martes, 17 de agosto de 2010

La política venezolana (II): La coyuntura latinoamericana

Las coyunturas son períodos marcados por grandes eventos económicos, políticos o militares que alteran las correlaciones de fuerzas de diversa índole, y condicionan de manera decisiva el acontecer y las luchas sociales en las instituciones, comunidades, naciones, regiones o el planeta todo. Tales grandes y singulares eventos ocurren, por lo general, al interior de los centros de poder hegemónicos de cada instancia o en las interacciones entre o con estos: por ejemplo, las coyunturas mundiales suelen estar determinadas por acontecimientos extraordinarios en los Estados Unidos y/o en donde interviene esta nación hegemónica; las latinoamericanas a menudo resultan de hechos decisivos en Brasil, México y/o Argentina, las naciones de mayor peso poblacional, territorial, político y económico del subcontinente; las venezolanas comúnmente se derivan de cambios mayores en la región capital de Caracas o con activa presencia de esta. No termina de estar claro por qué, pero es usual que las coyunturas, cuya definición obviamente depende de quien las estudia en cada escala, duren alrededor de una década, más o menos unos pocos años, por lo cual este lapso suele constituir el horizonte de muchos planes estratégicos de largo plazo, a la vez que estos necesitan ser repensados cada vez que hay un cambio coyuntural.

El análisis de las coyunturas, de estas singulares y más impactantes que otras situaciones concretas, es esencial para la elaboración de cualquier clase de políticas coherentes en el corto, mediano o largo plazo, y su comprensión en cada escala a menudo demanda la interpretación de las coyunturas en los ámbitos más amplios. El análisis de la coyuntura actual venezolana, pongamos por caso, reclama la interpretación de las coyunturas latinoamericana y mundial, y tal es el enfoque que estamos usando aquí. No obstante, aunque las coyunturas mundiales terminan ejerciendo sus impactos decisivos sobre las regionales y nacionales, no por ello estas dejan de tener su autonomía relativa. Y, si la política está hecha de políticas, y estas no son otra cosa que guías para la acción ante una problemática en un contexto dado, entonces la comprensión de estos contextos, y en particular de las coyunturas, constituye un momento esencial de cualquier política que merezca tal nombre. Analizar las coyunturas es el equivalente al popular saber dónde estamos parados a que apelamos cada vez que nos toca tomar decisiones de envergadura en el plano personal.

Hasta donde la entendemos, la actual coyuntura latinoamericana comenzó a la vuelta del siglo del siglo XX al XXI, sobre todo desde que en las tres mayores economías de la región, las de Argentina, Brasil y México, fracasaron estrepitosamente las fórmulas neoliberales que habían estado en boga por casi un cuarto de siglo. El neoliberalismo, o más completamente el liberalismo neoclásico, es una reacción enfurecida contra las políticas de economía mixta o keynesiana, contra los Estados de Bienestar o Welfare States, los Nuevos Tratos o New Deal, contra las supuestas blandenguerías de intentar conciliar el crecimiento capitalista con la justicia social, que prevalecieron en el globo después de la crisis del modelo liberal, a secas, que estalló en 1929. A juicio de sus mentores, los Hayek, von Mises, Friedmans, Poppers y compañía, y sus discípulos latinoamericanos Castañeda, Krause, Vargas Llosa -con su delfín Alvaro-, Plinio Apuleyo Mendoza y afines, el keynesianismo económico, que quiere hibridar la dinámica de la iniciativa empresarial con la planificación y regulación estatal, no hace sino entorpecer el desenvolvimiento de las leyes naturales del mercado y propiciar el debilitamiento de los mecanismos de desafío a los afanes de superación de la gente. De allí que ellos pacientemente esperaran el debilitamiento del estilo roosveltiano, keynesiano o socialistoide que se impuso en muchos países después de las crisis de los treinta y que sobrevivió, con bemoles, durante buena parte de la posguerra, para acometer su asalto.

La oportunidad ansiada se les presentó a raíz de la crisis energética mundial de 1973, y, sobre todo, después de la humillación del gobierno de Carter por la crisis de los rehenes en Irán 1979. Y fue desde entonces que en el globo entero, y particularmente en América Latina, en donde ya venían probando sus experiencias piloto en el Chile de Pinochet y el Uruguay de Bordaberry, desde 1973, y la Argentina de Videla, desde 1976, se lanzaron, auspiciados por los triunfos de Reagan en los EUA y la Thatcher en el Reino Unido, a neoliberalizar las economías y Estados del planeta. La liberalización o apertura del comercio, por supuesto en las áreas en donde tenían fortalezas, pero nunca, por ejemplo, en los productos agrícolas; la minimización de los impuestos y regulaciones financieras, siempre al servicio de los intereses de las grandes corporaciones y los estratos sociales más pudientes; la privatización de las empresas públicas, sobre todo de nuestros países débiles, pero ni pensar en, digamos, una NASA, fueron tres de sus caballitos favoritos de batalla, con un cuarto, implícito y soterrado, por impopular: la desprotección social de los trabajadores y desempleados, es decir, la eliminación de los programas de conservación del empleo y ayuda social a los más desfavorecidos, que a veces, cuando se la combina con reestructuraciones organizativas y cambios tecnológicos, que por regla general van acompañados de despidos masivos, ha sido llamada flexibilización del trabajo.

Tan impactante fue la influencia del neoliberalismo en América Latina que, luego de agotar la recluta de una generación completa de militares gorilas, la emprendieron, sobre todo a partir de 1989, con la caída del Muro de Berlín y el derrumbe del mito del socialismo real o de factura soviética, con la captación de posturas socialdemócratas y populistas vacilantes, al punto de lograr reducir drásticamente la cuota de nuestros amigos de izquierda. Con el ejemplo pionero de Chile, en donde a partir del derrocamiento de Allende se inició una época dorada para los Chicago Boys, acólitos de Milton Friedman, el neoliberalismo, o su alias el monetarismo, se impuso en prácticamente toda América Latina desde mediados de los setenta, se fortaleció, con el mencionado ascenso de Reagan en los ochenta, y se extendió, sin que ciertos buenos deseos de Clinton lo atajaran, hasta el ocaso del siglo XX.

Fueron los días de Ménem y su ministro estrella Cavallo en Argentina, que poco faltó poco para que privatizaran el oxígeno del aire, y quienes dieron continuidad a las hazañas desindustrializadoras de los Videla y compañía que, bajo el guión del Plan Cóndor, compuesto en clave de Guerra Fría, habían derrocado a María Estela (viuda) de Perón. De Collor de Melo, en Brasil, y su lamentablemente continuador socialdemócrata Cardoso, el mismo de la teoría de la dependencia, que impulsaron su Plan Real para acabar con la superinflación de tres dígitos a punta de incentivos a las transnacionales y los capitales especulativos. De Salinas de Gortari, quien le arrebató las elecciones a Cuauhtémoc Cárdenas, hijo de Lázaro Cárdenas, después de un insólito apagón electoral y quien dispuso a su antojo de una milmillonaria en dólares partida secreta, y Ernesto Zedillo, en México, que abrieron de par en par las puertas al capital estadounidense y, so pretexto del NAFTA, lo privatizaron todo excepto PEMEX -quizás por respeto al venerado por los mexicanos Lázaro aquel-. Del viraje de Paz Estensoro, anterior nacionalista, en Bolivia, y su continuador Sánchez de Lozada; de la deserción de la socialdemocracia de nuestro Carlos Andrés Pérez y sus IESA Boys, que provocaron el Caracazo con su adicción a las políticas de shock inspiradas en los lineamientos del Fondo Monetario Internacional y el Consenso de Washington. De Fujimori en Perú; Bordaberry, Sanguinetti y Lacalle en Uruguay; Rodríguez y Wasmosy en Paraguay; Durán y Bucaram en Ecuador, etcétera.

Sin desconocer algunos de sus logros puntuales macroeco- nómicos, sobre todo en materia de control de la inflación rampante y ciertas estabilizaciones monetarias, lo cierto es que estas políticas neoliberales de más de dos décadas terminaron por traducirse en estancamiento económico, altos niveles de desempleo y pobreza, agudización de la distribución desigual de la riqueza, endeudamientos extremos con la banca internacional, pérdida de soberanía nacional, devaluaciones mayúsculas de monedas que quisieron equipararse con el dólar, y calamidades afines. Las crisis financieras de México (1994), Brasil (1999) y Argentina (2001), a menudo conocidas como los efectos Tequila, Samba y Tango, que habían sido anticipadas en Venezuela por el Caracazo, constituyeron el puntillazo de estas experiencias neoliberales, actuaron como dianas de alerta para el despertar de los pueblos latinoamericanos, y convirtieron el combo de términos neoliberales y fondomonetaristas en prácticamente malas palabras en todo el continente, que bastante va a costar para que vuelvan a ser incorporadas al léxico normal.

Frente a esta debacle neoliberal, en pocos años, después de 1999, en el subcontinente irrumpieron los gobiernos progresistas de Chávez en Venezuela (1999), Lula en Brasil (2003), Kirchner en Argentina (2003), Tabaré Vázquez en Uruguay (2004), Evo Morales en Bolivia (2006), Ricardo Lagos (2000) y Michelle Bachelet en Chile (2006), Daniel Ortega en Nicaragua (2007), Rafael Correa en Quito (2007), Fernando Lugo en Paraguay (2008), y por un tris, sin entrar, por ahora, a detallar las causas non sanctas de sus derrotas, López Obrador en México (2006) y Ollanta Humala en Perú (2006). En menos de una década, América Latina dejó de ser un bastión del neoliberalismo y se convirtió en una trinchera de lucha y arena de búsqueda de alternativas contra él, lo cual, todavía, caracteriza la actual coyuntura latinoamericana.

Con lo que va dicho se impone, sin embargo, una advertencia gruesa, y es la de que no queremos que la anterior crítica al neoliberalismo se confunda con la de cierto izquierdismo latinoamericano, extrañamente difundido en medios marginalizados, académicos y europeizados, para quienes neoliberalismo, capitalismo, keynesianismo, economía mixta, Estado de Bienestar y todo lo que no sea de extrema izquierda y preferiblemente guerrillerista y procubano son una y la misma cosa. Al extremo llegan de no ser capaces de distinguir, como antaño el stalinismo no distinguió entre fascismo y socialdemocracia, a los que graciosamente tildó de socialfascistas hasta que la gracia se les tornó morisqueta, las políticas de Collor de Melo versus las de Lula, o la de Augusto Pinochet versus la de Michelle Bachelet. A Lula se refieren con desconfianza, destacando sus nexos con empresarios progresistas, insinuando su traición al Movimiento de los Sin Tierra, y haciéndose los locos con su hazaña de conjugar un sin par crecimiento económico con una reducción sustancial de la pobreza, o sin mencionar los éxitos de sus múltiples programas sociales, esos sí sustentables, en donde destaca el de Hambre Cero; y no dejaron de expresar alivio con la derrota de la Concertación en Chile, pues así se estarían "sincerando las cosas". Para ellos la única quintaesencia del antineoliberalismo son la revolución cubana, el heroísmo indiscutible del Che, el sandinismo nicaragüense, o, más cercanamente, el movimiento zapatista, los movimientos indigenistas andinos, los piqueteros argentinos y el ALBA antiimperialista y chavista.

De la misma manera a como, para muchos neoliberales, toda la izquierda cabe dentro del mismo saco de la bazofia stalinista, para este izquierdismo infantil todo lo que no sea de extrema izquierda es en su esencia procapitalista y cualquier coexistencia con el, o concesión al, capitalismo es una traición. Unas veces marxistas caletreros de la primera página del Manifiesto y otras extraviados en las lecturas de quien jamás ha puesto los pies en una fábrica, ora eufóricos defensores de la lucha de clases como motor de la historia y del proletariado o sus sucedáneos como clase llamada a emancipar a toda la humanidad u ora fervorosos abanderados de los "nuevos movimientos de base", ya añorantes de los días del socialismo real y la dictadura del proletariado o ya de un socialismo utópico y extraterrestre con el que nada tienen que ver las tendencias socialistas escandinavas y afines, no tienen ojos ni oídos para las necesidades ingentes de nuestros pueblos y, en definitiva, no están dispuestos a resolver ningún problema hasta que, como gustan de decir, "el último creyente en el capitalismo sea ahorcado con las tripas del último burgués" (sin reparar jamás en que, en definitiva, la contradicción entre el burgués y el proletario no pertenece en definitiva al modo de producción capitalista sino al modo anterior, el mercantilismo, en donde la fuerza de trabajo sí era vista como una mercancia y no como un ente inteligente).

En definitiva, no se nos escapa que la facilidad conque tanto a neoliberales como izquierdistas extremos les resulta tan fácil creer que todos los demás son lo mismo obedece a una matriz epistemológica común, de factura analítica o decimonónica y que, por tanto, los hace incapaces de pensar, como desde hace buen rato vienen haciéndolo toda la ciencia y la tecnología modernas, al menos en términos sistémicos, es decir, comprendiendo las interacciones entre las partes, y no simplemente las partes aisladas, como elementos fundamentales de los conjuntos de cualquier especie.

Una de las reflexiones más brillantes que he conocido sobre estas ideologías fundamentalistas, a nivel micro o de la empresa, pero que puede ser fácilmente extrapolada a la esfera social, y que recomiendo sin reservas, es la de Douglas McGregor, en su vigentísima obra The Human Side of Enterprise (1969) [El aspecto humano de las empresas]. Allí se descubre el elemento común de estas dos ideologías, a las que, para no predisponer a sus lectores, McGregor caracteriza como Teoría X. Pese a sus aparentes diferencias, ambas posturas desconfían profundamente de la naturaleza humana y creen que, en el fondo, los seres humanos sienten una repugnancia intrínseca hacia el trabajo, lo evitarán mientras puedan y renunciarán en lo posible a asumir responsabilidades para con sus semejantes. Sentadas estas premisas, entonces se cae de maduro que la única manera de lograr que las personas trabajen o sean solidarias es a través de variaciones del método del palo y el dulce, es decir, el método clásico de domesticación de animales. La diferencia consiste en que mientras que los neoliberales tienden a creer que siempre hace falta más palo para los congénitamente flojos y más dulce para los escasos triunfadores previos, o sea, más mercado y más ganancias para el capital, para los izquierdistas se trata de lo contrario: más y más palo para los exitosos y más y más dulces para los débiles, de donde se deriva el imperativo de más y más Estado y más y más controles sobre la vida de las personas.

En cambio, según el mismo autor, basta con que alteremos la premisa, es decir, que entendamos, con la Teoría Y, que el ser humano posee una propensión intrínseca, antropológica y biológica, diríamos nosotros, a disfrutar del trabajo y de la solidaridad con los demás, como disfruta del juego, el sexo y el descanso, para que la problemática anterior quede por completo trastocada, y para que la aplicabilidad del método del palo y el dulce quede restringida sólo a entornos de profunda insatisfacción de necesidades básicas. En su lugar, el enfoque de la motivación y el estímulo a la creatividad y la realización de las potencialidades de cada quien, a través del trabajo y la solidaridad con los otros, o, con nuestras palabras, de la transformación de capacidades y la realización de identidades, se coloca en el orden del día, por lo que los mecanismos tanto del mercado como del Estado se convierten en meros elementos contextuales o cauces para orientar procesos naturales protagonizados libremente por los individuos y colectivos. Y es esta la razón profunda por la que creemos que, apartando todo fundamentalismo, es posible y necesario iniciar ya, aun bajo el marco de un insaltable capitalismo, los procesos de estímulo a la realización de las capacidades todos los latinoamericanos, en la ruta hacia una sociedad cada día más genuinamente humana.

La coyuntura latinoame- ricana actual, como bien nos lo están señalando Brasil y Lula, y ojalá que en pocos días también Dilma, es harto propicia para el emprendi- miento de nuevas y no fundamentalistas experiencias de cambio. El fracaso del neoliberalismo es una extraordinaria oportunidad para la búsqueda de nuevas vías de solución a nuestros problemas y de satisfacción de nuestras necesidades, a condición de que no pretendamos resucitar el cadáver de un estatismo o falso socialismo a la soviética, no importa si bajo el disfraz de un neosocialismo del siglo XXI.

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