martes, 3 de agosto de 2010

La cultura venezolana (I): La exclusión y sus secuelas

Hace años -está bien, muchos-, cuando, recién convertido en un joven veinteañero, me hallaba bajo el influjo de decenas de Valores humanos (programa televisivo), "Pizarrones" (columna dominical en El Nacional) y de las obras completas de Uslar Pietri, con su novela Un retrato en la geografía a la cabeza, decidí que estaba harto de nada más que ver de lejos y oir hablar de marginalidad y pobreza, y me fui a conocer los barrios de San Agustín del Sur: El Manguito, Hornos de Cal, El Mamón, Marín, La Charneca, etc., que quedaban cerca de mi casa en la Avenida Victoria, en Caracas, para hacerme de opiniones propias sobre el asunto y hacer algo útil que contribuyera a remediar o mitigar tal pobreza.

Fue así que, a comienzos de los setenta y durante varios años, frecuenté regularmente estos barrios, me hice miembro del Club Social El Manguito y tuve allí buenas amistades, de las que todavía conservo algunas, y no pasó mucho tiempo antes de que constatara las severas limitaciones de mi visión uslarpietresca de la vida. El mayor de los sacudimientos que experimenté consistió en descubrir otra cultura, otra manera de entender la importancia de las cosas, dramáticamente diferente de la mía. La lucha por satisfacer las necesidades alimentarias, vestuarias, de servicios básicos de luz, aguas blancas y negras, aseo urbano, y de transporte de cada día, así como la obtención de empleos, que en mi medio se daban por sentadas, ocupaba el centro de conversaciones, preocupaciones y aun angustias e impotencias. La salud, en cambio, no recibía mayor cuidado, era concebida como una cuestión de tener buena o mala suerte a la hora de enfermarse, y no era infrecuente que tanto niños como personas de apenas treinta o cuarenta años muriesen de enfermedades, como fiebres, gripes, diarreas y asmas, a las que había creído relativamente inofensivas. Algo parecido ocurría con la inseguridad, que, pese a que era mucho menor que en nuestros días, se tenía por un asunto delicado pero que sobrevenía como por azar y no dependía de la colectividad. Opuestamente, las lecturas, el cine, los museos, los programas culturales, el estudio, asuntos centrales en mi cosmovisión, recibían escasa o nula atención; la música, lejos de ser asumida como una especie de alimento para el espíritu, era entendida como mera distracción o acompañamiento de tragos, cuando no como insumo para el baile. La educación era vista ya como una imposición externa o ya casi como un lujo, además exótico en el caso de la superior, pero nunca como una vía para la superación (idea esta prácticamente ausente, pues el mundo se veía como fatalmente adverso), y recuerdo haber participado en campañas para convencer a muchas madres de que enviaran a sus niños al Colegio de Fe y Alegría, cuya mensualidad era de dos bolívares de entonces (unos cuatro bolívares fuertes de ahora ó cuatro mil de los débiles viejos), pero que ellas preferían gastar en otros menesteres prioritarios.

Lo más impresionante de todo resultó ser que en aquella otra mitad de venezolanos no existía una noción de pertenencia a una nación única, junto a los demás, ni tampoco se hablaba jamás de marginalidad ni se disponía de un discurso para hablar de sí mismos o de la necesidad de incorporarse al resto del cuerpo social, sino que se veía a los "de abajo", a los "finos" o no moradores de cerros, a la gente como yo, como los miembros de algo parecido a un país extranjero al que ellos no pertenecían. De manera análoga terminé percatándome de que en este otro mundo, el mío, no hablábamos de, ni teníamos vocablos para, designar nuestra condición de establecidos, incluidos o habitantes del valle, sino que simplemente eramos los "normales" y los veíamos a ellos como "la gente de los cerros" o "los marginales". Cada fracción veía a los demás como los otros.

Recuerdo haber oído incontables relatos de redadas policiales, desprecios y abusos sufridos en la calle o en diversas instituciones o trabajos, cacheos humillantes, desatenciones al solicitar algún servicio, persecuciones, decomisos y matraqueos por andar vendiendo buhonerías en las calles, violaciones de adolescentes y casi niñas que daban lugar a maternidades precoces, o actos de violencias incomprensibles, que carecían de sentido en el ambiente en que me había movido hasta entonces. El simple hecho de bajar a las calles de la ciudad implicaba asumir riesgos para los que había que estar preparado, y era cosa frecuente que la gente no regresará sino días después de su salida, pues se les retenía y golpeaba en comisarías y jefaturas civiles por cualquier motivo. Y, sobre todo, alguna vez me quedé atónito al escuchar, cual cosa corriente, que si alguno de ellos, por ejemplo, oía a otro emplear una palabra poco cotidiana o lo veía vestirse con un atuendo fuera de lo usual, le decía que parecía "un tipo de la sociedad", implicando que ellos no pertenecían a ésta.

Desde el Club organizamos numerosas campañas en pro del mejora- miento de los servicios básicos, con resultados nada despreciables, aunque siempre después de largas gestiones y tediosas colas, demoras y prórrogas ante los organismos burocráticos del Estado, en materia de instalación de alumbrado eléctrico, servicios de cloacas, aguas blancas colectivas y aseo urbano colectivo. También organizamos numerosas verbenas, visitas a parques y playas, fiestas para niños y jornadas de limpieza, que bastante contribuyeron a la integración social del barrio; aunque mucho de esto se perdió cuando, a partir de 1974 y con la inmigración masiva de colombianos, dominicanos, bolivianos y afines, la inseguridad se tornó insoportable aun para muchos de ellos, nacidos o criados allí, al punto de que buena parte de los miembros del Club decidieron emigrar y fundar un barrio de acceso restringido en las afueras de La Victoria, estado Aragua, en donde todavía viven y desde donde se desplazan diariamente a Caracas.

Lo más difícil, y donde los resultados fueron más magros, fue intentar promover el acceso a empleos, y allí entendí lo que querían decir ciertos economistas con la expresión desempleo crónico. Las dificultades empezaban con la muy escasa, salvo las ocasionales y difíciles de aprovechar plazas en obras de construcción, demanda de puestos de trabajo para personal poco calificado, y continuaban cuando los empleadores privados, así como los policías, vigilantes y funcionarios públicos, demostraban cierto curioso olfato para detectar y discriminar la condición social de los habitantes de los barrios en base a sus maneras de hablar, de razonar, de vestir y hasta de identificarse, pues para ellos resultaba difícil, en circunstancias en que, ante los ojos de los funcionarios de identificación, los más carecían de una dirección formal, hasta la mera obtención de una cédula.

En esas experiencias descubrí lo que luego, y también aquí en el blog, comenzaría a llamar, con otros, las raíces estructurales de la pobreza, y también a darle un significado vivencial y concreto tanto a las estadísticas sobre el tema como a mi vocación y compromiso por contribuir a superar los graves problemas sociales de nuestro país. Desde entonces entendí el porqué de la enorme influencia que los aspectos económicos tienen sobre las maneras de ver el mundo de las personas, vi claro que sin una atención seria a los problemas de capacitación y empleo es muy poco lo que puede hacerse en materia de impulsar un estilo de desarrollo sustentable, y desde entonces quedé en condiciones de entender, entre muchos otros aspectos cruciales de nuestros comportamientos y valores culturales, el porqué de que esta parroquia de San Agustín, que nunca antes había recibido las atenciones que ha tenido con el gobierno de Chávez y que se ha vuelto, con el Metrocable, una especie de parroquia mimada, haya estado dispuesta, como la mayoría de las zonas más depauperadas del país, a votar por cualquier proposición que el Presidente les haga.

Sin embargo, lo más importante de lo que allí aprendí fue que la dualidad, asimetría, marginalización o exclusión social, heredada tras siglos de empeño por construir una sociedad estamental, con personas de diferentes categorías o condiciones sociales, y que no pudo ser transformada por las luchas de la independencia, es una especie de madriguera cultural en donde se crían buena parte de los valores imperantes en la sociedad venezolana. Valores de soberbia, autosuficiencia, prepotencia, arribismo, insensibilidad, elitismo y afines, de un lado, y de sumisión, impotencia, resentimiento, afán retaliativo, baja autoestima, bajo afán de superación, desconfianza en el futuro, propensión a la violencia, y afines, del otro, que se refuerzan mutuamente como caras de una moneda. Y cuando aquí digo de un lado y del otro no me refiero simple ni principalmente a las casi mitades más pobre y menos pobre en que está escindida la sociedad venezolana, sino al carácter dual o polarizado de nuestra propia cultura dominante, que una y otra vez y en múltiples circunstancias se manifiesta imbuida de estos dos polos de valores contradictorios.

La sociedad tradicionalmente establecida y muchos de sus defensores ponen el grito en el cielo e intentan demostrar que antes, con AD y COPEI, se vivía mejor, de donde se deduce que de lo que se trata es de restaurar un orden social perdido y amenazado por la marea chavista, con lo cual no hacen sino dejar al desnudo, por una parte, su insensibilidad social y su incapacidad para entender el porqué de todo lo que está ocurriendo en Venezuela, pero también, por otra, su baja autoestima y su impotencia para contribuir a impulsar una transformación social profunda. El gobierno, abanderado de los pobres y los tradicionalmente excluidos, que fue originalmente electo para promover un cambio democrático, modernizador e incluyente, como el que claramente se expresa en la Constitución, formalmente vigente, de 1999, la cual dio continuación a los planteamientos tanto de nuestros libertadores como de los forjadores de nuestra chucuta pero no despreciable democracia, ha terminado por dejarse llevar por un afán de venganza, autoritarismo, prepotencia e intolerancia, como si quisiera voltear la tortilla y ocupar el lugar que hasta ha poco detentaban los sectores privilegiados, pretendiendo convertir a estos y a la mayoría de las capas medias en los nuevos excluidos.

El resultado es una sociedad desgarrada e impotente para ocuparse de sus problemas seculares y coyunturales, y amenazada con desesperarse y desangrarse en una guerra civil, de la que milagrosamente y solo gracias a una oportuna intervención externa, escapamos hace unos pocos años. Una sociedad que no termina de asumirse como una nación sino como dos conglomerados que se excluyen y se acusan uno al otro de ser los culpables de la no solución de problemas de los que, en definitiva, nadie tiene tiempo ni disposición a ocuparse. El discurso político opositor dominante, que no hace sino condensar el mucho más soberbio y desamorado discurso discriminatorio que se escucha a diario en las conversaciones de buena parte de los sectores establecidos, no contiene invitaciones a la incorporación de, o el ofrecimiento de nuevas oportunidades a, los excluidos, sino que se contenta con declarar su rechazo al rumbo que han tomado las cosas con Chávez. Y el sector oficial, por su lado, con sus constantes amenazas de barrido, aplastamiento y demolición de la oposición, con su desprecio a los "escuálidos" -sin importar que ya sean más de cinco millones de venezolanos-, su uso permanente de un lenguaje belicista de armas, batallones, escuadrones, milicias, guerrillas, combates, guerras y héroes militares, no pocas veces con sus soportes materiales a la vista, pareciera empeñado en lograr la derrota de medio país a manos de la enfurecida otra mitad.

Toda la cultura venezolana, desde donde quiera que la miremos, discursos o textos, encuestas o estudios, atuendos o usos, espacios o tiempos, valores o símbolos, necesidades o libertades, está escindida o como mínimo resquebrajada de manera semejante. Esto es tratado por buena parte de los voceros opositores bien como un hecho natural e indigno de atención especial, o bien como una culpa más del Presidente por soliviantar los ánimos y haber inventado la polarización social; mientras que éste y sus adláteres se eximen de responsabilidades acusando a los otros de hipócritas, asegurando que simplemente responden a una situación de hecho y anterior a este gobierno, y alegrándose de paso pues ven allí una confirmación de su postulado magno de la lucha de clases como motor de la historia.

Si la política es una respuesta a las necesidades, de cara a los valores encontrados o los conflictos de intereses de la gente, entonces esta realidad de la exclusión y sus secuelas culturales tendrá que ser absolutamente tomada en cuenta. No vemos posibilidades de salir de este atolladero tomando partido por alguno de los bandos en pugna. Por ello y en principio, apostamos al despertar y maduración política de los venezolanos actualmente no polarizados políticamente, y, preparando el terreno para los análisis y propuestas que dentro de poco formularemos, consideraremos como acertadas aquellas políticas que contribuyan a la erradicación real de la pobreza y tiendan hacia la superación pacífica de la exclusión y sus implicaciones culturales, y como erradas aquellas que tiendan a perpetuar una o agudizar las otras. Y, especialmente, entenderemos que las peores políticas son aquellas que inciden en alimentar la escalada de acciones retaliativas y perdedoras en que estamos inmersos, en donde cada polo político intenta justificar sus propios fundamentalismos, abusos y reacciones agresivas como respuesta defensiva ante los del otro.


No hay comentarios:

Publicar un comentario