martes, 10 de agosto de 2010

La cultura venezolana (y III): La solidaridad al fondo de nuestra Caja de Pandora

Bajo la superficie, y varia capas más abajo, de nuestra -a los ojos de muchos- inverosímil estructura cultural, que hasta aquí hemos querido simplificar en dos grandes componentes, la exclusión y el facilismo, se esconde otra, o tercera, gran familia de valores, vinculados a la solidaridad, en donde nos luce está la clave para que algún día despertemos y nos dispongamos a edificar una nación verdadera e integrada. Una Venezuela legítima, de la que por fin podamos sentirnos orgullosos sin tapujos, y no la especie de Bene/Suela, con privilegiados, la gente bien o bene, arriba, y otros pelando abajo, en la suela, o inclusive su versión invertida, una especie de Suela/Bene, en donde la suela fuese la de una bota para pisar a la gente [ex-]bene, que tenemos.

Si tras tantos desencuentros y entuertos hemos heredado una estructura social dicotómica, asimétrica o partida en pedazos, e impregnada por un facilismo omnipresente por dondequiera que la miremos, existe también entre nosotros, y menos mal, a consecuencia de nuestra ineludible identidad humana, igualmente heredada, pero por millones de años, y ante la cual no han podido unos pocos siglos de desgracias, un arraigado sentido de solidaridad genuina, es decir, de amor, que se expresa en mil y una formas a ratos no menos insólitas que sus contrapartes viciados.

Claro está que, por germinar en un ambiente plagado de brechas sociales y corrupción, aquella no pocas veces deviene "solidaridad" y genera engendros perversos, desde la copia y el soplado dizque ingenuos en los exámenes colegiales, hasta los tráficos ilegales y contrabandos de toda clase en las fronteras, las complicidades, favoritismos y encubrimientos a diestra y siniestra, y aun los casos de policías facilitándole armas a los delincuentes y participando en, o apoyando, secuestros y crímenes, o de jueces absolviéndolos. Pero estamos convencidos de que hay todavía suficientes formas genuinas y nobles de solidaridad que subsisten en las rendijas íntimas de nuestra sociedad y nuestro pueblo, a modo de esperanza en el fondo de la ingrata caja de Pandora que alberga los valores y antivalores de nuestra cultura.

Es probable que nuestras relaciones entre padres o, quizás más precisamente, madres e hijos se cuenten entre las más resistentes a la erosión del tiempo y las dificultades e ingratitudes de todo género en el planeta, al punto de que no creo que sean muchos los países en donde las madres, históricamente, se hayan encargado tanto, no escasas veces solas y no pocas después de ser abandonadas o hasta violadas por los machos, del cuidado de sus hijos, o que, más actualmente, sigan encargándose de buena parte de las atenciones a sus hijos enfermos, en ese imperio del dolor que constituyen nuestros hospitales, o presos, en ese del terror que son nuestras cárceles. No es mucho lo que he viajado, pero por lo mismo cada vez que lo hago me empeño en fijarme y aprender todo lo que puedo, así como en preguntarle mucho a quienes sí lo hacen más, y debo añadir que así como tengo serias dudas de que existan otros países tan despelotados como este, también las tengo de que haya otras latitudes con tal densidad de madres dispuestas a privarse de bocados y andar con zapatos rotos en aras de que sus hijos se alimenten y vistan bien.

Las relaciones de amistad, vecindad y parentesco suelen privar, con no poca frecuencia, sobre las mercantiles y legales, no siempre por el lado del favoritismo, el clientelismo y la corrupción, sino también para expresar afectos, reparar injusticias y evadir imposibles trámites burocráticos y enrevesados; con la misma que ciertos funcionarios y empleados complican adrede los procedimientos y transacciones para obtener prebendas, otros optan por simplificarlos y ayudar, desinteresadamente, a clientes y usuarios. En los trabajos, en empresas e instituciones, se cultivan múltiples relaciones y mecanismos informales, no siempre dañinos e improductivos, y todos hemos tenido evidencias del asombroso poder de las secretarias de los jefes a la hora, las más de las veces de buena nota, de conseguir citas importantes y resolver asuntos. Mientras que en las oficinas y talleres de producción se respiran aires lúgubres y proliferan los semblantes alicaídos, a las salidas de los trabajos y los fines de semana se organizan toda clase de parrandas, bonches, brindis, sancochos, fiestas de trajes, paseos, piñatas, parrilladas..., en donde muchos venezolanos parecen supermanes librados de las ataduras del rol de Clark Kent, o zorros justicieros, ocurrentes y generosos dejando atrás las circunspecciones de Don Diego de la Vega...

En las instituciones educativas se practican numerosos mecanismos informales de enseñanza mutua, en donde los que entienden más ayudan a los que menos, que no siempre derivan en chuletas, sopladeras y otras formas de copia, sino en mecanismos legítimos de ayuda y compañerismo; o, en sentido contrario, son infrecuentes las zancadillas de que tanto hemos oído hablar en otras latitudes, que llegan hasta los extremos de dañar o hacer desaparecer libros, apuntes y trabajos para perjudicar a los rivales académicos. Todavía, sobre todo en el interior del país, es frecuente que familias vecinas o amigas intercambien comidas, ropas, juguetes, libros de los niños, disfraces, etc., sin tintes mercantiles de por medio; y no estoy seguro de que la institución de las "chivas" -ropa a medio uso que ya no le queda o no le gusta a uno y se le regala a quien la necesite-, sea de práctica universal. Como casi todas las mujeres calzan alrededor de 37, y las más llevan tallas S ó M de blusas, pantalones talla 10 ó 12, vestidos S ó M, sostenes 32B ó 34A, etcétera, es frecuente, no sólo exclusivamente aunque sí mucho más en los estratos humildes, que parientes y amigas intercambien atuendos, y por supuesto accesorios como carteras, cinturones, collares, etc.

Son incontables, y bien valdría la pena disponer de vida suficiente para escribir unas cuantas de ellas, las historias de combatientes contra la dictadura perezjimenista, guerrilleros de los años sesenta y militantes de izquierda de todas las épocas que fueron protegidos y aun salvados por personeros de los regímenes que combatían, a quienes no fue extraño que conocieran al compartir prisiones anteriores. Buena parte de los maestros y profesores que fueron expulsados de sus cargos e incluso exiliados por la misma dictadura, recibieron durante largos períodos, con sus familias, auxilios financieros de sus colegas empleados, no siempre simpatizantes con sus ideas. En las cárceles, tanto políticas como civiles, no todas las veces el alivio de las condiciones de vida, o aun la fuga, de presos es producto de la corrupción o el soborno, pues ocurre que algunos encargados de las custodias de repente se muestran solidarios con los injustamente detenidos. Y no deja de parecer irónico, al tiempo que una pesadilla para tanto fundamentalismo en boga, que Bolívar, el mismo del lamentable e injustificable, pero explicable, Decreto de guerra a muerte, haya tenido que morirse en la casa de un español, don Joaquín de Mier, el único que, en los frustrados albores de su ostracismo, lo acogió debidamente.

En mi época de dirigente estudiantil gocé del privilegio de ser protegido ad honórem por compañeros que corrían riesgos para impedir que policías o bandas reaccionarias me agredieran, y pude constatar, varias veces, lo que muchos militantes de izquierda bien saben: que a la hora de andar huyendo de la represión, en la clandestinidad, las mejores conchas suelen ser las casas de gente generosa y no metida en política, incluyendo las de funcionarios honorables del gobierno y fundadores de los partidos del estatus, que a pesar de todo siguieron siendo amigos... En dos oportunidades, un decano de la Facultad de Ingeniería, el Dr. Marcelo González Molina, a quien en muchos aspectos criticaba y adversaba políticamente, fue quien logró sacarme de la DISIP, a la vez que fue el único que resueltamente se opuso a la extremadamente injusta expulsión de que fui objeto en la UCV, en diciembre de 1972.

Todavía en lo personal, mas fuera de la política, en mi mocedad viajé mucho y a lugares remotos por todo el país, incluso con mi equipo fotográfico Nikon, relativamente sofisticado, con un par de cuerpos, lentes intercambiables y numerosos filtros y accesorios, pidiendo colas por regla general, sin hospedarme jamás en hoteles ni pensiones formales, y disfrutando no pocas veces de comidas gratuitas y "ñapas" y obsequios diversos que me ofrecía gente a quien acababa de conocer. Varias veces ha tenido la experiencia de ser defendido por malandros o indigentes conocidos frente a agresores o delincuentes extraños, incluyendo el caso límite de un malandro que una madrugada quiso asaltarme con un cuchillo cuando iba por el puente 9 de Diciembre de El Paraíso, pero a quien logré hacer desistir de su propósito y desde entonces se convirtió en mi protector y guardián cada vez que me sabe deambulando por esos lares.

Hay un indigente que cuando, en un par de ocasiones, se ha encontrado en la calle objetos religiosos de cierto valor, se ha empeñado en localizarme para regalármelos y que se los lleve a mi mamá. Para bien o para mal, he conocido expresiones de solidaridad en venezolanos procedentes de todos los fondos sociales, y no hace mucho un amigo, quien había hecho estudios en Estados Unidos y a quien le robaron de su carro, en Sabana Grande, varias cajas con todos los libros de su posgrado, que venía de retirar no recuerdo si de la aduana o del correo, se sorprendió cuando, a través de contactos de calle, logré recuperarle estos (aunque no a tiempo como para evitar que ya le hubiesen arrancarado a todos los libros la primera página, donde él solía firmarlos).

Y, quizás rondando las fronteras del lirismo, no sé si ya conté aquí que una de las experiencias más profundas de solidaridad humana que he conocido la tuve hace unos cuantos años, por allá por los sesenta, en Curiepe, Barlovento, estado Miranda, cuando participé en una noche de San Juan, en donde literalmente permanecieron abiertas las puertas de todas las casas del pueblo toda la noche, y la gente, desde niños hasta ancianos, salía a bailar abrazada, fraternalmente y formando cadenas alrededor de la plaza, al son del mina y el curbeta, mientras en ciertas casas se bailaba frenética y sanamente en parejas, al son de los tambores redondos o culo 'e puyas. Cada vez que, a fuerza de tantos golpes, sinsabores y reveses, me asaltan dudas acerca de la posibilidad de que salgamos algún día de este hoyo de polarizaciones sociales y políticas en que está metido el país, me empeño en recordar esa noche cálida barloventeña, habitada por el mismo tipo de gente humilde que años después conocí en San Agustín del Sur, y quizás lo más parecido a una visita a un paraíso terrenal de integración y afecto que he conocido y conoceré. Mientras conserve conmigo estas vivencias de solidaridad, seguiré convencido de que sí es posible, con paciencia y dedicación, que superemos algún día la polarización que hoy nos asfixia.

Pese al denso y entramado cúmulo de infortunios que padecemos los venezolanos, estoy persuadido de que si lográsemos reencontrar el camino de la genuina solidaridad social y sin distingos de clases que varias veces se ha asomado en nuestra historia, y que cotidianamente se muestra en los intersticios de nuestro tejido social, sería relativamente sencillo comenzar a resolver nuestros problemas, integrarnos por fin como nación y satisfacer tantas necesidades insatisfechas. Pero que quede claro que dije el camino de la genuina solidaridad social y sin distingos de clases, y no los atajos hacia el futuro o hacia el pasado, con invitaciones a cocteles de supuesto amor, pero con sobredosis de arrecheras e insensibilidad, tan de moda en nuestros días. Hacer política, de verdad, en nuestro país, tiene demasiado que ver con hallar este camino, y de eso, y a propósito de las próximas parlamentarias, tratarán los artículos que saldrán en pocas horas.

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