viernes, 27 de noviembre de 2009

Un vistazo al panorama político latinoamericano y qué hacer si somos tan poco anticipativos

Si no perfectamente, por lo menos creemos estar bastante claros acerca de que en nuestra Latinoamérica existen actualmente al menos dos grandes consensos, que cuentan, cada uno, con una gruesa, y comparable a la del otro, porción dentro del conjunto de los aproximadamente 570 millones que somos.

Uno es el consenso del norte, el liberal, al que sin ánimo ofensivo podríamos llamar de derecha, al que no creo que sean muchos los que se incomoden si lo llamamos la opción puertorriqueña, que en definitiva dice que es una pérdida de tiempo intentar avanzar por un camino propio hacia la construcción de nuestros países, pues es mucho más sencillo y práctico aceptar a los Estados Unidos como una suerte de hermano mayor, para rápidamente tener acceso a las salvadoras inversiones extranjeras y a la capacidad organizativa de esos catirotes que tienen mucha más experiencia y sí saben como hacer funcionar las cosas. Esta opción señala que el no reconocer la obvia superioridad estadounidense y europea sólo cabe en la mente de acomplejados, desadaptados y/o resentidos sociales, y que la izquierda es oportunista al aprovecharse de la miseria ajena para satisfacer sus apetitos de poder, sin llegar a proponer ninguna solución de fondo a los problemas. A veces, en mi jerga personal y para evitar sesgos despectivos, a esta opción la llamo de los "75º - 90º", haciendo referencia a aquel círculo trigonómetrico del bachillerato, en donde los grados se empezaban a contar desde el extremo Este o derecho del círculo; o, lo que es parecido, en relación a un velocímetro invertido de automóvil, cuya aguja empezase a marcar desde el lado derecho hacia el izquierdo, hasta llegar a los 75-90 km/h hacia el centro del dial.

Capital, inversiones extranjeras, mercado, globalización, libre empresa, competitividad, Adam Smith y afines son algunos de los santo y señas que emplean los partidarios de ese primer consenso para reconocerse rápidamente a sí mismos y diferenciarse de los contrarios. Y mal podría yo odiar o despreciar este enfoque cuando bien recuerdo que, con variantes y tal vez altibajos, esta fue mi posición desde que era un niño hasta que cumplí veinte años, y fue también la de mi padre hasta sus últimos días y la de numerosos seres queridos hasta el presente.
Con este consenso vemos alineados, con bemoles y notas al pie, por supuesto, a los actuales gobiernos de Colombia (Uribe), México (Calderón), Perú (García), Honduras (Micheletti), y obviamente Puerto Rico (Fortuño), y a un nutrido conjunto de movimientos de clases medias, burguesías y hasta oligarquías, más o menos acomodadas, en la mayoría de nuestros países, con mención especial de los movimientos opositores venezolano, brasileño y argentino.

El otro gran consenso es el del sur, el de la izquierda marxista ortodoxa, al que tampoco debería resultar desproporcionado llamar la opción cubana, que plantea que no hay salidas a nuestras crisis dentro del capitalismo, que tenemos que romper con toda influencia gringa o parecida y decidirnos por el camino del socialismo y la movilización de las masas pobres contra toda dominación imperialista, o si no morir en el intento. Que cualquier otra postura revela, cuando menos, alienación e ignorancia, y en el peor de los casos, inquina y malevolencia de explotadores, oligarcas o títeres del imperio. Con la misma metáfora anterior, a esta suelo llamarla la posición de los "135º -150º" o, si se prefiere, de las velocidades de transformación en el orden de los 135 -150 km/h en nuestro tablero imaginario invertido (con 0 km/h en el extremo derecho, que significa no avanzar nada, y 180 km/h en el izquierdo, que augura un choque seguro).

Imperio (antes imperialismo), capitalismo, explotación, la historia de la humanidad es la historia de la lucha de clases, Estado, Carlos Marx, Lenin, el
glorioso comandante Che Guevara, guerrilla heroica, socialismo, violencia partera de la historia, patria o muerte venceremos y afines son algunos de los mottos o palabras clave con que se autoidentifica y excluye a sus contrarios esta corriente. Aproximadamente, comulgamos con estas ideas (excepto por lo de la violencia y la guerrilla, en las que nunca creímos) entre nuestros veintiún y veintitrés años, y a ellas vemos que siguen afiliados una parte significativa de nuestros amigos y parientes. Este segundo gran consenso inspira, por lo menos, a los gobiernos de Bolivia (Morales), Cuba (los Castro), Nicaragua (Ortega) y Venezuela (Chávez), con otro nutrido manojo de movimientos de sectores empobrecidos, marginalizados o excluidos en también la casi totalidad de nuestros países, tal vez con mención especial al movimiento peruano (Humala) que estuvo a punto de ganar las elecciones.

Pensar en América Latina desde la perspectiva de alguno de estos dos credos tiene enormes ventajas, pues fácilmente se convierte uno en persona respetable, simpática, confiable, razonable, con numerosos visitantes en su blog, nominable para cargos, y hasta con derecho a contratos y blandos préstamos bancarios, si se coincide con quien esté en el gobierno de turno o detente el poder en un ámbito específico, pero también la desventaja de que se sale demonizado a los ojos de los fieles del catecismo opuesto, y, lo que es mucho peor, se entra a girar en una noria histórica en donde después de mucho bregar se llega otra vez al punto de partida. En la práctica, es como si uno navegase raudamente a favor de una corriente o emplease una moneda de curso comúnmente aceptado, solo que, con el tiempo, se termina pendularmente arrastrado por la corriente opuesta o se sucumbe ante los mercados negros al acecho. No conocemos ni una sola experiencia histórica en donde la emancipación de una clase o bloque social haya implicado, con el tiempo, la de toda una sociedad.

Hilando un poco más fino, podríamos distinguir otros matices, tal vez hablar de una opción vecina de la opción puertorriqueña, una suerte de neoliberalismo progresista o de opción de los 90º-105º ó 90 - 105 km/h, en donde vemos a los gobiernos de Costa Rica (Arias), República Dominicana (Fernández) y Panamá (Martinelli), con sus correspondientes movimientos afines, tal vez con mención destacada para el movimiento colombiano de Gaviria; así como al espectro de opciones más resueltamente conservadoras, por debajo de los 75º ó de los 75km/h, es decir, posiciones de extrema derecha, discretamente defensoras de las glorias de la raza aria, a lo Chile de Piñera (herederos del pinochetismo).

Y de una opción afín a la cubana, caracterizada por cierto populismo progresista de izquierda, en la órbita de los 120º - 135º ó 120 - 135 km/h, en donde situamos a los gobiernos de Argentina (los Kirchner), probablemente a El Salvador (aunque nos faltan datos sobre la orientación del recientemente electo gobierno de izquierda de Funes), a veces a Ecuador (Correa, a quien no siempre lo vemos aquí, sino en el grupo que sigue), a Honduras (Zelaya), a Guatemala (Colom) y al propio Haití (Preval). O, a la izquierda de la postura de tipo cubano, también tenemos a movimientos de muy extrema izquierda, generalmente indigenistas o campesinistas a ultranzas, con posturas más allá de los 150º ó de los 150 km/h, en donde vemos a movimientos como el mexicano de Chiapas (Comandante Marcos), las FARC colombianas o la extrema izquierda indigenista boliviana (Quispe).

Tanto los dos grandes consensos, como los cuatro enfoques subordinados señalados, dos al primer consenso y dos al segundo, poseen algo en común: parten de la idea de que la sociedad latinoamericana posee un conflicto de identidad insoluble hasta tanto un sujeto apropiado no asuma la redefinición de la identidad de todos, o sea, algo así como que hasta tanto no se supere la usurpación o contaminación de la identidad actual no se logrará construir la sociedad deseada. Para el primer consenso, ese sujeto protagónico es el empresario nórdico y, principalmente anglosajón, quien con sus inversiones y sus métodos nos sacará de abajo y barrera toda la escoria subdesarrollada y de tinturas de pieles café con leche que nos asfixia. En su primer enfoque anexo, ese sujeto incluye también la alianza del empresario extranjero con el empresario local, quienes a su vez permiten cierta participación de otros sectores; y, en su segundo anexo, el sujeto son las fuerzas emprendedoras representativas de la familia, la tradición, la propiedad y la religión las llamadas a regenerar la identidad extraviada de toda la sociedad. Para el segundo consenso, el sujeto ideal es el proletariado, llamado a servir de punto de partida para la gestación del hombre nuevo, de la verdadera historia, del mundo de la libertad, y, en condiciones de extinción del tal proletariado, entonces en su defecto los pobres de cualquier tipo: campesinos, marginalizados crónicos, excluidos, pues sólo ellos pueden encarnar la identidad de la humanidad futura. Con alianzas y ciertas concesiones a otros sectores, en la versión populista del relato, o partiendo de los indígenas con pedigree o de pura cepa en la versión más extrema.

En resumidas cuentas, todas estas posturas, de factura teórica rigurosamente decimonónica o anterior, es decir, de epistemología cuando menos presistémica, comparten la ceguera ante los sistemas sociales o, lo que es lo mismo, los órganos les impiden ver los organismos. En la buena lógica de aquel siglo, resolver problemas implicaba encontrar la causa que ocasionaba los efectos indeseables, hasta extirparla y hacer desaparecer tales síntomas con el correctivo o remedio apropiado. Su punto de vista es como el de una medicina que intentase determinar cuál es el órgano culpable de las enfermedades y cuál debe ser el órgano líder para asegurar la salud de todo el organismo, o, cuando mucho, el tipo de tejido celular y, por tanto de célula, que debe convertirse en la quintaesencia del organismo completo. Las células de las regiones bajas del cuerpo son las culpables, y el cerebro y las neuronas la salvación, dice uno; es al revés, la culpa la tienen las células de la cabeza, y la alternativa son las células trabajadoras lideradas por el corazón y las demás células musculares cardíacas, dice el otro; no basta el cerebro sólo, sino que se necesita una alianza con los testículos, o las neuronas en alianza con los espermatozoides, para resolver la crisis, reza el de más allá; y así pasando por células sanguíneas, epiteliales, conectivas, óseas, cartilaginosas, adiposas, sensoriales, etc., etc., cada una con sus muchas subespecializaciones (hay más de doscientos tipos de células, para un total de diez millones de millones entre los especímenes de todos los tipos, sin contar otros millones de millones de bacterias o células, de incontables tipos y no humanas, que también conviven con nosotros).

El detalle está en que todos desconocen el hecho de que lo que nos define como humanos no son los órganos, ni ningún tipo de células o tejidos en particular, sino un código genético común a las células de cualquier tipo, las cuales se diferencian para ejercer funciones específicas y son todas absolutamente esenciales para la salud del organismo completo. Ergo,
lo que define nuestra identidad común es una emocionalidad esencialmente compartida, y ningún sujeto particular ni ninguna clase, institución o movimiento social alguno podrá jamás encarnar las aspiraciones de la humanidad o de América Latina toda. Sólo la acción sinérgica de múltiples movimientos y fuerzas sociales en pos de un propósito compartido logrará la deseada transformación de nuestro organismo social enfermo.

Fuera de estos consensos y subconsensos, y en interesantes procesos de búsqueda de nuevos rumbos, como queriendo sortear el camino entre las opciones clásicas anteriores, vemos a Brasil (Lula), Chile (Bachelet), Paraguay (Lugo), Uruguay (todavía Vázquez, y probablemente en pocos días Mujica), también a Martinica (Marie-Jeanne), y también a una serie de movimientos, como "no alineados", en donde nos llaman particularmente la atención el de Fajardo Valderrama en Colombia y el de López Obrador en México. Es decir, posturas creativas y no amarradas a ningún catecismo de dogmas, afiliadas también, en su mayoría, a las fuerzas de izquierda del Foro de Sao Paulo (promovido por el partido de Lula), pero que intentan buscar nuevos caminos a velocidades lo suficientemente altas, pero manejables, entre los 105 y los 120 km/h.

Como, supongo, se habrán dado cuenta los lectores, son estos buscadores de nuevos rumbos los que gozan de la mayor simpatía del aspirante a bloguero que suscribe. Desde que tenía aproximadamente 24 años, el susodicho decidió diferenciarse de los consensos inicialmente mencionados y sus anexos, y emprendió una búsqueda teórico-práctica de una ruta transformadora, en la dirección y con ritmos de marcha como los antes citados, que simultáneamente apunte hacia una transformación radical y que sea viable y realista, es decir, con una orientación inspiradora que se justifique sólidamente y una velocidad que sea lo suficientemente rápida y a la vez confiable, para nuestras carreteras latinoamericanas. Buena parte de lo que ahora leen en este blog es el resultado de ese afán.

En absoluto se nos escapa que en un subcontinente tan poco dado a la anticipación o la reflexión, en donde se consigue mucha más gente dispuesta a dar la vida en acciones temerarias o a renunciar a ella en inacciones vegetativas, que decididos a estudiar una idea, o pensar a fondo, aunque sean pocos minutos, en un problema, la vía escogida promete toda clase de sinsabores. En circunstancias de pereza mental generalizada, posiblemente asociada a depresiones o a algún tipo de estrés crónico colectivo, que no nos queda más remedio que también intentar comprender -y de allí artículos como el anterior-, no resulta nada fácil proponer una nueva manera de abordar, entender y buscar solución a nuestros problemas.

Pero, una vez que ésa es la decisión, es preciso exponer pacientemente los fundamentos de la que pretende ser una nueva manera de ver las cosas, y eso es exactamente lo que nos hemos propuesto. ¿Demasiado ambicioso? ¿Difícil de explicar? ¿Más allá de nuestras posibilidades? Puede ser, mas es lo que, con o sin razón, hemos decidido hacer. También sabemos que si nos adscribiésemos a uno de los consensos o subconsensos reinantes bien diferente sería el panorama de nuestra vida y de la del blog, que quizás alcanzaría -o a lo mejor no- rápidamente los cientos o miles de seguidores, y/o probablemente de detractores; pero resulta que no tenemos ningún interés en llegar temprano a donde intuimos que no vale la pena ir. Y aquí recordamos aquel refrán, popular en el ambiente industrial que alguna vez frecuentamos, de que si bien una reflexión sin acción es un sueño, como ocurriría si en este blog no comenzamos en algún momento venidero a plantearnos la pregunta ¿qué hacer?, una acción sin reflexión es un desperdicio, como las que de sobra han abundado y abundan en nuestra América Latina, y a las que nos hartamos de, y no queremos más, sumar las nuestras.

martes, 24 de noviembre de 2009

Nuestras identidades anticipativas

Hasta donde hemos podido conocerlo, en el debate entre los universalistas o biologicistas, abanderados por el propio Darwin y por toda una gran secuela de estudiosos, incluyendo a nuestro Humberto Maturana, y los particularistas o culturalistas, quizás liderados por Margaret Mead y compañía, en materia de emociones humanas fundamentales y, por tanto, sobre identidades humanas fundamentales, los primeros llevan holgadamente la delantera, y ahora disponen, con los recientes descubrimientos sobre el genoma humano, de un nuevo y pesado paquete de argumentos en su platillo. Esto significa que las evidencias en favor de la existencia de un conjunto de emociones esenciales compartido y afín entre los distintos géneros, razas, etnias y culturas humanas parecieran pesar mucho más que aquellas en contra, aunque sin llegar a anularlas. Razón de más para que, volvemos a insistir, aquí no andemos buscando nada que apunte hacia una pluralidad humana tal que justifique la incomunicación, la incompatibilidad y menos la subordinación entre culturas, sino algo muy distinto: una especie de diversidad virtuosa que valorice los aportes de cada quien y haga resplandecer aún más, mediante pequeños contrastes, la armonía emocional del gran conjunto humano.

Estamos, tal vez empleando un método análogo al que una vez entendimos que usan los chinos para superar contradicciones en el seno de los afines, tratando de comprender la naturaleza o especificidad de las distintas culturas, y especialmente de nuestra cultura latinoamericana, al interior de una sola y misma humanidad. Para ello, partimos de la constatación de una identidad común y del deseo de unidad de todos los humanos vivientes, intentamos luego distinguir diferencias y conflictos al interior de esa unidad, para luego extraer de allí lecciones que ayuden a construir una más profunda unidad e interdependencia sobre bases más sólidas. O, dicho con palabras que espero resulten elocuentes al menos para el puñado de lectores asiduos del blog, nos estamos guiando por la heurística de quien supone que no es en la transformación de las identidades humanas, que estamos examinando ahora, ni tampoco en el cambio de la naturaleza de nuestras necesidades/libertades, que exploraremos más adelante, donde hay que afincarse para impulsar la transformación de nuestra América Latina, sino en la transformación de nuestras capacidades, que comenzamos a definir en varias series anteriores. En algún momento arribaremos, aunque desde una perspectiva teórica distinta, a una conclusión semejante a la de nuestro gran pensador Luis Beltrán Prieto Figueroa, quien gustaba de decir, y así le asignó esa consigna a una conocida institución venezolana, que "no hay pueblos subdesarrollados, solo hay pueblos subcapacitados".

Hasta donde tenemos noticia, las expresiones faciales de estas emociones, es decir, de la aceptación/rechazo, la alegría/tristeza, la anticipación/sorpresa y el coraje/miedo, como las hemos caracterizado, no solo son esencialmente comunes a todos los grupos humanos, sino que pueden ser comunicadas y reconocidas entre esos grupos. Las investigaciones de Paul Eckman y sus colegas, por ejemplo, publicadas en numerosos trabajos pero sobre todo en Unmasking the face (Desenmascarando el rostro), que se cuentan entre lo más sólido que hemos podido conocer sobre el tema, sugieren que las expresiones faciales de la felicidad (happiness), tristeza (sadness), rabia (anger), sorpresa (surprise), miedo (fear), repugnancia (disgust) y desprecio (contempt) son distinguibles en y por poblaciones como las tribus Fore y Dani de Papúa-Nueva Guinea, con un muy escaso contacto previo con culturas como la Occidental. Los nativos de estas culturas identificaron rápidamente fotografías representativas de estados correspondientes a esas emociones, y, a su vez, los estudiantes norteamericanos pudieron después identificar los mismos estados en fotografías de dichos nativos. Ciertas diferencias que a menudo observamos en la manera de reaccionar de miembros de diferentes culturas ante situaciones semejantes dependerían, según ellos, no de diferencias sustantivas en la emocionalidad sino en lo que llaman reglas de despliegue o de mostración de las emociones, que llevan a que ciertas culturas, en determinados casos, parezcan más emotivas o expresivas que otras.

Por su parte, Humberto Maturana, en uno de sus muchos trabajos dedicados al tema, "Lenguaje y realidad: el origen de lo humano" (En su libro: Desde la biología a la psicología), argumenta exhaustivamente en favor de la universalidad de las emociones, señala que "...las distintas acciones humanas quedan definidas por la emoción que las sustenta y que todo lo que hacemos lo hacemos desde una emoción", y llega a afirmar no sólo que estas emociones son universalmente humanas sino que constituyen el fundamento u origen de toda nuestra racionalidad: "... la comprensión racional de lo más fundamental del vivir humano, que está en la responsabilidad y la libertad, surge desde la reflexión sobre el emocionar que nos muestra el fundamento no racional de lo racional". Más adelante, en el blog, veremos como las identidades no solo son como capacidades permanentes, lo que ya dijimos, sino que también están, en el sentido opuesto, en las raíces de todas las capacidades, a quienes alimentan a través del arte, de la sabiduría o la ciencia en su sentido más amplio, y del propio amor.

En el mismo sentido apunta una interesante experiencia de la que tuvimos noticia hace ya unos cuantos años (¿unos quince o veinte?), pero cuyos detalles no tenemos ahorita a la mano, cuando un grupo de jóvenes, si mal no recuerdo daneses, que vinieron a uno de los Festivales Internacionales de Teatro que organizaba El Ateneo de Caracas, presentó una obra que trataba de la hermandad del género humano más allá de sus diferencias aparentes, y estaba basada en un lenguaje de gestos emocionales no verbales. Cuando terminó el festival, el grupo solicitó que les permitieran viajar hasta el Amazonas, en donde representaron la misma pieza ante una tribu yanomami si no me equivoco, con el resultado de que al final, según el reportaje publicado con despliegue de fotografías en El Nacional, los yanomami aceptaron la invitación de incorporarse a la obra y terminaron aportando su propia versión y enriqueciendo el relato original.

A su vez, todos los autores que hemos consultado y que ven también al ser humano como un ser biológico, coinciden en señalar grandes similitudes entre nuestra emocionalidad y, al menos, la de otros vertebrados superiores, como aves y mamíferos sobre todo. Estimo que por lo menos la mayoría de los humanos adultos estamos en condiciones de distinguir la emocionalidad básica de los animales que más frecuentamos, tales como perros, gatos, loros, pájaros e inclusive, a través de fotografías, de muchas otras especies, en las que podemos distinguir emociones básicas semejantes a las nuestras. Es muy fácil darse cuenta, por ejemplo, de la tristeza que embarga durante buena parte del tiempo a los animales enjaulados en los zoológicos chapados a la antigua, como son la mayoría de los que, desafortunadamente, hemos conocido en nuestra América Latina.

Y con lo dicho nos colocamos en posición de ahorrarnos palabras al abordar el tema de nuestras identidades anticipativas, derivadas de nuestras emociones homólogas. Sin mayores preámbulos lanzamos a la consideración de nuestros lectores nuestra hipótesis gruesa de que los latinoamericanos probablemente tengamos deficiencias significativas en la frecuentación de esta emoción vital, asociada a la segregación de las neurohormonas acetilcolina y norepinefrina, o que, en el sentido contrario, tengamos una sobrefrecuentación de las emociones del desconcierto y la depresión, asociadas a la segregación de las neurohormonas opuestas dopamina, serotonina y endorfinas. ¿No tendrá esto que ver con nuestras dificultades para el desempeño de acciones en el mundo del trabajo, la producción y, en general, la obtención de resultados? ¿No será esta la explicación del porqué de las actitudes y miradas, en promedio, más despiertas que hemos observado tanto en nuestras visitas a otras latitudes como en animales en estado salvaje o, al menos, de un alto grado de libertad relativa?

Más allá de lo que sugieren nuestros indicadores, generalmente pobres, en materia productiva, lo que ya apunta a probables bajos niveles de concentración en esfuerzos de trabajo y afines, está la constatación, esta sí tan evidente que no necesita cifras que la respalden, de una suerte de pasividad generalizada, sobre todo en lo productivo, lo científico y lo político, y de algo como una impotencia o indolencia para impedir que nos pasen una y otra vez los mismos desastres y calamidades, lo que no cesa de asombrar a gran número de visitantes y observadores extranjeros. El panorama de los tugurios y calles de nuestras principales ciudades, con su gran número de mendigos, pedigüeños, desempleados crónicos y trabajadores informales, pareciera revelar no sólo la falta de capacidades de todo tipo, sino también una especie de maniaco-depresión o déficit de atención colectivos, que no sólo afecta a sus exponentes directos, sino a todos los que de alguna manera pareciéramos bien resignarnos ante semejante situación o bien reaccionar ante ella sólo con reacciones destempladas. O, en el extremo opuesto, ¿qué otra cosa sino falta de emociones de anticipación y sensibilización revela la falta de respuestas a tales desafíos por la mayor parte de nuestras universidades, intelectuales y políticos? ¿Cómo se explica la escasez de aportes y publicaciones con ideas sobre nuestras duras realidades, incluso en condiciones en las que poseemos matrículas educativas y planteles docentes casi al nivel de las naciones modernas? ¿No tendrá esto que ver también con nuestra escasez de verdaderos empresarios y estadistas?

Conscientes somos de que nada de esto basta para probar nuestra fuerte intuición e hipótesis de que estamos como dormidos en lo que concierne a la asunción de nuestros destinos, pero ¿qué hacemos si con exagerada frecuencia nos topamos una y otra vez en nuestras calles y transportes colectivos, que a diario recorremos o abordamos, con las mismas miradas perdidas y depresivas que encontramos en los zoológicos? ¿No será que, a fuerza de siglos de dominación cultural, política y económica, hemos terminado por contraer una especie de depresión colectiva, que adormece nuestra identidad y emocionalidad anticipativas e inhibe nuestra disposición a estar alertas y responder efectivamente ante nuestros desafíos? ¿No tendrá esto que ver con aquello que ya constataba nuestro Libertador Simón Bolívar cuando, en su carta jamaiquina de 1815, se lamentaba de que "el alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad: se enfurece en los tumultos o se humilla en las cadenas"?

Si somos francos, debemos admitir que cuando hace algunas semanas esquematizamos la idea de este artículo, e incluso cuando comenzamos a redactarlo fichas de investigación en mano, creímos que llegaríamos a conclusiones más contundentes, pero no ha sido ese el caso: nos llegó la hora de cerrar y tenemos que hacerlo casi con las mismas dudas iniciales. Aunque de pronto hemos vislumbrado un aprendizaje inesperado: si lo de que nos enfurecemos en los tumultos versus nos humillamos en las cadenas, o lo del déficit de atención o la metáfora del zoológico tienen sentido, entonces pareciera claro que el proceso de superación de nuestras inhibiciones y adormecimientos, o de despliegue de nuestras emocionalidades deprimidas, no debería andar por la vía de los desplantes o la precipitación, sino por la vía paciente de proponernos tareas no tan exigentes, de asumir nuestras realidades y vislumbrar nuestros futuros factibles, de aprender pacientemente a planificar nuestras acciones, de ordenar nuestros espacios y el uso de nuestros tiempos, de adquirir rutinas y disciplinas productivas. Lo contrario es como prescribirle al paciente propenso a las furias, la hiperactividad o la desesperación ante el estrés un tratamiento a base de garrochazos, electroterapias y sacudimientos espasmódicos...

viernes, 20 de noviembre de 2009

¿Qué tan alegres somos los latinoamericanos?

Por poquito salimos con las manos vacías de nuestra búsqueda en Internet cuando intentamos encontrar alguna documentación confiable acerca de la alegría de los pueblos latinoamericanos. No conseguimos lo que queríamos, que era algo así como una encuesta mundial acerca de la alegría desplegada por múltiples pueblos del mundo, con elementos de análisis comparativo.

En su lugar, debimos conformarnos con una consulta o foro en donde la emisora BBC Mundo, en español, le preguntó no hace mucho a sus oyentes: "¿Qué es para usted ser argentino, colombiano, cubano, español, hondureño, boliviano, paraguayo, mexicano o de cualquier otra nacionalidad? ¿Cómo lo explicaría a una persona de un país diferente al suyo?", y en donde el tema de la alegría de los latinoamericanos ocupó un lugar central en las respuestas.
En esta encuesta, de 125 respuestas de latinoamericanos residentes en su país o fuera de él, seleccionadas por la emisora como representativas y no ofensivas de la dignidad de nadie, encontramos que en 40 respuestas, lideradas por mexicanos, cubanos y otros pueblos caribeños, se hace referencia directa o indirecta (mediante expresiones sinónimas) a la alegría como rasgo definitorio de la identidad nacional, con un peso sólo comparable al de 34 respuestas, sin distingos regionales, que indicaron algún tipo de orgullo o aceptación de la propia historia, geografía, comida, música u otros aspectos de la cultura nacional, al de 20 respuestas, con los mexicanos al frente, que subrayaron la hospitalidad o el acogimiento de los demás, y a 14 respuestas que consideraron irrelevante el concepto de identidad nacional. No es mayor cosa la que se puede extraer de aquí, excepto que vale la pena seguir pensando en la hipótesis de que la alegría sí podría ser un rasgo relativamente distintivo de algo que merezca el nombre de identidad latinoamericana. Y no sobra señalar que aproximadamente el 90% de los respondientes consideraron pertinente intentar definir la existencia de tal identidad, frente a las 14 respuestas que no lo consideraron así.

En cambio sobre la noción de felicidad, que en su acepción como "satisfacción, gusto, contento" (DRAE) vendría a ser sinónimo de alegría, pero que en su otro significado de "estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien" (DRAE) apunta hacia otro lado, más bien relacionado con el éxito, el bienestar o la calidad de vida, sí conseguimos mucha más información. Por ejemplo, en el Informe 2008 de Latinobarómetro, organización sin fines de lucro, con sede en Chile y aparentemente independiente, que goza del apoyo de múltiples organismos multilaterales y gobiernos, entre los que cabe mencionar la OEA, la CAF, el Banco Mundial y las agencias española, sueca y canadiense, y que compara sus estudios con los de las organizaciones análogas Eurobarómetro, Asiabarómetro y Áfricabarómetro.

Latinobarómetro realizó o promovió la realización de 20.204 entrevistas representativas en 18 países latinoamericanos, y estudió 1.200 casos individuales con mayor profundidad, y ya en la portada de su Informe destaca que "los latinoamericanos están cada día más felices, más esperanzados del futuro, a la vez que con grandes y crecientes niveles de crítica sobre sus sociedades. La democracia se consolida parcial y lentamente , sin cambiar su condición de imperfección". En el texto señala tajantemente que: "Comparativamente, en los datos del Estudio Mundial de Valores [al que no pudimos acceder] América Latina es el continente más feliz de la tierra", con opiniones en donde alrededor del 70% de los entrevistados en cada uno de los años entre 2001 y 2008, afirmaron que se sienten "Muy felices" o "bastante felices". Para este mismo año, por ejemplo, las mediciones de su organización homóloga, Eurobarómetro, indicaron, en relación a la misma pregunta, una media europea de 58%, española de 66%, danesa de 65%, holandesa de 51%, rumana de 38%, polaca de 36% y búlgara de 36%. También estos datos parecen abonar en favor de nuestra hipótesis que ve a América Latina como un continente relativamente alegre, pero por supuesto no confirman nada, puesto que ya dijimos que la felicidad, y sobre todo la autopercepción de felicidad, no es sinónimo de la alegría, que es lo que nos interesa explorar aquí. Estas cifras podrían tener explicaciones o lecturas muy distintas, como la de que, en un contexto de relativo crecimiento económico y de fortalecimiento democrático, como el habido en la región en los últimos 5 ó 6 años, las esperanzas de mejoramiento en la calidad de vida se hubiesen reforzado.


Otro estudio muy conocido y difundido por Internet, el de Ronald Ingelhart y otros, de las universidades de Michigan, Harvard y otras, titulado "Development, Freedom and Rising Happiness: A Global Perspective (1981-2007)" ("Desarrollo, libertad y felicidad creciente: una perspectiva global (1981-2007)"), publicado en la revista Perspectives on psychological science, coincide en señalar a las naciones latinoamericanas como las de mayor bienestar subjetivo (subjective well-being) entre el grupo de países con ingresos per cápita por debajo de los 15.000 $/año, colocándolas a la par que el grupo de países, sobre todo escandinavos y europeos, con mayor bienestar subjetivo en general, es decir tomando en cuenta cualquier nivel de ingreso per cápita. Por cierto, en el mapa mundial de la cultura de este mismo Ingelhart, y también de Wenzel, América latina aparece, dentro de la categoría de las regiones del mundo con valores tradicionales -o sea, más marcados por la religión y menos por el pensamiento de tipo científico/racional-, como el subcontinente más apegado a los valores de la autoexpresión, nuevamente tuteándose con las regiones de los países europeos nórdicos y de los angosajones en general. Y así seguimos reforzando la intuición original, pero sin poder arribar a conclusión alguna.

En síntesis, no encontramos la manera de fundamentar lo que nos sugieren numerosos relatos de personas viajeras, también textos de ensayos literarios y las limitadas vivencias personales, acerca de que los latinoamericanos quizás tengamos las bandas o las puntas de la alegría, en lo que podría ser un espectro o una rosa de la identidad emocional de los países del mundo, un poco más gruesa, espesa o alargada que la de otros continentes. En cualquier caso, lo que sí resulta claro, como ya lo insinuamos en el artículo más ladrilloso del martes pasado, es que estamos definitivamente indagando en el terreno de los matices emocionales y no en el de diferencias tajantes en la cultura o idiosincracia de los pueblos, es decir, que nos hallamos buscando al interior del rango de la bastante homogénea emocionalidad humana, harto variable entre los humanos pero de seguro lo suficientemente distintiva si la comparásemos con la de cualquier otra especie biológica.

Mientras superamos nuestra frustración momentánea, y damos con algo que refuerce nuestras conjeturas, los dejamos con una cita textual de nuestra Isabel Allende, a quien no tenemos claro por qué vemos como representativa de lo que podría ser una manera latinoamericana madura de pensar y sentir, que afloraría por todo nuestro subcontinente el día en que empecemos a superar el calvario de nuestras inseguridades y privaciones materiales actuales. Isabel, en su obra Mi país inventado, refiriéndose a la experiencia de su matrimonio con el gringo Willie, quien se enamoró de ella -como muchos, pero él fue el más pilas de todos, pues la buscó para decírselo...- a través de sus libros, nos dice que:
Mi matrimonio mixto con un gringo americano no ha sido del todo malo; nos avenimos, aunque la mayor parte del tiempo ninguno de los dos tiene idea de qué habla el otro, porque siempre estamos dispuestos a darnos mutuamente el beneficio de la duda. El mayor inconveniente es que no compartimos el sentido del humor; Willie no puede creer que en castellano suelo ser graciosa y por mi parte nunca sé de qué diablos se ríe él. Lo único que nos divierte al unísono son los discursos improvisados del presidente George W. Bush.

martes, 17 de noviembre de 2009

Más sobre las identidades en general y sobre nuestras identidades alegrativas

Al alborear el siglo XX en ningún país occidental se hallaba establecido el sufragio femenino o sufragio igual, y sólo en Nueva Zelanda se había aprobado pocos años atrás. Según datos de Internet, en la primera década lo alcanzaron Australia y Finlandia; en la segunda Noruega, Dinamarca, Irlanda, Polonia, Georgia, Rusia, Islandia, Luxemburgo, Alemania, Suecia, Países Bajos u Holanda, y, curiosamente, Uruguay; en la tercera, Estados Unidos, diversos países europeos más y, otra vez curiosamente, Ecuador; en la cuarta, España (hasta la noche franquista), Cuba, Turquía, Filipinas y El Salvador; en la quinta, Canadá, República Dominicana, Guatemala (sólo por cinco años), Panamá, Argentina, Venezuela (1947), Chile y Costa Rica; en la sexta Haití, Bolivia, México, Honduras, Nicaragua, Perú y Colombia, y otros más no latinoamericanos; en la séptima Paraguay, Brasil, y otros; en la octava, Suiza, Portugal, Sudáfrica y otros rezagados; y así hasta llegar al mero siglo XXI, en donde todavía en Arabia Saudita, Brunei, Líbano, Emiratos Árabes Unidos y el Vaticano, no votan las mujeres. Apenas ciertas diferencias en las concentraciones promedio de testosterona versus progesterona, y tal vez en la segregación promedio de adrenalina y otras hormonas afines, con sus consiguientes variaciones menores de comportamientos emocionales, fueron suficientes para alimentar, por siglos y más siglos, estereotipos y sobregeneralizaciones acerca de las diferencias de identidad entre el género masculino y el femenino. Todavía en los sesenta y setenta, se libró en el mundo occidental el que quizás fue el debate decisivo, en donde participaron desde eruditos hasta el vulgo, en torno a si, en su emocionalidad e inteligencia, las mujeres eran esencialmente iguales o distintas a los hombres, con gran cúmulo de argumentos de lado y lado.

Al final, hasta donde logré entender el curso y el desenlace del debate, las conclusiones fueron las siguientes: 1) las similitudes emocionales y de inteligencia entre hombres y mujeres sobrepasan abrumadoramente las diferencias; 2) las diferencias intergéneros, si bien existen en escasos ámbitos, tales como cierta mayor inteligencia verbal promedio o cierta mayor habilidad para descifrar gestos y otros mensajes no verbales en las mujeres versus cierta mayor habilidad espacial y matemática y cierta mayor propensión hacia comportamientos agresivos en los varones, resultaron ser mucho menores que las diferencias intragénero, es decir, las diferencias al interior de los individuos de cada sexo; y 3) la gran tarea, todavía pendiente, una vez igualados los derechos políticos y las oportunidades de educación, resultó ser la conquista del respeto, compensación y promoción política igual para estas modestas desigualdades en emocionalidad e inteligencia entre los géneros. Tan aplastantes fueron los resultados de este debate, en donde los sexistas salieron con las tablas en la cabeza, que, a partir de allí, de esos años, las mujeres se incorporaron plenamente a todos los órdenes de la vida contemporánea, en el que probablemente haya sido el más intenso proceso de democratización jamás habido.

Por su parte, las diferencias raciales, es decir, las diferencias asociadas a rasgos visibles o externos, al interior de una misma especie biológica, que se conservan mediante apareamientos entre individuos que comparten tales rasgos, y que fueron el obstáculo principal para el sufragio universal en los países, pues supuestamente denotaban identidades inferiores de ciertas razas respecto a otras, también fueron desmoronándose poco a poco. Las llamadas razas "de color" aprovecharon el tren de las sufragistas por el voto femenino, para unirle su propio vagón, en la gran mayoría de países, y conquistar el voto sin distingos de razas o voto universal. En este caso, diferencias prácticamente ridículas en las dosis de melanina, el pigmento oscurecedor de la piel para la protección ante los rayos solares, y diferencias también menores en la sección transversal del pelo y sus consiguientes tipos diferentes de rizados, con el mismo propósito protectivo, sirvieron de asidero para todavía más pertinaces prejuicios en torno a supuestas diferencias notorias de identidad entre las razas. Y si alguna sustentación quedaba, las recientes y contundentes investigaciones sobre el genoma humano, que han puesto de relieve la existencia de un 99,9% de similitud genética en todas las razas, incluyendo la absoluta coincidencia entre el cromosoma Y de todos los varones Homo sapiens vivientes y el de un Adán que vivió en África hace 60.000 años, o del ADN mitocondrial de todos los seres humanos vivientes y el de una Eva que deambuló por las llanuras africanas hace 200.000 años, la han echado por tierra inmisericordemente.

Las diferencias de identidad étnica, aquellas asociadas a rasgos ancestrales compartidos tales como la religión, la lengua y cierto paquete de costumbres, y que son reconocidas por los individuos como relevantes para su autoconcepción, no han corrido mejor suerte. En el presente, los libros de psicología que conozco se limitan a señalar la existencia de diferencias menores, tales como cierta resonancia positiva entre los fuertes sentidos de identidad étnica, generalmente ligados a una alta autoestima, y la percepción de los individuos de hallarse al interior de una cultura mundialmente dominante, como suele ser el caso de las diversas identidades étnicas de las minorías europeas que habitan en los Estados Unidos. Por todas partes, y sobre todo con la que quizás sea la herramienta intelectual más demoledora a la hora de triturar prejuicios y estereotipos, el meta-análisis, se arriba a conclusiones parecidas: las diferencias de identidad étnica son, al lado de las similitudes, minúsculas, y en ningún caso pueden justificar supremacías étnicas de ninguna índole. (Como es sabido, o por si acaso no se sabe, el meta-análisis, en lugar de partir de estudios sobre individuos o casos particulares, se apoya en estudios diversos basados en casos individuales, o sea, que se basa en el análisis de análisis).

Y entonces llegamos a donde queríamos, a la problemática de las diferencias de identidad cultural propiamente dichas, es decir, aquellas referidas a los comportamientos emocionales, en la medida en que se vinculan a grandes conjuntos compartidos de realizaciones materiales e intangibles, tales como expresiones artísticas y literarias, invenciones tecnológicas y bienes de consumo, por un lado, pero también valores compartidos, vale decir, creencias, actitudes y comportamientos fundamentales, por otro. Son estas identidades culturales, en tanto implican, y se apoyan en, comportamientos afines o disímiles en materia de aceptación de los demás, alegría de vivir, anticipación de acontecimientos y fenómenos, coraje ante la adversidad o lo desconocido, y, más complejamente, afecto por los semejantes o desafecto por los desemejantes, confianza en los demás y en sí mismo, entrega a causas individuales o colectivas, y, en el tope, amor al prójimo, las que, quizás demasiado ambiciosamente, estamos queriendo explorar aquí.

Entre otras dificultades para comprender esta problemática de las emociones a las que podríamos llamar complejas, cabe destacar que, al parecer, es poco lo que se sabe sobre ellas, por lo que la mayoría de los textos de psicología, fisiología, neurofisiología o endocrinología que hemos consultado tiran la toalla cuando de explicarlas se trata. Hemos encontrado que ya en las explicaciones sobre los mecanismos de la ira y la tristeza en las ratas, que bien podríamos considerar como emociones simples, se presentan situaciones complicadas en donde intervienen conjuntamente glándulas endocrinas y secreciones hormonales, órganos nerviosos y neurotransmisores, e instancias intermedias, a menudo asociadas a las actividades del llamado sistema límbico, con participación de centros de castigo y recompensa y de los llamados subsistemas neurohormonales. Estas neurohormonas, como la noradrenalina, la dopamina, la serotonina y la acetilcolina, interactúan tanto con las áreas nerviosas como con las endocrinas, y se presume que pueden actuar inversamente en las emociones de la tranquilidad y la alegría. Todo sugiere, entonces, que tendremos que arreglárnoslas sin una comprensión clara de la base material de las emociones, y que estamos todavía a años luz de algo que merezca el nombre de una fisiología, bioquímica o endocrinología del amor.

Pero, a pesar de las tinieblas circundantes, la gran pregunta que nos estamos haciendo, y la verdad es que no 100% convencidos de que podamos darle siquiera una respuesta aproximada, es la de si es posible, útil y conveniente distinguir diferencias, aunque sean modestas en comparación con las afinidades o con los inevitables mayores contrastes intraculturales, entre la identidad cultural latinoamericana, de una parte, y, de otra, las identidades asiáticas, europeas, norteamericanas o africanas. De antemano, vaticinamos o intuimos que, en el mejor de los escenarios, el resultado terminaría por ser análogo al de los casos de las identidades sexuales, raciales o étnicas, o sea, que las semejanzas arroparán a los contrastes, y que, de repente, sólo quedarán en pie modestas diferencias entre nuestra identidad cultural latinoamericana y las identidades de otras culturas. Pero en tal caso, ¡qué satisfactorio sería poder llegar, al cabo de esta serie de artículos, a algo así como la conclusión de que somos en alguna leve medida diferentes en nuestra identidad cultural y que de lo que se trata es de hacer merecer un mayor respeto por esas, repito leves, maneras distintas de ser o, quizá, sentir! En la peor perspectiva, terminaremos mordiendo el polvo intelectual de quien no lograría establecer diferencia alguna en cuanto a identidad cultural o, mucho peor todavía, si el caso fuese que tales diferencias, de existir, terminasen por ser deleznables o inmerecedoras de respeto alguno. Tal es la camisa de once varas en las que estamos metiéndonos, para colmo en medio de un anunciado cambio en los estilos de redacción de los artículos de los martes y de los viernes, que de pronto estamos vislumbrando como demasiado rígido o restrictivo. [¡Help!]

En materia de identidades culturales, lo único que pareciera firmemente establecido, tanto en la literatura de tipo científico como en la propiamente literaria que hemos conocido, coincidiendo con las vivencias personales que comenzamos a reseñar con el cuento sobre diferencias culturales del viernes pasado, y también de acuerdo a un buen número de trabajos con ganas de pasar las pruebas del temible meta-análisis, es que existen diferencias dignas de atención entre las culturas en principio más individualistas: estadounidense, canadiense, australiana y europeas, por un lado, que ven la toma de decisiones y la resolución de problemas individuales, sin excluir el establecimiento de relaciones con muchos otros individuos y grupos, como el motor o célula fundamental de la sociedad, y las culturas, también en una primera aproximación, más colectivistas: latinoamericanas, asiáticas y africanas, que ven en la acción y la cohesión grupal, y en la interrelación con grupos con intereses y conductas semejantes, el leitmotiv del avance social. Aunque es preciso destacar que, sobre todo después de la última hecatombe mundial, tanto en Europa, y sobre todo en los países escandinavos, como en Norteamérica, sobre todo en Canadá, y en Asia, sobre todo en Japón, se han desatado interesantes tendencias que apuntan hacia la búsqueda de equilibrios entre lo individual y lo colectivo.

Distintos indicios sugieren que los europeos y sus seguidores, haciendo abstracción, por el momento, del hecho de que hoy muchos parecieran estar de regreso de esa deriva, en su empeño por prevalecer y lograr apoderarse de las riquezas acumuladas por pueblos pacíficos o no tan pacíficos, de su propio o de otros continentes, desarrollaron una identidad peculiar y un paquete de capacidades que les permitieron convertirse progresivamente en los jefes del planeta. Para empezar, alcanzaron identidades anticipativas facilitadoras de la concentración mental en la manipulación de la naturaleza y en la preparación de maniobras, tácticas y estrategias, que les permitieron, en conjunción con capacidades políticas bélicas y productivas, y luego con el reforzamiento de las emociones de la agresividad y el rechazo a otros pueblos, hacer de la guerra, las invasiones y el sometimiento del prójimo un modus vivendi. Y, si fuese valedera la hipótesis que venimos acariciando, esta estadía prolongada en las emociones de la anticipación, el rechazo y la agresión, debería haberse traducido en una menor frecuentación en las emociones básicas de la alegría y la aceptación de los demás, y es allí donde vemos las raíces de un individualismo que podría haber excedido los límites de lo sana o, cuando menos, deseablemente humano.

Y, por su lado, los asiáticos, y más que nadie los japoneses, que, hablando a grosso modo le apostaron duro a la conquista de la hegemonía mundial o al menos continental, y terminaron, aunque sepamos que con no poca iniquidad, pero terminaron al fin, mordiendo un polvo que ningún otro continente ha saboreado, el termonuclear y radioactivo, también habrían derivado relativamente hacia las emociones básicas del coraje, el rechazo y la agresión, con su correspondiente, insistimos, si fuese válido lo que estamos elaborando, pérdida de alegría e identidad aceptativa. No es posible, es lo que estamos sosteniendo, doparse por generaciones tras generaciones con sobredosis de testosterona y adrenalina, y pretender que los niveles de oxitocina sigan tan campantes; o, dicho en otros términos, cada hora de nuestras vidas que pasemos agrediendo, explotando o intentando dominar a otros, es una hora menos de que disponemos para estar alegres, tranquilos, relajados o aceptando a esos mismos otros, por lo cual, a la larga, terminamos pagando el precio de cambiar nuestra identidad. Y todavía con otras palabras: no parecen gratuitos la infinidad de relatos que hemos escuchado acerca de la soledad y la tristeza relativas de los europeos y la mayoría de asiáticos -como grandes grupos culturales y no viéndolos individualmente, pues, como sabemos, a nivel individual hay de todo en todas partes-, o, en sentido, contrario, que africanos y latinoamericanos, los continentes que jamás hemos salido de nuestras fronteras a avasallar a otros, seamos aparentemente más alegres y aceptativos, incluso a pesar de nuestras mayores penurias materiales relativas. Si de algo sirve, no he visto nunca nada colectivamente tan alegre como un baile de múltiples parejas al son de tambores africanos.

Y arribamos así al núcleo de nuestra reflexión. Si lo dicho hasta aquí tiene coherencia, y si verdaderamente tiene sentido pensar en la posibilidad de una rosa de las identidades emocionales a nivel de grandes conjuntos de naciones, entonces nos preguntamos: ¿No seremos los africanos y nosotros los latinoamericanos, por demás los hijos de la panadera en materia de conquistas, colonizaciones e invasiones, y también de atrasos en nuestras capacidades productivas y de otra índole, una especie de reservorio mundial de emociones aceptativas y alegrativas? ¿No seremos acaso, una porción hacia la cual tendrá que mirar la humanidad toda a la hora de regresar de milenios de ebriedad agresiva y rechazativa? ¿No será aquí donde se podría comenzar a edificar, o al menos hacer una contribución decisiva a la gestación de un nuevo modo de vida verdaderamente basado en el -aparentemente imposible de florecer en Europa y buena parte de Asia- principio del amar a los demás como a nosotros mismos?

Pero, ¡ojo!, por nada del mundo queremos sumar leña a cierta candela, que ha comenzado a volver a arder en América Latina, heredera de los terribles prejuicios sobre la raza cósmica del mexicano Vasconcelos y compañía, quien quiso poco menos que proclamar que en estos confundidos cuchitriles del planeta ya estaba emergiendo un nuevo género humano, o inclusive de las metáforas de Rodó sobre el ángel gringo malo y el ángel bueno nuestro. Sólo estamos hablando de contribuciones, análogas, por ejemplo, a las irreversibles contribuciones que en materia de ciencia y tecnología han hecho europeos, estadounidenses y, cada vez más japoneses y chinos, a la causa de la civilización. Ni tiene nada que ver con nuestra idea la ilusión de una América indígena enfrentada a las culturas occidentales.

Estamos conscientes de que en Venezuela, y en buena medida en Bolivia y Nicaragua, y paradójicamente mucho más que en la Cuba contemporánea, en nombre de una explicable reacción frente a siglos de exclusión eurocentrista y de una más que justificada defensa de valores y saberes autóctonos, está en marcha un movimiento que apunta en en el sentido equivocado de hacer del odio, o al menos el rechazo, hacia Europa y los Estados Unidos la fuerza impulsora de la construcción socialista. Hace poco tuve la oportunidad de oir, en un apoteósico congreso sobre el rol de la ciencia y la tecnología en la construcción del socialismo venezolano del siglo XXI, la tesis, oficialoide al menos, de que la ciencia y la tecnología capitalistas eran inaptas para el socialismo buscado, por lo que deberían ser reempla- zadas por los saberes populares... O de ver, en letras gigantescas desplegadas a la salida del teleférico en la cumbre del cerro de El Ávila, a cuya falda está la ciudad de Caracas y como para que ningún visitante o turista extranjero deje de verla y de atemorizarse, una amenazante frase atribuida a nuestros indígenas caribes, los consentidos de la izquierda guerrerista criolla.

Nos resulta más que claro que este camino de la subestimación y contradiscriminación de los aportes de otras culturas no nos conduce sino a la pérdida de tiempo, a la perpetuación de nuestros no pocos males, y, tarde o temprano, a un callejón sin salida, y definitivamente no son estas las posturas que queremos reforzar. Por el contrario, en tal contexto, no pareciera de más insistir en el abrumador cúmulo de experiencias emocionales, tales como la tristeza ante la pérdida o alejamiento de un ser querido, el desconcierto y el miedo ante un ataque sorpresivo, la alegría ante el hallazgo de un objeto valioso extraviado o el encuentro con una persona querida, o la interpretación de las expresiones faciales básicas, que nos identifican a todos los humanos y que son comportamientos emocionales que trascienden cualquier diferencia cultural.

Desde el punto de vista material, es indudable que nuestra emocionalidad latinoamericana, para bien o para mal, se ha conformado también al calor de una cultura occidental: ¿quién no conoce, aunque sea de oídas, la historia de amor de Romeo y Julieta, o no se ha sentido quijotesco aunque sea alguna vez en su vida? La interacción con bienes, artefactos y servicios, que han pasado a ser una segunda naturaleza, empezando por el uso de computadores y de Internet, a través de los cuales, por ejemplo, este mismo blog está tratando de comunicar ideas y, en alguna instancia, expresar emociones sobre la expresión de emociones, es otro robusto factor que nos marca irremediablemente. Lo cortés no tiene por que excluir lo valiente, y viceversa. Ningún rechazo contra ninguna cultura, y sobre todo ninguna ceguera contra todo lo que tenemos de inexorablemente común con, y que aprender de, los logros culturales de nuestros conquistadores europeos o sus discípulos estadounidenses, nos va a conducir a parte alguna, o a lo menos a alguna que valga la pena.

Al proceder reactivamente, rechazando y subestimando a quienes por siglos nos han rechazado y subestimado, estaríamos desafortunadamente aplicando una ley del Talión, o del ojo por ojo y diente por diente que, de entrada, nos empobrece e intoxica espiritualmente, y en donde, en definitiva, es poco lo que tenemos que ganar y mucho lo que perder. Y, si nos descuidamos, nuestra América Latina, que ya ha empezado a liderar los indicadores mundiales de crímenes y delitos per cápita, podría terminar en una suerte de peor de los mundos o un reino de las arrecheras, el atraso, la impotencia y el resentimiento. Todavía estamos a tiempo de optar por un destino distinto, en donde hagamos una contribución a la restitución de la aceptación de los demás con alegría, sabiduría y coraje, es decir, del amor, que pareciera ser la emoción rectora que, como género y especie, ha anhelado la humanidad por millones de años.

viernes, 13 de noviembre de 2009

Un beso en Babelnoelia, sobre la aceptatividad latinoamericana y algo más


Un beso en Babelnoelia


Hace ya unos cuantos años, en un centro internacional de estudios sobre educación superior de cuyo nombre me acuerdo, pero que no viene al cuento mencionar, solíamos trabajar, aunque no siempre los mismos, de dos a tres decenas de profesionales de las más diversas nacionalidades. La mayoría de ellos eran investigadores invitados que se pasaban en el Centro de uno a tres meses, y a veces un poco más, mientras elaboraban un artículo para la revista especializada que allí se publicaba, y luego se marchaban, hasta que llegaban otros; o, excepcionalmente, algunos se quedaban uno o dos años mientras completaban algún proyecto de investigación más extenso. Otros profesionales, que también entraban y salían, aunque con menos premura, laboraban en las tareas de dirección o administrativas permanentes, y otros pocos más, los más estables y con predominio de venezolanos, lo hacían en la biblioteca y el centro de documentación. Estrictamente, yo no pertenecía a ninguna de esas categorías laborales, pues mi trabajo, con horario muy flexible, consistía en elaborar, para casi todos los demás, resúmenes o
abstracts de artículos y libros en el centro de documentación; sin embargo, disponía de un cubículo fijo y durante casi siete años tuve la oportunidad de alternar con, y con frecuencia conocer a, unos cuantos participantes en las actividades mencionadas.

La sede, un edificio de cuatro plantas alargadas en el límite norte de la ciudad, tenía un aire como de barco, con la peculiaridad de que parecía atracado junto a la falda escalonada de una montaña. Esto le permitía disponer de entradas independientes tanto por los pisos de arriba, donde estaban las áreas administrativas y las salas de reuniones importantes, como intermedios, albergue de cubículos y actividades de investigación, y de abajo, vinculadas más que nada al procesamiento de información. En el piso inferior, que para los de arriba fungía como bodega o sótano, según se lo viera, estaban la biblioteca, el centro de documentación y mi cubículo, y se hallaban también el comedor, con una cocina grande anexa que también hacía de cafetín en las horas no pico, y un área descubierta de estacionamiento, a la entrada independiente y también alargada como toda la construcción.

El comedor era el ámbito privilegiado de encuentros culturales y cercanos de todos los tipos, y la comida, o la sensación de que ingeríamos y compartíamos algo común, era un canal de comunicación no pocas veces más efectivo que el español, para muchos su segunda, tercera o cuarta lengua. También en la parte de arriba, a manera de cubierta, había una terraza ajardinada donde los directivos gustaban de hacer brindis y cocteles bajo cualquier pretexto. El conjunto era como un híbrido suave entre un arca de Noé y una torre de Babel, y digo suave porque carecía de los atributos acuáticos y del barullo de animales, por un lado, y de incomunicaciones absolutas o alturas bíblicas, por otro. De allí que en mi jerga personal -creo que eso lo aprendí en mi tierra natal, donde se le pone nombres propios a todo lo familiar- a ese lugar lo conocía como Babelnoelia.

Puesto que la mayoría de miembros del personal, inexplicable pero mayoritariamente femenino, venían sin acompañamientos de pareja o familia, las amistades, y de cuando en cuando algo más, no dejaban de florecer; pero el patrón más frecuente, o al menos visible, de relaciones era entre grupos o bloques de nacionalidades, y básicamente entre tres que se mantenían a pesar de la variabilidad de sus integrantes: europeos, asiáticos y, nosotros, los latinoamericanos. Pese a que cotidianamente suele verse a los franceses o ingleses como gente muy distinta de los alemanes, y sobre todo de los españoles e italianos, en el Centro todos ellos tendían a congeniar mucho más entre sí que con el resto, y a encajar dentro de la primera categoría. Chinos, japoneses, rara vez hindúes o afines, y siempre pocos, coincidían en el clan de los asiáticos. Mientras que, pese a las acostumbradas distancias iniciales, sureños, brasileños, andinos, mexicanos, centroamericanos, caribeños -incluidas las islas de habla nativa no hispana- rápidamente coincidíamos en el último rubro. Lamentablemente, africanos, es decir, africanos netos, nunca los hubo, pero sí
afroyalgos, o sea descendientes de africanos y otras etnias, o residentes de piel morena que venían de lugares diversos, prácticamente adscribibles al primero y, sobre todo, al tercer grupo (hay algo raro que suele mantener como polarizados y distanciados a negros y asiáticos, y la verdad sea dicha es que jamás he visto a una pareja chinonegra, un chino de piel oscura o un negro de ojos rasgados...). Mis apreciaciones acerca de las identidades continentales y nacionales quedaron marcadas de por vida por las vivencias en esta torrearca singular.

Allí pude apreciar, por ejemplo, que, si se saben mantener a raya suficientes rasgos irrepetibles de las personalidades, es indudable que los europeos, incluyendo allí sin mayores rigores a sus casi congéneres gringos, canadienses y australianos, tienden a ser los menos gregarios o dados a actividades colectivas y, por tanto, siempre que -por favor- se excluya la acepción despectiva de este vocablo, más
individuales. Recuerdo a una investigadora y señora mayor alemana, de nombre terminado en -erda o quizá -eka, que hacía lo posible por comer sola, se comunicaba con el resto sólo el mínimo indispensable y acostumbraba trabajar infatigablemente hasta horas tardías de la noche y los fines de semana, pero que, no obstante, viajaba a todas partes con su perrita y gustaba de pedirle a su servicio doméstico que la colocara al teléfono para saludarla; como mis horarios eran también poco usuales, tuve la oportunidad de encontrármela en pasillos y conocerla, descubrir que había enviudado durante la segunda guerra mundial, que nunca más se había emparejado y que por nada deseaba regresar a Europa, y entender que el verdadero proyecto de su vida era ahorrar hasta retirarse, con todo y perrita, a una ensoñada casa campestre que ya estaba construyendo en Costa Rica. Un francés, nombrado en -ier, vivía para hablar de arte y museos y esquiar en vacaciones y fines de semana, y tal vez nunca le perdonó a esta tierra el haberlo engañado, puesto que rigurosamente averiguó en París, antes de aceptar su proyecto, si había aquí cumbres nevadas y, previa respuesta afirmativa, decidió venirse con sus esquíes, sólo para descubrir que cumbres y nevadas son, pero que para esquiar no se prestan. Una suiza, a lo -iol, aseguraba que se había venido de sus Alpes huyendo del fastidio y que sólo en el Trópico se hallaba a gusto, pero no logré determinar qué era lo que tanto le gustaba, porque los tropicales no éramos, y el clima o los paisajes tampoco. A una italiana, mentada en -arla, le fascinaba recibir regalos costosos y conquistar hombres mucho mayores, lo cual discretamente lograba en no pocos de los brindis, agasajos, cocteles y parties del Centro, que infrecuentes no eran, pero, ante las bromas de sus colegas femeninas en los almuerzos cotidianos, se cuidaba de aclarar que sus pasiones en el exterior de su país eran, sí, breves y con viejos, pero a condición de que ellos fueran duros, y de allí nadie le sacaba más explicaciones. Unas cuantas españolas, casi todas nominadas Mari-, tenían un delicioso e impredecible sentido del humor, alternado con arrestos de mal genio, pero entre afanes ahorrativos, manías higiénicas y negativas a comer lo que los demás, pruritos por el orden de sus escritorios, y afines, parecían nunca vivir el tiempo presente y sí estar en cambio pendientes de algo que irremediablemente había pasado ya o que quien sabe si vendría. Y así podría añadir muchas notas más, pero creo que ya basta de sustentaciones a la apreciación o, mejor, heurística o conjetura inicial, que permitió esbozar gruesamente a estas damas y caballeros.

No es gran cosa el soporte ofrecido, pero me tranquiliza que mis conclusiones sean compatibles con, por ejemplo, las de Herman Hesse, imposible de no entender a esta gente, en un cuento llamado "El europeo", ese sí escenificado en una verdadera y posdiluviana arca de Noé, en donde el comportamiento individualizado y la dificultad para convivir alegremente y mezclarse con otras culturas resultan ser algunos de los rasgos nórdicos resaltantes, al punto de que al final Herman, vía decisión de Noé y severo como ellos, decide nada menos que castigar al compatriota condenándolo, a diferencia de todos los otros animales y personas, a proseguir el viaje sin su paisana acompañante y con la advertencia implícita de que sólo a través de alguna no europea podrá tener alguna vez descendencia...

Los asiáticos eran sociables y ceremoniosos, parecían siempre como contentos y serenos y jamás se les veía malhumorados, pero por alguna desconocida razón, nunca terminaban de aprender el español, jamás eran locuaces, expresivos o cosa semejante, nunca confundían los roles masculinos con los femeninos, y, en definitiva, uno nunca estaba seguro de entender lo que verdaderamente pensaban. Más allá de los tintes personales eran, comparativamente hablando, más introvertidos y, pese a que mucho socializaban entre sí, también parecían mucho más inaccesibles culturalmente. Mientras que entre latinoamericanos y europeos eran frecuentes los cortocircuitos, o chispazos interculturales, en donde afloraban los
todos nosotros y se desvanecían las barreras al uso, entre cualquiera de estos grupos y los asiáticos siempre se interponían aislantes culturales infranqueables y nunca desaparecían los nosotros (simples) y los ellos. Casi todos los chinos tenían nombres en -an o en -in, los japoneses en -ito u -oto y las japonesas en -iko, y los hindúes como en -aires o -aica. A todos ellos, más que individualmente, excepto por lo que vendrá más adelante, preferiría seguir considerándolos como grupo: poseían una manera extraña de parecerse a personas sabias, alegrarse en grupo, ser serviciales, sonreír por cosas que para los demás no llegaban ni a simpáticas, y gustaban como nadie de extender, pero sin abandonar su laconismo, las conversaciones de sobremesa.

Me daría vergüenza aducir las que lucen como demasiadas conclusiones a partir de tan escasos datos, pero resulta que me siento confiado porque estas apreciaciones, elaboradas independientemente, esencialmente coinciden nada menos que con las de mi comodín para asuntos asiáticos, con rol análogo al de Herman para los europeos, Lin Yutang, quien en su insuperable tratado sobre la personalidad asiática,
La importancia de vivir, llega, con bases y elegancia sin igual, aproximadamente a estos y otros de seguro más interesantes resultados. Salvo una excepción, que no mencioné antes, por abrigar más dudas sobre ella, cual es la intuición profunda, no reseñada por Lin, de que estas criaturas amarillas, con sus caritas semisonrientes de yo no fui o yo no entiendo bien pero no me molesto, probablemente sean los seres más corajudos del planeta o, aclaro, los más dispuestos a inmolarse, llegadas las cosas a las mínimas, por cuestiones de honor, dignidad o, simplemente orgullo. No creo que sea casual que ningún otro continente pueda esgrimir un despliegue semejante de historias de samurais, kamikasis, bonzos, fakires, madres suicidas, huelgas de hambre de verdad, maestros heroicos de artes marciales, guerras imposibles contra enemigos archipoderosos, y parecidos. Por lo que a mis siempre mortales juicios se refiere, tengo a los de Gandhi como primeros candidatos al título de los testículos más blindados y con más densas concentraciones de testosterona jamás habidos en este tercer planeta.

Y después veníamos, en número mucho mayor a los otros, los latinoamericanos, con nuestros, relativamente hablando, humores, camaraderías, ingenuidades y alegrías más visibles y espontáneas, nuestras relativas mayores aperturas y sinceridades ante los demás, nuestras más fáciles predecibilidades, etc., pero también con nuestros desórdenes, nuestras limitaciones planificativas y administrativas, nuestras inconstancias y afines. Con sus variantes, por supuesto: con un mayor nivel cultural relativo, no pocas veces acompañado de engreimientos no proporcionales, en el caso de los sureños; con más disciplina y cierto mutismo en los andinos; con vocación fuera de serie para el trabajo y el humor permanente en su variante brasileña; con cierto aire heroico asiático, pero con un realismo mamador de gallo sin equivalentes ante la adversidad, e incluso la muerte, en mexicanos y centroamericanos; y con un acentuado sentido de solidaridad y desprendimiento, no pocas veces atado a cierto vivalapepismo, en la versión caribeña.

Todo lo precedente, lejos de pretender convertirse en un trasnochado y burdo manual de identidades o idiosincracias continentales, que seguramente dará risa a los verdaderos y viajados cosmopolitas, sólo esta puesto allí para servir de antecedente, prólogo o marco al, ahora sí, breve relato del beso más curioso que he presenciado y que tuvo lugar en este remedo de arca o conato de torre, como se le prefiera ver.

Resulta ser que, obstinados de tantos encuentros ceremoniales, tanto coctel y tanto brindis, no importa si con excelentes vinos, canapés, quesos, panecillos y hasta caviares no tan esporádicamente, a lo embajada con valija diplomática cualquiera, en una oportunidad los venezolanos, con otros vecinos, propusimos que se nos permitiera organizar una fiesta bailable y a nuestro estilo, con ron, cerveza, pasapalos comunes, arepitas rellenas y demás yerbas, y, como estábamos por fines de enero, le añadimos el componente de que fuera de carnaval, todo lo cual fue aprobado, con la única advertencia, sureño culto él y más conocedor que nadie de todas las otras culturas allí representadas, el Director del Centro, de que cuidado con relajos o exageraciones, y que nada más allá de las 11:00 pm.

Con las pautas claras, ya nos disponíamos a los preparativos e improvisaciones correspondientes, cuando tuvo lugar algo inesperado: se apareció en el Centro una jovencita japonesa, menuda tanto en años como en tamaños, con su nombre
ad hoc y esperadamente terminado en -iko, de profesión maestra y con poco de graduada, que se acababa de ganar un concurso internacional de ensayos de maestros de escuela sobre la obra de García Márquez, cuyo premio era una beca-trabajo de un año en nuestro Centro, con todos los viáticos pagos.

Nos hallamos así ante una arrojada y curiosa niponcita, con perfil para nada parecido al de los visitantes de rigor, deseosa de especializarse en literatura de estos distantes lares, que inclusive, aunque no hablaba precisamente bien el español, había leído a nuestro Gabo en ediciones bilingües. Saber de
-iko se convirtió en un pasatiempo favorito en el Centro y sobre todo entre latinos y venezolanos, que estábamos en ventaja sobre los demás porque el Director la asignó precisamente al centro de documentación, que era nuestro reducto principal. Enseñarle palabras a -iko, explicarle los procedimientos del manejo de libros y documentos, escucharle en horas de almuerzo sus parcos comentarios sobre su vida magisterial y campesina en Japón (pues del campo del sur de este país venía), responderle preguntas, conocer sus impresiones sobre García Márquez, hablarle de nuestros platos y costumbres (pero siempre con un metro mínimo de por medio y sin que aceptara ninguna invitación extra-trabajo), se convirtieron en prácticas habituales.

Un día, con la fiesta de carnaval ya encima, a uno de nosotros, un
-edro de tantos, se le ocurrió la que sonó brillante idea de mostrarle a -iko cuán afectuosos éramos, cuánto significaba para nosotros el contacto físico y cuán diferente era nuestra cultura de las asiáticas e incluso europeas, mediante la simulación de un matrimonio en la fiesta, en donde él, -edro, haría de novio, ella, -iko, de novia, el corpulento francés -ier, -el único no latinoamericano a quien se informó de los planes en curso-, de cura casamentero, y los demás repartiéndonos entre invitados de honor y arroceros vernáculos infaltables. A partir de allí, todo fue conseguir sotana, un traje de novia (que después resultó ser de primera comunión, pero como -iko era tan chiquita...), buqué de novia, traje oscuro de novio, y accesorios por el estilo. Ninguno de quienes conocieron la idea -sin que entre ellos estuviera el Director, quien se limitó a establecer sus pautas- en su versión anterior a la puesta en escena, objetó lo que pareció una simpática e ingenua ocurrencia, y alguno hasta llegó a comentar que esta sería una clase en vivo de macondismo garcíamarquesiano que -iko recordaría y agradecería por siempre.

Y llegó el día de la fiesta, que arrancó tempranera un viernes, apenas anocheciendo, como era costumbre, en una de las salas grandes de reuniones del Centro, que se acondicionó y amplió, moviendo unos tabiques, en el piso superior, cerca de la Dirección, con
-iko como la invitada especial, llamada a sorber hasta su hez el humor latinoamericano. Tras los consabidos brindis y alocuciones abreviadas; degustaciones de tequeños, arepitas y quesos blandos criollos; despliegue de disfraces de reyes, payasos, gladiadores, juanas de arcos y demás personajes europeos, así como de un Atila, una princesa china y un decimodán por los asiáticos, sumados a -iko en un tierno kimono; juegos de negritas disfrazadas y borrachos improvisados por la parte local; clases gratuitas (que -iko prefería tomar suelta) de salsa, clases imposibles de bolero (pues -iko también se empeñaba en bailarlos suelta), anda chica échate otro palito de ron, y bochinches moderados no fuese a ser cosa, etcétera, transcurrió la fiesta hasta que, a eso de las nueve, hicimos el anuncio formal de que a continuación se celebraría un matrimonio a la usanza criolla, con la excepción de que le rogábamos a -iko que hiciese de novia con traje a su medida y todo.

Como quiera que
-iko se resistió inicialmente, logramos que, por mediación de los europeos y con la cooperación del chino -an, -iko accediese a participar en la ceremonia presidida por -ier. Salir -iko a escena, un poco inquieta o tal vez incómoda, pero ahora con su mono traje blanco en lugar de su tierno kimono anterior, y presentada por su supuesto padre el chino -an, y luego -edro de novio, todo elegante y galante con su traje oscuro, con -eka que se ofreció para hacer de madre, y cuajarnos todos de risa, aunque siempre con la propia -iko a la retaguardia, fueron una misma cosa. Luego vino la ceremonia nupcial propiamente dicha, donde el -ier se aprendió de memoria los ...en las buenas y en las malas, ...los declaro marido y mujer, ... pueden ponerse los anillos, y... pueden darse un beso, y todo resultaba para todos cada vez más divertido e hilarante, excepto para la propia -iko, que comenzó a sospechar que se avecinaba algo peligroso, pero que ya no podía dar marcha atrás. Y, por fin, llegó el momento cumbre, en donde -edro, en alarde de realismo mágico aplicado, le estampó no un besito sino un rolo de beso frontal a -iko, en la mera boca y con un estruendoso muá, con el resultado de que -iko, quien en algún momento creímos que fingía o era presa de nada más que algún leve nerviosismo, se... desmayó fulminantemente y perdió el conocimiento.

Lo que siguió fue un barullo irrecordable, con llamen a un médico o a una ambulancia, busquen una compresa con agua tibia, o mejor pónganle hielo, mejor la llevamos así mismo a una clínica, yo les dije que no le dieran ron porque no está acostumbrada, ha sido presa de un
shock emocional, por esto es que a mí no me gustan las fiestas de latinos, y ahora qué vamos a hacer si no se recupera y qué le vamos a decir a la embajada japonesa, traigan un tensiómetro, hay que quitarle ese traje que le puede quedar apretado pues es de niña y ella a fin de cuentas es una mujer, colóquenla acostada pero con la cabeza en alto, con una almohada, ¡no!, como se te ocurre: es con los pies en alto, yo sé algo de respiración artificial, tú estás loco será para que la termines de matar, ¡epa!, parece que se está despertando, ¡sí!, está volviendo en sí, apártense y déjenle aire para que respire, ¿por qué no la llevamos a la terraza?, o mejor déjenla quieta que se termine de espabilar, ¿estás bien -iko?, bueno ya pasó lo peor, ¡yo te aviso!: puede tener una recaída, cómo te sientes -iko, qué te pasó -iko... Y entonces -iko se incorporó, se quedó callada como mínimo un minuto, pensando, rodeada del súbito silencio, y luego, a manera de conclusión, pidió delicadamente que la llevaran a la casa cercana en donde tenía alquilada una habitación, y así se hizo, a cargo de una comisión estrictamente euroasiática, no fuera a ser que estos venezolanos..., y la fiesta terminó, no sin una confusa tormenta de ideas sobre lo inexplicablemente ocurrido, casi una hora antes de lo previsto.

Al lunes siguiente, porque en el Centro no había asueto de carnaval,
-iko llamó discretamente para decir que prefería incorporarse el martes, cosa que hizo como si nada. Ante el mar de preguntas se limitó a decir que había tenido como una baja de tensión, que no entendía bien que había pasado, y que prefería no hablar del engorroso "accidente" (aunque en verdad quería decir incidente). Sólo ya a golpe de fines de marzo, casi a la víspera de su partida, pues -iko se comunicó con su embajada y solicitó adelantar su retorno a Japón, una venezolana, la encargada del centro de documentación, logró intimar con ella y conocer la verdad de lo ocurrido. Resultó, por un lado, que ella había creído que el Macondo de García Márquez era una especie de aldea de hobbits en El señor de los anillos, es decir un pueblo de ficción, jamás tan parecido a lo que aterrada había descubierto que era la realidad de América Latina, y, por otro lado, que en su cultura campesina, nada que ver con geishas, un beso en la boca de una joven virgen, como ella, era sinónimo de una desfloración conyugal, por lo cual ella sencillamente se había sentido violada y que había perdido para siempre su virginidad con aquel venezolano...

Nota bene: cualquier parecido de este relato con la realidad deberá ser considerado como mera coincidencia.

Sobre la aceptatividad latinoamericana

A la identidad aceptativa, como lo argumentamos en el artículo del martes pasado, la consideramos inherente a la condición humana. Carecería de sentido, digamos, que alguien ofreciera un curso para explicar lo que es el cariño o la convivencia, pues todos sabemos perfectamente de que se trata. Pero sí tendría sentido otro sobre cómo expresar el cariño a los demás, sobre todo cuando pertenecen a culturas diferentes a la nuestra. Los valores humanos fundamentales, o autovalores, como acostumbramos llamarlos en ambientes de confianza, están ya dentro de nosotros como si fuesen atributos de fábrica: sólo tenemos que activarlos y ejercerlos apropiadamente, como cuando adquirimos un computador que ya viene con software, pero tenemos que volverlo operativo. Los valores humanos son universales, y todos los humanos gozamos de emociones comunes en un 99,9%, pero sus matices, es decir las identidades específicas de cada etnia o cultura, y dentro de ellas de las diversas nacionalidades, localidades, poblados y hasta individualidades, varían significativamente.

En esta serie sobre las identidades, entrándole por vías desde pretendidamente científicas hasta quizás literarias, y a sabiendas de que nos estamos metiendo en camisa de once varas, nos empeñaremos en responder a este crucial asunto: ¿quiénes somos y qué nos distingue a los latinoamericanos? En este primer par de esfuerzos, el artículo del martes pasado y éste que, como dijimos, ya fueron pensados con perspectivas distintas, esperamos haber dicho algo relevante sobre el tema de nuestra identidad aceptativa o, lo que es igual, sobre nuestra emocionalidad a la hora de aceptar a los demás como son y no como si fueran como nosotros.

Y, para terminar,
un Tratado Completo sobre la Ternura y la Aceptividad