martes, 5 de enero de 2010

¿Por qué hay tan poco y es tan efímero el amor en nuestras sociedades?

Frente a la imponente prédica, que tuvimos oportunidad de sondear en la entrega anterior, de los más granados pensadores y líderes espirituales de una amplia gama de culturas en torno al amor como emoción humana cimera e ideal, se erige la monumental evidencia del desamor y el egoísmo imperantes en nuestras sociedades, con la consiguiente escasez y condición efímera de aquel. ¿De dónde emana tanta incongruencia, que quizás contenga la mayor de las brechas entre nuestros dichos y hechos? Falta de fe pregonan los sacerdotes, pérdida de valores, materialismo y debilitamiento de la vida familiar apuntan otros, el capitalismo tiene la culpa asegura la izquierda, la ambición comunista lo va erosionando todo expone la derecha, el amor es una entelequia aseguran los cínicos, el amor es cosa de muchachos y lo mío es el poder, la seguridad, el billete, la fama, dicen demasiados contemporáneos y no tanto...

No obstante, por lo que a nosotros se refiere, estas explicaciones no nos satisfacen en absoluto, y más bien parecen una manera de replantear el asunto o, como se diría en matemáticas, un mero cambio de variables, pues acto seguido cabría preguntarse: ¿por qué se ha debilitado la fe? ¿Por qué se han perdido los valores, se ha materializado la vida y se ha debilitado la familia? ¿De dónde sacan tanta fuerza el capitalismo o los movimientos comunistas para arremeter contra lo que pareciera una identidad humana esencial? ¿Por qué habría de quedar el amor para los muchachos? ¿O será que el amor es una entelequia inalcanzable, un tema de poetas y místicos, una ilusión inaccesible para el hombre y la mujer comunes, apenas levemente intuible o conocible para el grueso de los mortales?

A sabiendas de que estamos ante preguntas del más grueso calibre, y seguramente metidos en camisa de once varas, no queremos, sin embargo, soslayar el asunto, y nos atreveremos, incluso aceptando las restricciones de espacio que impone nuestro canal de comunicación, a asomar los mejores resultados de nuestras, si no profundas, cuando menos persistentes reflexiones sobre el asunto.

Para empezar, descartaremos, por contraria a nuestras más elementales intuiciones y sentido común, y también por incongruente con las evidencias biológicas y antropológicas que tanto hemos destacado en este blog en torno al sentido pacífico y cooperativo que ha tenido la evolución de nuestra especie, la hipótesis de que la postulación del amor como emoción humana más elevada pudiese ser una suerte de mentira o hipocresía social superlativa, o una manera de martirizarnos o esquizofrenizarnos, cual bestias queriendo dárselas de criaturas angelicales o dejándose guiar por anhelos fuera de sus posibilidades.

Una mirada imparcial a nuestra anatomía y fisiología, como resultado de un largo proceso evolutivo; un examen del contenido esencial de la miríada de poesías, cuentos, novelas, ensayos, monografías científicas, canciones, melodías musicales, sermones y escrituras religiosas, obras teatrales, películas, pinturas, esculturas y tantas otras expresiones culturales con que nos hemos topado en nuestras vidas; las respuestas que hemos conocido que muchísimas personas dan a la pregunta de qué es lo más importante en sus vidas; la conversaciones que con tantas personas queridas y respetadas, y en las más variadas circunstancias, hemos sostenido acerca de las cosas verdaderamente esenciales en nuestras existencias; y, sobre todo, la lectura interior que hacemos acerca de qué es lo que en última instancia nos mueve y anima, nos llevan a creer que es extremadamente poco probable que el sentimiento y la vocación amorosa de que tanto nos ocupamos sean una ilusión o una forma de autoengaño, y que, por el contrario, se trata de una aspiración humana absolutamente genuina aunque indudablemente muy ardua de realizar.

Una de las mayores luminarias de nuestra cultura occidental, René Descartes, en su Discurso del método, después de pasearse por la posibilidad de que todas nuestras percepciones del mundo exterior pudiesen ser falsas, concluye, con su legendario cógito ergo sum, que, sin embargo, el ente que hace la reflexión sobre la falsedad de todo lo demás no puede ser, el mismo, otra falsedad, sino que tiene que existir realmente, de donde su pienso luego existo, que luego se convierte en motto de toda la ilustración y aun la modernidad. Valiéndonos de nuestra condición de bolsas profesionales, y encima productores directores, editores y redactores y distribuidores de un blog de muy escasos lectores, y por tanto con todos los derechos adquiridos para expresarnos cual nos plazca sin temor a ridículo notorio alguno, nos atrevemos a afirmar que, si bien lo dicho por este genio no nos parece disparatado, todo su razonamiento, con el añadido de que así puede sujetarse a mayores verificaciones o refutabilidades externas, es perfectamente aplicable a los sentimientos, a las intuiciones, a las percepciones mismas y, sobre todo, a las emociones.

En efecto, podría ocurrir que todo lo que siento sea una ilusión, pero no puede ser que sea ilusorio el que sienta ilusiones, por lo que siento luego existo; que todas mis intuiciones sean falsas, pero no que soy capaz de intuir, y entonces intuyo luego existo; que todas mis percepciones sean erróneas, pero no que soy capaz de percibir, de donde percibo luego existo; y que todas mis emociones sean infundadas o equívocas, pero no que soy incapaz de emocionar, ergo, emociono luego existo. Más aún, nos parece más contundente la argumentación de nuestro Aquiles Nazoa, cuando dice "...creo en la amistad como el invento más bello del hombre; creo en los poderes creadores del pueblo, creo en la poesía y en fin creo en mí mismo, puesto que sé que hay alguien que me ama". [Ojo: el hombre es el hombre, el pueblo es pueblo, la poesía es la poesía y el amor es el amor, y de ninguna manera pueden ser el electorado, la base de apoyo o el discurso de ningún fulano, y menos, por obra y gracia de la propaganda, sinónimo de cualquier individualidad, no importa cuán humana, popular, poética o amorosa esta sea].

Sobre esta base, es decir, aceptada la legitimidad de las interrogantes acerca de por qué es tan difícil, en cualquiera de sus acepciones o alcances, vivir en un estado de amor, el primer elemento que queremos avanzar es el de que todo pareciera ocurrir como si nuestros impulsos antropológicos naturales y espontáneos a amar y merecer ser amados chocaran contra un muro de obstáculos o se asfixiaran en una atmósfera cultural, política, económica, territorial, educativa, en síntesis, social, enrarecida y hostil al amor, como si viviésemos encerrados en una jaula invisible que impide volar amorosamente como anhelamos. Y a la pregunta: ¿de dónde salen este muro, esta atmósfera o esta jaula invisibles?, respondemos que nos parecen el resultado de varios milenios de desequilibrio y extravío civilizatorio, después de que se rompió el pacto antropológico esencial que dio lugar a nuestra especie, a saber, el acuerdo, ya expresado en nuestro dimorfismo sexual, según el cual nuestras hembras marcharían a la vanguardia de un proyecto orientado hacia la priorización de la vida afectiva, cooperativa e inteligente, mientras que los machos iríamos a la retaguardia o a los lados, con el mismo norte pero con mayores capacidades defensivas y ofensivas, para proteger a todo el conjunto humano frente a depredadores o potenciales abusadores de nuestra vulnerabilidad vocacional y conscientemente escogida.

En la medida en que nosotros los machos, a quienes originalmente se nos encargó, para beneficio de todos, la tarea de ser más fuertes para custodiar un conjunto social que se propuso ser armonioso, pacífico y amoroso, nos hemos alzado con el poder político y económico, hemos creado e impuesto una cultura en donde desde los dioses hasta los héroes y las estatuas son varones -en su mayoría guerreros o casi-, hemos creado una sociedad profundamente desigual y discriminatoria de lo femenino y bondadoso, y hemos establecido un sistema de crianza en donde la ternura, la confianza, la delicadeza, la cooperación, la dulzura y, en general, la expresión de emociones positivas, han terminado por significar debilidades y afeminamientos propios de seres inferiores, entonces hemos gestado también ese muro y esa atmósfera atentatorios contra nuestra más íntima identidad.

El fenómeno es análogo a lo que a diario observamos en todas las sociedades, y con particular fuerza en nuestras sociedades latinoamericanas, en donde los pueblos le asignan presupuestos y recursos a las instituciones armadas para la defensa de los intereses de todos, pero luego resulta que los jefes de éstas se creen más que el resto de la población desarmada y pretenden imponer su ley y sus criterios por encima de la voluntad de quienes les asignaron tal misión; o sea, algo así como que en un edificio se contrate a un cuerpo de vigilantes armados para custodiar las vidas y las propiedades de todos los copropietarios, y un buen día estos vigilantes se aparezcan con un proyecto propio en donde ellos se convierten en los amos y señores del conjunto residencial, mirando por encima del hombro a quienes los designaron para tales roles.

Eso y no otra cosa es lo que vemos que ha ocurrido y sigue ocurriendo a gran escala y desde hace miles de años en todas nuestras sociedades y civilizaciones: la porción de machos adultos encargados de la vigilancia de todos, inicialmente con nuestro mayor tamaño, nuestra musculatura más estriada y potente, nuestra osamenta más larga y maciza, y nuestras mayores dosis de testosterona para la agresión, la defensa y el ataque, y luego con armas primero metálicas, después de fuego y últimamente nucleares, nos hemos creído, quizás inspirándonos en los leones melenudos, con derecho a imponer nuestros caprichos, nuestras leyes y nuestras creaciones espirituales, en resumen nuestro poder patriarcal, al resto femenino, juvenil e infantil de humanos supuestamente inferiores. Y esto, a lo que se ha querido identificar con la única forma posible de civilización, ha desencadenado una manera de vivir absolutamente encontrada con nuestros propósitos originales.

¿Mera especulación de aprendices de filósofo? Tal vez, pero quienes así piensen tendrán que responder acerca de por qué, aun cuando existen amplias evidencias de la similar inteligencia y capacidad de ambos géneros, la inmensa mayoría de dictadores, déspotas, caudillos, amos, papas, rabinos, ayatolás, presidentes, ministros, senadores, diputados, gobernadores, alcaldes, ejecutivos, empresarios, patronos, sacerdotes, clérigos, pastores, generales, oficiales, soldados, etc., y por si fuera poco de criminales, asaltantes, ladrones, verdugos, farsantes, embaucadores, adulantes, tramposos, hipócritas, mercenarios, sicarios y demás oficiantes de emocionalidades en las antípodas del amor, han sido, desde que se constituyeron las civilizaciones clásicas, representantes del sexo masculino. U, opuestamente, ¿por qué sistemáticamente se comprueba que en las sociedades, tanto primitivas como civilizadas o cuasicivilizadas, sin clases sociales, es decir sin relaciones de explotación económica, dominación política o enajenación cultural, tampoco existían privilegios de sexo, como se comprueba en los enterramientos, atuendos, adornos, utensilios, etc., que sugieren un plano de igualdad?

En cuanto a cómo se originó y cómo podría superarse esta usurpación, este desequilibrio o desarmonía, existe ya, y afortunadamente cada vez más desde que se ha iniciado la restauración del merecido y natural poder femenino en las sociedades contemporáneas, una vasta literatura, cuya sola exploracion escapa a los límites de este artículo, en donde quizás una de las piezas más conocidas sea El cáliz y la espada, de Riane Eisler. De esta obra, nuestra Isabel Allende, a quienes los machistas de toda laya suelen acusar de escribidora superficial, ha dicho que: "...El caliz y la espada es uno de esos magníficos libros-clave que pueden transformarnos y también pueden iniciar cambios fundamentales en el mundo... Riane Eisler prueba que el sueño de la paz no es una utopía imposible. En verdad hubo una época muy antigua en la que prevaleció la participación, la creatividad y el afecto, donde la gente vivía con más solidaridad que agresión, y donde reinaba una Diosa benevolente".

Por su parte, nuestro Humberto Maturana, ha argumentado vasta, honda y profusamente, acerca de los mecanismos que dieron lugar a esta impostura civilizatoria masculina. Su tesis, que nos ha dejado más que razonablemente convencidos, es que a propósito del seguimiento de rebaños de rumiantes, con miras a asegurar el sustento de sus tribus, ciertos destacamentos de varones pastores comenzaron a alejarse de sus hogares por largos períodos, a desarrollar cierto sentido de propiedad sobre tales rebaños y a destruir sistemáticamente los depredadores carnívoros competidores, con lo cual crecieron en ellos cierto hábitos y gustos por el derramamiento de sangre sin el propósito inmediato -según el estilo de los cazadores clásicos- de procurarse la carne como alimento. Con el tiempo, se fueron dotando de armas arrojadizas y de impacto cada vez más poderosas, comenzaron a creerse con mayores derechos que las hembras, niños y demás adultos que permanecían en el campamento o la aldea rural, cada vez más encargados de las apacibles y crecientemente complejas faenas agrícolas, hasta que, sobre todo con el advenimiento de las armas metálicas, y particularmente férreas, y después con el empleo de caballos, la escritura, los libros sagrados a su favor, la enseñanza restringida a los propios, los templos y los ejércitos regulares adiestrados y puestos a su servicio, añadimos nosotros, terminaron por someter a múltiples pueblos e instaurar, hace unos pocos miles de años, las grandes civilizaciones imperiales y las sociedades de clases y jerarquías sociales que han prevalecido, con armas de sofisticación creciente, hasta el presente.

Lo que suele llamarse pomposamente la historia, e inclusive La Historia, es en buena medida el relato de la evolución y transformación de los distintos sistemas de dominación que han prevalecido durante no más del 2 ó 3% de nuestra existencia de 200.000 años como Homo sapiens sapiens. Nos cuesta creer que no haya sido a propósito que el estudio de las sociedades primitivas y de las tribus y clanes de cazadores-recolectores, de los cuales todavía restan especímenes; de las sociedades rurales neolíticas, cuyos vestigios fácilmente se hallan en las sociedades campesinas del tercer mundo; de las sociedades precursoras de las civilizaciones con escritura, cuyos restos invariablemente se encuentran debajo de las ruinas de las civilizaciones clásicas; e incluso de genuinas civilizaciones, con escritura, arquitectura, cerámica, artes plásticas y demás aditamentos, como la Egea o creto-micénica, a las que bastaría con asignar unas migajas de lo que se gasta en armamentos y viajes al espacio, para realizar notables descubrimientos acerca de nuestro pasado y, por tanto, sobre nuestros probables futuros, siga manteniéndose sistemáticamente subestimado, al punto de que es más fácil conocer acerca de los dragones de Komodo o sobre las aves del Paraíso que acerca de nuestras tribus primitivas sobrevivientes e integradas por Homo sapiens sapiens.

Y, por fin, nuestra mejor explicación acerca de por qué, pese a estar diseñados, no nos importa aquí por quien o con que intención, para el amor y la convivencia creativa, cooperativa e inteligente, vivimos sumidos en un pantano de odio, explotación, dominación y engaños, por decir lo mínimo, consiste en que nos desenvolvemos en un ambiente social que pretende, expresa y sobre todo subrepticiamente, negar nuestra identidad y emocionalidad esencial. Pensamos que la inmensa mayoría de explotadores, opresores, prepotentes, timadores y tracaleros de todas las pintas que abundan en nuestras sociedades son el producto de estas circunstancias que se autoreproducen y que obligan prontamente a desertar a la mayoría de quienes intentan nadar contra la corriente. La casi totalidad de malas personas que hemos conocido son ex-buenas personas que, tras sufrir los sinsabores de quien intenta ejercer su emocionalidad amorosa profunda, un día llegan a la conclusión de que no van a ser más pendejos que los demás y se dedican a practicar aquello de que lo que es igual no es trampa.

Y, en nuestra Latinoamérica, si bien no somos líderes mundiales del odio, el egoísmo y la maldad, ya nos queda cada día más feo seguir echándole la culpa a los imperios y los ricos por nuestras carencias y vicios. Basta una paseada por las calles y barrios de nuestras ciudades para descubrir que simplemente no es verdad que los ricos son los malos y odiosos y los pobres los buenos y amorosos: el cobrador de peaje que se instala en el cerro para asaltar y hasta asesinar al trabajador que regresa a casa, para quitarle su salario los viernes al final de la tarde, no puede ser eximido de responsabilidades porque es pobre, ni tampoco el que adultera los pesos conque vende las verduras, ni el que trafica con drogas que sabe que crean un síndrome de abstinencia cada vez más violento, ni el que trata con blancas o vive del sicariato o los secuestros. Todo ocurre como si los vicios o pecados capitales, desde la pereza hasta la soberbia, no respetaran los linderos de las clases económicas, políticas, educativas, religiosas o, simultáneamente, sociales, sino que se pasearan por un mundo sin fronteras racionalmente definibles y se reprodujeran silvestremente.

No queremos con nada de esto negar la existencia de la lucha de clases, ni de los imperios, ni de los conflictos del Sur contra el Norte. Lo que estamos, desde hace rato, queriendo argumentar, es que la problemática de nuestra transformación es infinitamente más compleja que la superación de las diferencias entre pobres y ricos, burgueses y proletarios, neocolonias e imperios, puesto que se halla anclada en las raíces más profundas de nuestra civilización, de las estructuras y los procesos sociales, y hasta de nosotros mismos -sobre todo los varones-, al extremo de cohibir e impedir el desenvolvimiento de nuestras emocionalidades e identidades más humanamente esenciales. Nada que no vaya a la raíz de toda esta compleja problemática, o que deje de formularse estas difíciles preguntas, incluso corriendo el riesgo de salir a flote sin respuestas convincentes, merece, siquiera metafóricamente, llamarse revolución, y muchísimo menos Revolución Socialista.

2 comentarios:

  1. Hoy quedo tan boquiabierto de la resonancia de lo que dices con mi interior que quedo casi desarmado de dar otra opinión mas allá de un profundo sentido de agradecimiento.

    Hemos construido una sociedad bastante cruel, en la que hacemos cada vez más dificil el alcance de un bienestar con el que quedemos satisfechos y así la vida la pasamos tratando de llegar hasta metas tan falsas como inalcanzables. Es una situación donde vivimos rasgados entre nuestro impulso a compartir, cooperar y ser vulnerables, y su anverso que desea aislarse, acumular y protegernos de amenazas fantasma. Y en las bases del logro de un cambio en la dirección que deseamos debe estar el comprometernos real y profundamente a organizar nuestra sociedad girando al rededor de principios fundamentales como la verdadera justicia, la igualdad y el amor. De nuevo Gracias!

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  2. En algún lugar de la web, en una entrevista que me hicieron, me preguntaron que para quien escribía y dije que para un lector, a quien todavía no conocía, que llegase a ser capaz de sentir mis palabras con una intensidad emocional comparable a aquella con la cual las escribo. Con tus palabras de hoy, Edgar F., me has hecho sentir que en alguna medida escribo para personas como tú, capaces de quedarse boquiabiertas ante líneas como las de este artículo, con cuya escritura y concepción yo también me quedo así... Parafraseando una conocida frase de Agustín, diría que cuando un escritor logra expresar lo que hondamente siente dentro de sí entonces logra hablarle a la humanidad, y cuando un lector siente hondamente lo leído, entonces es como si la humanidad le hablara a él, y de eso, en definitiva, trata la literatura, sea en su versión estelar de las novelas, poemas, etcétera, o en sus versiones menudas como, por ejemplo, un blog. En definitiva, este juego, quizás también sagrado, consiste en apostar a crear esas resonancias o ecos espirituales en donde avancemos hacia la comprensión y edificación de la humanidad de que somos parte. No imaginas tú tampoco todo lo que han resonado y me han boquiabiertado tus palabras, al punto de que si estas hubiesen sido el único comentario recibido en el primer año del blog, me daría por holgadamente satisfecho. ¡Gracias también a ti por estar, como dice Wim Wenders en su película -que, por cierto, te recomiendo, pues trata del mismo tema de este artículo- tan cerca y tan lejos!

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