martes, 12 de enero de 2010

La regla dorada de la moral como vínculo entre identidades y capacidades

"... No dictarás sentencias injustas. No harás favores al pobre, no te inclinarás ante el rico, sino que juzgarás con justicia a tu prójimo. No calumniarás a tu prójimo ni buscarás medios legales para hacerlo desaparecer. No odies en tu corazón a tu hermano; pero corrígelo, no sea que te hagas cómplice de sus faltas. No te vengarás ni guardarás rencor contra tus paisanos, sino que más bien amarás a tu prójimo como a ti mismo..."
Levítico. 19: 15-18.- [Texto fundamental tanto judío como cristiano e islámico, pues es parte de los cinco libros esenciales que conforman la Ley, el Pentateuco o Torah, reconocida por las tres religiones
que afilian, sobre todo las dos últimas, a aproximadamente el 54% de la humanidad].

"Ninguno de ustedes será un creyente hasta que quiera para su hermano lo que quiere para sí mismo".
Imán an-Nawawi.- Los Cuarenta Hadices (o Tradiciones Proféticas). 13.- [Texto fundamental,
complementario del Corán, de la religión islámica que afilia a aproximadamente el 21% de la población contemporánea].

"No juzguen a los demás y no serán juzgados ustedes. Porque de la misma manera que juzguen, así serán juzgados ustedes, y la misma medida que ustedes usen para los demás, será usada para ustedes. ¿Qué pasa? Ves la pelusa en el ojo de tu hermano, ¿y no te das cuenta del tronco que hay en en el tuyo? ¿Y dices a tu hermano: Déjame sacarte esa pelusa del ojo, teniendo tú un tronco en el tuyo? Hipócrita, saca primero el tronco que tienes en tu ojo y así verás mejor para sacar la pelusa del ojo de tu hermano. [...] Todo lo que ustedes desearían de los demás, háganlo con ellos: ahí está toda la Ley y los Profetas".
Mateo.- "Sermón de la Montaña. 7: 1-5, y 12".- En: La Biblia: Nuevo Testamento.- [Texto fundamental del cristianismo, que, con sus variantes, afilia al 33% de los habitantes del globo].


Tzyy Gonq: ¿Existe un único principio que pueda guiar la propia conducta a través de la vida? Confucio: Quizás sea el principio de la reciprocidad [shu], ¿no es cierto? Lo que no desea que le hagan, no lo haga a los otros".
Confucio.- "El arte de vivir. 361".- En: Analectas.- [Texto fundamental del confucianismo, que, junto al taoísmo y con sus diversas variantes chinas, acoge a cerca del 6% de los Homo sapiens].
"No hieras a los otros con aquello que te causaría dolor a tí mismo".
Udana: La palabra de Buda. 5: 18.- [Texto fundamental y uno de los más antiguos y venerados del budismo, con cerca del 6% de la sociedad humana viviente].


"Nunca le hagas a los demás lo que te haría daño a tí mismo".
Vishnu Sarma.- Panchatantra. 3:104.- [Texto fundamental y clásico del hinduísmo, que cobija a cerca del 13% de las personas, religiosas o no, del planeta].

La comúnmente llamada regla dorada de la moral, a saber, no hacerle a los demás lo que no nos gustaría que nos hicieran a nosotros, o, lo que es igual, tratar a los otros como desearíamos ser tratados, es una especie de corolario obvio de nuestra identidad amorosa. En efecto, en una sociedad humana sana, sin relaciones de explotación, opresión o alienación, con hombres y mujeres ejerciendo los roles de, digamos, su diseño biológico y antropológico, es claro que no habría siquiera que ocuparse de enunciar tal regla pues sería el pan nuestro de cada día.

El indicador esencial de semejante estado de salud social, como venimos argumentando, sería el equilibrio de las funciones desempeñadas por los representantes de ambos sexos, pues a partir de allí se impulsaría el proceso de contención de la fuerza bruta, así como de despliegue de nuestra inteligencia, amor y afán de cooperación con nuestros semejantes, que impregnaría todas las actividades sociales y, muy probablemente, las relaciones con miembros de otras etnias humanas y hasta del resto de especies vivientes y de la naturaleza toda. Hay serios motivos para pensar que, sin llegar a extremos idílicos, este para nosotros curioso estado debió haber sido el dominante en nuestras sociedades durante mucho más del 90% de la existencia de nuestra especie y del 99,9% desde la aparición de nuestro género Homo.

Pero, inversamente y ante el extravío civilizatorio que significa el reino del desamor en que vivimos desde hace rato, es también claro que la práctica de la regla dorada se convierte en un caso excepcional, mientras que la aplicación de una especie de regla de hierro, en donde estamos dispuestos a tratar al prójimo como jamás nos gustaría que nos trataran a nosotros, se coloca en el orden del día. Y, por supuesto, si el macho humano trata a la hembra humana cercana, que lo ha parido y amamantado, lo apoya cotidianamente, lo acaricia con ternura y le permite tener descendencia, con prepotencia, rudeza y violencia: ¿qué se puede esperar de su trato con los demás seres humanos y con el resto de seres vivos y naturales? No es extraño entonces que, contra cualquier prescripción religiosa, ética o simplemente emocional, nuestras civilizaciones, todas, funcionan poco más o menos bajo el principio tácito de aprovéchate de tu fortaleza para tratar a los seres más débiles e indefensos como nunca permitirías que te tratasen a ti. (Esto de indefensos, por supuesto, es una ilusión, pues estos seres, directa o indirectamente, se vengan de la dominación de los privilegiados masculinos haciendo, en el caso humano, que nada funcione como debería, y, en el no humano, a través de mecanismos parecidos a la venganza, contra nuestros abusos e inconsciencia, que amenazan con desterrarnos tarde o temprano quizás a otras galaxias...)

Con semejante alejamiento milenario de las que parecieran haber sido las tendencias centrales de nuestro comportamiento humano durante decenas y centenas de miles y aun millones de años, se entenderá que ningún proceso de restauración de nuestra identidad confundida, sin el cual todo lo que hagamos es, al decir del I Ching chino, un "trabajo en lo echado a perder" o, más castizamente, "como arar en el mar", puede ser sencillo o inmediato o, por supuesto, apto para apurados y ni qué decir de histéricos.

Sin embargo, como venimos argumentando en esta recta final de nuestra serie sobre las identidades humanas y latinoamericanas, en el fondo de esta caja de Pandora que hemos abierto yace una esperanza que, con su correspondiente dosis de afecto y audacia, bien podría servir para emprender, o mejor continuar, pues nunca se ha interrumpido, el avance hacia el mundo perdido de la confianza y la entrega y, con éstas, por fin, de nuevo hacia el amor. Y es aquí donde, afortunadamente, la regla dorada, que no por casualidad aparece meridianamente explícita en el corazón del corazón de los supuestos libros sagrados revelados por el Creador del mundo a nuestros más remotos antecesores, nos viene al pelo como herramienta privilegiada para la reconstrucción civilizatoria.

Si en algún momento dijimos que las identidades son algo así como capacidades antropológicas innatas o genéticas, ha llegado el momento de decir que son también el producto del ejercicio prolongado de nuestras capacidades más puramente espirituales o culturales. Y así como nuestras emociones parecieran constituirse en varios niveles: desde el primario, en torno a las emociones básicas de la aceptación, la alegría, la anticipación y el coraje, seguidas de una instancia secundaria, la del afecto, la esperanza y el coraje, y de otra instancia más, que incluiría la confianza y la entrega, hasta llegar al amor en la cúpula de nuestra emocionalidad e identidad, asimismo todas esas emociones de menor nivel son regidas por las de mayor nivel que, a su vez, se refuerzan y se restauran, o se inhiben y degradan, a partir de la transformación de nuestras capacidades. La regla dorada de la moral, de por sí una herramienta ética o cultural, y por tanto susceptible de ser enseñada, aprendida, practicada, memorizada, repetida y difundida, es, desde la perspectiva que aquí se sustenta, la clave para regir simultáneamente tanto el proceso consciente de transformación de nuestras capacidades como el proceso inconsciente de restauración de nuestras identidades.

En otras palabras, afirmamos que la situación de debilidades en el segundo nivel de identidades, que hemos detectado en el caso latinoamericano, así como las preocupantísimas ambigüedades que hemos hallado en el tercer nivel, en prácticamente todos los casos, y la distorsión civilizatoria mayúscula que hemos encontrado en el nivel tope, en donde el desamor pareciera estar usurpando socialmente, desde hace unos pocos milenios, entre nosotros y por doquiera, el puesto del amor, pueden y deben ser corregidas bajo la rectoría de la regla dorada de la moral. Y si nosotros, los miembros de esa extraña séptima parte de la humanidad que aparece en las estadísticas de las religiones como "no religiosos" y "ateos", estuviésemos dispuestos a aceptar esta regla dorada como acorde con nuestra comprensión de la esencia humana, ¿qué excusa podrían tener para no obedecerla aquellas y aquellos que la consideran revelada a los mortales por el mismísimo Dios?

Puesto que nuestro artículo se alargaría más desproporcionadamente que de costumbre, y dado que nos estamos estrenando con la nueva realidad del racionamiento eléctrico en Venezuela, que nos dejó, con un apagón -alias paro dizque programado- de cinco horas, sin Internet por ídem y con los crespos hechos para su publicación regular, lo que nos obliga a presentar las excusas de rigor por el retraso ante nuestra tal vez no masiva pero sí digna audiencia, dejaremos para la próxima entrega nuestro intento de sistematizar, o por lo menos ordenar un poco, la manera como creemos que puede aplicarse esta regla dorada, especie de vínculo o interfaz entre capacidades e identidades. Si encontrásemos la manera de hacer valer esta regla en nuestras conductas a múltiples niveles, es mucho lo que podríamos lograr en provecho de sacar de su atolladero las calidades de vida en nuestro subcontinente y nuestra subestrella solar. Claro que el desafío no es trivial, pero lo intentaremos, y como no estamos aquí para ser famosos sino para ser coherentes, entonces lo intentaremos al cuadrado.

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