Con mis ilusiones confesas, y el sabor del polvo de la derrota todavía en mis labios, me dispongo entonces a intentar decir en tres artículos lo que creí que cabría en uno, anticipando que ni aún así quedarán contentos ni los de adelante ni los de atrás de la pantalla, a quienes de antemano les imploro sus perdones para quien lo más seguro es que no sepa bien lo que hace...
A la problemática de la libertad de conciencia o de creencias, que con su aparente espiritualidad e inocencia está seguramente detrás de buena parte de las mayores masacres de la historia, la vemos girar en torno a la pregunta de si la sociedad puede permitir o no que la gente se deje guiar por sus impulsos internos, cuando es sabido que dentro de tales impulsos suelen acechar toda clase de malvados y perversos instintos, o si es preciso coartar, reprimir y castigar tales impulsos lujuriosos, iracundos, criminales, mentirosos, envidiosos, gulosos, perezosos y compañía, para beneficio y tranquilidad de todos. La mayoría de las grandes guerras se desenvuelven según el esquema de que la nación, o el grupo de poder nacional, A, que se autoconsidera la encarnación del bien, considera que la nación o el grupo social B representan una encarnación del mal y que, librados a su antojo, terminarán acabando con A, de donde se deriva que A tiene que acabar primero con B antes de que B acabe con A; con el añadido de que tal razonamiento, pero con las letras invertidas, es exactamente el que se hace B en relación a A. Sólo muy contadas veces en la historia, alguno de los bloques, o un tercero, ha logrado desmarcarse de tal lógica, tal y como ocurrió en la época de Jesús y los primeros cristianos, bajo el imperio romano, o como, sin ir tan lejos, aconteció en la India, bajo el liderazgo de Gandhi, a mediados del siglo pasado, o en Sudáfrica, con Mandela, hace poco, y se han superado conflictos que parecían sempiternos e insolubles.
Hasta donde la entendemos, la difícil de tragar fórmula jesusiana de amar hasta a nuestros enemigos significa, en nuestro lenguaje, que tenemos que asumir plenamente y sin ambages nuestra identidad amativa y que, una vez lograda esta asunción, que reclama la más honda confianza en, y entrega a, nuestros coterráneos, la problemática de la libertad de conciencia y de quiénes son los buenos y quiénes los malos tenderá, colectiva e históricamente, a resolverse sola. Por supuesto, esto plantea el siempre incómodo asunto de quién le pone el cascabel al gato, pues si nos ponemos zoquetes es capaz de que nuestros enemigos se dediquen tan campantes a hacer parrillas con nosotros, con lo cual queda admitido que no es fácil poner en práctica este principio. Pero resulta que ya de este tema hemos hablado: la clave para superar este dilema no es otra sino la aplicación sostenida e incansable, pero gradual, de nuestra regla dorada de la moral hasta que algun día se convierta en sentido común. El dilema no consiste en si tardaremos mucho o poco en edificar una sociedad amorosa y plenamente regida por esta regla dorada, sino en si tiene sentido construir algún otro tipo de sociedad que merezca el calificativo de humana. Si es absurda, inviable y contradictoria en sus términos la idea de una humanidad cultora del desamor, el egoísmo y el odio entonces cuanto antes y cuanto más colectivamente empecemos, o continuemos, a enderezar el entuerto en que nos hemos metido pues tanto mejor.
Como cabría esperar, ante esta problématica de la libertad de conciencia o de creencias, se han definido grandes escuelas de pensamiento análogas a, y solapadas con, las que citamos para el caso político. Está la de quienes, entre pitos y flautas, como Platón, Aristóteles, Agustín, Tomás de Aquino, Hobbes y afines, postulan que el ser humano es como un niño malcriado que requiere ser tutelado y castigado periódicamente, o eternamente si se empeña
Frente a todos ellos, y con otros como los que también ya hemos mentado, planteamos que cualquier solución al interior de una civilización desencontrada con su identidad esencial es pura pérdida y que, en definitiva, sólo restituyéndole al amor, a la fraternidad, la primacía que le corresponde, podremos volver a dar pie con bola, por lo cual -¡orden en la sala y un poco más de respeto a los retratados de marras, pues no es hora de reírse...!-, desde nuestra infinitesismal insignificancia, abogamos por un sueño de Fraternidad, capacidad y libertad, bajo el entendido de que bajo tal precepto alcanzaremos tanto la libertad individual y socialmente necesaria como la igualdad humanamente posible, no por decreto sino como resultado inevitable. La situación, a nivel de toda la sociedad, se nos parece a lo que hemos vivido en las familias conocidas o de las que hemos sido parte: cuando hay amor suficiente entre los adultos miembros los problemas relacionados con el ejercicio de la libertad de los niños biencriados tienden a resolverse solos y no hay necesidad de estarlos castigando ni consintiendo; pero, por supuesto, cuando escasea el amor en la pareja nuclear y en la familia toda, entonces la formación de los niños se vuelve un hay que castigarlos por que están muy malcriados, están malcriados porque se les consiente, y se les consiente por que se les castiga mucho, y así sucesivamente, si se potencia la escala, cual civilización cualquiera...
Las cosas no están muy bien encaminadas en cuanto a extensión se refiere, pero aquí ha surgido una interesante esperanza de brevedad, derivada del hecho de que, aparentemente, la lógica de los razonamientos y argumentos en las discusiones sobre los distintos tipos de libertad tiende a parecerse a lo que ya hemos expuesto. De allí que empezaremos, aprovechando de paso la oportunidad de que los retratos y obras de científicos sociales, científicos naturales, profesionales y técnicos, literatos, personajes históricos y afines no están en este estudio..., a sacarle el jugo a aquello de que a buen entendedor -sobre todo si el explicador no es de los mejores- pocas palabras.
En cuanto a las libertades y la coerción en el plano económico, una de las arenas favoritas de la modernidad, la discusión suele plantearse en términos de si debe permitirse que cada quien sea libre de producir lo que quiera y cuanto quiera y pueda y cada quien comprar y consumir lo que le provoque, sin más restricción que las que establezca el ciego Mercado, o si, ante las imperfecciones del alma y la sociedad humanas, es necesario que intervenga papá Estado para poner orden en la borrachera. Por supuesto que aquí los liberales, con Adam Smith y su La riqueza de las naciones con la batuta, más Ricardo, J. S. Mills, y por si fuera poco con el refuerzo contemporáneo de los monetaristas a lo Freeman y compañía, son partidarios de la libertad, mientras que Marx, con su Capital y periféricos, Lenin y su El Estado y la revolución y parientes, y, por encima de todos, el camarada Iósiv Vissariónovich Dzugashvili, menos mal que alias Stalin (cuyo retrato no está en la biblioteca, aunque pensándolo bien, quizás valdría la pena ponerlo en negativo y boca abajo), con su teoría y práctica de El socialismo en un solo país y su enjambre de catecismos soviéticos, son los partidarios de apuntalar a la necesidad con el Estado hasta tanto la niña libertad pueda desenvolverse por si sola cuando llegue la época de las calendas griegas...
Nos alegraríamos mucho si algunas lectoras empezaran a sentir que redundamos y estamos fastidiosos, puesto que ya se imaginan lo que vamos a decir, pero, no vaya a ser cosa de que el olfato nos engañe, más vale que digamos que nos parece todos estos honorables caballeros están más pelados que rodilla de chivo al empeñarse por tomar partido no sólo entre los polos de un dilema falso, sino al interior de una problemática falsa y de una civilización extraviada. (¡Perro! ¡Qué atrevimiento! ¡Cómo se nota que el supuesto bloguero no está en el área de la Cota 3: Ciencias Sociales, y, por supuesto 33: Economía, con sus correspondientes retratos del admirado Marx y demás miembros del seudosantuario, para que le halen las orejas!). O sea, que la discusión acerca de si Mamá Mercado debe consentir a los niños y dejarles que actúen como les dé su gana o si Papá Estado debe mantenerlos reprimidos para mantener y regular el orden y que no se les ocurran malas acciones, sólo tiene sentido en el seno de una sociedad enferma y desamorada. En una sociedad sana, e inclusive en una empeñada en serlo, como repetimos, nos luce el caso de las sociedades escandinavas, canadiense y hermanas, no sólo los conflictos entre Mercado y Estado tienden a resolverse por sí solos, permitiendo la atención a las necesidades de todos y equilibrando las libertades individuales con las colectivas, sino que, gracias a la capacitación y a la aplicación creciente de la regla dorada de la moral, los ciudadanos, es decir, el Capacitado, el Moralizado, el Amado, el Fraternizado, el Compañerado y etcétera, tienden a resolver buena parte de los problemas económicos sin intervención ni del Mercado ni del Estado.
Verbigracia: cada vez que he visitado alguno de esos países, e inclusive ciertos rincones humanizados de otros, como es el caso de ciertas áreas de Boston y alrededores, en los Estados Unidos, me quedo atónito de ver la escala de la distribución, a cargo de organizaciones privadas, e incluso de las familias e individualidades, desde los garages de sus casas, de toda clase de ropas, zapatos, electrodomésticos, muebles, adornos y muchos afines de segunda mano, así como repartos y ventas no comerciales de comidas y comedores asistenciales organizados privadamente, e incluso de prestación de servicios, que incluyen el caso de gerentes y profesionales exitosísimos saliendo apurados de sus oficinas para no llegar tarde a sus citas de apoyo a las tareas escolares de los niños de un barrio pobre, con criterios que no tienen que ver ni con el Mercado, con el equilibrio de precios entre oferta y demanda, ni con regulación alguna del Estado. Pareciera entonces que basta con que comience a respirarse suficiente amor en la atmósfera social para que a la gente se le empiecen a ocurrir cada vez más ideas, estrafalarias tanto para liberales como para sovietosos, tales como la de donar sus ropas o accesorios domésticos usados a quienes los necesitan y no pueden comprarlos nuevos. En incontables ocasiones he sabido de casos de compatriotas latinoamericanos que se jactan de haber conseguido hasta el mobiliario completo de sus casas en tales países, sin intervención alguna del Estado y sin pagar un céntimo o pagando algo que poco o nada tiene que ver con mercados ni ocho cuartos...
Llegadas las cosas aquí, y con ganas de curarme en salud, plantearé entonces como ejercicio para la casa de lectores avanzados, y ¡ah mundo si algunos se atrevieran a presentar su tarea bajo el formato de comentarios a Transformanueca, para beneplácito de ésta y sus visitantes!, los casos de la libertad de expresión versus la necesidad de censura; de la libertad de movimientos, desplazamientos, fijación de residencias y acceso a bienes territoriales versus la necesidad de preservar la propiedad de quienes han construido bienhechurías con su trabajo o han recibido el legado de sus antepasados, o de preservar los recursos ambientales; de la libertad de aprender y validar cada quien por sí mismo sus conocimientos versus la necesidad de establecer dogmas, verdades (no importa si es Transformanueca quien crea sabérselas todas) o tabúes sociales que queden fuera de discusión, para asegurar cierto orden social; de la libertad de emprender proyectos innovadores para obtener nuevos bienes y servicios versus la necesidad de alargar la vida útil de los logros anteriores para preservar los recursos sociales y darle más chance a los rezagados en poder adquisitivo; de... (también queda como ejercicio la búsqueda de más esferas de aparente conflicto entre necesidades y libertades).
No obstante, y cuando las cosas, gracias a la brillante (?) ocurrencia anterior, parecieran estar mejorando en cuanto a extensión probable del artículo, hay dos aspectos que, por más complicados y menos familiares para el grueso de mis poco académicos lectores, deseo tocar aunque sea brevemente: uno es el de la dialéctica de la libertad y la necesidad en la historia, y otro el de las relaciones entre libertad y necesidad en la naturaleza (¡Gulp!: estos temas vuelven a quedar en los correderos de la propia Cota 1: Filosofía, con, cual moros en la costa, mirones indiscretos a mis espaldas...) / (Esto es el colmo: ¡qué brío tiene esta Transformanueca: acusar de "mirones indiscretos" de sus pistoladas filosóficas nada menos que a Aristóteles, Platón, Kant, Hegel y demás figuras filosóficas venerables, cuyos retratos, encima, fueron puestos en su sitial de honor por el mismísimo falta é respeto y piazo é bloguero ése, a quien, a pesar de que nadie le lee su blog, parece que se le están subiendo los humos a la cabeza! ¡¿Cómo sería si el blog tuviera lectores en serio?!...)
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