viernes, 26 de febrero de 2010

Nuestras necesidades y libertades alimentarias vitamínicas liposolubles

Si las necesidades alimentarias calóricas y proteicas tienden a estar insatisfechas en los países del llamado Tercer Mundo y sobresatisfechas en los dos primeros mundos, y si las lipídicas exhiben un cuadro complejo de desviaciones en el sentido equivocado, que afecta sobre todo a las áreas consumidoras de productos industrializados, las necesidades alimentarias vitamínicas parecieran estar insatisfechas, por unas u otras razones, en prácticamente todo el globo. La desnutrición vitamínica, a la que ciertos autores denominan "desnutrición cualitativa", en oposición a la desnutrición calórico-proteica o proteinoenergética, a la que llaman "desnutrición cuantitativa", es por muchos considerada como la forma más extendida de desnutrición en el mundo contemporáneo. Sin embargo, se ha encontrado el caso de que pueblos cuasiprimitivos, tal vez hambrientos o casi, desde el punto de vista calórico y proteico, pero con dietas ricas en vegetales y frutas, desconocen gran parte de las enfermedades infecciosas modernas, poseen dientes sanos y, pese a la acentuada delgadez de sus integrantes, desconocen las anemias.

A casi un siglo desde que se descubrió el rol decisivo de estos micronutrientes, mal pero irremediablemente llamados vitaminas, y pese a los avances notables alcanzados en materia de conservación de alimentos y nutrientes, la sociedad actual, en términos generales y de manera prácticamente vergonzosa, sigue sin reconquistar la libertad alimentaria vitamínica perdida con la hegemonía de las dietas a base de carbohidratos y lípidos refinados. La adición de refuerzos vitamínicos a diversos productos industriales, como lácteos, cereales y enlatados, o el consumo de suplementos alimentarios especiales, en forma de pastillas y afines, no logra compensar, en buena medida debido a los altos costos de estas fuentes de nutrientes, que los tornan inaccesibles para las mayorías, la falta de consumo de suficientes y variados vegetales en las dietas modernas. Éstas privilegian el consumo de alimentos fáciles de empaquetar y conservar, a la vez que difíciles de acceder por vías no tecnológicas e industriales: un kilogramo de cereales de marca, "enriquecido con vitaminas", puede fácilmente costar diez veces lo que el mismo cereal como producto agrícola, al cual, con frecuencia, precisamente se le quitaron muchas de sus vitaminas y fibras en el procesamiento industrial.

Diversos organismos internacionales, como la FAO y la OMS, y hasta numerosas entidades privadas sin fines de lucro y el propio Banco Mundial, han difundido informes alertando a los estados acerca de la necesidad imperiosa de promover dietas más naturales y ajustadas a los requerimientos del sistema digestivo humano, y por tanto basadas en el consumo de más vegetales y frutas por la población, con escasos resultados. En su Informe sobre el Desarrollo Mundial, correspondiente a 1993 (sin que entendamos por qué no ha sido actualizado) y dedicado al tema de la salud en el mundo, el Banco Mundial estableció que una de las formas más eficaces y de bajo costo para reducir la morbilidad y mortalidad en todos los países pobres sería promover el consumo de vegetales, sobre todo verdes y amarillos, entre los niños y adolescentes.

Las vitaminas, que químicamente no constituyen un conjunto estructuralmente homogéneo, se definen más bien por sus roles biológicos y por su condición de agentes reguladores de procesos bioquímicos importantes para la salud. Pese a que en varios casos pueden ser sintetizadas por el organismo humano, las vitaminas, por regla general, deben ser ingeridas en alimentos o suplementos alimenticios que las portan en muy pequeñas dosis, excluyéndose, sin embargo, de esta categoría, a los llamados minerales, que veremos próximamente, y a los ya considerados lípidos y aminoácidos esenciales. Entre los diversos roles conocidos de las vitaminas están las funciones de tipo hormonal, como reguladores del metabolismo de minerales o de los procesos de crecimiento y diferenciación de tejidos; como antioxidantes y retardantes de los procesos de inflamación de células y envejecimiento; o como cofactores o coenzimas en los procesos de catálisis del metabolismo de nutrientes diversos. Ignoramos por qué los países de habla latina se negaron a seguir el ejemplo de otras culturas occidentales, como la anglosajona y la alemana, que, cuando descubrieron que no todos estos compuestos contenían el grupo químico amina decidieron cambiarles el nombre de vitamines ("aminas vitales") por el de vitamins que tienen en el presente.

Se cree también, aunque no se ha demostrado claramente, que juegan importantes papeles en las poco conocidas actividades de nuestro esencial sistema inmunológico, en su lucha contra los innumerables agentes patógenos. Ciertos naturistas, incluyendo algunos con doctorados no reconocidos por nuestros Colegios Médicos, como el Dr. Germán Alberti, aseguran que las vitaminas conocidas son apenas una muestra inicial de una inmensa variedad por conocer, con funciones todavía más ignoradas. Y Transformanueca tiene la intuición -¿o tal vez los riñones?- de creer que las vitaminas y fibras de los vegetales juegan, incluso, un extraño rol en la determinación del carácter pacífico de las personas y aun de las naciones: algo nos dice, y unas cuantas lecturas también, que los orígenes de la belicosidad humana tienen mucho que ver con el consumo de sobredosis de carne de grandes mamíferos y la competencia con carnívoros por las mismas presas, con el consiguiente subconsumo de vegetales y frutas frescas (lo cual se refuerza con la experiencia cotidiana que nos sugiere que una persona estreñida con un atracón de carne roja es mucho más propensa al mal humor y la agresividad...).

En la actualidad se acepta comúnmente la existencia de trece vitaminas: cuatro solubles en grasas o liposolubles (A, D, E y K) y nueve solubles en agua o hidrosolubles (las ocho del llamado Complejo B y la C). Mientras que las primeras son compuestos derivados del isopreno y se absorben en el tracto intestinal, con la ayuda de lípidos apropiados, y por tanto tienden a ser acumulables en el organismo y a conducir a hipervitaminosis si son consumidas en exceso, las segundas, solubles en agua, son de orígenes químicos diversos, no son fácilmente acumulables, tienden a ser excretadas por la orina y deben ser repuestas constante y regularmente mediante una alimentación adecuada. Estas últimas, no obstante, y en menor medida algunas de las primeras, también suelen ser sintetizadas por las bacterias de nuestra flora digestiva. Finalmente decidimos, dada la inesperada extensión adquirida por el artículo, dividirlo en dos partes: ésta, dedicada a las vitaminas solubles en grasas, y la próxima, dedicada a las hidrosolubles.

La vitamina A, o retinol, descubierta en los Estados Unidos alrededor de 1917, cuando se investigaba la causa de enfermedades de las vacas alimentadas sólo con granos, cereales y grasas, funciona como una hormona especializada en promover el buen funcionamiento y la integridad de los tejidos epiteliales de todos los vertebrados, es decir, la piel, los ojos, los órganos respiratorios y el tracto gastrointestinal, y parece jugar un rol decisivo en una especie de primera línea de defensa del sistema inmunológico contra los agentes infecciosos externos. Su derivado, el ácido retinoico, es clave en el proceso de regulación genética de la conformación y desarrollo de los tejidos epiteliales. Reduce el daño causado por las radiaciones ultravioleta sobre los tejidos, es efectiva contra el cáncer de la piel, y retarda la aparición de barros, espinillas, arrugas, verrugas y manchas de envejecimiento.También se la reconoce como esencial para el crecimiento y salud de los huesos, y sin ella el ojo no puede desempeñar sus funciones normales: sin el retinal, también derivado del retinol, los rodillos y conos de la retina no pueden iniciar la respuesta a la luz que genera las señales nerviosas que se envían al cerebro. La llamada ceguera nocturna, diversas formas de afecciones de la córnea y muchas otras enfermedades de la visión son algunas de las expresiones más conocidas asociadas a las deficiencias de vitamina A.

Dos son las principales fuentes de vitamina A para los humanos: una es la carne y los demás alimentos de origen animal, especialmente los distintos hígados y los aceites de hígado, y los huevos y lácteos completos, en donde suele adoptar la forma de un éster, el palmitato de retinilo, que luego se convierte en el más inestable retinol, en el intestino delgado; y la otra son los llamados beta, alfa y ganmacarotenos, que poseen grupos químicos retinilo, presentes en la mayoría de los vegetales verdes y amarillos, a partir de los cuales los organismos de hervíboros y omnívoros fabrican directamente el retinal, sin pasar por el retinol, por lo que estos carotenos se consideran equivalentes al retinol o vitamina A propiamente dicha. Los carnívoros, en cambio, carecen de esta capacidad para obtener el retinal a partir de carotenos, y deben obtenerlo, vía retinol, a partir de los mencionados ésteres presentes en la carne de otros vertebrados.

Debido a estas posibilidades de conversión, tanto los organismos internacionales como los organismos nutricionales nacionales suelen hablar de Unidades Internacionales de vitamina A, o, más recientemente, de microgramos equivalentes de retinol, y no de retinol a secas. Los requerimientos clásicos de vitamina A se situaban en el pasado alrededor de 2500 UI ó 750 microgramos de retinol equivalente (RE), para adultos de ambos sexos, pero la tendencia actual de muchos organismos y expertos nutricionistas es a elevar esa cifra hasta en un 20% e incluso a duplicarla. A manera de ejemplo, 100 g de pasta de hígado, de hígado de pollo, de hígado de res, o un vaso de 250 g de leche fluida completa, contienen, respectivamente, 1610, 2586, 5600 y 90 RE ó mcg-eq de retinol; mientras que 100 g de acelga, espinaca, auyama, perejil o zanahoria contienen, respectivamente, 600, 600, 495, 823 y 800 RE ó mcg-eq de retinol. Desgraciadamente, la auyama o calabaza y el ají, caballitos de batalla para la provisión de vitamina A y fibras en nuestras poblaciones prehispánicas, son productos de muy bajo consumo en la América Latina civilizada y semieuropeizada. De paso, la auyama, como creo haberlo dicho antes, al ser cultivada conjuntamente con frijoles y maíz, al estilo prehispánico, conforma una poderosa trilogía para el aprovechamiento y conservación de nuestros suelos.

La vitamina D, colecalciferol (D3) o ergocalciferol (D2), descubierta en los años treinta del siglo pasado, es soluble en grasas, se forma normalmente en la piel a partir de ciertos esteroles, juega un rol determinante en el proceso de absorción de calcio y fósforo en los intestinos de los vertebrados, así como de la reabsorción del calcio en los riñones, y es, por lo tanto, indispensable para el sano desarrollo de los huesos. En su ausencia son inevitables distintas formas de raquitismo en los niños y de enfermedades óseas en adultos, tales como la osteomalacia y la osteoporosis; mientras que, en los mayorcitos que ya somos, la falta de vitamina D nos predispone también a la pérdida de masa ósea y a las odiosas fracturas ante cualquier resbaloncito o caída. También hay evidencias de que desempeña funciones relevantes en el funcionamiento de las glándulas tiroideas y paratiroideas, en la coordinación muscular, en la prevención de enfermedades cardiovasculares y en la reducción, a cargo del sistema inmunológico, de inflamaciones.

También dos son las principales fuentes de vitamina D: los lácteos o la fabricación autónoma, en la piel, a partir de la exposición a los rayos del sol. No obstante, como tanto se ha dicho que la exposición al sol nos hace propensos, sobre todo a los catires o escasos en melanina, al cáncer en la piel (aunque se dice menos lo que también es cierto: que tal exposición nos protege de otras formas de cáncer, de senos en la mujer y de la próstata en el varón), una solución salomónica pareciera ser la de combinar el consumo moderado de lácteos con exposiciones también moderadas al sol suave de las primeras horas de la mañana, como solemos hacerlo con los bebés, o a soles más resueltos, en caso de que tengamos pieles más melanínicas u oscuras. Los humanos con mayores dosis de melanina en la piel, que actúa como un filtro de las radiaciones ultravioleta, simplemente requieren de una mayor exposición al sol para sintetizar esta vitamina.

La Unidad Internacional de vitamina D son 40 UI por cada microgramo de colecarciferol, mientras que la recomendación clásica es de 100 UI para los adultos y 400 UI para niños preescolares, embarazadas y lactantes. Recientemente, no obstante, la tendencia de organismos y expertos nutricionales es a duplicar y hasta sextuplicar estas cifras, incluso para los mayorcitos, y no faltan quienes hablan hasta de multiplicarlas por veinte, sobre todo en casos de dolores musculares, riesgos cardiovasculares o problemas óseos severos. Mientras se aclara mejor cómo es el proceso de fabricación de vitamina D en nuestra piel y cuánta es la cantidad que se produce, no vemos otra alternativa para los requerimientos mundiales de este nutriente en el mundo, y particularmente para nuestra América Latina, que la de desarrollar, como hace poco dijimos que ya lo ha hecho India y como podríamos hacerlo nosotros a partir de ganado lechero como el raza Carora, una sustentable capacidad de producción de lácteos, complementada con exposiciones modestas a la luz solar. La mayoría de los productos lácteos, o no lácteos pero fortificados con este nutriente, industrializados, traen en sus etiquetas sus aportes a los requerimientos diarios de vitamina D. Un vaso de leche fluida completa o descremada suele contener alrededor de 100 UI de vitamina D.

La vitamina E, descubierta en 1922, comprende a un grupo singular de lípidos llamados tocoferoles y tocotrienoles, que, en sus distintas versiones: alfa, beta, delta y ganmatocoferol, y sus tocotrienoles respectivos, contienen siempre un anillo químico aromático. Estos tocoferoles, con sus anillos, son, con el alfatocoferol a la cabeza, los más enérgicos antioxidantes, capaces de destruir los radicales de oxígeno y otros radicales libres que atacan a los lípidos buenos, traban las arterias y causan la fragilidad de las células, léase arrugas y demás acompañantes de nuestros, por ahora y quizás por siempre, inevitables envejecimientos. Y, no conforme con esta función, esta vitamina también desempeña un crucial papel defensivo frente a carcinógenos diversos tales como el mercurio, el plomo, el ozono y el óxido nitroso; es efectiva contra la angina, la arteriosclerosis y la tromboflebitis; es una aliada eficaz del colesterol bueno en la lucha contra las enfermedades circulatorias o cardiovasculares; contribuye al reciclaje de la vitamina C, y es efectiva en la protección frente a diversas modalidades de cáncer.

Los aceites vegetales no refinados y sin calentar, los cereales completos -y sobre todo el arroz integral y el germen de trigo-, los huevos, las nueces, el aguacate y las hojas verdes contienen cantidades significativas de vitamina E. Los organismos internacionales recomiendan un consumo mínimo de 30 UI diarios de esta vitamina, que ya en esta dosis no suele ser alcanzada por la mayoría de adultos comedores de alimentos refinados; pero ya hay nutricionistas o expertos que, como Ray Kurzweil y Terry Grossman, serios promotores de un movimiento tecnocrático por la vida eterna, en su Fantastic Voyage, recomiendan entre diez y cuarenta veces esa cifra. De nuevo, los alimentos industriales suelen traer en sus etiquetas sus aportes a los requerimientos diarios de este nutriente: las muy populares, entre las clases medias occidentales, y también muy costosas, hojuelas tostadas de maíz, aportan, por cada taza de 30 g, un 5 % de dichos requeri- mientos diarios. Dada la tozuda resistencia cultural occidental, y de paso asiática, contra el consumo de cereales integrales no refinados, que constituirían la fuente ideal de esta vitamina, los laboratorios farmacéuticos y afines tienden a hacer su agosto con la venta en pastillas y similares de este nutriente, que por lo tanto constituye una delicia de los comerciantes de la eterna juventud. Salvo honrosísimas excepciones, nuestros estados Latinoamericanos, en lugar de empeñarse en convertirnos en potencias mundiales del consumo y exportación de aguacates y nueces, y de la promoción del consumo de cereales integrales, parecieran empeñados en no pararle nunca en serio a la problemática de nuestra libertad alimentaria.

La vitamina K, filoquinona o fitometadiona, encontrada en la alfalfa en 1929, representa a un grupo de compuestos liposolubles, también provistos de un anillo aromático o circular con dobles enlaces intercalados, y por tanto altamente reactivos, que desempeñan un rol esencial en los procesos de coagulación de la sangre. En su ausencia, prácticamente cualquier hemorragia se tornaría fatal. Afortunadamente, existen bacterias de nuestra flora intestinal, especialmente moradoras del intestino grueso, que nos hacen el trabajo de sintetizar esta vitamina a partir de cualquier tipo de vegetales verdes. Por ello, salvo en los casos de daños severos de esta flora, es muy raro que los humanos presentemos, bajo prácticamente cualquier dieta, deficiencias de esta vitamina, por lo que se ha convertido en una especie de cenicienta del grupo de las liposolubles. Pareciera que no se sabe por qué esta vitamina liposoluble no tiende a ser acumulada en el organismo, y no se conocen problemas de sobredosis a partir del consumo de vegetales, aunque sí de reacciones alérgicas ante su excesivo consumo como suplemento alimentario; todo ocurre como si las bacterias fabricantes de esta vitamina se hubiesen tomado su trabajo alimentario más en serio que sus huéspedes humanos, tan dados ellos a otras prioridades.

Distintos organismos recomiendan el consumo de un mínimo de 120 mg diarios de este nutriente, lo cual es fácil de alcanzar si no se es un fanático de las hamburguesas, las chucherías, las papas fritas y los refrescos carbonatados que, entre otros aspectos dañinos, suelen ser letales para la flora bacteriana intestinal. En los países industrializados se ha convertido en una práctica estándar la inyección de 1 mg de vitamina K a los recien nacidos, que se cree que mucho ha ayudado a reducir las tasas de mortalidad infantil por hemorragias. Bueno sería que en lugar de copiarnos tantas malas modas alimentarias nos copiáramos de estas efectivas prácticas.

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