas por reorganizar la estructura de poder en nuestro ámbito rural, la más que ansiada pelea por la recomposición nacional de la agricultura del pobre suelo junto a la redefinición de los manejos del rico subsuelo, por el tantas veces diferido acceso de las masas pardas a la educación con su moral y sus luces, y por la recuperación del casi en vías de extinción gusto de los venezolanos por la producción y el trabajo. Sólo que... ¡vaya sorpresa!, como en aquel aciago día del deporte patrio en que fuimos mozos a ver a nuestro ídolo y creo que campeón mundial welter El Morocho Hernández, a defender, con el estadio universitario de bote en bote, su título contra el retador Eder Joffre, y resulta que este animal nos lo noqueó inmisericordemente en el primer round, así resultó que Doña Bárbara, o Kid Latifundio, con la asesoría de su entrenador Mister Dánger y su nuevo estilo de combate para las guerras frías, noqueó para siempre al campeón titular El Santo Luzardo, cuya gestión duró apenas unos pocos meses, hasta que fue vilmente derrocado el 24/11/1948.

No debería ser difícil para los lectores inferir que en este nuevo y nunca pronosticado aborto de nuestras más íntimas esperanzas, después de más de un siglo de otra vez devastadoras luchas por organizar nuestra agricultura al menos con un feudalismo decente y abrir paso a nuestro incipiente mercantilismo, tal vez preñado ya de un verdadero y no libresco capitalismo futuro, está la tercera clave que anunciamos hace algunos días para comprender el incomprensible desdén de los venezolanos por la economía y el trabajo. Continuará pronto la serie sobre Venezuela en nuestro blog, con puros contenidos de interés y sin cortes comerciales: aparten su tiempo, tengan listas sus cotufas y bebidas, no se pierdan los dos últimos capítulos.

No hay comentarios:

Publicar un comentario