martes, 26 de enero de 2010

Vistazo final al panorama de las necesidades y libertades

Decíamos, hace poco, antes de que tuviésemos que interrumpir el hilo del artículo anterior, que, desde el punto de vista histórico, la problemática de la libertad versus la necesidad se podría plantear en torno al dilema de si la historia humana debe ajustarse, como si obrase en base a un guión preestablecido, a los mandatos o necesarias previsiones de alguna criatura sobrenatural o de leyes extranaturales, léase Dios, Progreso Inevitable o Leyes de la Dialéctica, o si, por el contrario, dispone realmente el hombre de libertad suficiente como para proponerse la edificación de un mundo hecho según sus designios y aspiraciones.

La mera exploración de este asunto, de por sí exigente, se complica cuando apreciamos que entre los partidarios del primer bando, a quienes podríamos, por comodidad, llamar los teleolólogos -derivado de teleología o doctrina de las causas finales-, hay no pocos intentos por matizar sus posiciones, mientras que entre los segundos es frecuente aceptar un rol decisivo de las necesidades o condiciones heredadas del pasado como restricciones de la libertad; y todavía está el caso límite de Hegel, quien pareciera pertenecer a ambos bandos al postular que la sociedad humana está de hecho programada o concebida para ser necesaria e inevitablemente cada vez más libre, hasta alcanzar la plena libertad como fin supremo de la historia.

En el primer grupo de concepciones, está antes que nada la perspectiva teológica, que suele postular, por ejemplo, que nada en la historia humana puede ocurrir sin que haya sido previsto por Dios, pero que eso no significa que el ser humano no disponga de libertad, o libre albedrío, para tomar decisiones y elegir entre opciones diversas en muchos momentos de su vida, puesto que Dios ha previsto numerosas situaciones de este género, que para Él son causales y perfectamente previsibles pero que para nosotros constituyen una oportunidad de ejercitar nuestra libertad. Agustín, que bien podría ser uno de los máximos exponentes de esta visión, cuenta, en sus Confesiones: Libro II, el conocido caso de que, cuando adolescente, robó, por pura maldad, unas peras, que luego arrojó a los cerdos y apenas disfrutó, sólo para darse cuenta, luego, de que nada ganó con tal robo que no pudiese obtener de su entrega al Señor, de donde concluye que tal experiencia de ejercicio indebido de su libertad le fue permitida sólo para que descubriese el ejercicio lícito de la misma. Casos parecidos encontramos en los grandes relatos épicos o en las tragedias griegas, en donde los personajes, como Aquiles, Edipo o Antígona, no hacen sino ejecutar designios de los dioses, o en el drama medieval de Tristán e Isolda, quienes se enamoran a su pesar por obra de una pócima encantada que ingiere él. Desde esta perspectiva, obvia para muchos amigos y amigas queridos, nos luce que la libertad, en el fondo, no es sino un disfraz más de la necesidad. En otras palabras, lo que entendemos, segun esta visión, es que nuestra libertad es una ilusión, un mero ejercicio, sobrenaturalmente programado, que en definitiva es parte de un engranaje inexorable de necesidades.

A la concepción que desarrolla Hegel, sobre todo en su Filosofía de la historia, pese a su apariencia harto distinta de las tesis teológicas clásicas, la vemos en los límites de este primer grupo, puesto que, pese a plantear que la libertad es tanto la naturaleza íntima del espíritu como la finalidad última de la historia, postula también que la historia humana es un tránsito escalonado e irreversible, concebido por Dios de una manera rigurosamente planificada. Este tránsito abarcaría desde sus infantiles orígenes orientales y afines -y allí entrarían nuestras culturas y, sobre todo, nuestras teocracias americanas preibéricas-, cuando el Estado estuvo o ha quedado constituido por relaciones consanguíneas y paternalistas, pasando por los alrededores del Asia Menor, en donde los griegos y otros Estados, a manera de adolescentes inmaduros, descubrieron la individualidad y la libre voluntad del individuo, y por la etapa madura del imperio romano, en donde emerge un Estado independiente que, aunque tutelado por los dioses, logra por fin someter a los individuos y convertirlos en personas jurídicas, hasta desembocar en la era de plenitud del Estado moderno, de tipo germánico o según el talante del Estado de la Revolución Francesa, en donde por fin la Razón se convierte en Libertad y se plasma subjetiva y objetivamente en el Estado Moderno. En tal concepción, sustentada por una enciclopedia de prejuicios raciales, geográficos, hemisféricos, climáticos, antropológicos, culturales, políticos, económicos y aguántese eso ahí, a los individuos mortales, y sobre todo a los que no tuvimos la dicha de nacer en Europa central con pieles escasas en melanina, lo que nos queda es ser partes de una comparsa de medios para el avance y el arribo definitivo a un mundo de libertad, en donde sólo a los individuos de la talla histórica de Alejandro, Julio César o Napoleón, les corresponde, y eso sólo en ocasiones estelares, encarnar decisiones que en definitiva quien las toma no son ellos sino el Espíritu, alias La Razón, progresivamente plasmada en El Estado.

Bueno sería, y hasta sobraría material para reirnos bastante, poder asombrarnos ante las pretensiones de Jorge Guillermo Federico de haber descubierto nada menos que el plan secreto de Dios para la historia humana, en donde a los pueblos latinoamericanos no nos saldría ser libres ni por aproximación, como tampoco a los africanos ni asiáticos, puesto que, a más de resueltamente inferiores, seríamos hasta incapaces de comprender el significado mismo de la libertad, por lo que sería inútil intentar explicárnoslo, sino fuera porque este relato hegeliano es, nada más y nada menos, que el padre de las dos criaturas ideológicas con mayor despliegue de devotos en el mundo contemporáneo. A saber, el liberalismo positivista, que postula que el Progreso hacia la Libertad es inevitable y unidimensional, según lo descubrió Hegel, sólo que con una punta de lanza modificada que a más del Estado incorpora al Empresariado capitalista; y el marxismo determinista o soviético, que, con el genial invento de poner la dialéctica de Hegel sobre sus pies, postula que es al glorioso Proletariado a quien le corresponde portar las banderas protagónicas y edificar el último de los Estados humanos, en la ruta del Reino de la Libertad hacia el Reino de la Libertad. Si para Hegel la historia es la puesta divina en escena de la marcha de la Razón en su viaje hacia la Libertad, para los liberales esa razón es como un caballo llamado Progreso, cuyas riendas se llaman Ciencia y Tecnología y cuyo jinete es el Empresario;y para los marxistas estalinistas tal razón se rebautiza como Dialéctica, caballo y riendas se mantienen homónimos, y el nuevo jinete es el Proletariado o, en caso de su extinción, sus sucedáneos al uso.

Frente a estas concepciones, que incluso en nombre de la libertad terminan por postular la primacia determinista de la necesidad, y apartando, o dejando para un examen posterior, ciertas opiniones nihilistas o posmodernas que, en dos platos, plantean la imposibilidad de cualquier progreso y se burlan de cualquier pretensión transformadora, están los numerosos pensadores no deterministas ni proletaristas que postulan la posibilidad, aunque no inevitable ni mucho menos, de la edificación de un mundo diferente al actual a través del ejercicio de la libertad y de las luchas sociales. Desde el Marx maduro de la Introducción a la crítica de la economía política, en adelante, quien plantea que los hombres hacen la historia, pero no en condiciones elegidas a voluntad sino en condiciones heredadas del pasado -y frente a necesidades permanentes, añadiríamos nosotros-, hasta el Sartre de la Crítica de la razón dialéctica y la serie Situaciones -publicadas originalmente en su revista Los tiempos modernos-, con su no se hace lo que se quiere y, sin embargo, se es responsable de lo que se es, y muchos otros autores, de distintas filiaciones y disciplinas, como Richard Leakey, antropólogo, en su La formación de la humanidad, y Maturana, biólogo, en trabajos diversos que ya hemos mencionado, que plantean la posibilidad de edificación de una mejor sociedad humana a través del ejercicio genuino de la libertad.

Con mucha frecuencia, sin embargo, incluso en estos autores afines, apreciamos el síndrome de la ilusión occidental hegeliana de hacer de la libertad el objetivo o norte de la historia humana, cuando resulta que para nosotros, como desde hace rato lo venimos defendiendo, la libertad no puede ni debe ser entendida como un fin sino como un medio, indisolublemente ligado a la satisfacción de necesidades, al servicio de la edificación de una sociedad centrada en la identidad amativa. A la libertad la vemos como un medio para el logro del amor, y nunca al revés, y de este equívoco filosófico, que parte de considerar las civilizaciones de clases como las únicas posibles, creemos que emanan buena parte de las confusiones del mundo moderno.

Por razones de espacio, y porque de algún modo ya nos hemos ocupado de este punto en artículos anteriores, pospondremos para otro momento la discusión acerca de la relación entre libertad y necesidad en el mundo natural, no sin antes recalcar que esta problemática para nosotros guarda importantes analogías con la ya abordada: todos los seres vivientes, y hasta los que no lo son, poseen una identidad, una especie de manera singular o favorita de ser hacia la cual propenden satisfaciendo ciertas exigencias necesarias y aprovechando ciertos grados de libertad. No sólo los organismos superiores, sino las células, las moléculas, los átomos y hasta las partículas subatómicas, y, en sentido contrario, grupos, organizaciones, naciones, regiones, continentes, planetas, sistemas estelares, galaxias y el universo todo, deben satisfacer exigencias necesarias de las que depende su existencia y a la vez disponen de cierta libertad para alcanzar equilibrios o estados preferidos: un simple átomo o una partícula subatómica, por ejemplo, propenderán a alcanzar ciertos equilibrios de masa, volumen, carga eléctrica, espín y otros, satisfaciendo restricciones físicas y químicas, pero también ejerciendo, en cada momento de su existencia, ciertos "grados de libertad" para alcanzar tales estados "deseados" e inclusive preservarlos ante las perturbaciones de su entorno .

En todos los casos se cumple la relación en la que hemos venido trabajando, según la cual la libertad es, al interior de una identidad dada, el complemento de la necesidad, es decir, lo que permite alcanzar la identidad una vez satisfechos los requerimientos necesarios para la existencia. Lo que, esencialmente, define nuestra condición humana no es la posibilidad de ejercer libertades sino, repetimos, nuestra singularísima identidad, puesto que somos la única criatura conocida que ha hecho de su deriva hacia la emocionalidad y la identidad amorosa el norte de su evolución biológica. Aunque esto no significa, ni tiene nada que ver, con teleología alguna: si yo decido escalar una montaña, tengo que satisfacer múltiples necesidades y disponer de ciertos grados de libertad para poder alcanzar su cima, pero de ninguna manera puedo dar por descontado que llegaré a mi meta y ni siquiera que no cambiaré de opinión antes de llegar. Y este último elemento viene al caso porque, pese a nuestra deriva biológica y antropológica de decenas y cientos de miles, e inclusive millones, de años en pos de una identidad amorosa y cooperativa, pareciera que en los últimos milenios de civilizaciones del desamor y el egoísmo hubiésemos mudado de opinión y quisiésemos regresar al mundo puramente bestial del que alguna vez decidimos escapar.

Luego de esta exploración, a vuelo rasante, en torno a la problemática de las libertades y las necesidades, y sus interrelación íntima con aquella de las identidades y las capacidades, pasaremos, en los próximos artículos, a profundizar tal exploración, ya no desde la perspectiva general y filosófica, sino, al estilo de como lo hicimos con las capacidades y las identidades, donde también comenzamos por los aspectos más elementales, desde la perspectiva más concreta de las necesidades y libertades de alimentos, vestido, vivienda, salud, transporte, comunicaciones, seguridad, pertenencia, estima, actualización, autorrealización y armonía, siempre con énfasis en nuestro continente latinoamericano y de acuerdo a una conceptualización que prontamente explicaremos, y que guarda correspondencia con las ideas anteriores.

Pese a considerar indispensables las discusiones de carácter conceptual o abstracto que hemos abordado en los últimos artículos del blog, le pedimos perdón a las lectoras o lectores a quienes les haya asustado este giro filosófico que tomaron las cosas, pues no ha sido nuestra intención alterar el énfasis en la transformación de nuestras capacidades que tiene nuestro buhoneril puesto mediático. Esto ha sido sólo un alto reflexivo, en una altura del camino, para divisar más claramente el camino más plano y concreto que aspiramos transitar en buena parte del trayecto que nos resta por recorrer en nuestra publicación. Paradójicamente, es como si esta disquisición sobre la libertad hubiese sido una necesidad que teníamos que satisfacer para que nuestro proyecto mediático se enrumbe más libre y firmemente hacia la identidad que le venimos delineando, quizás con cada vez mayor precisión, desde que empezamos este viaje intelectual que estamos empeñados en compartir con lectores hechos de carnes, huesos y almas corrientes. (Ojo: dije corrientes, en oposición a elitescos, por un lado, y a vulgares o chabacanos, por otro).

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