martes, 7 de julio de 2009

Hibridados y escindidos: los seculares desgarramientos del pueblo colombiano

...por lo común se comportan como seres escindidos: de la cintura para arriba está el alma y de la cintura para abajo el negocio.
Laura Restrepo, La novia oscura.

Es muy probable que si se llegase a encontrar un método razonable para medir el nivel cultural promedio de los latinoamericanos, los colombianos, quizás junto a los chilenos, despuntarían por sus logros. Colombia es una de las naciones latinoamericanas con una más sólida trayectoria en materia de instituciones educativas, científicas y culturales, pero, no obstante, es también uno de los países con mayor desigualdad en la distribución del ingreso (Coeficiente de Gini de 58,6%), con un elevado índice de pobreza (11,9%), y con el más agudo, violento y aparentemente irreconciliable conflicto entre sus élites dominantes, tanto entre sí como en relación a la base del pueblo empobrecido. En Colombia, desde hace siglos, todo ha ocurrido como si, sin desmedro de los importantes esfuerzos realizados en sentido contrario, fuese imposible colocar la libertad, la educación y la cultura del mismo lado de la fraternidad, la igualdad y la justicia.

Cuando, en los alrededores de 1530, los conquistadores españoles sentaron sus cabezas de playa en Santa Marta y Cartagena, para desde allí iniciar la dominación del actual territorio colombiano, se encontraron con una sociedad indígena, la de los chibchas, con unos 600 mil habitantes, establecida en los principales valles y mesetas del país, altamente organizada bajo el sistema de aldeas jerarquizadas, probablemente en torno a Bogotá como su principal núcleo, y con cuatro clases sociales bien diferenciadas. Éstas eran: los nobles, encargados del culto religioso, las actividades guerreras, la administración general y el cobro de tributos; los artesanos, con avanzadas habilidades cerámicas, textiles, metalúrgicas y, especialmente, en orfebrería; los agricultores, dedicados a actividades de producción de maíz, papa, tomate, pimienta, coca, tabaco y otros cultivos, que, por las benignas condiciones climáticas y de fertilidad de los suelos, generalmente no requerían de mecanismos de riego, así como a la cría de patos, pavos y cobayos; y los esclavos, al servicio directo de los nobles. A estos últimos les encantaba ser transportados, ricamente ataviados, en lujosas literas con incrustaciones de oro y en medio de olorosas resinas y flores esparcidas a su paso. La táctica hispánica inicial de sometimiento consistió en el reemplazo de la nobleza masculina indígena por varones propios, conservando la subordinación de las clases inferiores, pero ahora con un énfasis sobreexplotador según los esquemas de la mita, con la que, despues de arrasar con todos los adornos y reliquias de la nobleza destituida, se quisieron extraer en un dos por tres todos los metales preciosos del subsuelo minero, y la encomienda, con su clásico perfil agrícola y sus pretensiones cristianizantes, y un importante nuevo componente artesanal, especializado sobre todo en la fabricación de productos textiles.

Hacia fines del siglo XVI el sistema, dada la drástica reducción de la población indígena causada por los trabajos forzados, las epidemias y las pérdidas en numerosas y riesgosas expediciones en busca de más metales preciosos o de la conquista de naciones vecinas, mostró su agotamiento, con la peculiaridad de que, en lugar de ceder gradualmente el paso al régimen de haciendas con importación de esclavos, como en otras latitudes latinoamericanas, evolucionó, en el marco de la Audiencia de Santa Fe de Bogotá y, después, del Virreinato de Nueva Granada, hacia una especie de régimen mixto de haciendas privadas, encomiendas estatales directamente manejadas por empleados de la corona, que se reservaron monopólicamente negocios como los del aguardiente de caña y la venta del tabaco, y una creciente burocracia de funcionarios dedicados a la administración de los intereses imperiales en las actuales Colombia, Venezuela y Ecuador. Dentro de tal funcionariado no sólo se contó el componente seglar, incluido aquí el gran número de militares concentrados en fuertes estratégicamente situados, sino también los cuantiosos colaboradores clericales, designados y controlados por la monarquía y encargados, además de sus roles directamente religiosos e inquisistoriales en iglesias y tribunales, de las tareas educativas y del manejo del sector salud.

Este peso considerable del rol estatal, estratégicamente asociado al de la iglesia católica, contribuyó a la gestación de un estamento oligárquico integrado por los descendientes criollos y mestizos claros de los conquistadores, que pronto se sintió altamente identificado con los intereses imperiales hispánicos, desvinculado de los mestizos de tonos menos caucásicos, y hasta heredero de las prácticas elitistas de la antigua nobleza chibcha. No obstante, el Virreinato también se distinguió tempranamente por el celo con que se abordaron las tareas educativas y culturales a cargo de los sacerdotes, incluyendo, por ejemplo, la precoz fundación de la Universidad Javeriana en 1634 a cargo de los jesuitas, de la Universidad Tomasina en 1639, a cargo de los padres dominicos, de numerosos colegios de nivel primario y medio, dedicados a una rigurosa enseñanza escolástica para la formación de la élite dirigente blanca, según el mejor estilo medieval, y de la creación de instituciones culturales diversas como la Real Biblioteca Pública de Santa Fe, la Real Imprenta, el Coliseo Ramírez y el Observatorio Astronómico.

Desde entonces, pareciera que este estrato oligárquico se ha empeñado en ostentar soberbiamente sus apellidos hispánicos, suspender en lo posible el proceso de hibridación con indígenas y negros, "blanquearse" mediante intercambios culturales y étnicos con los peninsulares disponibles, y, en general, hacer gala de su cultura y su dominio del idioma y distanciarse por todos los medios de la población supuestamente inferior. Tan lejos llegaron sus prácticas elitistas y su afanes de encumbramiento y de disfrute de privilegios, que, por ejemplo, contra él se rebeló, años antes de la Revolución Francesa, en la Revolución de los Comuneros de 1781, acaudillados por la vendedora ambulante Manuela Beltrán -quien rompió públicamente los edictos oficiales de aumento en el cobro de impuestos- y por el mestizo José Antonio Galán, una enorme masa de labradores, artesanos y esclavos. Estos marcharon desde la población de Socorro, al norte de Bogotá y sede de la más importante industria manufacturera textil, hacia la capital, logrando poner en fuga al representante real y tomar esta ciudad con un ejército improvisado de más de veinte mil hombres y mujeres que decretó la devolución de tierras a las comunidades indígenas, la incorporación de mestizos pobres a las funciones de gobierno y la liberación de los esclavos negros.

Este temprano levantamiento de los comuneros, sin embargo, fue pronto víctima de su improvisación y de su ingenuidad, al dedicarse a festejos triunfalistas y licenciar las tropas en el contexto de una capitulación con los representantes del Virrey, avalada con una misa solemne presidida por el Arzobispo Caballero y Góngora, en donde se estableció que se mantendrían los decretos comuneros a cambio de que se permitiese el regreso del Virrey y de la desmovilización de los insurrectos. Cuando el representante de la monarquía regresó de su refugio en Cartagena y reestableció la autoridad, desconoció todos los acuerdos y ordenó ahorcar y descuartizar a Galán y demás líderes del movimiento, cuyas partes fueron expuestas en las plazas de las principales ciudades alzadas. Por los servicios prestados, el Arzobispo fue poco después convertido en Virrey; pero este mismo prelado, fiel a la tradición educativa y cultural y sin abandonar jamás su lealtad a la causa monárquica, contribuyó a la relativa modernización de los estudios colombianos, fortaleció los componentes científicos del currículo a todos los niveles, propició la creación de una escuela de minas y de escuelas artesanales, y auspició, entre otras iniciativas, la extraordinaria Real Expedición Botánica a cargo del sabio sacerdote, botánico y matemático español José Celestino Mutis, que rindió un exhaustivo conocimiento de la flora y fauna colombianas. En estos colegios e instituciones de alto nivel, con su educación relativamente cada vez más liberal, se formaron, seguramente a pesar de las intenciones del Arzobispo, muchos de los líderes de la futura república como Santander, Francisco Antonio Zea y el sabio y mártir Francisco José de Caldas.

Durante la dura lucha por la independencia, bajo las conocidas circunstancias de ocupación de España por las tropas imperiales francesas, los educados colombianos dieron también muestras de su compromiso y heroísmo tanto dentro como fuera de su suelo, ofrendando mártires de la talla de Ricaurte y Girardot en tierras venezolanas. Sin embargo, cuando después de Boyacá (1819), Carabobo (1821) y Pichincha (1822) se consolida el triunfo patriota y se crea la Gran Colombia con base en la Constitución aprobada en Angostura, afiliando a las actuales Venezuela, Colombia y Ecuador, con Bolívar como Presidente, emerge un conflicto entre quienes, como Santander, también vencedor de Boyacá pero producto del refinado sistema educativo colonial, quieren establecer de inmediato el imperio de las leyes sobre una federación de estados relativamente autónomos, al estilo estadounidense, y minimizar el rol de los principales héroes de la recientes victorias militares; y quienes, como Bolívar, creen que el pueblo no está preparado para tan avanzado régimen, que hace falta consolidar estas victorias, mantener transitoriamente un mayor centralismo y ejercer un poder afincado en el ejecutivo hasta tanto se consolide la patria a salvo de nuevas arremetidas del imperio español.

Lo que debió ser un debate profundo y realista sobre el tipo de gobierno de la novel república, pronto se convirtió, después del fracaso de la Convención de Ocaña en abril de 1828 y en un medio proclive a las pugnas entre sectas aristocráticas, en una amarga e insuperable diatriba. Cuando Bolívar, en un gesto desesperado por salvar la República y mantener unida la Gran Colombia, asume una dictadura, en el sentido romano de gobierno de excepción, pues todavía el término no significaba lo que ahora, en agosto de ese mismo año, resulta acusado de ambiciones personalistas, que difícilmente albergaba, y se perpetra contra él un intento de asesinato del que escapa entre milagrosamente y gracias a Manuela Sáenz. Santander fue acusado y condenado a muerte, aunque sin suficientes pruebas, como autor intelectual del atentado. Aunque Bolívar le conmutó la pena por la de destierro, ya nunca más pudieron superarse las diferencias, pues los santanderistas no volvieron a aceptar el liderazgo bolivariano y contribuyeron a forzar, después de los terribles golpes que significaron el asesinato de Sucre y el movimiento separatista de Páez en Venezuela, su renuncia y su retiro voluntario de la política, y casi el agravamiento de su enfermedad, su muerte espiritual y su muerte a secas.

El oneroso y lamentablemente por todos pagado precio fue la disolución de la nueva República: la titánica lucha, que costó incalculables pérdidas materiales y en donde se derramó alrededor de un cuarto de toda la sangre humana circulante, terminó por engendrar, en virtud de disputas palaciegas y mezquinas, tres pequeñas y débiles naciones, expuestas a la manipulación de las grandes potencias de la época o del porvenir. El conocimiento de unos pocos no pudo ser colocado al servicio de los muchos, la fraternidad no pudo ser conciliada con la libertad, o, en los decires de El Libertador, la moral acabó por divorciarse de las luces o el talento de la probidad.

La escisión sectaria, con escaso asidero en cuestiones de fondo, entre bolivarianos y santanderistas, o entre supuestos militaristas o centralistas y supuestos civilistas o federalistas, pronto dio lugar a los conflictos entre conservadores y liberales que continuaron enrojeciendo el suelo colombiano durante todo el siglo XX, con cientos de miles de bajas por guerras civiles entre 1840 y 1903. En estas luchas fue frecuente, paradójicamente, que en nombre del conservadurismo y pretendido bolivarianismo se asociara a Bolívar con posiciones clericalistas o de reducción de los impuestos estatales, que nunca tuvo, o que en nombre de la libertad de empresa y de un supuesto liberalismo santanderiano se expropiara de sus escasas tierras a la población mestiza e indígena, concentrándose la propiedad agraria, postura que Santander tampoco jamás tuvo. Sólo en la llamada Guerra de los Mil Días (1899-1903) perecieron alrededor de cien mil colombianos. Todo ha ocurrido como si desde que Colombia execró a Bolívar su política se hubiese hundido en un mundo de fantasías, falsedades y violencia en donde los discursos a menudo sirven para enmascarar acciones e intereses que los contradicen.

Con el correr del siglo XX, los abismos colombianos entre su potencial educativo, cultural y económico, de una parte, y el avance hacia la justicia social, de otra, no hicieron sino ensancharse. De sus aulas, y especialmente de la prestigiosa Escuela de Minas de Medellín, en donde se formaron competentes ingenieros industriales desde comienzos de siglo, continuaron egresando generaciones de empresarios, profesionales y científicos que han potenciado, sobre todo durante el período de la recesión y la Guerra Mundial (1930-45), cuando escasearon las importaciones, los logros de las actividades cafeteras, textiles, mineras, tabaqueras, siderúrgicas, químicas, cementeras, bancarias, petroleras y muchas otras, hasta asegurar el autoabastecimiento de la nación en múltiples rubros, ofrecer al mundo un nutrido repertorio de exportaciones agrícolas apreciadas en amplios y diversos mercados, y empujar a Colombia a ser la cuarta economía latinoamericana real y la tercera en población que es en el presente. Pero también, el clima resultante de debilidad y desastre dejado por la Guerra de los Mil Días fue aprovechado por los Estados Unidos para consumar el despojo de Panamá y acentuar su penetración en áreas exportadores clave como la petrolera; se acrecentó la sobreexplotación agrícola, sobre todo a cargo de transnacionales estadounidenses, lo que dio lugar a la Masacre de las Bananeras, la cual, a su vez, Garcia Márquez dixit, contribuyó a desatar la maldición de Cien años de soledad sobre el pueblo macondiano; y se profundizaron las tradicionales diferencias estamentales entre privilegiados y excluidos.

La denuncia de aquella masacre por Jorge Eliécer Gaitán y la amenaza de romper las pugnas sectarias y estériles entre conservadores y liberales, dispuso la mesa para el posterior asesinato, bajo un gobierno conservador y muy probablemente con al menos colaboración de factura estadounidense, de este líder de la sintonía entre educación y justicia social y de una "transformación rotunda" de la sociedad colombiana, quien, empero, erró crasamente al estimar, en 1948, que sobrevendrían cincuenta años de violencia si la oligarquía conservadora osaba eliminarlo... Y de allí a la hecatombe del "Bogotazo", al período conocido como La Violencia (1948-62), con su nueva cuota mortífera en el orden de 200000 víctimas fatales, y a la interminable y vergonzosa lucha entre guerrillas y gobiernos variopintos que ha logrado colarse hasta el mismo siglo XXI, sólo hubo un paso.

Los enfrentamientos entre gobiernos y guerrillas colombianos han venido a constituir una prolongación de la batalla entre conservadores y liberales, en donde cada parte siempre puede aducir una larga cadena de atropellos y crímenes cometidos por la otra. Esta confrontación hinca sus raíces en los conflictos de los días de la Gran Colombia. Sólo que, para variar, las posturas guerrilleras, derivadas de una extremización de las posiciones liberales de Gaitán, quieren reclamar para sí la identificación con la imagen y hasta la espada del supuestamente conservador Bolívar, mientras que las posturas oficiales conservadoras, que tradicionalmente han esgrimido las más duras armas antiguerrilleras, se han convertidos en paladines del libre mercado, los acuerdos de libre comercio y la apertura hacia los capitales extranjeros, que han sido universalmente banderas liberales. Con las disidencias liberales de la víspera, lanzadas a abrazar causas ultraconservadoras, y el aderezo de todas las partes empantanadas con el narcotráfico, sobornos, torturas, secuestros, forjamiento de falsas pruebas, acciones por manpuesto o a través de terceros, burlas a la comunidad internacional y a respetables Oenegés, shows mediáticos, ajusticiamientos, sicariatos, cobros de vacunas, y se agota uno de sólo hacer el menú de desastres, el embrollo y la pérdida de brújulas políticas no han hecho sino acentuarse.

La única esperanza de que se ponga fin a este infierno peor que dantesco la vemos, desde el lado externo, en la creciente presión internacional para que Colombia abandone su salvajismo político, reforzada por la callada labor internacionalista de artistas como El Gabo y Laura Restrepo, y, por dentro, sobre todo en las tendencias locales e importantes logros recientes en las principales ciudades, con Medellín y Bogotá a la cabeza, de las que nos ocuparemos más detenidamente en entregas por venir sobre las situaciones actuales de nuestros países. Por ahora baste con señalar, en relación a este último punto, que se trata de movimientos de base desligados de los oscuros factores tradicionales, resueltamente no liberales ni conservadores, ni gobiernistas ni guerrilleros, no comprometidos con narcotraficantes ni con negocios extraños, y no extremistas de derecha ni de izquierda, que están conquistando espacios reservados a las fuerzas del pasado, y tratando de rescatar el sentido constructivo de la política, del amor al pueblo real, y no al pueblo de las arengas o las poses mediáticas, al de las carnes de cañón o de las canteras de votos para mantener el poder por el poder, o al de la manpara de intereses encubiertos. Estos recientes movimientos intentan volver a conciliar los roles de la educación, de las luces, del talento, de la libertad y del alma con los de la justicia, la moral, la probidad, la igualdad y los sanos negocios, y lucen decididos a superar la escisión y la soledad seculares de los colombianos. Lo que equivale a afirmar que están partiendo desde cero hacia la edificación de la patria soñada por nuestro Libertador, quien se inmoló infinitamente por nosotros y nos dejó, por escrito y por si acaso, el mensaje de que sólo descansará tranquilo en su sepulcro cuando cesen los partidos, es decir, los faccionalismos sectarios e irracionales, y se consolide nuestra unión, es decir, la de al menos todo el pueblo grancolombiano, por ahora, y después del latinoamericano. Falta mucho por ver si en verdad seremos capaces de retribuirle sus desvelos con lo mínimo que hasta todo muerto común merece: descansar en paz.

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