martes, 17 de noviembre de 2009

Más sobre las identidades en general y sobre nuestras identidades alegrativas

Al alborear el siglo XX en ningún país occidental se hallaba establecido el sufragio femenino o sufragio igual, y sólo en Nueva Zelanda se había aprobado pocos años atrás. Según datos de Internet, en la primera década lo alcanzaron Australia y Finlandia; en la segunda Noruega, Dinamarca, Irlanda, Polonia, Georgia, Rusia, Islandia, Luxemburgo, Alemania, Suecia, Países Bajos u Holanda, y, curiosamente, Uruguay; en la tercera, Estados Unidos, diversos países europeos más y, otra vez curiosamente, Ecuador; en la cuarta, España (hasta la noche franquista), Cuba, Turquía, Filipinas y El Salvador; en la quinta, Canadá, República Dominicana, Guatemala (sólo por cinco años), Panamá, Argentina, Venezuela (1947), Chile y Costa Rica; en la sexta Haití, Bolivia, México, Honduras, Nicaragua, Perú y Colombia, y otros más no latinoamericanos; en la séptima Paraguay, Brasil, y otros; en la octava, Suiza, Portugal, Sudáfrica y otros rezagados; y así hasta llegar al mero siglo XXI, en donde todavía en Arabia Saudita, Brunei, Líbano, Emiratos Árabes Unidos y el Vaticano, no votan las mujeres. Apenas ciertas diferencias en las concentraciones promedio de testosterona versus progesterona, y tal vez en la segregación promedio de adrenalina y otras hormonas afines, con sus consiguientes variaciones menores de comportamientos emocionales, fueron suficientes para alimentar, por siglos y más siglos, estereotipos y sobregeneralizaciones acerca de las diferencias de identidad entre el género masculino y el femenino. Todavía en los sesenta y setenta, se libró en el mundo occidental el que quizás fue el debate decisivo, en donde participaron desde eruditos hasta el vulgo, en torno a si, en su emocionalidad e inteligencia, las mujeres eran esencialmente iguales o distintas a los hombres, con gran cúmulo de argumentos de lado y lado.

Al final, hasta donde logré entender el curso y el desenlace del debate, las conclusiones fueron las siguientes: 1) las similitudes emocionales y de inteligencia entre hombres y mujeres sobrepasan abrumadoramente las diferencias; 2) las diferencias intergéneros, si bien existen en escasos ámbitos, tales como cierta mayor inteligencia verbal promedio o cierta mayor habilidad para descifrar gestos y otros mensajes no verbales en las mujeres versus cierta mayor habilidad espacial y matemática y cierta mayor propensión hacia comportamientos agresivos en los varones, resultaron ser mucho menores que las diferencias intragénero, es decir, las diferencias al interior de los individuos de cada sexo; y 3) la gran tarea, todavía pendiente, una vez igualados los derechos políticos y las oportunidades de educación, resultó ser la conquista del respeto, compensación y promoción política igual para estas modestas desigualdades en emocionalidad e inteligencia entre los géneros. Tan aplastantes fueron los resultados de este debate, en donde los sexistas salieron con las tablas en la cabeza, que, a partir de allí, de esos años, las mujeres se incorporaron plenamente a todos los órdenes de la vida contemporánea, en el que probablemente haya sido el más intenso proceso de democratización jamás habido.

Por su parte, las diferencias raciales, es decir, las diferencias asociadas a rasgos visibles o externos, al interior de una misma especie biológica, que se conservan mediante apareamientos entre individuos que comparten tales rasgos, y que fueron el obstáculo principal para el sufragio universal en los países, pues supuestamente denotaban identidades inferiores de ciertas razas respecto a otras, también fueron desmoronándose poco a poco. Las llamadas razas "de color" aprovecharon el tren de las sufragistas por el voto femenino, para unirle su propio vagón, en la gran mayoría de países, y conquistar el voto sin distingos de razas o voto universal. En este caso, diferencias prácticamente ridículas en las dosis de melanina, el pigmento oscurecedor de la piel para la protección ante los rayos solares, y diferencias también menores en la sección transversal del pelo y sus consiguientes tipos diferentes de rizados, con el mismo propósito protectivo, sirvieron de asidero para todavía más pertinaces prejuicios en torno a supuestas diferencias notorias de identidad entre las razas. Y si alguna sustentación quedaba, las recientes y contundentes investigaciones sobre el genoma humano, que han puesto de relieve la existencia de un 99,9% de similitud genética en todas las razas, incluyendo la absoluta coincidencia entre el cromosoma Y de todos los varones Homo sapiens vivientes y el de un Adán que vivió en África hace 60.000 años, o del ADN mitocondrial de todos los seres humanos vivientes y el de una Eva que deambuló por las llanuras africanas hace 200.000 años, la han echado por tierra inmisericordemente.

Las diferencias de identidad étnica, aquellas asociadas a rasgos ancestrales compartidos tales como la religión, la lengua y cierto paquete de costumbres, y que son reconocidas por los individuos como relevantes para su autoconcepción, no han corrido mejor suerte. En el presente, los libros de psicología que conozco se limitan a señalar la existencia de diferencias menores, tales como cierta resonancia positiva entre los fuertes sentidos de identidad étnica, generalmente ligados a una alta autoestima, y la percepción de los individuos de hallarse al interior de una cultura mundialmente dominante, como suele ser el caso de las diversas identidades étnicas de las minorías europeas que habitan en los Estados Unidos. Por todas partes, y sobre todo con la que quizás sea la herramienta intelectual más demoledora a la hora de triturar prejuicios y estereotipos, el meta-análisis, se arriba a conclusiones parecidas: las diferencias de identidad étnica son, al lado de las similitudes, minúsculas, y en ningún caso pueden justificar supremacías étnicas de ninguna índole. (Como es sabido, o por si acaso no se sabe, el meta-análisis, en lugar de partir de estudios sobre individuos o casos particulares, se apoya en estudios diversos basados en casos individuales, o sea, que se basa en el análisis de análisis).

Y entonces llegamos a donde queríamos, a la problemática de las diferencias de identidad cultural propiamente dichas, es decir, aquellas referidas a los comportamientos emocionales, en la medida en que se vinculan a grandes conjuntos compartidos de realizaciones materiales e intangibles, tales como expresiones artísticas y literarias, invenciones tecnológicas y bienes de consumo, por un lado, pero también valores compartidos, vale decir, creencias, actitudes y comportamientos fundamentales, por otro. Son estas identidades culturales, en tanto implican, y se apoyan en, comportamientos afines o disímiles en materia de aceptación de los demás, alegría de vivir, anticipación de acontecimientos y fenómenos, coraje ante la adversidad o lo desconocido, y, más complejamente, afecto por los semejantes o desafecto por los desemejantes, confianza en los demás y en sí mismo, entrega a causas individuales o colectivas, y, en el tope, amor al prójimo, las que, quizás demasiado ambiciosamente, estamos queriendo explorar aquí.

Entre otras dificultades para comprender esta problemática de las emociones a las que podríamos llamar complejas, cabe destacar que, al parecer, es poco lo que se sabe sobre ellas, por lo que la mayoría de los textos de psicología, fisiología, neurofisiología o endocrinología que hemos consultado tiran la toalla cuando de explicarlas se trata. Hemos encontrado que ya en las explicaciones sobre los mecanismos de la ira y la tristeza en las ratas, que bien podríamos considerar como emociones simples, se presentan situaciones complicadas en donde intervienen conjuntamente glándulas endocrinas y secreciones hormonales, órganos nerviosos y neurotransmisores, e instancias intermedias, a menudo asociadas a las actividades del llamado sistema límbico, con participación de centros de castigo y recompensa y de los llamados subsistemas neurohormonales. Estas neurohormonas, como la noradrenalina, la dopamina, la serotonina y la acetilcolina, interactúan tanto con las áreas nerviosas como con las endocrinas, y se presume que pueden actuar inversamente en las emociones de la tranquilidad y la alegría. Todo sugiere, entonces, que tendremos que arreglárnoslas sin una comprensión clara de la base material de las emociones, y que estamos todavía a años luz de algo que merezca el nombre de una fisiología, bioquímica o endocrinología del amor.

Pero, a pesar de las tinieblas circundantes, la gran pregunta que nos estamos haciendo, y la verdad es que no 100% convencidos de que podamos darle siquiera una respuesta aproximada, es la de si es posible, útil y conveniente distinguir diferencias, aunque sean modestas en comparación con las afinidades o con los inevitables mayores contrastes intraculturales, entre la identidad cultural latinoamericana, de una parte, y, de otra, las identidades asiáticas, europeas, norteamericanas o africanas. De antemano, vaticinamos o intuimos que, en el mejor de los escenarios, el resultado terminaría por ser análogo al de los casos de las identidades sexuales, raciales o étnicas, o sea, que las semejanzas arroparán a los contrastes, y que, de repente, sólo quedarán en pie modestas diferencias entre nuestra identidad cultural latinoamericana y las identidades de otras culturas. Pero en tal caso, ¡qué satisfactorio sería poder llegar, al cabo de esta serie de artículos, a algo así como la conclusión de que somos en alguna leve medida diferentes en nuestra identidad cultural y que de lo que se trata es de hacer merecer un mayor respeto por esas, repito leves, maneras distintas de ser o, quizá, sentir! En la peor perspectiva, terminaremos mordiendo el polvo intelectual de quien no lograría establecer diferencia alguna en cuanto a identidad cultural o, mucho peor todavía, si el caso fuese que tales diferencias, de existir, terminasen por ser deleznables o inmerecedoras de respeto alguno. Tal es la camisa de once varas en las que estamos metiéndonos, para colmo en medio de un anunciado cambio en los estilos de redacción de los artículos de los martes y de los viernes, que de pronto estamos vislumbrando como demasiado rígido o restrictivo. [¡Help!]

En materia de identidades culturales, lo único que pareciera firmemente establecido, tanto en la literatura de tipo científico como en la propiamente literaria que hemos conocido, coincidiendo con las vivencias personales que comenzamos a reseñar con el cuento sobre diferencias culturales del viernes pasado, y también de acuerdo a un buen número de trabajos con ganas de pasar las pruebas del temible meta-análisis, es que existen diferencias dignas de atención entre las culturas en principio más individualistas: estadounidense, canadiense, australiana y europeas, por un lado, que ven la toma de decisiones y la resolución de problemas individuales, sin excluir el establecimiento de relaciones con muchos otros individuos y grupos, como el motor o célula fundamental de la sociedad, y las culturas, también en una primera aproximación, más colectivistas: latinoamericanas, asiáticas y africanas, que ven en la acción y la cohesión grupal, y en la interrelación con grupos con intereses y conductas semejantes, el leitmotiv del avance social. Aunque es preciso destacar que, sobre todo después de la última hecatombe mundial, tanto en Europa, y sobre todo en los países escandinavos, como en Norteamérica, sobre todo en Canadá, y en Asia, sobre todo en Japón, se han desatado interesantes tendencias que apuntan hacia la búsqueda de equilibrios entre lo individual y lo colectivo.

Distintos indicios sugieren que los europeos y sus seguidores, haciendo abstracción, por el momento, del hecho de que hoy muchos parecieran estar de regreso de esa deriva, en su empeño por prevalecer y lograr apoderarse de las riquezas acumuladas por pueblos pacíficos o no tan pacíficos, de su propio o de otros continentes, desarrollaron una identidad peculiar y un paquete de capacidades que les permitieron convertirse progresivamente en los jefes del planeta. Para empezar, alcanzaron identidades anticipativas facilitadoras de la concentración mental en la manipulación de la naturaleza y en la preparación de maniobras, tácticas y estrategias, que les permitieron, en conjunción con capacidades políticas bélicas y productivas, y luego con el reforzamiento de las emociones de la agresividad y el rechazo a otros pueblos, hacer de la guerra, las invasiones y el sometimiento del prójimo un modus vivendi. Y, si fuese valedera la hipótesis que venimos acariciando, esta estadía prolongada en las emociones de la anticipación, el rechazo y la agresión, debería haberse traducido en una menor frecuentación en las emociones básicas de la alegría y la aceptación de los demás, y es allí donde vemos las raíces de un individualismo que podría haber excedido los límites de lo sana o, cuando menos, deseablemente humano.

Y, por su lado, los asiáticos, y más que nadie los japoneses, que, hablando a grosso modo le apostaron duro a la conquista de la hegemonía mundial o al menos continental, y terminaron, aunque sepamos que con no poca iniquidad, pero terminaron al fin, mordiendo un polvo que ningún otro continente ha saboreado, el termonuclear y radioactivo, también habrían derivado relativamente hacia las emociones básicas del coraje, el rechazo y la agresión, con su correspondiente, insistimos, si fuese válido lo que estamos elaborando, pérdida de alegría e identidad aceptativa. No es posible, es lo que estamos sosteniendo, doparse por generaciones tras generaciones con sobredosis de testosterona y adrenalina, y pretender que los niveles de oxitocina sigan tan campantes; o, dicho en otros términos, cada hora de nuestras vidas que pasemos agrediendo, explotando o intentando dominar a otros, es una hora menos de que disponemos para estar alegres, tranquilos, relajados o aceptando a esos mismos otros, por lo cual, a la larga, terminamos pagando el precio de cambiar nuestra identidad. Y todavía con otras palabras: no parecen gratuitos la infinidad de relatos que hemos escuchado acerca de la soledad y la tristeza relativas de los europeos y la mayoría de asiáticos -como grandes grupos culturales y no viéndolos individualmente, pues, como sabemos, a nivel individual hay de todo en todas partes-, o, en sentido, contrario, que africanos y latinoamericanos, los continentes que jamás hemos salido de nuestras fronteras a avasallar a otros, seamos aparentemente más alegres y aceptativos, incluso a pesar de nuestras mayores penurias materiales relativas. Si de algo sirve, no he visto nunca nada colectivamente tan alegre como un baile de múltiples parejas al son de tambores africanos.

Y arribamos así al núcleo de nuestra reflexión. Si lo dicho hasta aquí tiene coherencia, y si verdaderamente tiene sentido pensar en la posibilidad de una rosa de las identidades emocionales a nivel de grandes conjuntos de naciones, entonces nos preguntamos: ¿No seremos los africanos y nosotros los latinoamericanos, por demás los hijos de la panadera en materia de conquistas, colonizaciones e invasiones, y también de atrasos en nuestras capacidades productivas y de otra índole, una especie de reservorio mundial de emociones aceptativas y alegrativas? ¿No seremos acaso, una porción hacia la cual tendrá que mirar la humanidad toda a la hora de regresar de milenios de ebriedad agresiva y rechazativa? ¿No será aquí donde se podría comenzar a edificar, o al menos hacer una contribución decisiva a la gestación de un nuevo modo de vida verdaderamente basado en el -aparentemente imposible de florecer en Europa y buena parte de Asia- principio del amar a los demás como a nosotros mismos?

Pero, ¡ojo!, por nada del mundo queremos sumar leña a cierta candela, que ha comenzado a volver a arder en América Latina, heredera de los terribles prejuicios sobre la raza cósmica del mexicano Vasconcelos y compañía, quien quiso poco menos que proclamar que en estos confundidos cuchitriles del planeta ya estaba emergiendo un nuevo género humano, o inclusive de las metáforas de Rodó sobre el ángel gringo malo y el ángel bueno nuestro. Sólo estamos hablando de contribuciones, análogas, por ejemplo, a las irreversibles contribuciones que en materia de ciencia y tecnología han hecho europeos, estadounidenses y, cada vez más japoneses y chinos, a la causa de la civilización. Ni tiene nada que ver con nuestra idea la ilusión de una América indígena enfrentada a las culturas occidentales.

Estamos conscientes de que en Venezuela, y en buena medida en Bolivia y Nicaragua, y paradójicamente mucho más que en la Cuba contemporánea, en nombre de una explicable reacción frente a siglos de exclusión eurocentrista y de una más que justificada defensa de valores y saberes autóctonos, está en marcha un movimiento que apunta en en el sentido equivocado de hacer del odio, o al menos el rechazo, hacia Europa y los Estados Unidos la fuerza impulsora de la construcción socialista. Hace poco tuve la oportunidad de oir, en un apoteósico congreso sobre el rol de la ciencia y la tecnología en la construcción del socialismo venezolano del siglo XXI, la tesis, oficialoide al menos, de que la ciencia y la tecnología capitalistas eran inaptas para el socialismo buscado, por lo que deberían ser reempla- zadas por los saberes populares... O de ver, en letras gigantescas desplegadas a la salida del teleférico en la cumbre del cerro de El Ávila, a cuya falda está la ciudad de Caracas y como para que ningún visitante o turista extranjero deje de verla y de atemorizarse, una amenazante frase atribuida a nuestros indígenas caribes, los consentidos de la izquierda guerrerista criolla.

Nos resulta más que claro que este camino de la subestimación y contradiscriminación de los aportes de otras culturas no nos conduce sino a la pérdida de tiempo, a la perpetuación de nuestros no pocos males, y, tarde o temprano, a un callejón sin salida, y definitivamente no son estas las posturas que queremos reforzar. Por el contrario, en tal contexto, no pareciera de más insistir en el abrumador cúmulo de experiencias emocionales, tales como la tristeza ante la pérdida o alejamiento de un ser querido, el desconcierto y el miedo ante un ataque sorpresivo, la alegría ante el hallazgo de un objeto valioso extraviado o el encuentro con una persona querida, o la interpretación de las expresiones faciales básicas, que nos identifican a todos los humanos y que son comportamientos emocionales que trascienden cualquier diferencia cultural.

Desde el punto de vista material, es indudable que nuestra emocionalidad latinoamericana, para bien o para mal, se ha conformado también al calor de una cultura occidental: ¿quién no conoce, aunque sea de oídas, la historia de amor de Romeo y Julieta, o no se ha sentido quijotesco aunque sea alguna vez en su vida? La interacción con bienes, artefactos y servicios, que han pasado a ser una segunda naturaleza, empezando por el uso de computadores y de Internet, a través de los cuales, por ejemplo, este mismo blog está tratando de comunicar ideas y, en alguna instancia, expresar emociones sobre la expresión de emociones, es otro robusto factor que nos marca irremediablemente. Lo cortés no tiene por que excluir lo valiente, y viceversa. Ningún rechazo contra ninguna cultura, y sobre todo ninguna ceguera contra todo lo que tenemos de inexorablemente común con, y que aprender de, los logros culturales de nuestros conquistadores europeos o sus discípulos estadounidenses, nos va a conducir a parte alguna, o a lo menos a alguna que valga la pena.

Al proceder reactivamente, rechazando y subestimando a quienes por siglos nos han rechazado y subestimado, estaríamos desafortunadamente aplicando una ley del Talión, o del ojo por ojo y diente por diente que, de entrada, nos empobrece e intoxica espiritualmente, y en donde, en definitiva, es poco lo que tenemos que ganar y mucho lo que perder. Y, si nos descuidamos, nuestra América Latina, que ya ha empezado a liderar los indicadores mundiales de crímenes y delitos per cápita, podría terminar en una suerte de peor de los mundos o un reino de las arrecheras, el atraso, la impotencia y el resentimiento. Todavía estamos a tiempo de optar por un destino distinto, en donde hagamos una contribución a la restitución de la aceptación de los demás con alegría, sabiduría y coraje, es decir, del amor, que pareciera ser la emoción rectora que, como género y especie, ha anhelado la humanidad por millones de años.

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