viernes, 13 de noviembre de 2009

Un beso en Babelnoelia, sobre la aceptatividad latinoamericana y algo más


Un beso en Babelnoelia


Hace ya unos cuantos años, en un centro internacional de estudios sobre educación superior de cuyo nombre me acuerdo, pero que no viene al cuento mencionar, solíamos trabajar, aunque no siempre los mismos, de dos a tres decenas de profesionales de las más diversas nacionalidades. La mayoría de ellos eran investigadores invitados que se pasaban en el Centro de uno a tres meses, y a veces un poco más, mientras elaboraban un artículo para la revista especializada que allí se publicaba, y luego se marchaban, hasta que llegaban otros; o, excepcionalmente, algunos se quedaban uno o dos años mientras completaban algún proyecto de investigación más extenso. Otros profesionales, que también entraban y salían, aunque con menos premura, laboraban en las tareas de dirección o administrativas permanentes, y otros pocos más, los más estables y con predominio de venezolanos, lo hacían en la biblioteca y el centro de documentación. Estrictamente, yo no pertenecía a ninguna de esas categorías laborales, pues mi trabajo, con horario muy flexible, consistía en elaborar, para casi todos los demás, resúmenes o
abstracts de artículos y libros en el centro de documentación; sin embargo, disponía de un cubículo fijo y durante casi siete años tuve la oportunidad de alternar con, y con frecuencia conocer a, unos cuantos participantes en las actividades mencionadas.

La sede, un edificio de cuatro plantas alargadas en el límite norte de la ciudad, tenía un aire como de barco, con la peculiaridad de que parecía atracado junto a la falda escalonada de una montaña. Esto le permitía disponer de entradas independientes tanto por los pisos de arriba, donde estaban las áreas administrativas y las salas de reuniones importantes, como intermedios, albergue de cubículos y actividades de investigación, y de abajo, vinculadas más que nada al procesamiento de información. En el piso inferior, que para los de arriba fungía como bodega o sótano, según se lo viera, estaban la biblioteca, el centro de documentación y mi cubículo, y se hallaban también el comedor, con una cocina grande anexa que también hacía de cafetín en las horas no pico, y un área descubierta de estacionamiento, a la entrada independiente y también alargada como toda la construcción.

El comedor era el ámbito privilegiado de encuentros culturales y cercanos de todos los tipos, y la comida, o la sensación de que ingeríamos y compartíamos algo común, era un canal de comunicación no pocas veces más efectivo que el español, para muchos su segunda, tercera o cuarta lengua. También en la parte de arriba, a manera de cubierta, había una terraza ajardinada donde los directivos gustaban de hacer brindis y cocteles bajo cualquier pretexto. El conjunto era como un híbrido suave entre un arca de Noé y una torre de Babel, y digo suave porque carecía de los atributos acuáticos y del barullo de animales, por un lado, y de incomunicaciones absolutas o alturas bíblicas, por otro. De allí que en mi jerga personal -creo que eso lo aprendí en mi tierra natal, donde se le pone nombres propios a todo lo familiar- a ese lugar lo conocía como Babelnoelia.

Puesto que la mayoría de miembros del personal, inexplicable pero mayoritariamente femenino, venían sin acompañamientos de pareja o familia, las amistades, y de cuando en cuando algo más, no dejaban de florecer; pero el patrón más frecuente, o al menos visible, de relaciones era entre grupos o bloques de nacionalidades, y básicamente entre tres que se mantenían a pesar de la variabilidad de sus integrantes: europeos, asiáticos y, nosotros, los latinoamericanos. Pese a que cotidianamente suele verse a los franceses o ingleses como gente muy distinta de los alemanes, y sobre todo de los españoles e italianos, en el Centro todos ellos tendían a congeniar mucho más entre sí que con el resto, y a encajar dentro de la primera categoría. Chinos, japoneses, rara vez hindúes o afines, y siempre pocos, coincidían en el clan de los asiáticos. Mientras que, pese a las acostumbradas distancias iniciales, sureños, brasileños, andinos, mexicanos, centroamericanos, caribeños -incluidas las islas de habla nativa no hispana- rápidamente coincidíamos en el último rubro. Lamentablemente, africanos, es decir, africanos netos, nunca los hubo, pero sí
afroyalgos, o sea descendientes de africanos y otras etnias, o residentes de piel morena que venían de lugares diversos, prácticamente adscribibles al primero y, sobre todo, al tercer grupo (hay algo raro que suele mantener como polarizados y distanciados a negros y asiáticos, y la verdad sea dicha es que jamás he visto a una pareja chinonegra, un chino de piel oscura o un negro de ojos rasgados...). Mis apreciaciones acerca de las identidades continentales y nacionales quedaron marcadas de por vida por las vivencias en esta torrearca singular.

Allí pude apreciar, por ejemplo, que, si se saben mantener a raya suficientes rasgos irrepetibles de las personalidades, es indudable que los europeos, incluyendo allí sin mayores rigores a sus casi congéneres gringos, canadienses y australianos, tienden a ser los menos gregarios o dados a actividades colectivas y, por tanto, siempre que -por favor- se excluya la acepción despectiva de este vocablo, más
individuales. Recuerdo a una investigadora y señora mayor alemana, de nombre terminado en -erda o quizá -eka, que hacía lo posible por comer sola, se comunicaba con el resto sólo el mínimo indispensable y acostumbraba trabajar infatigablemente hasta horas tardías de la noche y los fines de semana, pero que, no obstante, viajaba a todas partes con su perrita y gustaba de pedirle a su servicio doméstico que la colocara al teléfono para saludarla; como mis horarios eran también poco usuales, tuve la oportunidad de encontrármela en pasillos y conocerla, descubrir que había enviudado durante la segunda guerra mundial, que nunca más se había emparejado y que por nada deseaba regresar a Europa, y entender que el verdadero proyecto de su vida era ahorrar hasta retirarse, con todo y perrita, a una ensoñada casa campestre que ya estaba construyendo en Costa Rica. Un francés, nombrado en -ier, vivía para hablar de arte y museos y esquiar en vacaciones y fines de semana, y tal vez nunca le perdonó a esta tierra el haberlo engañado, puesto que rigurosamente averiguó en París, antes de aceptar su proyecto, si había aquí cumbres nevadas y, previa respuesta afirmativa, decidió venirse con sus esquíes, sólo para descubrir que cumbres y nevadas son, pero que para esquiar no se prestan. Una suiza, a lo -iol, aseguraba que se había venido de sus Alpes huyendo del fastidio y que sólo en el Trópico se hallaba a gusto, pero no logré determinar qué era lo que tanto le gustaba, porque los tropicales no éramos, y el clima o los paisajes tampoco. A una italiana, mentada en -arla, le fascinaba recibir regalos costosos y conquistar hombres mucho mayores, lo cual discretamente lograba en no pocos de los brindis, agasajos, cocteles y parties del Centro, que infrecuentes no eran, pero, ante las bromas de sus colegas femeninas en los almuerzos cotidianos, se cuidaba de aclarar que sus pasiones en el exterior de su país eran, sí, breves y con viejos, pero a condición de que ellos fueran duros, y de allí nadie le sacaba más explicaciones. Unas cuantas españolas, casi todas nominadas Mari-, tenían un delicioso e impredecible sentido del humor, alternado con arrestos de mal genio, pero entre afanes ahorrativos, manías higiénicas y negativas a comer lo que los demás, pruritos por el orden de sus escritorios, y afines, parecían nunca vivir el tiempo presente y sí estar en cambio pendientes de algo que irremediablemente había pasado ya o que quien sabe si vendría. Y así podría añadir muchas notas más, pero creo que ya basta de sustentaciones a la apreciación o, mejor, heurística o conjetura inicial, que permitió esbozar gruesamente a estas damas y caballeros.

No es gran cosa el soporte ofrecido, pero me tranquiliza que mis conclusiones sean compatibles con, por ejemplo, las de Herman Hesse, imposible de no entender a esta gente, en un cuento llamado "El europeo", ese sí escenificado en una verdadera y posdiluviana arca de Noé, en donde el comportamiento individualizado y la dificultad para convivir alegremente y mezclarse con otras culturas resultan ser algunos de los rasgos nórdicos resaltantes, al punto de que al final Herman, vía decisión de Noé y severo como ellos, decide nada menos que castigar al compatriota condenándolo, a diferencia de todos los otros animales y personas, a proseguir el viaje sin su paisana acompañante y con la advertencia implícita de que sólo a través de alguna no europea podrá tener alguna vez descendencia...

Los asiáticos eran sociables y ceremoniosos, parecían siempre como contentos y serenos y jamás se les veía malhumorados, pero por alguna desconocida razón, nunca terminaban de aprender el español, jamás eran locuaces, expresivos o cosa semejante, nunca confundían los roles masculinos con los femeninos, y, en definitiva, uno nunca estaba seguro de entender lo que verdaderamente pensaban. Más allá de los tintes personales eran, comparativamente hablando, más introvertidos y, pese a que mucho socializaban entre sí, también parecían mucho más inaccesibles culturalmente. Mientras que entre latinoamericanos y europeos eran frecuentes los cortocircuitos, o chispazos interculturales, en donde afloraban los
todos nosotros y se desvanecían las barreras al uso, entre cualquiera de estos grupos y los asiáticos siempre se interponían aislantes culturales infranqueables y nunca desaparecían los nosotros (simples) y los ellos. Casi todos los chinos tenían nombres en -an o en -in, los japoneses en -ito u -oto y las japonesas en -iko, y los hindúes como en -aires o -aica. A todos ellos, más que individualmente, excepto por lo que vendrá más adelante, preferiría seguir considerándolos como grupo: poseían una manera extraña de parecerse a personas sabias, alegrarse en grupo, ser serviciales, sonreír por cosas que para los demás no llegaban ni a simpáticas, y gustaban como nadie de extender, pero sin abandonar su laconismo, las conversaciones de sobremesa.

Me daría vergüenza aducir las que lucen como demasiadas conclusiones a partir de tan escasos datos, pero resulta que me siento confiado porque estas apreciaciones, elaboradas independientemente, esencialmente coinciden nada menos que con las de mi comodín para asuntos asiáticos, con rol análogo al de Herman para los europeos, Lin Yutang, quien en su insuperable tratado sobre la personalidad asiática,
La importancia de vivir, llega, con bases y elegancia sin igual, aproximadamente a estos y otros de seguro más interesantes resultados. Salvo una excepción, que no mencioné antes, por abrigar más dudas sobre ella, cual es la intuición profunda, no reseñada por Lin, de que estas criaturas amarillas, con sus caritas semisonrientes de yo no fui o yo no entiendo bien pero no me molesto, probablemente sean los seres más corajudos del planeta o, aclaro, los más dispuestos a inmolarse, llegadas las cosas a las mínimas, por cuestiones de honor, dignidad o, simplemente orgullo. No creo que sea casual que ningún otro continente pueda esgrimir un despliegue semejante de historias de samurais, kamikasis, bonzos, fakires, madres suicidas, huelgas de hambre de verdad, maestros heroicos de artes marciales, guerras imposibles contra enemigos archipoderosos, y parecidos. Por lo que a mis siempre mortales juicios se refiere, tengo a los de Gandhi como primeros candidatos al título de los testículos más blindados y con más densas concentraciones de testosterona jamás habidos en este tercer planeta.

Y después veníamos, en número mucho mayor a los otros, los latinoamericanos, con nuestros, relativamente hablando, humores, camaraderías, ingenuidades y alegrías más visibles y espontáneas, nuestras relativas mayores aperturas y sinceridades ante los demás, nuestras más fáciles predecibilidades, etc., pero también con nuestros desórdenes, nuestras limitaciones planificativas y administrativas, nuestras inconstancias y afines. Con sus variantes, por supuesto: con un mayor nivel cultural relativo, no pocas veces acompañado de engreimientos no proporcionales, en el caso de los sureños; con más disciplina y cierto mutismo en los andinos; con vocación fuera de serie para el trabajo y el humor permanente en su variante brasileña; con cierto aire heroico asiático, pero con un realismo mamador de gallo sin equivalentes ante la adversidad, e incluso la muerte, en mexicanos y centroamericanos; y con un acentuado sentido de solidaridad y desprendimiento, no pocas veces atado a cierto vivalapepismo, en la versión caribeña.

Todo lo precedente, lejos de pretender convertirse en un trasnochado y burdo manual de identidades o idiosincracias continentales, que seguramente dará risa a los verdaderos y viajados cosmopolitas, sólo esta puesto allí para servir de antecedente, prólogo o marco al, ahora sí, breve relato del beso más curioso que he presenciado y que tuvo lugar en este remedo de arca o conato de torre, como se le prefiera ver.

Resulta ser que, obstinados de tantos encuentros ceremoniales, tanto coctel y tanto brindis, no importa si con excelentes vinos, canapés, quesos, panecillos y hasta caviares no tan esporádicamente, a lo embajada con valija diplomática cualquiera, en una oportunidad los venezolanos, con otros vecinos, propusimos que se nos permitiera organizar una fiesta bailable y a nuestro estilo, con ron, cerveza, pasapalos comunes, arepitas rellenas y demás yerbas, y, como estábamos por fines de enero, le añadimos el componente de que fuera de carnaval, todo lo cual fue aprobado, con la única advertencia, sureño culto él y más conocedor que nadie de todas las otras culturas allí representadas, el Director del Centro, de que cuidado con relajos o exageraciones, y que nada más allá de las 11:00 pm.

Con las pautas claras, ya nos disponíamos a los preparativos e improvisaciones correspondientes, cuando tuvo lugar algo inesperado: se apareció en el Centro una jovencita japonesa, menuda tanto en años como en tamaños, con su nombre
ad hoc y esperadamente terminado en -iko, de profesión maestra y con poco de graduada, que se acababa de ganar un concurso internacional de ensayos de maestros de escuela sobre la obra de García Márquez, cuyo premio era una beca-trabajo de un año en nuestro Centro, con todos los viáticos pagos.

Nos hallamos así ante una arrojada y curiosa niponcita, con perfil para nada parecido al de los visitantes de rigor, deseosa de especializarse en literatura de estos distantes lares, que inclusive, aunque no hablaba precisamente bien el español, había leído a nuestro Gabo en ediciones bilingües. Saber de
-iko se convirtió en un pasatiempo favorito en el Centro y sobre todo entre latinos y venezolanos, que estábamos en ventaja sobre los demás porque el Director la asignó precisamente al centro de documentación, que era nuestro reducto principal. Enseñarle palabras a -iko, explicarle los procedimientos del manejo de libros y documentos, escucharle en horas de almuerzo sus parcos comentarios sobre su vida magisterial y campesina en Japón (pues del campo del sur de este país venía), responderle preguntas, conocer sus impresiones sobre García Márquez, hablarle de nuestros platos y costumbres (pero siempre con un metro mínimo de por medio y sin que aceptara ninguna invitación extra-trabajo), se convirtieron en prácticas habituales.

Un día, con la fiesta de carnaval ya encima, a uno de nosotros, un
-edro de tantos, se le ocurrió la que sonó brillante idea de mostrarle a -iko cuán afectuosos éramos, cuánto significaba para nosotros el contacto físico y cuán diferente era nuestra cultura de las asiáticas e incluso europeas, mediante la simulación de un matrimonio en la fiesta, en donde él, -edro, haría de novio, ella, -iko, de novia, el corpulento francés -ier, -el único no latinoamericano a quien se informó de los planes en curso-, de cura casamentero, y los demás repartiéndonos entre invitados de honor y arroceros vernáculos infaltables. A partir de allí, todo fue conseguir sotana, un traje de novia (que después resultó ser de primera comunión, pero como -iko era tan chiquita...), buqué de novia, traje oscuro de novio, y accesorios por el estilo. Ninguno de quienes conocieron la idea -sin que entre ellos estuviera el Director, quien se limitó a establecer sus pautas- en su versión anterior a la puesta en escena, objetó lo que pareció una simpática e ingenua ocurrencia, y alguno hasta llegó a comentar que esta sería una clase en vivo de macondismo garcíamarquesiano que -iko recordaría y agradecería por siempre.

Y llegó el día de la fiesta, que arrancó tempranera un viernes, apenas anocheciendo, como era costumbre, en una de las salas grandes de reuniones del Centro, que se acondicionó y amplió, moviendo unos tabiques, en el piso superior, cerca de la Dirección, con
-iko como la invitada especial, llamada a sorber hasta su hez el humor latinoamericano. Tras los consabidos brindis y alocuciones abreviadas; degustaciones de tequeños, arepitas y quesos blandos criollos; despliegue de disfraces de reyes, payasos, gladiadores, juanas de arcos y demás personajes europeos, así como de un Atila, una princesa china y un decimodán por los asiáticos, sumados a -iko en un tierno kimono; juegos de negritas disfrazadas y borrachos improvisados por la parte local; clases gratuitas (que -iko prefería tomar suelta) de salsa, clases imposibles de bolero (pues -iko también se empeñaba en bailarlos suelta), anda chica échate otro palito de ron, y bochinches moderados no fuese a ser cosa, etcétera, transcurrió la fiesta hasta que, a eso de las nueve, hicimos el anuncio formal de que a continuación se celebraría un matrimonio a la usanza criolla, con la excepción de que le rogábamos a -iko que hiciese de novia con traje a su medida y todo.

Como quiera que
-iko se resistió inicialmente, logramos que, por mediación de los europeos y con la cooperación del chino -an, -iko accediese a participar en la ceremonia presidida por -ier. Salir -iko a escena, un poco inquieta o tal vez incómoda, pero ahora con su mono traje blanco en lugar de su tierno kimono anterior, y presentada por su supuesto padre el chino -an, y luego -edro de novio, todo elegante y galante con su traje oscuro, con -eka que se ofreció para hacer de madre, y cuajarnos todos de risa, aunque siempre con la propia -iko a la retaguardia, fueron una misma cosa. Luego vino la ceremonia nupcial propiamente dicha, donde el -ier se aprendió de memoria los ...en las buenas y en las malas, ...los declaro marido y mujer, ... pueden ponerse los anillos, y... pueden darse un beso, y todo resultaba para todos cada vez más divertido e hilarante, excepto para la propia -iko, que comenzó a sospechar que se avecinaba algo peligroso, pero que ya no podía dar marcha atrás. Y, por fin, llegó el momento cumbre, en donde -edro, en alarde de realismo mágico aplicado, le estampó no un besito sino un rolo de beso frontal a -iko, en la mera boca y con un estruendoso muá, con el resultado de que -iko, quien en algún momento creímos que fingía o era presa de nada más que algún leve nerviosismo, se... desmayó fulminantemente y perdió el conocimiento.

Lo que siguió fue un barullo irrecordable, con llamen a un médico o a una ambulancia, busquen una compresa con agua tibia, o mejor pónganle hielo, mejor la llevamos así mismo a una clínica, yo les dije que no le dieran ron porque no está acostumbrada, ha sido presa de un
shock emocional, por esto es que a mí no me gustan las fiestas de latinos, y ahora qué vamos a hacer si no se recupera y qué le vamos a decir a la embajada japonesa, traigan un tensiómetro, hay que quitarle ese traje que le puede quedar apretado pues es de niña y ella a fin de cuentas es una mujer, colóquenla acostada pero con la cabeza en alto, con una almohada, ¡no!, como se te ocurre: es con los pies en alto, yo sé algo de respiración artificial, tú estás loco será para que la termines de matar, ¡epa!, parece que se está despertando, ¡sí!, está volviendo en sí, apártense y déjenle aire para que respire, ¿por qué no la llevamos a la terraza?, o mejor déjenla quieta que se termine de espabilar, ¿estás bien -iko?, bueno ya pasó lo peor, ¡yo te aviso!: puede tener una recaída, cómo te sientes -iko, qué te pasó -iko... Y entonces -iko se incorporó, se quedó callada como mínimo un minuto, pensando, rodeada del súbito silencio, y luego, a manera de conclusión, pidió delicadamente que la llevaran a la casa cercana en donde tenía alquilada una habitación, y así se hizo, a cargo de una comisión estrictamente euroasiática, no fuera a ser que estos venezolanos..., y la fiesta terminó, no sin una confusa tormenta de ideas sobre lo inexplicablemente ocurrido, casi una hora antes de lo previsto.

Al lunes siguiente, porque en el Centro no había asueto de carnaval,
-iko llamó discretamente para decir que prefería incorporarse el martes, cosa que hizo como si nada. Ante el mar de preguntas se limitó a decir que había tenido como una baja de tensión, que no entendía bien que había pasado, y que prefería no hablar del engorroso "accidente" (aunque en verdad quería decir incidente). Sólo ya a golpe de fines de marzo, casi a la víspera de su partida, pues -iko se comunicó con su embajada y solicitó adelantar su retorno a Japón, una venezolana, la encargada del centro de documentación, logró intimar con ella y conocer la verdad de lo ocurrido. Resultó, por un lado, que ella había creído que el Macondo de García Márquez era una especie de aldea de hobbits en El señor de los anillos, es decir un pueblo de ficción, jamás tan parecido a lo que aterrada había descubierto que era la realidad de América Latina, y, por otro lado, que en su cultura campesina, nada que ver con geishas, un beso en la boca de una joven virgen, como ella, era sinónimo de una desfloración conyugal, por lo cual ella sencillamente se había sentido violada y que había perdido para siempre su virginidad con aquel venezolano...

Nota bene: cualquier parecido de este relato con la realidad deberá ser considerado como mera coincidencia.

Sobre la aceptatividad latinoamericana

A la identidad aceptativa, como lo argumentamos en el artículo del martes pasado, la consideramos inherente a la condición humana. Carecería de sentido, digamos, que alguien ofreciera un curso para explicar lo que es el cariño o la convivencia, pues todos sabemos perfectamente de que se trata. Pero sí tendría sentido otro sobre cómo expresar el cariño a los demás, sobre todo cuando pertenecen a culturas diferentes a la nuestra. Los valores humanos fundamentales, o autovalores, como acostumbramos llamarlos en ambientes de confianza, están ya dentro de nosotros como si fuesen atributos de fábrica: sólo tenemos que activarlos y ejercerlos apropiadamente, como cuando adquirimos un computador que ya viene con software, pero tenemos que volverlo operativo. Los valores humanos son universales, y todos los humanos gozamos de emociones comunes en un 99,9%, pero sus matices, es decir las identidades específicas de cada etnia o cultura, y dentro de ellas de las diversas nacionalidades, localidades, poblados y hasta individualidades, varían significativamente.

En esta serie sobre las identidades, entrándole por vías desde pretendidamente científicas hasta quizás literarias, y a sabiendas de que nos estamos metiendo en camisa de once varas, nos empeñaremos en responder a este crucial asunto: ¿quiénes somos y qué nos distingue a los latinoamericanos? En este primer par de esfuerzos, el artículo del martes pasado y éste que, como dijimos, ya fueron pensados con perspectivas distintas, esperamos haber dicho algo relevante sobre el tema de nuestra identidad aceptativa o, lo que es igual, sobre nuestra emocionalidad a la hora de aceptar a los demás como son y no como si fueran como nosotros.

Y, para terminar,
un Tratado Completo sobre la Ternura y la Aceptividad



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