martes, 10 de noviembre de 2009

Cambiando en Transformanueca y sobre nuestras identidades aceptativas

Tras mucho frecuentar sus señales, reflexionar, y consultar con la almohada acerca de los resultados y la falta de resultados de la encuesta, he concluido que, hasta nuevo aviso, ha sido desproporcionada mi aspiración de dirigirme a un conglomerado de lectores altamente heterogéneo, a la vez que alejado del mundo académico, con un estilo intermedio, entre lo conceptual y lo divulgativo, que pareciera haber dejado insatisfechos a demasiados. Como si hubiese querido ofrecer un vehículo, a la vez de paseo y de carga, una especie de camioneta pickup doble cabina, que ha resultado embarazoso para los conductores ordinarios y quizás poco práctico para quienes esperan transportar mayores pesos. Pero, como quiera que mi empeño por establecer, a través de Transformanueca, una comunicación sobre las cuestiones de fondo de la transformación de Latinoamérica con lectores comunes y corrientes se mantiene, la respuesta que he hallado al dilema, y que espero resulte algo más que simplemente salomónica o ecléctica, ha sido la que expondré a continuación y pondré en ejecución, salvo que en los próximos días surjan mejores ideas en contrario, desde ahora y hasta el artículo # 100 del blog, cuando se hará una nueva evaluación de la experiencia ganada.

La solución consiste en que, a partir de este mismo artículo, habrá una distinción significativa entre las entradas de los martes, que serán elaboradas con la mente puesta en lectores relativamente familiarizados con las ideas del autor y/o acostumbrados a digerir materiales más conceptuales, y las de los viernes, que serán redactadas con la mira apuntando hacia lectores más legos en menesteres teóricos. Mientras que los artículos de los martes serán más abstractos, generales, analíticos o sistémicos, como más científicos o dialécticos o, por lo menos, formales, sin llegar a rigores inoportunos, los de los viernes serán más concretos, aplicados, particulares, descriptivos, con más ejemplos sobre nuestras realidades latinoamericana y venezolana, y más informales, aunque sin intenciones de servir de mero entretenimiento. Para los primeros comenzaré a hacer un uso más directo, aunque obviamente no a fondo, de mis materiales de investigación, que hasta ahora había mantenido engavetados con la ilusión de aligerar la densidad teórica de los artículos, mientras que para los segundos apelaré más a mis trabajos y capacidades de tipo literario, que también habia dejado en relativa reserva para no diluir excesivamente los conceptos relevantes. Los unos tenderán a ser, relativamente, más extensos, con magnitudes semejantes a las que han conocido hasta ahora, y los otros procurarán ser más cortos y ligeros.

No obstante, quiero hacer dos aclaratorias: una, que no tengo intenciones de desdoblarme ni de participar en truculencia alguna, pues en el fondo lo que haré no es muy distinto a lo que por décadas he hecho para mí, donde nunca he delimitado fronteras rígidas entre el trabajo y el ocio o entre el rigor y la creatividad, jamás he trabajado en nada que considere que no desafía mis capacidades y, para bien o para mal y sin ánimo de juzgar las prácticas de los demás, no sé en carne propia lo que significa ser un empleado, marcar una tarjeta en un trabajo, o, si se lo quiere ver apenas un poquito exageradamente, no tengo muy claro lo que significa el concepto de vacaciones; y, otra, que de ninguna manera se tratará de dos blogs en paralelo sino de un trabajo al alimón, es decir, abordando los temas con enfoques distintos pero con los mismos propósitos comunes que hemos venido explicando en todo lo que precede. Los artículos de los martes andarán en la onda de lo que en mi jerga personal se llaman los escritos con tinta negra o más científicos, mientras que los de los viernes se asemejarán más a los de tinta azul o más artísticos, o, por si a alguna esto le resulta elocuente, unos serán más Yang, y los otros más Yin. Y, ¿por qué no decirlo?, la aspiración confesa es que los lectores vivan la experiencia, que desde ha mucho he disfrutado, de aproximarse a la realidad desde múltiples perspectivas, para lo cual no sólo constantemente los invitaré a todos a leer los dos tipos de artículos, sino que con frecuencia ambos versarán sobre temas semejantes o complementarios, e inclusive podrán dialogar entre sí.

A partir de aquí, comienza la implantación del cambio planeado, que irá acompañado, en este y los próximos días, con otras modificaciones menores y de formato, como la que ya pueden apreciar en la barra del título, tendientes a hacer más ágil y amigable el blog. El que sigue es ya el primero de los artículos del tipo de los martes, que da inicio a la nueva serie sobre nuestras identidades.
Si nuestras capacidades son los componentes, tanto de nuestras sociedades como de las organizaciones y de nosotros mismos, con que interactuamos con el entorno, y aquellos susceptibles de ser transformados o desarrollados con esfuerzos de cambio y aprendizaje, nuestras identidades son como nuestras maneras o razones de ser, y por tanto menos o muy poco dadas a experimentar modificaciones. Son, si se quiere, como "capacidades permanentes" que, para efectos prácticos, hemos de aceptar como inmutables, aunque, como veremos, dado su carácter contradictorio, sí las podemos descubrir o internalizar en mayor o menor grado, y, sobre todo, discernir tanto de sus afines anversos como de sus reversos o dimensiones negativas. Si las capacidades tienen mucho que ver con nuestros conocimientos, destrezas y actitudes, las identidades se relacionan sobre todo con nuestras emociones; si unas están vinculadas a nuestras funciones conscientes, a la generación de neurotransmisores y a las actividades nerviosas y coordinadas por el cerebro, estas otras están ligadas a nuestros estados de ánimo, la generación de hormonas, las actividades endocrinas y coordinadas por la glándula hipófisis. Claro está que, como siempre ocurre en nuestro organismo y en todo lo real y viviente, las diferencias nunca son mecánicas ni tajantes, pues todo allí es sinérgico, e inclusive se da el caso de sustancias químicas, como la norepinefrina o las endorfinas, que pueden actuar tanto en el rol de hormonas como en el de neurotransmisores; pero las diferencias existen y, a condición de que no perdamos de vista la noción de conjunto, es preferible distinguirlas. Las identidades, en rigor, no se aprenden ni se desaprenden, no se recuerdan ni se olvidan, sólo se refuerzan o inhiben, se asumen, se equilibran o, como desde ha mucho se dice en lingüística y está de moda decir en la web, se desambiguan.

Desde esta perspectiva, la idea tan en boga de modificar nuestra "inteligencia emocional", amén de negocio para aventureros intelectuales, es una contradicción en los términos, un quid pro quo, pues en el fondo significa cambiar nuestra identidad, compatibilizar lo incompatible, hacer de la materia un vacío o crear un cristal amorfo. Nuestras identidades, nuestra emocionalidad característica, son el resultado de una deriva natural y biológica de miles de millones de años. Nuestro género humano, al margen de que alguien lo haya querido o decidido así, es lo que es luego de una inmensa cadena de decisiones biológicas o naturales que no nos es dado cambiar. Esto no significa que estemos condenados a ser víctimas de nuestros arrebatos emocionales, que no podamos moderar, expresar o compartir nuestras emociones con nuestros semejantes, o que no podamos aprender, y esto es muy distinto de desarrollar nuestra "inteligencia emocional", a equilibrar nuestra vida inteligente con nuestra vida emocional.

Nuestra glándula hipófisis o pituitaria, cuyas intervenciones fácilmente delata nuestro régimen circulatorio, y de allí la tradicional asociación entre asuntos emocionales y asuntos del corazón, responde también a, y puede interactuar con, nuestro mundo consciente y nuestro cerebro. Un gran número de especies animales, al menos, poseen aparatos nerviosos o ganglionales que, al estilo del funcionamiento tipo sístole/diástole de los sistemas nerviosos autónomos o no gobernables conscientemente, llamados simpático y parasimpático, son también activados por el sistema endocrino y tal glándula esencial. Básicamente, los estados de alerta o estrés son gobernados por el sistema simpático, con su aceleración de los latidos del corazón, mientras que los estados de relajación o tranquilidad son regulados por el sistema parasimpático, y su respectiva inhibición de la actividad cardíaca. La idea de educar o desarrollar la inteligencia de estos mecanismos activadores del corazón, el estómago, los bronquios, el páncreas, las pupilas, las glándulas salivares, los intestinos o los genitales, por definición autónomos, nos luce francamente disparatada, lo cual no significa que no puedan ser indirectamente influidos por la mente, como cuando aprendemos a relajarnos o a dormirnos. Si una persona sufre de claustrofobia es posible, a través de terapias apropiadas y con suficiente tiempo, atenuar o incluso hacer desaparecer su miedo al encerramiento, pero carece de sentido discutir con ella si tiene o no razón al experimentar miedo a estar encerrada, pretender demostrarle que está siendo poco inteligente al asustarse o plantearle que está equivocada en su conducta. Más todavía, la emoción del miedo a estar encerrado es tan universal que bien puede considerarse normal en todos los seres vivos; sólo que, en determinadas circunstancias, por cierto no privativas de los humanos, se convierte en fobia.

Después de una prolongada y seguramente riesgosa evolución, en donde fueron sacrificados múltiples atributos valiosos para efectos de agresividad y competencia, tales como garras, colmillos y piel gruesa y resistente; el andar cuadrúpedo que posibilita una mayor velocidad tanto para atacar como para huir, y una mayor protección tanto de los órganos genitales como de las mamas de las hembras, en relación a otros mamíferos; la fuerza y poder de músculos como el deltoides, bíceps, tríceps y masetero, decisivos para golpear y agredir o para una mordida más fuerte; el nacimiento en condiciones aptas para la autodefensa y la autoalimentación, o al menos con una crianza breve para minimizar la dependencia y la vulnerabilidad; la relativa fusión entre los conductos de aire y de alimentos, que mejora nuestras posibilidades de emisión de sonidos pero aumenta el riesgo de perecer ahogados al morder o tragar, y muchos otros aspectos, nos resulta claro que nuestro género ha venido apuntando y aproximándose gradualmente hacia la priorización, como bien lo han demostrado Richard Leakey y otros, del amor, el respeto mutuo, la convivencia, la comunicación y la cooperación.

Todos los cambios mencionados, y muchos otros que se ponen de relieve al estudiar comparativamente nuestra anatomía, no parecen tener sino un sólo norte o direccionamiento: el de maximizar nuestras posibilidades amatorias, tiernas y cooperativas, en donde nos cuesta tragar la píldora darwinista, que postula que el factor determinante ha sido la "selección natural", pero sin por ello adoptar la tesis de una selección divina. Nuestra emocionalidad es expresión de esta deriva biológica que hemos propiciado y seguimos propiciando, y, como la de cualquier otro ser vivo, le da un sentido a nuestra existencia. La idea de un ser humano dedicado al odio y la agresión es al menos tan absurda como la de un un elefante volátil, un tigre piadoso o un aguila acrofóbica. Existimos para lo que estamos hechos, con una corporalidad y una emocionalidad, es decir con una identidad característica, y no depende de nosotros escoger entre ser humanos o de otro género.

Todos los seres vivientes, y con un poco más de dedicación podríamos intentar argumentar que también los no vivientes, poseen una identidad fundamental, en buena medida derivada de una dotación corporal y un espectro emocional que los define. Si, con Robert Plutchik, recientemente fallecido, quien escribió las ideas más claras que hemos podido conocer en materia de emociones, y de las que hemos partido para desarrollar nuestras tesis sobre las identidades humanas, aceptamos la existencia de ocho emociones básicas, agrupables en las cuatro parejas, libremente definidas y sin pretensiones de rigor ni de adopción literal de sus tesis, de aceptación/rechazo, alegría/tristeza, anticipación/desconcierto, y coraje/miedo, entonces llegamos, bajo el entendido de que cada identidad supone, y en alguna medida contiene, a su antidentidad o polo negativo (a la usanza de como cada tipo de materia o partícula supone la existencia de su antimateria o antipartícula correspondiente), a la idea de las cuatro identidades elementales, a las que llamaremos identidades aceptativas, alegrativas, anticipativas y corajetivas.

Cada una de estas identidades elementales, y sus correspondientes asideros emocionales, tiene su propio conjunto de hormonas activadoras, cuyos efectos han comenzado a comprenderse crecientemente. La identidad aceptativa, a guisa ilustrativa, tiene en la oxitocina, segregada por la propia hipófisis, su caballito de batalla: a mayores dosis más sociables o melosos se tornan sus huéspedes, y viceversa. En el caso de los mamíferos, y antes que nada de los primates, hay decenas de experimentos, que a cada rato aparecen en los canales científicos, que sugieren que la duración y la intensidad de las tempranas interacciones con los padres, sobre todo con las madres, y recontrasobretodo con la piel más suave de sus mamas, es decisiva para estimular prontamente y para el resto de sus vidas la capacidad de segregación de oxitocina de las criaturas. Y, por supuesto, ¿adivinan ustedes cuál es el mamífero primate cuyas hembras arrasan en todas las olimpíadas biológicas en la categoría de mamas suaves y tiernas?

Estas identidades básicas o primarias, se conjugarían, si las imaginamos apropiadamente distribuidas en una especie de flor o disposición radial, como gustaba de hacerlo ese autor (por supuesto, una visita a Internet permite familiarizarse con su obra y sus esquemas), para dar lugar, las dos primeras, a las identidades afectivas; las dos segundas, a las esperanzativas, y las dos últimas, a las audaciativas, a todas las cuales las consideramos como las identidades secundarias, pero a las que no vemos, como el mencionado autor, como simples mezclas o intersticios de las primeras, sino como identidades distintas de orden superior, a las que bien podemos suponer también como peldaños de una pirámide evolutiva. A estas tres últimas, a su vez, como en un tercer peldaño de tal pirámide, o como capas superiores de una suerte de cebolla de identidades, las vemos integrar las identidades confianzativas y entregativas, respectivamente. Y, por último, en la cúspide de la pirámide o en la capa envolvente de tal cebolla, como emergentes de la fusión de estas dos últimas, o en el nivel más externo, avanzado y definitorio de lo humano, vemos a las identidades amativas, con el amor como la suprema emoción o el norte de todas las emociones que podemos experimentar, y su opuesto, el desamor, como el ámbito más mezquino y ruin de nuestra existencia.

Los estados de relajación y/o sueño, con actividades nerviosas o al menos sensitivas reducidas a un mínimo, también presentes en todos los organismos, podrían representarse en dicho espectro o rosa de los vientos de sus identidades, como zonas neutras o de muy baja actividad emocional. También existen sobradas evidencias, de acuerdo a la llamada ley de Yerkes-Dodson, en torno a la existencia de correlaciones estrechas y singulares entre estados emocionales y rangos de capacidades que, tanto cualitativa como cuantitativamente, podemos ejercer y pueden ejercer otros organismos. Y está ampliamente documentada la existencia de ciclos circadianos, regulados por hormonas como la melatonina, relacionados con las alternancias entre el día y la noche, en gran número de especies vivientes, y donde es obvio que hasta las plantas responden a, y funcionan según, modalidades completamente distintas, dadas las condiciones de presencia o ausencia de la luz solar.

Es bajo la restricción de todo este cuerpo de identidades, y con la transformación o desarrollo de nuestras capacidades, como nos colocamos en condiciones de satisfacer nuestras distintas necesidades y conquistar las libertades que anhelamos.

Si bien no resulta difícil identificar la existencia de al menos trazas de las identidades primarias en prácticamente todos los seres vivos, a medida que avanzamos en la escala o taxonomía de identidades que hemos presentado nos encontramos cada vez más con dimensiones de lo exclusivamente humano, ajenas a la identidad de cualquier otro ser vivo conocido. Estamos persuadidos, y todavía no perdemos la esperanza de concretarlo, si no durante nuestra estadía en este planeta, al menos en la de alguien que valorará nuestras intuiciones, de que sería posible elaborar una especie de espectro identificador o rosa de los vientos de la identidad- con indicaciones acerca de cuánto tiempo de su existencia, en promedio, pasa cada especie viviente en cada estado emocional- que le sería tan distintiva como su propia corporalidad. Un protozoario elemental, dotado de flagelos y/o seudópodos, pongamos por caso, es indudable que debe experimentar algo muy parecido a la identidad aceptativa, con su correspondiente polo rechazativo, pues constantemente debe escoger entre si coexistir con otros de su especie o de especies distintas, rechazarlos o atacarlos; debe llegar a sentir algo muy análogo a la identidad alegrativa, puesto que sin ninguna gratificación o placer dejaría de reproducirse asexual o sexualmente; necesita poseer alguna identidad anticipativa, para no precipitarse a cobrar sus presas, aguardar el momento oportuno para atacar, etc., o, en sentido contrario, debe poder experimentar algo parecido a la sorpresa, para disponerse a escapar de algo o alguna otra criatura; y también debe estar dotado de algo muy parecido a la identidad corajativa, o su reverso miedativo, para atreverse a enfrentar, pongamos el caso, a otro protozoario mayor, o sentir que su existencia está amenazada ante un ataque inminente de éste.

En cambio, no logramos imaginarnos siquiera que este protozoario, pueda llegar a sentir algo como afecto por otro protozoario o como esperanza por una vida mejor, o a decidir con audacia un ataque calculado que promete algún resultado extraordinario; pero sí nos parece evidente que, digamos los perros, los gatos o las aves, o muchos otros animales que conviven con nosotros, pueden experimentar algo demasiado parecido al afecto o al agradecimiento, tener esperanzas de que regresaremos con ellos si nos ausentamos o si ellos se alejan por alguna razón, o actuar con audacia en contra de, digamos, alguien que nos ataque. En el caso de las aves, a las que hemos observado con mayor insistencia, nos consta que muchas establecen relaciones claramente afectivas, que van mucho más allá de los períodos de celo o de crianza de sus polluelos, y en unas cuantas hemos detectado interacciones resueltamente eróticas, con apasionados y prolongados besos y amapuches previos a la cópula que, en cuanto se descubran en el Vaticano o en la gringolandia WASP (White, Anglo-Saxon and Protestant) es capaz que den lugar a comisiones de censura y prohibición de actos avícolas obscenos. En un plano más avanzado, se conocen experiencias circunstanciales de animales, tales como los perros y otros mamíferos, aptos para sentir que se les explica que una ausencia temporal de sus amos no va a ser permanente ni implica un abandono, lo cual contiene un atisbo de confianza, o llegar a un nivel de entrega hasta de su propia vida por defender la de sus seres queridos. Pero de allí, de esas estadías momentáneas en estados emocionales avanzados, a la experimentación y búsqueda permanente del amor, como emoción superlativa, hay un trecho enorme.

Lo que ha ocurrido con nuestra civilizaciones, sin embargo, en los últimos milenios, bajo los efectos de las ventajas bélicas que brindan las armas más poderosas de algunos, y como ya lo hemos discutido anteriormente en el blog, es una suerte de salto atrás, como si nos hubiésemos asustado y llegado a sentir vértigo por nuestras decisiones anteriores, y quisiésemos devolvernos en nuestra deriva, atentando contra la llamada ley de Dollo, que postula la irreversibilidad de la evolución. Es decir, que pareciéramos obcecados en reemplazar con las armas los colmillos y garras que decidimos no tener, o recuperar, pero no autótrofamente sino a costa de los demás, la seguridad a ultranzas en la existencia de que parecieran gozar los vegetales. No es en absoluto casual que, como lo examinaremos más adelante, las religiones conocidas, o como mínimo aquellas que, como el cristianismo, el islamismo, el hinduísmo, el taoísmo/confucianismo, o el budismo, con creyentes en el orden de centenares de millones de personas, postulen expresa e inequívocamente al amor como la aspiración humana terrenal de mayor envergadura. Y tampoco nos parece casual que tales religiones hayan surgido en el contexto, no importa si también contentivas de ingredientes justificadores, de civilizaciones que sucumbieron ante la tentación de la competencia y la agresión sacando partido de sus ventajas bélicas.

Afortunadamente, el extravío acumulado y los daños hechos en este largo período, en relación a nuestros horizontes de existencia individual, pero a la vez corto en conexión con nuestros tiempos naturales, biológicos o antropológicos, distan de haber sido internalizados. Ni siquiera en las versiones más competitivas y agresivas de las sociedades modernas han logrado hacer mella en la emocionalidad humana esencial: ni la publicidad, ni los discursos politicos, ni las creaciones culturales pueden asumir la violencia como credo, y se ven forzadas a presentar las posturas violentas como una respuesta defensiva. Hasta Hitler, fuerte candidato a ser el más belicista y agresivo de todos los dirigentes políticos modernos, se vio obligado a encubrir su violentismo bajo el disfraz de una respuesta defensiva ante los abusos de judios, comunistas, gitanos, no-cristianos y afines en contra de una raza aria a quien, pobrecita, se le privaba de alcanzar su destino manifiesto y su espacio vital.

El gran problema con las identidades aceptativas humanas, y particularmente el que más nos ha afectado a los latinoamericanos y africanos ha sido que, por razones muy asociada a los cambios climáticos de hace unos diez doce mil años, sobre todo una camada de Homo sapiens, la que cruzó a pie el actual estrecho de Behring, y otra, la que quedó al sur del Sahara africano, se quedaron aisladas de sus congéneres que desarrollaron las armas de hierro, principalmente en Europa. Cuando, luego, se reestableció el contacto perdido, las desigualdades en el grado de desarrollo de sus capacidades hicieron posible que los conquistadores se libraran de su identidad aceptativa y se dejaran arrastrar por sus antidentidades rechazativas, monstruosamente amalgamadas con sus identidades corajativas, para dar lugar a la que seguramente ha sido la acción de exterminio de seres humanos más brutal de todos los tiempos, incluida la difícil de emular matanza llamada Segunda Guerra Mundial. Pero incluso así, tal arrastre no fue unánime, pues, como en algún lado ya lo vimos, hubo quienes, como el padre La Casas, claramente detectaron y denunciaron el genocidio que, amparado por la iglesia católica de la época, se cometió contra nuestros pobladores indígenas y los pueblos africanos, y , en cualquier caso, no cabe duda de que el europeo actual, en promedio y desde el punto de vista emocional, siente una especie de vergüenza profunda ante el comportamiento de sus ancestros de hace unos siglos.

Entre las expectativas esperanzadoras que bien vale la pena cultivar en el presente, en relación a esta problemática, está la de que, a consecuencia de los avances crecientes en el conocimiento del genoma humano, y de la ruptura aparentemente irreversible que está experimentando Europa, y quizás mañana también los Estados Unidos, con su oprobioso pasado colonizador, se logren detectar los genes responsables de la agresividad genocida, se establezcan los mecanismos correctivos para que nunca más vuelva a ocurrir los crímenes serialmente masivos que tuvieron lugar entre 1500 y 1700, y se acuerden decisiones indemnizatorias como las que ya se han comenzado a adoptar en el continente oceánico. Sólo así podrá curarse Occidente de los dos mil años de esquizofrenia implícitos en la creencia, por un lado, en tres Dioses del amor y casi una cuarta -madre de un Dios, esposa del otro y fertilizada por el tercero-, o sea, de asunción de, y fe en, las identidades de confianza en la humanidad, entrega desinteresada a la vida espiritual, afecto por los semejantes, esperanza por la paz, audacia de atreverse a restaurar el orden humano subvertido, aceptación de los demás, alegría de vivir, sabiduría de la anticipación y coraje para enfrentar las injusticias; y, por otro lado, sus prácticas, de hecho regidas por Lucifer, el dios del odio, es decir de la desconfianza, el abandono, el desafecto, el desconsuelo, la evasión, el rechazo al otro, la tristeza, la zozobra y el miedo. O, lo que es lo mismo, un mundo que se solaza en proclamar el trabajo y la creatividad, la moderación, el respeto, la templanza, la paz, la ternura y la humildad, pero que se postra ante la pereza, la avaricia, la envidia, la gula, la ira, la lujuria y, sobre todo, la soberbia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario