viernes, 5 de febrero de 2010

Un rato de libertad alimentaria

Sin lugar a dudas esta fue una semana difícil, especialmente por la diversidad de actividades que debí acometer. Por un lado, la preparación de propuestas de trabajo en mi pequeño centro de investigación, en circunstancias en las que pareciera que podría reactivarse una iniciativa de diseño de un sistema de formación y desarrollo de personal para los imprescindibles pronósticos meteorológicos, climatológicos e hidrológicos en el país, a la que he dedicado años de esfuerzo, y que recientemente ha estado inexplicablemente paralizada; por otro, diligencias ineludibles ante organismos burocráticos estatales, con funcionarios de escasa vocación de servicio y demasiada vocación de abuso, lo cual me abate pues es un retrato de la ineficiencia imperante en el país; por otro más, el recrudecimiento de la pugnacidad política al inicio de una campaña electoral por las curules de la Asamblea Nacional venezolana, que desde ya se anuncia como cargada de agresiones de lado y lado, y centrada en un debate infantil -con el perdón de los niños serios- en torno a la propiedad privada, que pareciera sacado de malos libros de cuentos de ogros de hace doscientos años; todavía, por otro lado, la inmersión en el tema de las necesidades alimentarias, del que me he ocupado por décadas, sólo para constatar que, salvo experiencias harto interesantes en Brasil, India y China, el panorama de la subnutrición y la inseguridad en el mundo subdesarrollado lejos de aliviarse tiende a agravarse ante la indolencia generalizada de gobiernos de toda laya; y, ya a nivel del colmo, problemas reiterados en las conexiones de los computadores de mi casa con Internet, que no logré resolver el viernes y ni siquiera logré enviar un mensaje a los lectores de lo que estaba pasando. [Si supiese como hacerlo, haría como a veces cuando entrego o regalo algo con retardo, que le pongo la fecha propia más el retraso: en este caso le hubiese puesto a la fecha de salida del artículo: viernes 5 + 1 de febrero de 2010...(lo intenté, pero el software lo rechazó y decidió que viernes 5 +1 era lo mismo que sábado 6)].

Frustrado, algo impotente, decidí hacer de la necesidad una virtud, zafarme de preocupaciones con el disfrute de una de mis cenas criollas estándar con mi mujer, y brindar por mejores tiempos, a la vez que compartir con ustedes una experiencia alimentaria liberadora que me lució interesante, y que quizás pueda ser útil para revelarles algo acerca de la metodología de investigación y producción de conocimientos que emplea el tipo ese de Transformanueca. Empezaré por esto último, seguiré con el relato de la cena criolla, y concluiré con la reflexión que ya fue interesante y reconfortante para mí, y presumo podría serlo, aunque no tanto, para ustedes.

Hace ya unos cuantos años, digamos que por lo menos treinta, un buen día me quedé sorprendido al descubrir que ciertos mecanismos creativos que venía empleando en mis investigaciones sobre la problemática de la transformación de nuestros países no sólo no eran originales sino que estaban siendo objeto de investigaciones exhaustivas en MIT y la Universidad de Harvard. Me refiero a los llamados mecanismos o analogías operacionales de estímulo a la creatividad, con miras a establecer intercambios no usuales entre las esferas de lo extraño y de lo familiar. Según dichos mecanismos, que son de por sí infinitos, pero que esta gente tipificó en cuatro clases: personales, directos, simbólicos y fantasiosos, en definitiva se trata de hacer de la vida y las experiencias cotidianas, y no de costosos experimentos, un ambiente de generación de nuevas ideas y conceptos útiles en el desarrollo de investigaciones e innovaciones.

Entre los ejemplos clásicos de tales mecanismos de gestación de nuevas ideas están los de Einstein, quien logró buena parte de sus portentosos hallazgos físicos sin el auxilio de laboratorio alguno, sino, como gustaba de decir, a través de aventuras del pensamiento, en donde su propio organismo, y especialmente sus órganos visuales y musculares, le servía de fuente de inspiración; el de Kekule, que descubrió el anillo bencénico imaginándose a sí mismo como una culebra empeñada en tragarse su propia cola; el de Brunel, que desarrolló la tecnología de los túneles submarinos observando como gusanos y plantas parásitas perforaban la madera; o el de Alexander Graham Bell, quien inventó el teléfono a partir de la observación del funcionamiento del oído humano.

Nunca he logrado entender por qué estos valiosos estudios de los años sesenta parecieran haber sido descontinuados, al punto de que la palabreja que entonces se usó para designarlos, la Sinéctica (Synectics, en inglés) o ciencia de la creatividad, no logró siquiera entrar a los diccionarios occidentales. Una hipótesis que he manejado es que tal vez al Profesor William Gordon y académicos acompañantes se les pasó la mano de ambiciosos al constituir una empresa, la Synectics Inc., con sede en Cambridge, Massachussets, a la cual pretendieron que se le tuviera que pedir autorización hasta para el uso del término. Dejemos esto hasta aquí, para retomarlo luego, cuando les mostraré como he empleado y sigo usando estos recursos sinécticos (ligando que a nadie se le ocurra demandarme, pues en este subdesarrollo uno nunca sabe por donde vendrán los tiros de la modernidad) en mis investigaciones, y en particular en la conceptualización de la problemática de necesidades y libertades.

No vayan a creer que la tal cena es nada del otro mundo, pues es de éste y bien sencilla y rápida de preparar. Consiste simplemente en una variante de la popularísima cena de arepa rellena y batido de fruta a la que estamos acostumbrados los venezolanos y que por nuestra culpa y nuestra grandísima culpa aparentemente no se conoce en ninguna otra parte del mundo, por lo que se podría hacer una colección extensa de relatos de criollos echando de menos las areperas en Paris, Londres, Berlín, Nueva York y cuanta ciudad orgullosa de su cosmopolitismo a uno se le ocurra.

Todo comenzó hace también un poco de años, cuando, leyendo el libro Diet for a small planet (traducción, no muy buena, Dietas para la salud) de Frances Moore Lappé, incansable activista de la libertad alimentaria y de la lucha contra el mito occidental de las proteínas animales como alimento mágico, me enteré de que la tal completitud de estas, que lleva a los ricos a no sentirse bien sino comen carne roja y a los pobres a vivir suspirando por ella, es un absoluto absurdo que le sale exorbitantemente costoso y trágico a la sociedad. Resulta que toda la cualidad de la carne roja, que de entrada comparte con las demás carnes, los lácteos, las nueces, las semillas y hasta con ciertos cereales como la quinoa de que hablamos hace poco, consiste en que trae incorporado un combo con los ocho aminoácidos esenciales que el organismo humano requiere para fabricar todas sus proteínas y enzimas. La mayoría de los alimentos vegetales, incluyendo los cereales, las frutas, las hortalizas, los tubérculos, los granos y otros, suelen carecer de uno u otro de estos aminoacidos esenciales. Los cereales, por ejemplo, son pobres en lisina, y el maíz es débil en lisina y triptófano; los granos, por el contrario, suelen ser escasos de triptófano, etcétera.

El planteamiento de Lappé, revolucionario en su época y ahora un lugar común, consistió sencillamente en resaltar, por un lado, que las necesidades proteicas de los adultos son realmente mínimas, o de unas pocas decenas de gramos diarios, y en recomendar, por otro, combinaciones de alimentos vegetales o con muy pequeñas cantidades de lácteos o carnes más blancas para reemplazar las costosas y proteicamente ineficientes carnes rojas. Después resultó que, como lo reconoció ella misma no hace mucho, ni siquiera hace falta que tales combinaciones se ingieran en la misma comida, sino en lapsos separados por no más de seis horas, para que el organismo se encargue, con mucho menos esfuerzo metabólico y por menos dinero, de la integración del famoso pool de aminoácidos.
El organismo humano, a la hora de convertir los aminoácidos en proteínas, es incapaz de diferenciar cuales son de origen vegetal o de origen animal, y en cualquier caso comienza su trabajo triturando o reduciendo cualquier clase de proteínas hasta alcanzar el nivel de aminoácidos elementales, para de allí iniciar su labor constructiva de las nuevas proteínas humanas.

Fue así como rápidamente y desde entonces decidí reforzar mis arepas con otros cereales o semillas, como avena, trigo, arroz, ajonjolí y otros, para compensar la falta de triptófano del maíz; preferir las harinas integrales a las refinadas, por aquello de la mayor cantidad de fibra y más vitamina B; añadirles un poco de leche para compensar la falta de lisina; comerlas con rellenos de queso o carnes blancas, y acompañarlas con una guarnición de vegetales tales como tomates, pimentones, lechugas, aguacates, pepinos o lo que esté disponible, a objeto de convertirlas no sólo en fuentes de carbohidratos y proteínas completas, sino también de minerales, vitaminas, aceites no saturados y cuanto otro nutriente interesante surja por ahí.

De la misma manera, y con miras a reducir el consumo de las peligrosas azúcares refinadas, opté desde hace tiempo por preparar mis batidos con frutas frecuentemente mezcladas, para explorar nuevos sabores y maximizar su contenido vitamínico, y en dosis mucho mayores que las de las areperas, a objeto de endulzarlos en lo posible con su propia fructosa, y añadirles sólo pequeñas cantidades de papelón derretido que suelo tener en mi nevera. Con esto pueden prepararse, en no más de unos quince minutos, deliciosas cenas que luego me encanta vacilarme con gratas compañías y fondo musical escogido de manera de armonizar con los sabores y colores de las frutas y afines, según criterios que me resultan obvios pero que no siempre logro explicar a mis acompañantes. (En este caso, por ejemplo, me pareció que el color rosado-anaranjado y el sabor delicado o pastel del batido mezclado de lechosa con zapote iba bien con la blusa de mi mujer y con música de Rosalinda García y su voz aguda, tierna y melodiosa).

Con tales microinventos, me fascina la idea de convertir la vivencia de satisfacer mis necesidades alimentarias en experiencias de libertades alimentarias, rápidamente interconectadas con el disfrute de libertades sanitarias o de salud, vestidarias, viviendarias, comunicacionales, pertenenciales, estimales, autorrealizatarias, armoniarias o estéticas, y cuando se puede, hasta sexuarias, todo ello al servicio del reforzamiento de identidades humanas afectivas, esperanzativas, audaciativas, confianzativas, entregativas y amativas. Creo que si no fuese por las tales cenas, que a menudo se convierten en largas veladas, hace tiempo que andaría con un marcapasos o con quien sabe que historial de infartos, pues sólo así, y con otros recursos zanahoria de los que no quiero hablar ahora, logro cargarme las pilas para seguir haciéndole frente al inhóspito clima social que todavía impera en nuestros países, y que en semanas como ésta que termina parecieran poner a prueba las fibras vernáculas y patrióticas.

Y espero que, con lo contado, al inicio, de la sinéctica, y luego, de la cena, entiendan un poco de donde sale la pretensión, quizás ilusa pero humana, de que la insignificante Transformanueca se atreva a desafiar las sesudas, academicudas y financiudas investigaciones de Maslow acerca de las necesidades humanas, y a pretender enmendarle la plana observando que de ninguna manera las necesidades humanas se satisfacen en fila india para después, en algún día lejano, alcanzar la libertad y la autorrealización. Por el contrario, apenas traspuesto el umbral de la satisfacción de la casi animal necesidad alimentaria primaria, los humanos estamos listos, si estamos centrados en nuestras identidades, para incursionar en la satisfacción, por racimos si es posible, de las demás necesidades; para la conquista en tropel, no cuenta si efímeramente, de nuestras libertades; y para el disfrute, ése sí imperecedero, de nuestros más caros destinos o razones de existir... ¿Logré explicarme?

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