Curiosos resultados electorales estos, los de las elecciones parlamentarias: en principio, portadores de señales esperanzadoras; luego, celebrados por tantos y desde las posturas más disímiles; y, en el fondo, también cargados de motivos para las más hondas preocupaciones sobre el destino de la democracia en Venezuela y de todos los venezolanos.
Es indudable que como nación salimos del 26/09/2010 con la posibilidad de dotarnos de un nueva Asamblea Nacional más representativa de nuestra diversidad política real, y por tanto con un instrumento político como mínimo más cercano a lo idóneo para dirimir nuestras diferencias de una manera democrática, es decir, más humana, respetuosa y civilizada. Si, desde cualquier ángulo que la observemos, la sociedad venezolana está integrada por sectores cultural o ideológica, económica y políticamente diferentes, y con demasiada frecuencia divergentes, mal puede ocurrir que un parlamento nacional monocorde y sumiso ante el ejecutivo la represente. El solo hecho de que las llamadas fuerzas de la oposición, aun sin ignorar los errores pasados de muchos de sus dirigentes, adquieran una participación en la Asamblea Nacional, es un avance en el camino de la posibilidad de construir una nación integrada que nos cobije a todos los venezolanos, y viceversa, cualquier exclusión de cualquier sector con vocación pacífica es una amenaza para la ya muy débil institucionalidad que poseemos.
La democracia, opuestamente a cualquier forma de autocracia, si bien es un logro cultural relativamente reciente y moderno, sin duda asociado a la conquista de grados crecientes de educación, capacitación, participación y tolerancia, es también un modelo más cónsono con la naturaleza o identidad humana, tanto a nivel de organismos individuales como de los organismos colectivos que han prevalecido a través de nuestra deriva evolutiva. Por una parte, sin la democracia, sin la posibilidad de superar conflictos y diferencias en un clima de respeto e igualdad ciudadana, no sería posible conciliar la libertad de unos con la de los otros, y sólo habría lugar para la coerción y la dominación, al estilo de la mayoría de los regímenes sociales antiguos y medievales. Por otra, la democracia, en cierto sentido, al menos, es un intento por emular la manera como en el organismo humano individual y pluricelular, y particularmente en su cerebro, se toman la inmensa mayoría de las decisiones: tomando en cuenta las necesidades o requerimientos de múltiples instancias orgánicas, perspectivas, experiencias anteriores, datos del entorno, etc., hasta alcanzar soluciones de equilibrio y relativamente satisfactorias para todas las partes. Y, por otra más, la democracia es también un intento por restaurar, bajo las circunstancias necesariamente multiculturales y socialmente heterogéneas de la vida contemporánea, los niveles de participación e inclusión que cada vez más se entienden como característicos de la vida en las comunidades primitivas y sin clases sociales en donde ha transcurrido, con mucho, la mayor proporción de la existencia humana.
Es indudable, entonces, que tanto desde el punto de vista, digamos, coyuntural, como desde un plano más general y conceptual, la mayor representatividad de nuestro parlamento, el más importante de los órganos de poder de las sociedades modernas, puesto que establece las pautas de funcionamiento de los otros poderes, hecha posible con los resultados de los pasados comicios, debe ser entendida como un paso positivo hacia la superación de las numerosas divisiones, fracturas, exclusiones e impotencias que azotan la sociedad venezolana. Incluso si admitimos que la Asamblea Nacional que teníamos careció de la más elemental representatividad debido a cierta contumacia opositora que le apostó fuerte a tumbar un gobierno legítimamente electo, no por ello deberíamos dejar de alegrarnos, sobre todo en un país donde en materia de repudio a las violaciones constitucionales son pocos los que pueden lanzar primeras piedras, cuando ocurre una también legítima rectificación de tales conductas. Nadie puede pretender arrogarse el monopolio del derecho a rectificar sus errores pasados, y mucho menos a celebrarlos y condenar perpetuamente los ajenos.
No obstante estas inequívocamente buenas noticias, llama por lo menos la atención la manera como las fuerzas políticas dominantes de la contienda, en primer lugar, el Partido Socialista Unificado de Venezuela, PSUV, y, después, la Mesa de la Unidad Democrática, MUD, mejor conocidos como gobierno y oposición, se declararon resueltamente triunfadoras.
El gobierno, con sus 98 parlamenta- rios de un total de 165, que le aseguran una mayoría simple, contra sólo 65 de la oposición y 2 del PPT, se autodeclaró triunfador absoluto de los comicios. Es claro que con esta cantidad de curules alcanzadas, que asegurarían el control de muchas votaciones parlamentarias y en buena medida la continuidad de las políticas oficiales en boga, el gobierno tiene motivos para celebrar los resultados, pero no para restarle importancia a hechos inocultables. Entre estos cabe resaltar: 1) que insistentemente numerosos voceros del gobierno, y entre ellos el propio Presidente de la República, insistieron en que sólo entenderían por victoria el logro de la mayoría calificada de 110 votos, la que permite la aprobación de leyes orgánicas y la designación de altos funcionarios de los poderes estatales, o, como mínimo, la mayoría de 99 votos ó del 60%, que permite las leyes habilitantes; 2) que la cantidad de curules alcanzadas puso al desnudo una grotesca maniobra de ingeniería electoral que potenció la representación de los estados menos poblados y las circunscripciones políticas afectas al gobierno, a la vez que minimizó la representación de los estados más populosos y dejó sin representación a numerosas circunscripciones y sectores políticos desafectos al régimen, al extremo de revelar serias incongruencias entre estas prácticas electorales y el principio de representación proporcional, con base en el 1,1 % de la población total del país, establecido en el artículo 186 de la Constitución; y 3) que es completamente descabellado y desconsiderado que se pretenda insistir, después de que sólo votaron por los candidatos oficiales 5.399.390 votantes válidos, de un total de 11.027.878, para una participación proporcional del 48,96%, en calificar de fascistas, escuálidos y de ultraderecha a una mayoría de votantes que, en sano ejercicio de sus derechos constitucionales, disintieron de las propuestas oficiales.
Por su lado, la oposición se declaró, como si se hubiese tratado de un plesbicito, un referendo o una masiva encuesta preelectoral, y no de una elección parlamentaria, en estado de triunfalismo y euforia, pues alcanzó, claro que sumando sus votos a los del PPT, un total de 5.628.488 votos válidos en relación al mismo total, para una participación proporcional de 51,04%. De nuevo, es evidente que se trata de unos resultados que revelan una marcada recuperación opositora en relación a comicios anteriores para la designación de cargos públicos, y que, como ya se dijo, representan un notable avance en el camino hacia un sano ejercicio político democrático en Venezuela. No obstante, esto no debería conducir a soslayar: 1) la importancia de una participación mayoritaria del gobierno y el PSUV en el nuevo parlamento, sobre todo en circunstancias en las que se sembró la ilusión, en amplias masas de electores, de que se estaba en vías de conquistar la mayoría parlamentaria en nombre de una mayoría de electores (lo cual llevó a muchos votantes opositores a creer que se había hecho trampa en los cómputos electorales); 2) la gravedad de una situación atentatoria contra el principio de representatividad proporcional de los electores, que no sólo se expresó en la ya mencionada sobrerrepresentación del partido oficial sino que, inclusive al interior de los propios votos de la MUD, condujo a una representación desproporcionada, en relación a porcentajes y mediciones diversas de las preferencias de los electores, de, por ejemplo, los diputados de Acción Democrática, quien se alzó con 22 de los 65 diputados opositores, o sea, una tercera parte de estos, cuando en ninguna parte hay antecedentes de esta supuesta recuperación de la imagen o la fuerza política real de este partido; y 3) que por razones análogas a las ya señaladas anteriormente, aunque en el sentido inverso, no pareciera haber lugar para triunfalismo alguno en circunstancias en las que, para cualquier efecto práctico, la mitad de los electores venezolanos siguen abrazando las convocatorias del gobierno y el PSUV, incluso tratándose de la elección de diputados y no del máximo líder del ejecutivo nacional, lo cual lleva a pensar que, aun viendo a las elecciones parlamentarias del 26/09/10 como una macroencuesta para las elecciones de 2012, es todavía mucha la tela que habría que cortar antes de formular cualquier pronóstico para el futuro, y máxime si se pretende actuar, como mucho le gustaría al actual presidente, en plan de restauración del régimen bipartidista del pasado o de alguna versión maquillada del mismo.
Pero lo dicho no contiene todavía el meollo de las preocupaciones que queremos compartir con nuestros lectores, pues hay, como se dice a veces por aquí, procesiones más funestas que van por dentro: 1) tanto las campañas para las elecciones parlamentarias, como los mecanismos de selección de los candidatos a diputados, o las evaluaciones posteriores de los desempeños electorales alcanzados, pecan gravemente de los vicios de oportunismo, inmediatismo, superficialismo, sectarismo, fundamentalismo, y de seguro unos cuantos más, que hemos señalado al examinar las características de la política venezolana, al interior de una sociedad estancada y decadente que se resiste perniciosamente no sólo al cambio sino incluso al examen descarnado de sí misma; la vacuidad de los contenidos de la política visible venezolana es tan notoria que ya contrasta inclusive con los estándares de la mayoría de los demás países latinoamericanos, para lo cual no hay sino que pasearse por los debates recientes de las elecciones brasileñas, colombianas o chilenas de este mismo año; 2) en el contexto del estilo político infantil que pareciéramos estar empeñados en inventar los venezolanos, la tendencia es a que el gobierno, lejos de complacerse con la rectificación y el retorno al cauce democrático de muchos de sus opositores, está haciendo todo lo posible por insinuar y aun demostrar que con o sin participación opositora en las elecciones, con o sin mayoría del voto popular, y con o sin legitimidad constitucional, "Chávez no se va" y seguirá adelante con sus planes de un socialismo a rajatabla, personalista, autocrático y sin diálogo o debate alguno, o sea, llevando leña a la candela de quienes nunca han estado convencidos de que algo se arreglará con la vía electoral o de la acción política propiamente dicha, con consecuencias impredecibles; 3) la oposición, pese a las valiosas pero excepcionales declaraciones circunstanciales de algunos de sus voceros, continúa sin decidirse a hacer una autocrítica seria de sus arrebatadas posiciones de 2002 y 2003, insiste en no formular un proyecto claro del país que propone, sigue dando demasiados motivos para creer que en el fondo su proyecto no es otro sino el de la restauración de un puntofijismo maquillado, y, a la hora de los hechos, pareciera seguir empeñada en demostrar que la vía electoral es apenas, y a lo sumo, un Plan A dentro de su estrategia, nunca clausurada, de sacar a Chávez del poder "como sea"; 4) el limitado, aunque potencialmente decisivo, residuo político que queda después de restar los adeptos al gobierno y a la oposición, es decir, el PPT, Henri Falcón y los numerosos grupos y corrientes críticas que se mueven en las vecindades o incluso al interior del PSUV y la MUD y sus partidos, del cual nos ocuparemos detenidamente en una entrega venidera, sigue como aletargado y perplejo ante la polarización reinante, y tampoco ha sido capaz de articular una postura, un análisis, un programa o un estilo de participación política alternativo y distinto; y 5), en cualquier caso, resulta escandaloso constatar como en un país con exclusiones vergonzosas de su población pobre, con un falso sistema educativo que ni capacita productivamente ni contribuye a la formación ética y ciudadana, con una cuenta regresiva energética mundial que anuncia el inevitable colapso de nuestro rentismo petrolero y su orgía de importaciones, con un cúmulo de necesidades alimentarias, de vivienda, sanitarias, ambientales, de transporte, de comunicaciones, de seguridades de todo tipo, etc., insatisfechas en mayoritarios sectores de la población, cuajado de amenazas severas a la continuidad de sus hilos constitucionales, y dejémoslo por ahora hasta aquí, la política se desenvuelve con una casi total ausencia de atención a los problemas reales o de debates estratégicos, y con un estilo político y electoral que en mucho recuerda los de las elecciones de los reyes momo o las reinas de carnaval.
Continuaremos, aunque probablemente con una nueva fórmula secuencial que nos ahorre la mutua incomodidad de artículos aparentemente desfasados en el tiempo, en la próxima entrega.
martes, 28 de septiembre de 2010
viernes, 24 de septiembre de 2010
Hacia una transformación social piloto en Lara (VII): La perspectiva cultural transformal
Perdón, perdón, perdón a los lectores, por la interrupción en la salida regular de los artículos. Esto del enfoque transdisciplinario que estamos empeñados en usar, que intenta conjugar el análisis y la comprensión conceptual centrados en los problemas, con la acción y la práctica transformadora para buscarles solución, se dice fácil -como se decía siempre aquí y ahora repite cierta propaganda oficial- pero a veces se hace sumamente difícil, sobre todo cuando se actúa con las uñas y se carece de recursos y de ingresos regulares para disponer del tiempo demandado por tamañas aspiraciones, y en un país plagado de ineficiencias, colas, derrumbes, incomunicaciones, apagones, sectarismos, epidemias y calamidades sucedáneas. En una frase, repetidos viajes al estado Lara y a muchos de sus rincones más apartados, sin Internet y hasta sin CANTV, para hacer contacto directo con los futuros protagonistas del drama, han hecho difícil la tarea de completar la serie prototípica iniciada sobre la realidad larense.
Pero el cariño sigue aquí, ya llevamos más de 140 artículos publicados, la inmensa mayoría de ellos con absoluta vigencia, puesto que para nada se refieren a cuestiones del día a día (por lo cual invitamos a los lectores a revisarlos, según sus preferencias y con ayuda de las etiquetas de la columna de al lado), a la vez que confiamos en agarrarnos pronto un fin de semana completo para el blog y publicar de un sólo golpe cerca de una docena de artículos que ya tenemos adelantados. También cumplimos con participarle a nuestros cibervisitantes que, luego de esta entrega, haremos una interrupción de la serie larense para ocuparnos, por su obvia importancia pero también para curarnos en salud ante quienes ya deben estar pensando que les estamos escurriendo el bulto, de analizar los resultados de las recientes elecciones parlamentarias venezolanas.
Desde el punto de vista académico, dos son las disciplinas, cada una con su batería de autoridades, que se disputan las últimas palabras en materia de cultura: la antropología, para quien la cultura comprende todo el sistema de creencias y valores característico de una sociedad, más toda la trama de relaciones e instituciones sociales que le dan soporte a estas creencias y valores; y la sociología, que ve a la cultura como una instancia diferenciada dentro de la estructura social, distinta de, por ejemplo, la económica o la política. Distantes de cualquier intención de faltarle el respeto a doctos académicos como Kroeber, Malinowski y otros, de la escuela antropológica, o a Radcliffe-Brown, Parsons y compañía, de la sociológica, en mis tal vez limitadas reflexiones sobre este importante asunto, siempre hechas, repito, desde una perspectiva no académica o disciplinaria sino transdisciplinaria o centrada en los problemas, he terminado por inclinarme ligeramente en favor del punto de vista de la segunda escuela, la sociológica, puesto que considero a las capacidades culturales como distintas de las productivas, las políticas, etcétera. Solo que con, al menos, dos gruesos bemoles, probablemente derivados de cierta formación parcialmente marxista e inclusive fotográfica, aunque afortunadamente autodidacta y no catequística, que seguramente no le harán gracia a los sociólogos académicos y quizás hasta provoquen sonrisas de satisfacción en más de un antropólogo de oficio.
Uno consiste en hacer lecturas de la sociedad toda desde el punto de vista cultural, al estilo antropológico, considerando a las instituciones y prácticas sociales diversas como simultáneamente productos y asideros de la cultura; y el otro en no renunciar, lo que seguramente parecerá sacrílego a los marxistas sovietosos y su populares afines latinoamericanos y cubanos, con su piedra filosofal de la lucha de clases, al empleo, para ciertas consideraciones de carácter general, no sólo a la perspectiva antropológica o humana, sino inclusive a las perspectivas biológica, química o física. Estas perspectivas suelen ser, para mí, como los lentes o filtros de una cámara fotográfica, es decir, que las escojo en función de las circunstancias y de los aspectos de la visión de la realidad que deseo resaltar, sin posturas excluyentes de ningún tipo. La realidad, así, termina por no ser ni objetiva ni subjetiva, ni granangular ni teleobjetiva, sino una sola y que me incluye, sólo que, dependiendo de lo que esté haciendo, pensando o sintiendo, y sobre todo de los problemas que esté examinando y del momento en que lo hago, la abordo de diferentes maneras o con diferentes ópticas.
O sea que, en dos platos, en el fondo no considero excluyentes a los dos enfoques académicos mencionados sobre la cultura, sino que empleo ambos de acuerdo a las circunstancias: el antropológico sobre todo a la hora de comprender en profundidad los problemas culturales, en las primeras fases del análisis y la resolución de problemas relacionados con la cultura, o en sus evaluaciones finales, y el sociológico durante la búsqueda de soluciones y respuestas, o el trazado de directrices, concretas a los problemas planteados.
Todo esto viene a cuento porque deseo llamar la atención sobre el probable valor metodológico del enfoque sobre la realidad larense que estamos adelantando, y a la vez clamar paciencia para quienes ya deben estar madurando la tesis de que ocuparme de Lara es mi nueva manera de evadirme del único núcleo duro de la realidad que admiten... Me siento, entonces, obligado a insistir en que, en el mejor de los casos, nada, absolutamente nada de lo que hagamos en política tiene valor alguno si no se inscribe en una perspectiva de avance en una dirección cultural acertada, es decir, ética, axiológica o relacionada con los valores humanos fundamentales en juego, consistentes con nuestra identidad humana profunda, que por lo tanto estamos obligados a estudiar con toda la intensidad de que seamos capaces. Y decía que eso es en el mejor de los casos, porque en los otros, en los peores, que han constituido la inmensa mayoría de todo lo que se ha hecho políticamente en nuestro país en siglos -con solo dos grandes, aunque honrosas excepciones, una en la gesta independentista, por veinte años a partir de 1810, y la otra en la gesta democratizante, por no más de treinta años, con severas interrupciones e incongruencias, a partir de la muerte de Gómez en 1935-, no sólo la acción política ha carecido, por lo general, de valor, sino que lo ha tenido negativo, es decir, que ha arrojado resultados que luego tendrán que ser desandados.
¿De qué le sirvió al país, en el balance y por ejemplo, el siglo de caudillismo que sucedió a la restauración latifundista y esclavista y la expulsión o aplastamiento de la generación patriótica? ¿Para qué fueron históricamente útiles el paecismo o el guzmancismo, o el castrismo o el gomecismo o el perezjimenismo? O ¿qué nos quedó del período de derroche de los años de la bonanza de los setenta? ¿Para qué fue útil el lusinchismo y el cuasi reinado de su entonces popular amante? ¿Cuál fue la resultante positiva de las dos gestiones de Caldera o de Pérez? ¿Qué le va a quedar de bueno a nuestro país cuando termine de derrumbarse la actual ola de personalismo, autoritarismo, ineficiencia, adulación, parasitismo, derroche, arribismo, centralismo...? ¿Es que acaso trescientos años de pasividad y doscientos de improvisación no nos bastan para entender que la política requiere de una direccionalidad ética en concordancia con una práctica relevante de atención a necesidades concretas?
Bueno, de repente se nos pasó la mano en las consideraciones introductorias, y para colmo nos queda otra por hacer, cual es la de que, sobre la marcha, decidimos incorporar a nuestras exposiciones blogueras el estreno mundial [¡Ejem!... No vayan a creer que se trata de cobas pedantescas, pues es absolutamente cierto que este cuchitril mediático tiene ciberseguidores en todos los hemisferios de este planeta, tanto en sentido latitudinal, norte y sur, como longitudinal, este y oeste...] de una tesis en la que venimos trabajando desde hace tiempo, cual es la de distinguir, para todas las estructuras e instancias sociales, y entre sus componentes o subdimensiones, los elementos formales, es decir, bien establecidos, explícitos o institucionalizados; los elementos informales, vale significar, aquellos muy poco estructurados, incipientes, implícitos, excluidos o marginalizados; y los elementos a los que proponemos llamar transformales, consistentes en todos aquellos elementos en proceso de estructuración creciente o en busca de institucionalización, por lo general vinculados a la existencia de liderazgos, esfuerzos pioneros, grupos críticos, movimientos de base, etc., que apuntan hacia la conformación de nuevas instituciones y elementos formales como superación o reemplazo creativo de los existentes.
Esta distinción nos conduce entonces, por ejemplo, en el caso de la economía, a añadirle, a la clásica distinción entre la economía formal y la formal, una economía transformal, consistente en todo el cúmulo de esfuerzos, racionalidades, iniciativas, organizaciones y prácticas productivas, etc., que apuntan hacia la creación y establecimiento de nuevos patrones productivos, como alternativa tanto a patrones establecidos de producción formal como a los informales o marginalizados. En materia de medios de comunicación, por ejemplo, tendríamos a los medios formales: prensa, televisión, radio, etc., establecidos; a los medios informales: conversaciones cotidianas, rumores, bolas, chismes, etc.; y a los transformales, que, sin llegar a medios formales tampoco encajan bien en el rubro de los informales, puesto que a menudo cuentan con orientaciones, filosofías, objetivos, canales explícitos, etc., y, en el caso de los más pretenciosos -como este blog-, hasta con epistemologías, enfoques, temáticas, problemáticas, teorías originales y yerbas afines. En el caso de la educación, que revisaremos, para el caso larense, dentro de poco, tenemos la educación formal, académica o conducente a títulos, la educación informal, la que se adquiere en la vida, en la calle, en las relaciones informales con padres, parientes, compañeras, amigos, etc., y la educación transformal, constituida por todo el universo de programas formativos en comunidades, empresas, clubes, grupos diversos y hasta familias, que no encajan bien dentro de los dos rubros mencionados, pues no conducen a títulos y a veces ni siquiera a certificados o acreditaciones, pero que a menudo cuentan con diseños curriculares explícitos y no pocas veces incluso mucho más elaborados y precisos que los currículos académicos. Para estas últimas concepciones y prácticas educativas se ha propuesto la denominación de educación no formal, que aquí hasta ahora habíamos llamado, algo a regañadientes, semiformal (considerando opciones como 'cuasiformal', 'protoformal', 'paraformal' y otras), pero que desde ahora identificaremos con el nuevo vocablo que le proponemos al mundo. De la misma manera podríamos hablar de una política formal, comúnmente llamada escena política, con sus partidos, sus diputados, elecciones legales, funcionarios electos o candidatos, etc.; de una política informal, la de los debates y acciones en calles, auditorios, cafetines, comedores, salas de recibo, etc.; y de una política transformal, la de los movimientos de base, los documentos de base, los grupos ecológicos, femeninos, estudiantiles, culturales, artísticos, deportivos, etc., que, sin actuar en la escena política, piensan y actúan mucho más allá de los meros ámbitos espontáneos.
Y así llegamos, por fin, a la distinción entre cultura formal, la establecida, explícita y generalmente expuesta por intelectuales y creadores harto conocidos y capaces de interpretar ciertas dimensiones del sentir colectivo; la informal, en donde hemos incorporado, en el caso larense, manifestaciones tales como las conductuales cotidianas, las religiosas o las culinarias, muy poco estructuradas o explícitas o institucionalizadas; y la cultura transformal, que revisaremos a continuación, en donde distinguiremos, por ejemplo, aspectos tales como las creaciones plásticas, arquitectónicas, urbanísticas o deportivas, que, sin llegar todavía al grado de representación explícita de los valores sociales que alcanzan los escritores o músicos con arraigo popular, apuntan a significados que van mucho más allá de los valores fuertemente implícitos en la cocina o la religión. [Perdonen, los lectores apurados, estas aparentes digresiones que, sin embargo, a nuestro entender, tocan, aunque de otra manera, más abstracta, el meollo de lo que deseamos expresar en torno a la cultura larense].
Después de hurgar en papeles, fichas y pantallas diversos, así como en nuestra memoria de recuerdos, vivencias y visitas, estábamos ya lindando con el desconsuelo al no encontrar museos, galerías, salones o exposiciones importantes que nos brindaran las claves de una plástica larense, cuando, de repente, al observar una imagen de un cuadro de Rafael Monasterios, nos percatamos de que tenía una estética muy semejante a la de un cuadro de no sé que pintor larense popular que por décadas ha estado colgado en nuestra casa materna, y también a muchos otros que hemos visto en otras tantas casas larenses que hemos visitado, y se nos prendió el bombillo.
Nos paseamos entonces, de memoria, por las paredes de casas conocidas de larenses y, sobre todo, caroreños, y también de restoranes, bodegas, bares y otros sitios públicos, y descubrimos nada menos que una plástica singular, una estética de calles, caminos y muros amarillentos o blanquecinos y castigados por fuertes resolanas; de verdes pálidos de cardones, tunas y árboles espinosos de zonas secas, siempre como a la defensa de sus humedades interiores; de ruinas de iglesias y construcciones de la época colonial, representativas, hasta con cierta desolación, de los distintos pueblos, y también de muchachos descalzos, y gente humilde, a menudo en faenas trabajadoras. Y cuando, ya más claros, buscamos primero en nuestra biblioteca, y luego aprovechamos para hacerle una revisita a la Galería de Arte Nacional -que está de reestreno en la Avenida Universidad, con más espacios y colecciones desplegadas que nunca, lo cual se le debe, aunque sea parcialmente, y a riesgo de que vuelvan a llover ciberpiedras por estos lares virtuales, a la gestión del actual gobierno y en particular de su Ministro de la Cultura, el impopular y por tantos odiado Farruco-, nos quedó claro que toda esta plástica tiene por referencia principal al que quizás sea, o por lo menos lo es en mi discreta opinión (aunque con no poco respaldo de críticos notables como Juan Calzadilla y Alfredo Boulton...), el más importante, seguido de Manuel Cabré, de todos nuestros pintores paisajistas, o sea, el mismo Rafael Monasterios.
Durante cincuenta y buen pico de años, tras fugaces escarceos en la escuela de primeras letras, y como monaguillo, discípulo del presbítero Juan Pablo Wohnsiedler y también del pintor larense Eliécer Ugel, luego montonero enfrentado al gobierno de Cipriano Castro, y a duras penas sobreviviente de la miseria que lo embargó a la temprana muerte de su padre y de un paludismo que contrajo en los días de la refriega contra El Cabito, Monasterios se consagró, a partir de 1906, cuando contaba 22 años, a la empresa de interpretar y expresar lo que sentía ante los paisajes venezolanos y, sobre todo, larenses, con notables resultados lamentablemente poco conocidos por demasiados compatriotas e incluso compatriotas chicos, que intuimos fuertemente tras la singular estética arriba comentada.
De Monasterios, en su obra homónima, ha dicho Alfredo Boulton -quien, junto a Juan Calzadilla, suele ser considerado su principal crítico- que "...fue hombre de una alta finura visual, con lo que daba a sus obras, con mucha mayor frecuencia, mayor belleza y atracción de lo que tenía la propia belleza del paisaje [para lo cual, y a manera de prueba de su aserto, se muestran distintas fotografías de dichos paisajes]", y que las obras más sobresalientes de su temática son "...nuestras pobres calles de pueblos, de casas, serranías, destartalados patios, pequeñas capillas y anchos campos llenos de luz; lugares todos estos donde él halló la mejor razón de su vivir, y que dijo con un encantador vocabulario como ningún otro pintor en nuestro país logró hacerlo con tanto talento...". Y, más adelante, asegura que "la pintura de Monasterios se identifica con lo que ya no volveremos a ser. Aparte de todos los grandes méritos artísticos que ella comporta, sus lienzos son documentos textuales, visuales y testimoniales de cómo un país se transformó en menos de 50 años. En lo que fue y en lo que hoy es. Su obra tiene el mérito, entre muchos otros, de ser la historia y el relato pictórico de Venezuela".
Lo único, aunque de calibre grueso, que, sin embargo, objetamos a los elocuentes comentarios del erudito Boulton, es que, por un lado, no vemos a Monasterios como alguien que buscaba dar a la realidad mayor belleza que la que tenía, y ni siquiera como un buscador de bellezas, sino como un intérprete, afanado antes que nada en expresar y comunicar sus propios sentimientos ante esa realidad, independientemente de su belleza, hasta el punto de transformar la mirada de los venezolanos, y particularmente de los larenses, hacia su propia tierra y su gente trabajadora y humilde, un poco en la onda de lo que Van Gogh logró con las tierras del sur de Francia, a las que la humanidad nunca podrá volver con los ojos anteriores a sus lienzos. Lo que afirmamos, en síntesis, es que, mención aparte de esteticismos y corrientes pictóricas, lo que nos legó Monasterios con sus imágenes fue una inducción a los sentimientos de arraigo por la tierra y de amor a sus pobladores y a su pasado, que, al menos desde entonces, los larenses llevamos en nuestros corazones y, por si acaso, nos cuidamos de recordar colgando, salvo que seamos de los privilegiados con derecho a originales de Monasterios, en réplicas, imitaciones y bocetos en nuestras casas y lugares públicos.
Y, la otra observación, es que de ninguna manera vemos la pintura de Monasterios, sobre todo a través de la media docena de lienzos colgados en la Galería de Arte Nacional, a la cual no terminan de ser fieles las litografías de las obras de Boulton y -aunque mejores- Calzadilla, como una documentación del pasado, y mucho menos con rasgos "textuales, visuales y testimoniales", sino como una evocación exaltada de la esencia de lo que somos y que mil capas de hojarascas y aspavientos importadores no pueden ni podrán ocultar: un país de gente sencilla, cálida, tropical, pacífica, paciente, trabajadora si se nos dan las oportunidades, y conversadora, amorosa y ociosa -en el buen sentido- con o sin éstas. Lejos de entender la obra de Monasterios -o la de Van Gogh, en el caso aquél- como una reliquia del pasado, la entendemos como un grito que nos invita a despertar de nuestro falso presente y a construir un futuro acorde con nuestra verdadera identidad y cultura.
Y es por todo esto, o sea, si tuviese sentido todo lo que estamos planteando, que hemos creído ver en la plástica larense inspirada en Monasterios una muestra de lo que estamos llamando cultura transformal, es decir, expresiones culturales profundas de nuestra identidad y de nuestras pasiones y razones de ser, producto de esfuerzos interpretativos de nuestros más grandes artistas y creadores, que, sin embargo, todavía permanecen parcialmente soterradas e implícitas y poco reconocidas por nuestro pueblo que, en definitiva, es como si todavía no tuviese conciencia del porqué de su empeño en colgar en sus paredes pinturas según el estilo de Rafael Monasterios. (Ojo: la pintura de al lado, de indudable influencia monasteriana, no es de éste sino de... ¡Juan Martínez, el mismo fundador de la primera orquesta infantil del país!...).
Para no repetir el esquema del análisis anterior, corriendo el riesgo de eventuales ataques expertos, y por aquello de que nos se nos haga tan extenso el artículo, iremos directamente al grano: apreciamos en la arquitectura larense, expresión híbrida de la arquitectura colonial y de la prehispánica, los siguientes rasgos esenciales: búsqueda de un contrapeso de altos techos y paredes, sombrío, fresco e invitador al calor humano, frente al calor solar y la inclemente aridez externa; uso de frisos blancos y de colores claros en paredes y muros, reflectantes del sol y sus duras radiaciones, en combinación con una honda devoción por los pasillos, corredores, plantas, flores y colores vivos en los patios internos y solares, al punto de que muchos nunca imaginarían la profusión de helechos y otra plantas de sombra, en tinajeros y macramés, que pueblan los patios y corredores internos larenses; uso de paredes gruesas de tierra apisonada, con armazones o encofrados de resistentes maderas locales y recubiertas con tortas de bahareque hechas de arcillas y pajas seleccionadas, con el doble propósito de aportar frescura y resistir inclemencias diversas, incluyendo eventuales inundaciones -en cuyo caso es a los frisos o tortas a los que con frecuencia les toca resistir, hasta ser repuestos o renovados cuando bajan las aguas-; amplia profusión de solares anexos, en donde se cultivan o crían, según la usanza indígena del conuco, extensos conjuntos de plantas y animales, tanto con fines alimentarios, como de obtención de medicinas, fibras y otros tejidos y materiales, lo cual le da a gran número de viviendas un propósito de infraestructuras tanto para el consumo como para la producción; uso generalizado de materiales disponibles localmente, tales como arcillas, piedras, maderas, fibras vegetales diversas, lo cual hace sustentables las creaciones arquitectónicas; y, en general, una permanente y arraigada vocación de convivencia armoniosa con el exigente y para muchos inhóspito entorno natural árido-tropical.
El diseño típico de los pueblos, con sus acogedoras plazas con múltiples árboles frondosos y de sombra, tiende a reproducir, por decirlo de algún modo, la anatomía de las viviendas: las plazas vienen a ser al pueblo entero lo que los patios a las casas individuales, es decir, lugares para el encuentro y la convivencia, al estilo de lo que nuestro Carlos Raúl Villanueva -véanse de cerca sus obras y, sobre todo la Universidad Central y los edificios de la urbanización El Silencio, con su profusión de jardines, patios, pasillos y rincones acogedores- y también nuestro Fruto Vivas, con sus casas y otras edifica- ciones -por ejemplo, y sobre todo, el hotel El Moruco, en Mérida- maximizadores de los espacios sociales y para el esparcimiento, en las antípodas de nuestros modernísimos edificios de apartamentos modelo pajarera y nuestros novísimos estilos carcelarios, en donde, en nombre de la lucha contra la inseguridad, en buena medida desatada por la misma racionalidad mezquina y excluyente que promueve esta misma seudoarquitectura, nunca termina de saberse si las rejas, alambrados, cercos eléctricos y garitas son para que no entren los delincuentes o para que no se salgan los moradores. Pero claro, en un país tropical, amplio, despoblado y con valiosas tradiciones arquitectónicas y urbanísticas, con logros y figuras descollantes en cualquier panorama serio de la arquitectura mundial, a nuestros cerebros del espacio no se les pudo ocurrir nada mejor que adoptar, como el estándar urbano nacional, el estilo de una región templada, estrecha, sobrepoblada y ultracosmopolita como la isla de Manhattan y su prurito de hacinar la gente en nombre de los grandes negocios y la fantasía de quien pretende rascar los cielos.
En la arquitectura larense, incluso en sus versiones más modestas y rurales, vemos la puesta en escena de un afán de adaptación sustentable a la realidad de nuestro entorno tropical y las claves fundamentales para la búsqueda de soluciones a nuestro terrible problema viviendario y de inseguridad social. Nuestros suburbios miserables, en donde habitan buena parte de nuestros delincuentes de baja ralea, no son otra cosa que el resultado del fracaso de una urbanización forzada por el rentismo petrolero, la avaricia y el facilismo mercantilista y el abandono del apego a la tierra y a la sencillez del trabajo. Sabemos, incluso, de creadores locales, como el arquitecto Luis López, que han desarrollado, a partir del estudio de las artesanías constructivas populares, basadas en el apisonamiento de tierra y el uso del bahareque, sistemas constructivos novedosos, sencillos, de bajo costo y accesibles para ser dominados por vastos sectores de la población, con los que, en muy pocos años, se podrían resolver los problemas de la vivienda, de la exclusión espacial y de la despoblación del territorio, con avances decisivos en la ruta de superar la inseguridad mediorientesca que sufrimos; pero ¡qué va!, antes que eso intentaremos, después de la misteriosa desaparición de más de medio millón de ejemplares de la Enciclopedia Bolivariana del Constructor y el Hábitat Popular -en catorce fascículos, basada en las técnicas de López, y de la que, a duras penas, logramos obtener un ejemplar-, y siempre a dolarazos y corruptazos limpios, a la vez que convirtiendo a los constructores locales en contratistas maniatados por mafias sindicales extorsionadoras, que chinos, rusos, iraníes, libios y cubanos vengan para acá a experimentar con el diseño de arquitecturas dizque tropicales de sustentabilidad nula.
En Lara, repetimos, tenemos el caso de una arquitectura autóctona que por siglos ha brindado soluciones habitacionales y urbanísticas a los pobladores, las más de las veces sin ayuda oficial alguna, y que, con relativamente pocos recursos, podría permitir avanzar realmente en la búsqueda de soluciones a nuetro terrible problema de escasez de viviendas y de fuentes de trabajo. Lara cuenta, y sobre todo Carora, con uno de los más importantes stocks de viviendas y zonas de origen prehispánico-colonial en el país, con la peculiaridad, como bien lo observara Briceño Guerrero en uno de sus artículos, de que son habitadas por descendientes de quienes las construyeron hace muchas décadas y hasta unos cuantos siglos. Tenemos, por tanto, la sospecha de que si se construyera una estadística nacional acerca del tiempo promedio que cada familia y sus antepasados lleva habitando su vivienda actual, el estado Lara tendría fuerte opción a alzarse con la medalla dorada. Por poner sólo tres ejemplos: en las casas y zonas coloniales de Ciudad Bolívar y Coro, quizás entre las más conocidas, fue necesaria una fuerte intervención del Estado central para reconstruirlas, y son muy escasos los moradores contemporáneos ligados a las familias que las poblaron; en otra zona colonial reconstruida, la del Hatillo, esta vez a manos de la clase media caraqueña en busca de oportunidades de negocios, son muy pocos los pobladores originales que la habitan, quienes a menudo, después de vender sus casas por tres lochas a los vivos de siempre, y para variar, han emigrado a las rancherías de los cerros cercanos. Estamos convencidos de que el problema nacional de la vivienda tiene un alto componente de desarraigo cultural e improvisación mercantilista, frente al cual podría ser mucho lo que todos los venezolanos, con apenas un poco de humildad, podríamos aprender de los guaros.
So pena de ganarnos una nueva cohorte de apedreadores del blog, no podemos evitar preguntarnos si puede hablarse de expresiones semiocultas o transformales de la cultura nacional en aficiones deportivas beisbolísticas que tienen por símbolos bien a un león africano, un tigre de Bengala asiático, un aguila norteña, un navegante portugués o un indio bravo rapado al estilo mohicano, o si podríamos inferir la existencia de valores ocultos de la solidaridad y la cooperación entre los venezolanos bajo la imagen de un tiburón o de un indio guerrero caribe... Y, opuestamente, no podemos dejar de señalar que el equipo Cardenales de Lara, fundado en 1942, con la segunda franquicia deportiva beisbolística más antigua del país, después de la del Magallanes, posee como símbolo distintivo no al cardenal nórdico (el de los Cardenales de San Luis), sino al pacífico, travieso, enamoradizo y escurridizo cardenalito de nuestras regiones xerofíticas, con cuyos colores alegra, casi siempre en compañía de su pareja, de tonos más pardos pero con igual penacho rojo, sobre todo los matorrales espinosos del occidente del país.
De la misma manera a como en el debate estadounidense acerca del símbolo nacional, Benjamín Franklin salió, a fines del siglo XVIII, derrotado con su propuesta del pacífico pavo frente a quienes se batieron por nada menos que la agresiva aguila calva, a la que nuestro admirado Benjamín criticó por sus hábitos parásitos inclusive respecto de otras aves rapaces -a las que con frecuencia quita su alimento...-, o a como los alemanes terminaron por escoger la terrible figura de un aguila de dos cabezas o los ingleses a su temible león, tenemos la impresión de que esto de la escogencia de los símbolos podría terminar por revelar emociones, identidades y cuidado si ambiciones ocultas de los pueblos o instituciones. Mientras aclaramos nuestras dudas, y/o nos encontramos con algún experto junguiano en simbologías animales, dejamos constancia de que no nos parece meramente casual que países con resueltas vocaciones pacíficas, como Canadá, tenga por símbolo nacional a una hoja del productivo arce (el mismo del sabroso jarabe), que una institución legendariamente creativa, como el MIT estadounidense, haya escogido al laborioso castor, o que los demócratas de este mismo país se hayan identificado con el incansable y humilde burro, frente al fiero elefante de sus rivales. Si esto, lo de la escogencia no casual de los símbolos animales, tuviese sentido, entonces cabría pensar en que podría no ser casual que la intensa afición larense por el beisbol, con una de las pocas regiones en donde existe una gama completa de ligas, desde las de chapitas y pelotas de goma, con juegos de uno contra uno, dos contra dos, etc., hasta modalidades de pelota de cuero de sofisticación creciente (sin receptor, sin árbitro y con guantes improvisados, con números variables de jugadores; con guantes de verdad pero "poniendo la pelota" y sin receptor ni árbitro, o en "caimaneras" en las "playas", con distintos números de jugadores, hasta ocho, y "cuadros" de formas diversas; con receptor, nueve jugadores, lanzando duro y más formalmente, pero todavía sin árbitro; formalmente en ligas infantiles, semiinfantiles y juveniles; semi profesional clase B y clase A; profesional clase AA, con un campeonato local, después del campeonato de la liga triple A nacional, en donde, por ejemplo, juega el Cardenales de Carora [sic]; y así hasta el propio Cardenales de Lara. Antes del beisbol, inclusive, en Lara existió una intensa afición por la llamada pelota criolla, con reglas análogas pero muy distintas a las de este juego. Tan fuerte es la afición por este deporte que los aficionados nos mantenemos invariablemente fieles a nuestro equipo, sin importar sus apenas cuatro campeonatos y ocho subcampeonatos obtenidos en la liga nacional, y me temo que -más allá del hecho de que fuera Luis Sojo su mánager- los larenses fueron capaces, a diferencia de muchos otros compatriotas, de apoyar firmemente al equipo representante de Venezuela en los dos pasados campeonatos mundiales de beisbol, que lamentablemente no pudo contar con el pleno apoyo de su fanaticada...
Creemos que sí, pero para acortar esto se lo dejamos a los lectores como ejercicio para la casa. Nada más que como pistas les damos el dato de que en Lara se han conseguido restos arqueológicos cerámicos, muy parecidos a los que se venden en las carreteras actualmente, datados hasta con más de tres mil años de antigüedad y reveladores de una cultura agroalfarera y artesanal altamente evolucionada. No obstante, sin dejar de mencionar el escaso apoyo oficial a estos productores, no deja de inquietarnos que en el presente, acicateados por cierto turismo nacional extranjerizante, esté proliferando una cerámica de elefantes, vestales, tigres de Bengala, leones y camellos, que no sabemos que significa o a dónde va. También observamos cierto extravío en la tradicional talla larense de maderas de colores, así como de sillas de cardón y cueros de chivo, en aras de muebles y figuras exóticas. Pero estamos convencidos de que, con poco esfuerzo y orientación oficial y/o privada, sería posible reorientar esta importante fuente de ingresos y quizás hasta portadora de elementos culturales transformales.
Nota: la serie sobre Lara continuará después de que examinemos, a partir del próximo artículo, los resultados de las recientes elecciones parlamentarias.
Pero el cariño sigue aquí, ya llevamos más de 140 artículos publicados, la inmensa mayoría de ellos con absoluta vigencia, puesto que para nada se refieren a cuestiones del día a día (por lo cual invitamos a los lectores a revisarlos, según sus preferencias y con ayuda de las etiquetas de la columna de al lado), a la vez que confiamos en agarrarnos pronto un fin de semana completo para el blog y publicar de un sólo golpe cerca de una docena de artículos que ya tenemos adelantados. También cumplimos con participarle a nuestros cibervisitantes que, luego de esta entrega, haremos una interrupción de la serie larense para ocuparnos, por su obvia importancia pero también para curarnos en salud ante quienes ya deben estar pensando que les estamos escurriendo el bulto, de analizar los resultados de las recientes elecciones parlamentarias venezolanas.
Para retomar el hilo, algo importante sobre el concepto mismo de cultura
Desde el punto de vista académico, dos son las disciplinas, cada una con su batería de autoridades, que se disputan las últimas palabras en materia de cultura: la antropología, para quien la cultura comprende todo el sistema de creencias y valores característico de una sociedad, más toda la trama de relaciones e instituciones sociales que le dan soporte a estas creencias y valores; y la sociología, que ve a la cultura como una instancia diferenciada dentro de la estructura social, distinta de, por ejemplo, la económica o la política. Distantes de cualquier intención de faltarle el respeto a doctos académicos como Kroeber, Malinowski y otros, de la escuela antropológica, o a Radcliffe-Brown, Parsons y compañía, de la sociológica, en mis tal vez limitadas reflexiones sobre este importante asunto, siempre hechas, repito, desde una perspectiva no académica o disciplinaria sino transdisciplinaria o centrada en los problemas, he terminado por inclinarme ligeramente en favor del punto de vista de la segunda escuela, la sociológica, puesto que considero a las capacidades culturales como distintas de las productivas, las políticas, etcétera. Solo que con, al menos, dos gruesos bemoles, probablemente derivados de cierta formación parcialmente marxista e inclusive fotográfica, aunque afortunadamente autodidacta y no catequística, que seguramente no le harán gracia a los sociólogos académicos y quizás hasta provoquen sonrisas de satisfacción en más de un antropólogo de oficio.
Uno consiste en hacer lecturas de la sociedad toda desde el punto de vista cultural, al estilo antropológico, considerando a las instituciones y prácticas sociales diversas como simultáneamente productos y asideros de la cultura; y el otro en no renunciar, lo que seguramente parecerá sacrílego a los marxistas sovietosos y su populares afines latinoamericanos y cubanos, con su piedra filosofal de la lucha de clases, al empleo, para ciertas consideraciones de carácter general, no sólo a la perspectiva antropológica o humana, sino inclusive a las perspectivas biológica, química o física. Estas perspectivas suelen ser, para mí, como los lentes o filtros de una cámara fotográfica, es decir, que las escojo en función de las circunstancias y de los aspectos de la visión de la realidad que deseo resaltar, sin posturas excluyentes de ningún tipo. La realidad, así, termina por no ser ni objetiva ni subjetiva, ni granangular ni teleobjetiva, sino una sola y que me incluye, sólo que, dependiendo de lo que esté haciendo, pensando o sintiendo, y sobre todo de los problemas que esté examinando y del momento en que lo hago, la abordo de diferentes maneras o con diferentes ópticas.
O sea que, en dos platos, en el fondo no considero excluyentes a los dos enfoques académicos mencionados sobre la cultura, sino que empleo ambos de acuerdo a las circunstancias: el antropológico sobre todo a la hora de comprender en profundidad los problemas culturales, en las primeras fases del análisis y la resolución de problemas relacionados con la cultura, o en sus evaluaciones finales, y el sociológico durante la búsqueda de soluciones y respuestas, o el trazado de directrices, concretas a los problemas planteados.
Todo esto viene a cuento porque deseo llamar la atención sobre el probable valor metodológico del enfoque sobre la realidad larense que estamos adelantando, y a la vez clamar paciencia para quienes ya deben estar madurando la tesis de que ocuparme de Lara es mi nueva manera de evadirme del único núcleo duro de la realidad que admiten... Me siento, entonces, obligado a insistir en que, en el mejor de los casos, nada, absolutamente nada de lo que hagamos en política tiene valor alguno si no se inscribe en una perspectiva de avance en una dirección cultural acertada, es decir, ética, axiológica o relacionada con los valores humanos fundamentales en juego, consistentes con nuestra identidad humana profunda, que por lo tanto estamos obligados a estudiar con toda la intensidad de que seamos capaces. Y decía que eso es en el mejor de los casos, porque en los otros, en los peores, que han constituido la inmensa mayoría de todo lo que se ha hecho políticamente en nuestro país en siglos -con solo dos grandes, aunque honrosas excepciones, una en la gesta independentista, por veinte años a partir de 1810, y la otra en la gesta democratizante, por no más de treinta años, con severas interrupciones e incongruencias, a partir de la muerte de Gómez en 1935-, no sólo la acción política ha carecido, por lo general, de valor, sino que lo ha tenido negativo, es decir, que ha arrojado resultados que luego tendrán que ser desandados.
¿De qué le sirvió al país, en el balance y por ejemplo, el siglo de caudillismo que sucedió a la restauración latifundista y esclavista y la expulsión o aplastamiento de la generación patriótica? ¿Para qué fueron históricamente útiles el paecismo o el guzmancismo, o el castrismo o el gomecismo o el perezjimenismo? O ¿qué nos quedó del período de derroche de los años de la bonanza de los setenta? ¿Para qué fue útil el lusinchismo y el cuasi reinado de su entonces popular amante? ¿Cuál fue la resultante positiva de las dos gestiones de Caldera o de Pérez? ¿Qué le va a quedar de bueno a nuestro país cuando termine de derrumbarse la actual ola de personalismo, autoritarismo, ineficiencia, adulación, parasitismo, derroche, arribismo, centralismo...? ¿Es que acaso trescientos años de pasividad y doscientos de improvisación no nos bastan para entender que la política requiere de una direccionalidad ética en concordancia con una práctica relevante de atención a necesidades concretas?
¿Qué entendemos por cultura transformal?
Bueno, de repente se nos pasó la mano en las consideraciones introductorias, y para colmo nos queda otra por hacer, cual es la de que, sobre la marcha, decidimos incorporar a nuestras exposiciones blogueras el estreno mundial [¡Ejem!... No vayan a creer que se trata de cobas pedantescas, pues es absolutamente cierto que este cuchitril mediático tiene ciberseguidores en todos los hemisferios de este planeta, tanto en sentido latitudinal, norte y sur, como longitudinal, este y oeste...] de una tesis en la que venimos trabajando desde hace tiempo, cual es la de distinguir, para todas las estructuras e instancias sociales, y entre sus componentes o subdimensiones, los elementos formales, es decir, bien establecidos, explícitos o institucionalizados; los elementos informales, vale significar, aquellos muy poco estructurados, incipientes, implícitos, excluidos o marginalizados; y los elementos a los que proponemos llamar transformales, consistentes en todos aquellos elementos en proceso de estructuración creciente o en busca de institucionalización, por lo general vinculados a la existencia de liderazgos, esfuerzos pioneros, grupos críticos, movimientos de base, etc., que apuntan hacia la conformación de nuevas instituciones y elementos formales como superación o reemplazo creativo de los existentes.
Esta distinción nos conduce entonces, por ejemplo, en el caso de la economía, a añadirle, a la clásica distinción entre la economía formal y la formal, una economía transformal, consistente en todo el cúmulo de esfuerzos, racionalidades, iniciativas, organizaciones y prácticas productivas, etc., que apuntan hacia la creación y establecimiento de nuevos patrones productivos, como alternativa tanto a patrones establecidos de producción formal como a los informales o marginalizados. En materia de medios de comunicación, por ejemplo, tendríamos a los medios formales: prensa, televisión, radio, etc., establecidos; a los medios informales: conversaciones cotidianas, rumores, bolas, chismes, etc.; y a los transformales, que, sin llegar a medios formales tampoco encajan bien en el rubro de los informales, puesto que a menudo cuentan con orientaciones, filosofías, objetivos, canales explícitos, etc., y, en el caso de los más pretenciosos -como este blog-, hasta con epistemologías, enfoques, temáticas, problemáticas, teorías originales y yerbas afines. En el caso de la educación, que revisaremos, para el caso larense, dentro de poco, tenemos la educación formal, académica o conducente a títulos, la educación informal, la que se adquiere en la vida, en la calle, en las relaciones informales con padres, parientes, compañeras, amigos, etc., y la educación transformal, constituida por todo el universo de programas formativos en comunidades, empresas, clubes, grupos diversos y hasta familias, que no encajan bien dentro de los dos rubros mencionados, pues no conducen a títulos y a veces ni siquiera a certificados o acreditaciones, pero que a menudo cuentan con diseños curriculares explícitos y no pocas veces incluso mucho más elaborados y precisos que los currículos académicos. Para estas últimas concepciones y prácticas educativas se ha propuesto la denominación de educación no formal, que aquí hasta ahora habíamos llamado, algo a regañadientes, semiformal (considerando opciones como 'cuasiformal', 'protoformal', 'paraformal' y otras), pero que desde ahora identificaremos con el nuevo vocablo que le proponemos al mundo. De la misma manera podríamos hablar de una política formal, comúnmente llamada escena política, con sus partidos, sus diputados, elecciones legales, funcionarios electos o candidatos, etc.; de una política informal, la de los debates y acciones en calles, auditorios, cafetines, comedores, salas de recibo, etc.; y de una política transformal, la de los movimientos de base, los documentos de base, los grupos ecológicos, femeninos, estudiantiles, culturales, artísticos, deportivos, etc., que, sin actuar en la escena política, piensan y actúan mucho más allá de los meros ámbitos espontáneos.
Y así llegamos, por fin, a la distinción entre cultura formal, la establecida, explícita y generalmente expuesta por intelectuales y creadores harto conocidos y capaces de interpretar ciertas dimensiones del sentir colectivo; la informal, en donde hemos incorporado, en el caso larense, manifestaciones tales como las conductuales cotidianas, las religiosas o las culinarias, muy poco estructuradas o explícitas o institucionalizadas; y la cultura transformal, que revisaremos a continuación, en donde distinguiremos, por ejemplo, aspectos tales como las creaciones plásticas, arquitectónicas, urbanísticas o deportivas, que, sin llegar todavía al grado de representación explícita de los valores sociales que alcanzan los escritores o músicos con arraigo popular, apuntan a significados que van mucho más allá de los valores fuertemente implícitos en la cocina o la religión. [Perdonen, los lectores apurados, estas aparentes digresiones que, sin embargo, a nuestro entender, tocan, aunque de otra manera, más abstracta, el meollo de lo que deseamos expresar en torno a la cultura larense].
¿Acaso quieren comunicarnos algo los artistas y artesanos plásticos larenses?
Después de hurgar en papeles, fichas y pantallas diversos, así como en nuestra memoria de recuerdos, vivencias y visitas, estábamos ya lindando con el desconsuelo al no encontrar museos, galerías, salones o exposiciones importantes que nos brindaran las claves de una plástica larense, cuando, de repente, al observar una imagen de un cuadro de Rafael Monasterios, nos percatamos de que tenía una estética muy semejante a la de un cuadro de no sé que pintor larense popular que por décadas ha estado colgado en nuestra casa materna, y también a muchos otros que hemos visto en otras tantas casas larenses que hemos visitado, y se nos prendió el bombillo.
Nos paseamos entonces, de memoria, por las paredes de casas conocidas de larenses y, sobre todo, caroreños, y también de restoranes, bodegas, bares y otros sitios públicos, y descubrimos nada menos que una plástica singular, una estética de calles, caminos y muros amarillentos o blanquecinos y castigados por fuertes resolanas; de verdes pálidos de cardones, tunas y árboles espinosos de zonas secas, siempre como a la defensa de sus humedades interiores; de ruinas de iglesias y construcciones de la época colonial, representativas, hasta con cierta desolación, de los distintos pueblos, y también de muchachos descalzos, y gente humilde, a menudo en faenas trabajadoras. Y cuando, ya más claros, buscamos primero en nuestra biblioteca, y luego aprovechamos para hacerle una revisita a la Galería de Arte Nacional -que está de reestreno en la Avenida Universidad, con más espacios y colecciones desplegadas que nunca, lo cual se le debe, aunque sea parcialmente, y a riesgo de que vuelvan a llover ciberpiedras por estos lares virtuales, a la gestión del actual gobierno y en particular de su Ministro de la Cultura, el impopular y por tantos odiado Farruco-, nos quedó claro que toda esta plástica tiene por referencia principal al que quizás sea, o por lo menos lo es en mi discreta opinión (aunque con no poco respaldo de críticos notables como Juan Calzadilla y Alfredo Boulton...), el más importante, seguido de Manuel Cabré, de todos nuestros pintores paisajistas, o sea, el mismo Rafael Monasterios.
Durante cincuenta y buen pico de años, tras fugaces escarceos en la escuela de primeras letras, y como monaguillo, discípulo del presbítero Juan Pablo Wohnsiedler y también del pintor larense Eliécer Ugel, luego montonero enfrentado al gobierno de Cipriano Castro, y a duras penas sobreviviente de la miseria que lo embargó a la temprana muerte de su padre y de un paludismo que contrajo en los días de la refriega contra El Cabito, Monasterios se consagró, a partir de 1906, cuando contaba 22 años, a la empresa de interpretar y expresar lo que sentía ante los paisajes venezolanos y, sobre todo, larenses, con notables resultados lamentablemente poco conocidos por demasiados compatriotas e incluso compatriotas chicos, que intuimos fuertemente tras la singular estética arriba comentada.
De Monasterios, en su obra homónima, ha dicho Alfredo Boulton -quien, junto a Juan Calzadilla, suele ser considerado su principal crítico- que "...fue hombre de una alta finura visual, con lo que daba a sus obras, con mucha mayor frecuencia, mayor belleza y atracción de lo que tenía la propia belleza del paisaje [para lo cual, y a manera de prueba de su aserto, se muestran distintas fotografías de dichos paisajes]", y que las obras más sobresalientes de su temática son "...nuestras pobres calles de pueblos, de casas, serranías, destartalados patios, pequeñas capillas y anchos campos llenos de luz; lugares todos estos donde él halló la mejor razón de su vivir, y que dijo con un encantador vocabulario como ningún otro pintor en nuestro país logró hacerlo con tanto talento...". Y, más adelante, asegura que "la pintura de Monasterios se identifica con lo que ya no volveremos a ser. Aparte de todos los grandes méritos artísticos que ella comporta, sus lienzos son documentos textuales, visuales y testimoniales de cómo un país se transformó en menos de 50 años. En lo que fue y en lo que hoy es. Su obra tiene el mérito, entre muchos otros, de ser la historia y el relato pictórico de Venezuela".
Lo único, aunque de calibre grueso, que, sin embargo, objetamos a los elocuentes comentarios del erudito Boulton, es que, por un lado, no vemos a Monasterios como alguien que buscaba dar a la realidad mayor belleza que la que tenía, y ni siquiera como un buscador de bellezas, sino como un intérprete, afanado antes que nada en expresar y comunicar sus propios sentimientos ante esa realidad, independientemente de su belleza, hasta el punto de transformar la mirada de los venezolanos, y particularmente de los larenses, hacia su propia tierra y su gente trabajadora y humilde, un poco en la onda de lo que Van Gogh logró con las tierras del sur de Francia, a las que la humanidad nunca podrá volver con los ojos anteriores a sus lienzos. Lo que afirmamos, en síntesis, es que, mención aparte de esteticismos y corrientes pictóricas, lo que nos legó Monasterios con sus imágenes fue una inducción a los sentimientos de arraigo por la tierra y de amor a sus pobladores y a su pasado, que, al menos desde entonces, los larenses llevamos en nuestros corazones y, por si acaso, nos cuidamos de recordar colgando, salvo que seamos de los privilegiados con derecho a originales de Monasterios, en réplicas, imitaciones y bocetos en nuestras casas y lugares públicos.
Y, la otra observación, es que de ninguna manera vemos la pintura de Monasterios, sobre todo a través de la media docena de lienzos colgados en la Galería de Arte Nacional, a la cual no terminan de ser fieles las litografías de las obras de Boulton y -aunque mejores- Calzadilla, como una documentación del pasado, y mucho menos con rasgos "textuales, visuales y testimoniales", sino como una evocación exaltada de la esencia de lo que somos y que mil capas de hojarascas y aspavientos importadores no pueden ni podrán ocultar: un país de gente sencilla, cálida, tropical, pacífica, paciente, trabajadora si se nos dan las oportunidades, y conversadora, amorosa y ociosa -en el buen sentido- con o sin éstas. Lejos de entender la obra de Monasterios -o la de Van Gogh, en el caso aquél- como una reliquia del pasado, la entendemos como un grito que nos invita a despertar de nuestro falso presente y a construir un futuro acorde con nuestra verdadera identidad y cultura.
Y es por todo esto, o sea, si tuviese sentido todo lo que estamos planteando, que hemos creído ver en la plástica larense inspirada en Monasterios una muestra de lo que estamos llamando cultura transformal, es decir, expresiones culturales profundas de nuestra identidad y de nuestras pasiones y razones de ser, producto de esfuerzos interpretativos de nuestros más grandes artistas y creadores, que, sin embargo, todavía permanecen parcialmente soterradas e implícitas y poco reconocidas por nuestro pueblo que, en definitiva, es como si todavía no tuviese conciencia del porqué de su empeño en colgar en sus paredes pinturas según el estilo de Rafael Monasterios. (Ojo: la pintura de al lado, de indudable influencia monasteriana, no es de éste sino de... ¡Juan Martínez, el mismo fundador de la primera orquesta infantil del país!...).
Muy brevemente: ¿y qué nos revela la arquitectura larense?
Para no repetir el esquema del análisis anterior, corriendo el riesgo de eventuales ataques expertos, y por aquello de que nos se nos haga tan extenso el artículo, iremos directamente al grano: apreciamos en la arquitectura larense, expresión híbrida de la arquitectura colonial y de la prehispánica, los siguientes rasgos esenciales: búsqueda de un contrapeso de altos techos y paredes, sombrío, fresco e invitador al calor humano, frente al calor solar y la inclemente aridez externa; uso de frisos blancos y de colores claros en paredes y muros, reflectantes del sol y sus duras radiaciones, en combinación con una honda devoción por los pasillos, corredores, plantas, flores y colores vivos en los patios internos y solares, al punto de que muchos nunca imaginarían la profusión de helechos y otra plantas de sombra, en tinajeros y macramés, que pueblan los patios y corredores internos larenses; uso de paredes gruesas de tierra apisonada, con armazones o encofrados de resistentes maderas locales y recubiertas con tortas de bahareque hechas de arcillas y pajas seleccionadas, con el doble propósito de aportar frescura y resistir inclemencias diversas, incluyendo eventuales inundaciones -en cuyo caso es a los frisos o tortas a los que con frecuencia les toca resistir, hasta ser repuestos o renovados cuando bajan las aguas-; amplia profusión de solares anexos, en donde se cultivan o crían, según la usanza indígena del conuco, extensos conjuntos de plantas y animales, tanto con fines alimentarios, como de obtención de medicinas, fibras y otros tejidos y materiales, lo cual le da a gran número de viviendas un propósito de infraestructuras tanto para el consumo como para la producción; uso generalizado de materiales disponibles localmente, tales como arcillas, piedras, maderas, fibras vegetales diversas, lo cual hace sustentables las creaciones arquitectónicas; y, en general, una permanente y arraigada vocación de convivencia armoniosa con el exigente y para muchos inhóspito entorno natural árido-tropical.
El diseño típico de los pueblos, con sus acogedoras plazas con múltiples árboles frondosos y de sombra, tiende a reproducir, por decirlo de algún modo, la anatomía de las viviendas: las plazas vienen a ser al pueblo entero lo que los patios a las casas individuales, es decir, lugares para el encuentro y la convivencia, al estilo de lo que nuestro Carlos Raúl Villanueva -véanse de cerca sus obras y, sobre todo la Universidad Central y los edificios de la urbanización El Silencio, con su profusión de jardines, patios, pasillos y rincones acogedores- y también nuestro Fruto Vivas, con sus casas y otras edifica- ciones -por ejemplo, y sobre todo, el hotel El Moruco, en Mérida- maximizadores de los espacios sociales y para el esparcimiento, en las antípodas de nuestros modernísimos edificios de apartamentos modelo pajarera y nuestros novísimos estilos carcelarios, en donde, en nombre de la lucha contra la inseguridad, en buena medida desatada por la misma racionalidad mezquina y excluyente que promueve esta misma seudoarquitectura, nunca termina de saberse si las rejas, alambrados, cercos eléctricos y garitas son para que no entren los delincuentes o para que no se salgan los moradores. Pero claro, en un país tropical, amplio, despoblado y con valiosas tradiciones arquitectónicas y urbanísticas, con logros y figuras descollantes en cualquier panorama serio de la arquitectura mundial, a nuestros cerebros del espacio no se les pudo ocurrir nada mejor que adoptar, como el estándar urbano nacional, el estilo de una región templada, estrecha, sobrepoblada y ultracosmopolita como la isla de Manhattan y su prurito de hacinar la gente en nombre de los grandes negocios y la fantasía de quien pretende rascar los cielos.
En la arquitectura larense, incluso en sus versiones más modestas y rurales, vemos la puesta en escena de un afán de adaptación sustentable a la realidad de nuestro entorno tropical y las claves fundamentales para la búsqueda de soluciones a nuestro terrible problema viviendario y de inseguridad social. Nuestros suburbios miserables, en donde habitan buena parte de nuestros delincuentes de baja ralea, no son otra cosa que el resultado del fracaso de una urbanización forzada por el rentismo petrolero, la avaricia y el facilismo mercantilista y el abandono del apego a la tierra y a la sencillez del trabajo. Sabemos, incluso, de creadores locales, como el arquitecto Luis López, que han desarrollado, a partir del estudio de las artesanías constructivas populares, basadas en el apisonamiento de tierra y el uso del bahareque, sistemas constructivos novedosos, sencillos, de bajo costo y accesibles para ser dominados por vastos sectores de la población, con los que, en muy pocos años, se podrían resolver los problemas de la vivienda, de la exclusión espacial y de la despoblación del territorio, con avances decisivos en la ruta de superar la inseguridad mediorientesca que sufrimos; pero ¡qué va!, antes que eso intentaremos, después de la misteriosa desaparición de más de medio millón de ejemplares de la Enciclopedia Bolivariana del Constructor y el Hábitat Popular -en catorce fascículos, basada en las técnicas de López, y de la que, a duras penas, logramos obtener un ejemplar-, y siempre a dolarazos y corruptazos limpios, a la vez que convirtiendo a los constructores locales en contratistas maniatados por mafias sindicales extorsionadoras, que chinos, rusos, iraníes, libios y cubanos vengan para acá a experimentar con el diseño de arquitecturas dizque tropicales de sustentabilidad nula.
En Lara, repetimos, tenemos el caso de una arquitectura autóctona que por siglos ha brindado soluciones habitacionales y urbanísticas a los pobladores, las más de las veces sin ayuda oficial alguna, y que, con relativamente pocos recursos, podría permitir avanzar realmente en la búsqueda de soluciones a nuetro terrible problema de escasez de viviendas y de fuentes de trabajo. Lara cuenta, y sobre todo Carora, con uno de los más importantes stocks de viviendas y zonas de origen prehispánico-colonial en el país, con la peculiaridad, como bien lo observara Briceño Guerrero en uno de sus artículos, de que son habitadas por descendientes de quienes las construyeron hace muchas décadas y hasta unos cuantos siglos. Tenemos, por tanto, la sospecha de que si se construyera una estadística nacional acerca del tiempo promedio que cada familia y sus antepasados lleva habitando su vivienda actual, el estado Lara tendría fuerte opción a alzarse con la medalla dorada. Por poner sólo tres ejemplos: en las casas y zonas coloniales de Ciudad Bolívar y Coro, quizás entre las más conocidas, fue necesaria una fuerte intervención del Estado central para reconstruirlas, y son muy escasos los moradores contemporáneos ligados a las familias que las poblaron; en otra zona colonial reconstruida, la del Hatillo, esta vez a manos de la clase media caraqueña en busca de oportunidades de negocios, son muy pocos los pobladores originales que la habitan, quienes a menudo, después de vender sus casas por tres lochas a los vivos de siempre, y para variar, han emigrado a las rancherías de los cerros cercanos. Estamos convencidos de que el problema nacional de la vivienda tiene un alto componente de desarraigo cultural e improvisación mercantilista, frente al cual podría ser mucho lo que todos los venezolanos, con apenas un poco de humildad, podríamos aprender de los guaros.
¿Es casual que los Cardenales de Lara posean el único símbolo deportivo beisbolístico pacífico y autóctono de nuestra liga profesional?
So pena de ganarnos una nueva cohorte de apedreadores del blog, no podemos evitar preguntarnos si puede hablarse de expresiones semiocultas o transformales de la cultura nacional en aficiones deportivas beisbolísticas que tienen por símbolos bien a un león africano, un tigre de Bengala asiático, un aguila norteña, un navegante portugués o un indio bravo rapado al estilo mohicano, o si podríamos inferir la existencia de valores ocultos de la solidaridad y la cooperación entre los venezolanos bajo la imagen de un tiburón o de un indio guerrero caribe... Y, opuestamente, no podemos dejar de señalar que el equipo Cardenales de Lara, fundado en 1942, con la segunda franquicia deportiva beisbolística más antigua del país, después de la del Magallanes, posee como símbolo distintivo no al cardenal nórdico (el de los Cardenales de San Luis), sino al pacífico, travieso, enamoradizo y escurridizo cardenalito de nuestras regiones xerofíticas, con cuyos colores alegra, casi siempre en compañía de su pareja, de tonos más pardos pero con igual penacho rojo, sobre todo los matorrales espinosos del occidente del país.
De la misma manera a como en el debate estadounidense acerca del símbolo nacional, Benjamín Franklin salió, a fines del siglo XVIII, derrotado con su propuesta del pacífico pavo frente a quienes se batieron por nada menos que la agresiva aguila calva, a la que nuestro admirado Benjamín criticó por sus hábitos parásitos inclusive respecto de otras aves rapaces -a las que con frecuencia quita su alimento...-, o a como los alemanes terminaron por escoger la terrible figura de un aguila de dos cabezas o los ingleses a su temible león, tenemos la impresión de que esto de la escogencia de los símbolos podría terminar por revelar emociones, identidades y cuidado si ambiciones ocultas de los pueblos o instituciones. Mientras aclaramos nuestras dudas, y/o nos encontramos con algún experto junguiano en simbologías animales, dejamos constancia de que no nos parece meramente casual que países con resueltas vocaciones pacíficas, como Canadá, tenga por símbolo nacional a una hoja del productivo arce (el mismo del sabroso jarabe), que una institución legendariamente creativa, como el MIT estadounidense, haya escogido al laborioso castor, o que los demócratas de este mismo país se hayan identificado con el incansable y humilde burro, frente al fiero elefante de sus rivales. Si esto, lo de la escogencia no casual de los símbolos animales, tuviese sentido, entonces cabría pensar en que podría no ser casual que la intensa afición larense por el beisbol, con una de las pocas regiones en donde existe una gama completa de ligas, desde las de chapitas y pelotas de goma, con juegos de uno contra uno, dos contra dos, etc., hasta modalidades de pelota de cuero de sofisticación creciente (sin receptor, sin árbitro y con guantes improvisados, con números variables de jugadores; con guantes de verdad pero "poniendo la pelota" y sin receptor ni árbitro, o en "caimaneras" en las "playas", con distintos números de jugadores, hasta ocho, y "cuadros" de formas diversas; con receptor, nueve jugadores, lanzando duro y más formalmente, pero todavía sin árbitro; formalmente en ligas infantiles, semiinfantiles y juveniles; semi profesional clase B y clase A; profesional clase AA, con un campeonato local, después del campeonato de la liga triple A nacional, en donde, por ejemplo, juega el Cardenales de Carora [sic]; y así hasta el propio Cardenales de Lara. Antes del beisbol, inclusive, en Lara existió una intensa afición por la llamada pelota criolla, con reglas análogas pero muy distintas a las de este juego. Tan fuerte es la afición por este deporte que los aficionados nos mantenemos invariablemente fieles a nuestro equipo, sin importar sus apenas cuatro campeonatos y ocho subcampeonatos obtenidos en la liga nacional, y me temo que -más allá del hecho de que fuera Luis Sojo su mánager- los larenses fueron capaces, a diferencia de muchos otros compatriotas, de apoyar firmemente al equipo representante de Venezuela en los dos pasados campeonatos mundiales de beisbol, que lamentablemente no pudo contar con el pleno apoyo de su fanaticada...
¿Hay alguna otra promesa o legado interesante en las demás artesanías y tradiciones del estado Lara?
Creemos que sí, pero para acortar esto se lo dejamos a los lectores como ejercicio para la casa. Nada más que como pistas les damos el dato de que en Lara se han conseguido restos arqueológicos cerámicos, muy parecidos a los que se venden en las carreteras actualmente, datados hasta con más de tres mil años de antigüedad y reveladores de una cultura agroalfarera y artesanal altamente evolucionada. No obstante, sin dejar de mencionar el escaso apoyo oficial a estos productores, no deja de inquietarnos que en el presente, acicateados por cierto turismo nacional extranjerizante, esté proliferando una cerámica de elefantes, vestales, tigres de Bengala, leones y camellos, que no sabemos que significa o a dónde va. También observamos cierto extravío en la tradicional talla larense de maderas de colores, así como de sillas de cardón y cueros de chivo, en aras de muebles y figuras exóticas. Pero estamos convencidos de que, con poco esfuerzo y orientación oficial y/o privada, sería posible reorientar esta importante fuente de ingresos y quizás hasta portadora de elementos culturales transformales.
Nota: la serie sobre Lara continuará después de que examinemos, a partir del próximo artículo, los resultados de las recientes elecciones parlamentarias.
martes, 21 de septiembre de 2010
Hacia una transformación social piloto en Lara (VI): La perspectiva cultural formal
Si la cultura informal expresa los valores subyacentes u ocultos en las mentes colectivas, la cultura formal intenta expresar los ideales y sentimientos más hondos de artistas y pensadores a través de un lenguaje explícito y accesible, que influye sobre, pero a la vez está condicionado por, el sentir colectivo informal. Si la primera a menudo se conforma tempranamente en la existencia familiar, la cultura formal se adquiere a lo largo de toda la vida según procesos diversos, en donde los creadores se desempeñan ya como "compositores" o ya como "intérpretes" de los valores colectivos, y donde a veces resulta difícil separar lo estrictamente cultural o inconsciente de las influencias más conscientes o deliberadas de la educación y los medios de comunicación.
En varias ocasiones hemos dicho en el blog que tenemos la corazonada de que un verdadero proceso de renovación de la esclerosada y dicotomizada sociedad venezolana actual podría participar de la valorización de los rasgos mestizos y solidarios presentes en nuestra cultura, pues allí subyacen muchos elementos valiosos tanto de nuestra identidad humana general, que varios milenios de civilizaciones clasistas no han podido extirpar, como de nuestra identidad nacional, en donde cinco siglos de existencia, con dos de independencia, han engendrado, aunque precariamente, valores compartidos por la inmensa mayoría de los venezolanos. Estos valores, sin embargo, hoy están sometidos al fuego cruzado de una andanada de influencias culturales, que apuntan, de un flanco, hacia la conformación de una cultura globalizante, que intenta convertir los contenidos de unas pocas culturas nacionales hegemónicas en únicos universalmente válidos, y, del otro, hacia una autarquía cultural que desprecia la cultura universal y promueve, impuesta por el Estado y desde arriba, la imposible reconstrucción de una cultura indígena preeuropea.
El problema de alcanzar un equilibrio dinámico entre los contenidos autóctonos o ancestrales de nuestra cultura y la inevitable exposición a una vorágine de innovaciones, en su mayoría de procedencia externa, es de vital importancia para nuestro futuro, aunque extraordinariamente complejo y sin antecedentes -incluso si admitimos que seguramente es mucho lo que podríamos aprender de como lo están intentando, y quién sabe si logrando, Europa, Japón o China-. Y es en tales condiciones de complejidad e incertidumbre que estamos persuadidos de que bien valdría la pena concentrar esfuerzos por dilucidar posibles salidas a esta problemática en una instancia reducida o piloto, para lo cual, puesto que creemos que allí se dan las circunstancias más favorables para iniciarla, hemos escogido, después de salir con las tablas en la cabeza en otros intentos -especialmente en el movimiento universitario, en el movimiento obrero, en el movimiento de profesionales y sobre todo de ingenieros, en Guayana, y en torno a la problemática ambiental-, el caso larense.
No se trata, y no sobra repetir, de exclusivismo alguno, ni tampoco de una preferencia "individual" (y menos todavía derivada de las vinculaciones familiares del autor con esta tierra chica, como alguno ha sugerido), sino de un empeño por despejar el horizonte hacia la transformación estructural de Venezuela, ayer bloqueada por la hegemonía bipartidista y hoy por la polarización gobierno versus oposición. Bloqueo este donde las supuestas opciones distintas de cambio coinciden en entender la política como una rebatiña por el control de la renta petrolera y por ver quien resulta vencedor en la manipulación bien de una masa ignorante, excluida y ahita de necesidades insatisfechas, o bien de otra masa aparentemente más culta y lúcida, pero tradicionalmente consentida, privilegiada y plagada de necesidades superfluas y suntuarias. En medio de semejante ceguera colectiva y prácticamente convertida en un falso sentido común, es preciso hallar algún modo de hacer recapacitar a los venezolanos y demostrarles que la vida puede y debe optar por nuevos derroteros.
Cuando proponemos la concentración de esfuerzos de cambio en el estado Lara de ninguna manera queremos subestimar a otros estados o regiones ni estamos sugiriendo superioridad o chovinismo alguno. Simplemente, al estilo de cuando elegimos preparar una comida o vestirnos de alguna manera porque tenemos los ingredientes o accesorios más a la mano, es allí donde nos ha parecido que hoy se conjugan favorablemente un cuerpo suficiente de circunstancias geográficas, poblacionales, económicas, culturales y políticas, como para pensar en priorizar esta iniciativa en busca de una metodología o heurística que pudiese ser aplicable en otros contextos, y de un efecto demostración o detonante capaz de ejercer un probable impacto significativo sobre el resto del país, sumido en un deplorable estancamiento.
En nuestro afán por comprender las potencialidades de transformación del estado Lara, exploraremos a continuación, brevemente, en busca de directrices para impulsar esfuerzos de cambio candidatos a convertirse en punteros de una transformación social más amplia, algunos rasgos de la cultura musical, literaria y plástica larense.
La música está tejiendo misteriosos hilos reunificadores del alma venezolana y nos está haciendo volver a sentir la nacionalidad común que tanta política polarizante se empeña en aplastar y negar. Las veladas, festejos o presentaciones con intervenciones musicales siguen formando parte de los más gratos ambientes verdaderamente colectivos que disfrutamos y añoramos la gran mayoría de venezolanos. En repetidas oportunidades hemos tenido la vivencia de sentir que unas pocas canciones, mejor si acompañadas con cuatro, guitarra o piano, han actuado como un bálsamo relajante e integrador sobre ambientes donde las confrontaciones políticas han generado momentos amargos y disputas al borde de los encontronazos físicos. La admiración por la labor de las sinfónicas infantiles y juveniles y el orgullo de sentir como propios sus triunfos en todo el orbe son algunos de los pocos valores compartidos entre los venezolanos de nuestros días -aunque no faltan, y los conocemos, quienes ya detestan a Gustavo Dudamel porque no es lo suficientemente antichavista...-.
En este panorama, no puede vacilarse al señalar que la experiencia nacional de la creación y el disfrute musical ha tenido en Lara uno de sus baluartes o expresiones concentradas. No sólo ha venido jugando, desde hace décadas, un rol pionero en este crucial emprendimiento, sino que la música, como trataremos de demostrarlo en las líneas que siguen, ha terminado por formar parte indisoluble de una especie de mundo interior de los larenses.
Para empezar, el norte de Lara y el sur de Falcón constituyen el ámbito en donde se preserva una de las tradiciones musicales y rituales de más pura y remota raigambre en el país, cual es la danza de las Turas, de origen arahuaco y especialmente ayamán. Esta danza o ritual, con sus dos manifestaciones: la Tura Pequeña, exotérica o apta para ser presenciada por todo público, y la Tura Grande, esotérica y que -que sepamos- hasta el presente no ha sido presenciada por nadie ajeno a los descendientes indoamericanos que la practican, parece ser una compleja combinación de rito de fertilidad y culto a los muertos. Sabemos que su música se interpreta con flautas de carrizo (la tura hembra y la tura macho, pues también se llaman así, y tureros a quienes las tocan), instrumentos de viento hechos de cachos de venados matacán y caramerudo (llamándose cacheros a sus intérpretes), y maracas diversas, pero, desafortunadamente y pese a que conocemos cierta bibliografía sobre el tema, con el trabajo de Luis Arturo Domínguez, Vivencia de un rito ayamán en las Turas, a la cabeza, no nos sentimos seguros para añadir nada más pues todavía no hemos escuchado ni presenciado este importante aunque básicamente por conocer rito ancestral, que seguramente es mucho lo que algún día nos enseñará sobre nuestros pasados más recónditos.
Con una tradición que aparentemente se remonta al menos hasta el pasado colonial, el Tamunangue es una fiesta larense en honor a San Antonio de Padua, uno de los santos con mayor reputación de milagroso, para muchos el santo por antonomasia de los matrimonios y de las parejas, y quien ostenta el récord de haber sido el único santo canonizado por la iglesia católica a menos de un año de su fallecimiento, en 1232. El Tamunangue, como expresión musical, expresa como pocos el carácter mestizo o híbrido de la música venezolana, puesto que reúne coplas e instrumentos diversos de cuerdas (cuatros, cincos y tiples, incluyendo los de cuerdas dobles) de origen castizo, tambores y gritos en falsete de procedencia africana, y maracas, coros como de aullidos o quejidos repetitivos, y pasos complejos diversos de danza, algunos con garrotes, de raíz indígena. En tanto que baile comprende una suite de danzas que apuntan a representar el proceso de construcción de la pareja, e incluye simulaciones de batallas entre hombres por ver quien las merece más a ellas, expresiones de alegría en honor a la belleza femenina -con un característico estribillo de "¡a la bella, bella y bella va!"-, pasos de persecución de la mujer, al estilo de los tambores negros de San Juan, simulaciones de enfermedades y sometimiento del varón, y galanteos diversos. Tenemos la impresión de que la popularidad de esta música y esta danza, que suelen interpretarse sobre todo el 13 de junio, día de San Antonio, y los días precedentes, como pago de promesas, y especialmente por la concesión de amores e hijos ansiados, curaciones y hallazgos de objetos perdidos, tiene mucho que ver, tal y como ya lo indicamos para el caso de las ceremonias de la Divina Pastora, con creencias religiosas en torno a la fertilidad agraria y humana, arraigadas en la población autóctona de vocación pacífica y agroalfarera, incluso desde mucho antes de la llegada de los hispanos.
El estado ha sido cuna de innumerables piezas musicales y compositores, tales como los valses Como llora una estrella, de Antonio Carrillo, o Noche de amor de Amílcar Segura, golpes como el Golpe Tocuyano de Tino Carrasco, joropos como Barquisimeto o pasajes como A Barquisimeto, bambucos como Endrina de Napoleón Lucena, himnos musicales como el Raudo vuelo, compuesto por don Pedro Franco, de los caroreños, o piezas de amplio arraigo como Ramoncito en cimarrona o El gavilán tocuyano, de Pablo Canela. De él han surgido, además de los mentados, músicos eminentes como Miguel Antonio Guerra, Franco Medina, Simón Wohnsiedler, Alirio Díaz, Rodrigo Riera, Pío Alvarado, Vinicio Adames, Juancho Lucena, Felipe Izcaray, Gustavo Dudamel, Carlos Izcaray y muchos otros, así como una vasta y diversa gama de conjuntos musicales tales como la Orquesta Mavare, La Pequeña Mavare, la Banda Municipal "Don Juancho Querales", el dueto de Los Hermanos Gómez, Los Trovadores Caroreños, Los de Antaño de Carora, el grupo Diapasón, el grupo Carota, Ñema y Tajá, y un largo etcétera.
Lara es también la cuna de numerosos intérpretes musicales de fama local, que alegran patios, plazas y madrugadas, tales como Sixto Andueza, Evaristo Lameda "Zamurito", Alfonso "Foncho" Colombo, Arsenio Colombo y muchos más, y ha sido una de las regiones más renuentes a admitir la lamentable extinción -en gran medida propulsada por la malandrería en boga- de las deliciosas serenatas. En Lara residen buena parte de los más importantes fabricantes de instrumentos musicales, o luthiers, con que cuenta el país, entre los que Antonio Navarro nos ha impresionado singularmente, y seguramente es uno de los estados más densos en melómanos y aficionados a la música de todos los matices. Una vez le oímos asegurar al maestro Briceño Guerrero, incapaz de no saber de que estaba hablando, que había muchos más cuatros en las casas de Carora que violines en las de París o Viena... En una Venezuela de colorida, diversa y chispeante herencia rítmica, la entidad tiene bien ganada su denominación de estado musical por excelencia, y Barquisimeto su reputación de capital musical del país.
En 1964 se constituyó el Orfeón Carora en esta ciudad, bajo la dirección de Juan Martínez Herrera, discípulo de Antonio Estévez, y, en 1974, bajo la misma dirección, la primera Orquesta [Sinfónica] Infantil del país, que fue el germen del movimiento que ha conducido a la creación del portentoso Sistema Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles, liderado por el maestro José Antonio Abreu, quien en su momento condecoró en el Aula Magna al promotor de esta iniciativa. El maestro Antonio Estévez, cuando se enteró de la misma, a poco de constituida la Orquesta Infantil, no vaciló en rogar que se le diera "todo el apoyo moral y material, por parte de los sectores privados y oficiales, para que [siguiesen] llevando adelante su encomiable labor". Esta experiencia ilustra, cual pocas, como proyectos bien concebidos y con hondo arraigo en una localidad pueden convertirse, con un liderazgo, apoyo y organización adecuados, en iniciativas capaces de sacudir al país entero, y eso es lo que, en definitiva, aunque en múltiples dimensiones y simultáneamente, estamos procurando con nuestra propuesta piloto para Lara.
La música larense es apreciada por los coterráneos sin distinciones de clases o estamentos sociales y constituye un poderoso vínculo de identidad, que a menudo conduce a sus devotos a una rara comunión o sobrecogimiento. Cuando hemos intentado hurgar en ella en búsqueda de algún elemento explicativo de este influjo, del que somos partícipes, hemos encontrado una suerte de entremezcla de sentimientos de apego a las secas tierras, las escasas aguas y los vistosos cielos locales con nostalgias de un amor femenino perdido, inaccesible o no correspondido, cual si una mujer mágica, telúrica y de extraña belleza, a la vez madre y amante, se hubiese confundido con elementos del paisaje físico y escogido esconderse para siempre en el alma colectiva de los larenses, que se sienten una y otra vez obligados a buscarla. Haría falta alguien del calibre de un Carlos Jung para que nos explicara sin titubeos el sentido profundo de este fenómeno y su extendido impacto, pero mientras tanto conformémonos con reseñar su existencia y destacar que no se nos escapan las afinidades de nuestras ocurrencias, en estos escarceos musicales, con lo que hemos podido vislumbrar en nuestras indagaciones sobre las demás expresiones culturales examinadas. (En los últimos años, y parejamente a los casos de la gaita maracucha o del joropo llanero, observamos una tendencia hacia la conversión del golpe larense, variante local del joropo, en un recurso satírico y de protesta política espontánea, tal y como lo expresa, por ejemplo, la popular pieza El gran saqueo, del grupo Carota, Ñema y Tajá, lo cual nos complace, por un lado, pero nos preocupa, por otro, pues existe el riesgo de la emergencia de una música por encargos que pudiese reforzar el asfixiante sectarismo, en la onda de lo que está ocurriendo con el Grupo Madera...).
Las plumas larenses no se han quedado a la zaga de las cuerdas guaras. La amplia gama de escritores cubre todos los géneros y calibres, desde densos y estudiosos historiadores y etnólogos hasta incansables tribunos de los asuntos del día a día, desde poetas clásicos hasta existenciales, desde cuentistas hasta novelistas, desde figuras de las letras patrias hasta poetas sólo conocidos localmente, y desde mártires de las letras hasta instituciones intelectuales vivientes. Los larenses parecieran gustar tanto de escribir y leer como de cantar y escuchar; sus bibliotecas públicas se hallan entre las más consultadas del país, y añadimos que no abundan los estados en donde sea posible ver a un ordeñador de vacas o cabras con un libro de poesía y cuidado si de filosofía en el bolsillo trasero del sucio y roto pantalón arremangado.
Puesto que no disponemos de mucho espacio y sería demasiado ambicioso intentar aunque fuese una exploración del amplio escenario de las letras larenses, preferiremos apuntar algunos nombres, sin mayores pretensiones de exhaustividad y adelantando que de seguro incurriremos en omisiones imperdonables, y aportar sólo uno que otro esbozo sobre los aportes de creadores que nos parecen, claro que entre otros, representativos de los diversos géneros o corrientes.
Entre los intelectuales de plumas pesadas, dedicados a los estudios rigurosos, nos toca mencionar figuras como las de Francisco Jiménez Arraiz, Juan Oropeza, Lino Iribarren, Ambrosio Perera, José María Zubillaga Perera, Antonio Álamo, Carlos Felice Cardot, Eliseo Soteldo, David Anzola, Ildefonso Riera Aguinagalde, Guillermo Morón, Juan Aguilera, Telasco MacPherson, Rafael Domingo Silva Uzcátegui, Lisandro Alvarado y José Gil Fortoul. Deteniéndonos apenas en estos dos últimos, cabe destacar que a Lisandro Alvarado lo vemos como una mente cimera de la segunda mitad del siglo XIX venezolano y las primeras décadas del siguiente, que, en medio de la crisis de genuflexión ante el guzmancismo, y luego el castrismo y el gomecismo, optó por un bajo perfil, al estilo de sabios como Cecilio Acosta, y por llevar una vida itinerante, no pocas veces a lomo de burro o a pie. Esta experiencia andariega, sumada a sus labores médicas y de historiador, lo condujo a sentar las bases de los estudios naturalistas, etnográficos, antropológicos, folclóricos y lingüísticos en el país, hasta hacer, por ejemplo, de su Glosario del bajo español en Venezuela o de su Glosario de voces indígenas en Venezuela referencias obligadas para todo estudioso de la materia. Por su lado, Gil Fortoul, a quienes muchos despachan despectivamente colocándole las etiquetas de positivista y ministro y encargado de la presidencia durante el gomecismo, sigue siendo para nosotros el historiador venezolano por excelencia, a cuya Historia constitucional de Venezuela acudimos, a manera de índice o portal, e incluso lamentando su énfasis desproporcionado en las cuestiones jurídicas en detrimento de las económicas y tecnológicas, cada vez que iniciamos algún estudio o reflexión sobre la historia patria.
Tenemos luego una nada pasajera tradición periodística y de ensayistas de plumas más ligeras, con nombres como Eligio Macías Mujica, Héctor Mujica, Federico Álvarez, Julio Ramos, Antonio Arraiz, Alí Lameda, Raúl Agudo Freytes, el propio Gil Fortoul, Luis Beltrán Guerrero, y el incansable tribuno local Chío Zubillaga, a quien hace unos meses le dedicamos un artículo en este blog. Lara ha sido una de las entidades pioneras en el terreno periodístico, con una de las primeras imprentas instaladas en el país, llevada a Barquisimeto por Pablo María Unda, en 1833, y uno de los primeros periódicos, El Barquisimetano, impreso en la misma. El diario El Impulso, que todavía circula en el estado, fue fundado en 1904, en Carora, por Federico Carmona, y de él dijo Chío Zubillaga que "enseñó a los caroreños a leer", mientras que El Diario de Carora, fue fundado en 1919, justo cuando aquel otro diario se mudó a Barquisimeto, por José Herrera Oropeza, quien lo dirigió hasta su fallecimiento en 1935. Esta tradición periodística se mantiene hasta nuestros días, con varios amigos en pleno ejercicio, y otros, como Cécil Álvarez, hasta hace poco en labores de dirección de El Diario. Lamentablemente, no pudimos conseguir datos duros acerca del número de periódicos vendidos o leídos por cada mil habitantes en Lara, pero tenemos la sospecha de que es una de las entidades, seguramente junto con el Zulia, con mayor circulación relativa de diarios locales.
En el terreno del cuento tenemos a notables cuentistas como Julio Garmendia, Salvador Garmendia, Antonio Briceño, Arturo Briceño y Antonio Arraiz. Escogemos a Julio Garmendia para destacar que sus cuentos fueron una especie de vademécum de criticidad para la generación de nuestros abuelos y aun de nuestros padres. Uno de dichos cuentos, sencillo y de apenas cuatro páginas, "La tienda de muñecos", publicado en 1927 en la obra homónima, es quizás una de las piezas literarias que más impacto ha causado en toda la historia venezolana: en plena autocracia militar gomecista, planteó una sátira cifrada del país, al que comparó con una obsoleta tienda de muñecos inservibles e invendibles, con la sola excepción de un compartimiento entero lleno de soldados, de los que el dueño de la tienda, moribundo, abuelo y padrino del narrador y heredero, dijo: "... a estos guerreros les debemos largas horas de paz. Nos han dado buenas utilidades. Vender ejércitos es un negocio pingüe...". Son muchos los que aseguran que fue mucho lo que este desafío verbal, leído por todos los lectores no complacientes de la época, hizo para allanar el terreno de la sublevación cultural del carnaval del año siguiente, por parte del movimiento universitario que con el tiempo se convertiría en núcleo de la llamada generación del veintiocho...
En la órbita de la novela, aunque no es abundante -como suele ocurrir en un país de cultura inmediatista y en donde sólo unos pocos privilegiados pueden dedicarse por entero a las letras- lo que hay para mostrar, tenemos novelistas poco conocidos como Antonio Briceño, Antonio Jiménez Arraiz, Juan Oropeza, Julio Ramos, Magdalena Seijas, Manuel Vicente Tinoco y Carlos Zavarce, y otros de mayor difusión relativa como Salvador Garmendia, José Gil Fortoul, Guillermo Morón, y Antonio Arraiz. Salvo novelas de estos cuatro últimos, no conocemos la obra de los restantes sino por referencias indirectas. Especialmente y desde jóvenes nos ha impactado la obra de Antonio Arraiz, autodidacta (que "aprovechó" el prolongado cierre de la universidad en la segunda década del siglo pasado), también periodista y poeta, prisionero de la dictadura gomecista, en cuyos tenebrosos calabozos de La Rotunda pasó siete años, y primer director de El Nacional, desde 1943 hasta 1949, cuando se exilió voluntariamente en los Estados Unidos a raíz del derrocamiento de Gallegos. Arraiz fue miembro destacado, junto a Arturo Uslar Pietri y Miguel Otero Silva, de la llamada Vanguardia de la literatura venezolana, que se agrupó en torno al número único de la famosa revista válvula [sic], publicada justo antes de la Semana del Estudiante de febrero de 1928. En su "Editorial-Manifiesto" se definieron como "un puñado de hombres jóvenes, con fe, con esperanza y sin caridad [que venían] a reivindicar el verdadero concepto del arte nuevo", entendiéndose por tal "arte nuevo" a uno capaz de romper con los moldes de los esteticismos modernistas y los costumbrismos del pasado, para apostar a un vínculo estrecho y explícito con la realidad social circundante.
Para muchos estudiosos, tal vez con José Ramón Medina -50 años de literatura venezolana- al frente, esta generación de vanguardia profundizó la ruptura iniciada por la llamada generación del 18 -la de Fernando Paz Castillo, Mariano Picón Salas, Mario Briceño Iragorri, Andrés Eloy Blanco, Augusto Mijares y otros-, pero nosotros preferimos, de la mano de investigadores como Nelson Osorio, y quizás Oscar Sambrano Urdaneta, ver a estos últimos como precursores de la más profunda ruptura de los vanguardistas o del 28 (ruptura entendida en sentido amplio, en la acepción de movimiento de ruptura con el gomecismo, y no simplemente de movimiento universitario caraqueño del 28), quizás con Fernando Paz Castillo (quien suscribió el mencionado manifiesto de válvula) como el puente más visible los dos grupos, o, de repente, con el propio Antonio Arraiz como miembro de ambos, a partir de la publicación de su revolucionario libro de poemas Áspero. En cualquier caso, no es la filiación estilística por sí misma lo que aquí nos interesa, sino la manera en que la obra de los creadores literarios es reveladora de la cultura colectiva.
En sus tres novelas, Arraiz se mantuvo fiel al compromiso asumido en válvula: en la primera, Todos iban desorientados (publicada sólo en 1951), una de las dos únicas novelas sobre los acontecimientos de 1928 -la otra es Fiebre, de Miguel Otero Silva-, un dirigente estudiantil intenta, sin éxito y presa de sus propias confusiones, convertirse en dirigente del primer verdadero movimiento popular venezolano, compuesto por una abigarrada mezcla de obreros, campesinos, peones, empleados, trabajadores del aseo urbano, carniceros, buhoneros, desempleados crónicos y estudiantes, con quienes resulta cuesta arriba aplicar la única teoría disponible de la revolución social, la de Lenin, basada en el rol histórico del compacto proletariado. En la segunda, Puros hombres (1938), que mucho nos hace recordar a La casa de los muertos, de Dostoievski, narra su visión directísima de la cárcel gomecista y, sin edulcorar la sordidez de las torturas, vejámenes y grillos, nos brinda también -y como buen militante valvulista- un mensaje de fe y esperanza en la solidaridad, la afectividad, la curiosidad, la paciencia, la resistencia ante las permanentes amenazas de muerte, las ansias de mujer y la indomable pasión por la libertad y la democracia de los prisioneros políticos; al referirse a esta obra, su autor alguna vez declaró, en gesto que nos recuerda la hidalguía de Nelson Mandela, que la había escrito para evitar que "... las escenas [de] una interminable, atomentadora experiencia [...], de no haber encontrado forma de verterlas, emponzoñaran para siempre [su] existencia". En su tercera, El mar es como un potro o Dámaso Velázquez, discute casi poéticamente, entrelazadas con la metáfora de las cambiantes y a veces violentas relaciones entre el Mar Caribe y las tierras firmes e insulares circundantes, la dinámicas, apasionadas y difíciles relaciones entre el hombre y la mujer caribeños. No conforme con su valioso legado novelístico, nos dejó también un grueso fajo de poemas de vanguardia y otro de cuentos, entre los que deseamos destacar y recomendar a nuestros lectores los agrupados en Tío Tigre y Tío Conejo, donde, valiéndose de esos dos personajes del folclore campesino venezolano y lindando con la fábula y la sátira, nos dicta, en dos platos, una profunda cátedra sobre la naturaleza de las dictaduras -torpes y crueles, al estilo de Tío Tigre- y la necesidad de derrotarlas sin caer en sus provocaciones de confrontación violenta, sino a través de la no violencia activa e inteligente -a lo Tío Conejo-...
Si en el caso de los novelistas larenses debimos escudriñar cierta literatura para sumar un puñado de nombres, en el caso de los poetas la situación se plantea a la inversa: la dificultad está en seleccionarlos, pues no sería difícil, a poco que hurgáramos sólo en nuestros recuerdos y/o nuestra biblioteca personal, reunir seguro que más de un centenar de autores, que requerirían de complejos esquemas de clasificación para ser estudiados. Nada más que el volumen La poesía larense (2a. Ed., 1982), compilado por Guillermo Morón, Hermann Garmendia y Pascual Venegas Filardo, contiene una antología de poemas de cerca de ochenta poetas, distribuidos en cuatro grupos: Románticos populares (I): 27 poetas, Románticos populares (II): 19 poetas, Poetas modernos y nuevos: 16 poetas, y Los poetas más nuevos: 17 poetas. De allí que nos viésemos forzados a apelar al que podría ser el más burdo de los criterios: seleccionarlos en base a una combinación de nuestras apreciaciones personales sobre el impacto social de sus obras con las vivencias del dilatado contacto con numerosos larenses -incluidos mis padres- y sus poetas más nombrados, y clasificarlos no por sus estilos literarios sino por sus temáticas principales.
Armados con estos tamices, por supuesto sin contornos nítidamente diferenciados, y a falta de otros mejores, nos salió citar aquí a los siguientes: poetas románticos y costumbristas, o centrados en sus pasiones y en la descripción de sus sensaciones ante un contexto local fácilmente perceptible: José María Pérez Limardo, Gelasio Rivero, Antonio Lucena, Marco Aurelio Rojas, José Parra Pineda, los hermanos Juan José, Plinio y Francisco Bracho, F. Lucena Fuentes y Alcides Lozada. Poetas clásicos o de atención concentrada en procesos y contextos universales o históricos: Ramón Perera, Pedro Montesinos, Lisandro Alvarado, Ulpiano Torrealba, José Gil Fortoul, José Marmol Herrera, Francisco Montesinos Agüero, J. T. Santeliz, Dimas Franco Sosa, Alirio Ugarte Pelayo, Luis Beltrán Guerrero y Alí Lameda. Poetas modernos o empeñados en expresar su mundo interior existencial y sus vivencias estéticas: Roberto Montesinos, Pascual Venegas Filardo, Luis Alberto Crespo y Rafael Cadenas. Y poetas de vanguardia, abocados a expresar sus sentimientos críticos ante la realidad social circundante: Hedilio Lozada, Segundo Ignacio Ramos, Elisio Jiménez Sierra, Antonio Arraiz y Pío Tamayo.
Más allá del hecho de la inmensa devoción popular por la poesía y los poetas larenses, entre las obras que más nos han impresionado de estos bardos están El corazón de Venezuela (1966), de Alí Lameda, extraordinario y extenso poema épico (obra desafortunadamente conocida sólo en su primer volumen, que cubre hasta la Conquista, pero que, según me aseguró su propio autor, fue escrita hasta alcanzar el siglo XX, con la desgracia, para todos, de que el resto del manuscrito quedó incautado e inédito en Corea del Norte, donde él estuvo salvajemente preso y fue torturado) que se propone exponer la trágica historia de nuestra nación, comenzando por su cruento parto; el libro de poemas Áspero (1924), de Antonio Arraiz, considerado por muchos como un hito decisivo en la historia de la poesía venezolana, del que dijera Miguel Otero Silva, quien consideró a Antonio Arraiz como el "capitán y maestro" de la generación poética del 28, que "... se aparta de de la música tradicional, rompe con la métrica inveterada, hace trizas los sonsonetes sacrosantos de la rima, quebranta los principios cardinales de la preceptiva. Desata, en fin, para la poesía venezolana las torrenteras cimarronas del verso libre", y también que "... Antonio Arraiz, a más de aportar las innovaciones formales que la vanguardia trajo consigo, trasladó a sus versos la pulpa americana de su ardoroso mundo existencial, interior y exterior, quiero decir íntimo o volcado sobre los seres y cosas que lo rodeaban. De ahí lo perdurable de su obra..."; y el poema "Homenaje y demanda del indio", de Pío Tamayo, que contribuyó como ningún otro texto a desencadenar el movimimiento universitario de protesta de febrero de 1928, y terminó por costarle la vida a su autor, quien fue hecho prisionero ese año y recluido en Puerto Cabello por Gómez, para no salir de allí sino para morirse en 1935, no sin antes convertirse en jefe informal de la cátedra de sociología e historia crítica que dictó en la cárcel a todos los estudiantes que por allí pasaron y que, con el tiempo, cambiaron la historia del país...
Sin desestimar sus impactos en el plano de las letras y procesos políticos y sociales en escala nacional, ciertos rasgos que parecieran comunes a casi todos estos creadores, varones en su casi totalidad -pues todavía no se había producido la revolución feminista en el país-, en materia de expresión de valores culturales, son la constante alusión a las características inhóspitas y duras de las tierras venezolanas y larenses en particular, a menudo contrastadas con la exquisitez y belleza de sus cielos; a sus sentimientos, frecuentemente no correspondidos y como suplicantes de amor, hacia mujeres ansiadas; y la sensibilidad ante las condiciones de vida de la población campesina y pobre en general, que, sobre todo pero no exclusivamente, en los del último grupo, reviste el carácter de protesta indignada. En su extraordi- nario trabajo La poesía de los pueblos con sed, Luis Beltrán Prieto Figueroa hace del larense uno de los pueblos paradigmáticos de esta postura poética y selecciona poemas de Luis Beltrán Guerrero, Antonio Arraiz, Roberto Montesinos, Alí Lameda y Luis Alberto Crespo, representantes de los tres últimos grupos señalados, para demostrar sus tesis.
Este panorama literario, con las disculpas del caso por la probable falta de rigor en nuestras apreciaciones, de un lado pareciera reforzar lo dicho en torno al musical, sobre todo en cuanto al apego a una geografía agreste y a la exaltación de lo femenino inaccesible, pero del otro aporta un elemento de rebeldía y casi de rabia sin equivalente aparente en la esfera musical. A riesgo de ser burdos, o de proceder como el Procusto aquel, cuando auscultamos la literatura larense en busca de algún mensaje compartido nos encontramos con un gran sentimiento de amor y una resuelta vocación pacífica y constructiva que por alguna razón resultan contrariados, abortados o imposibles de realizar o entregar. Algo parecido a lo que Miguel Otero Silva, en una de sus novelas, no recuerdo exactamente cual (aunque me suena sobre todo Oficina No. 1), expresa cuando compara la pasión de uno de sus protagonistas por Venezuela con el amor, inevitablemente lleno de obstáculos, hacia una prostituta...
Aparte de ser cuna de numerosos e importantes escritores, Lara muy probablemente cuenta en su haber con el privilegio de contar con una de las poblaciones más densas en lectores de todo el territorio nacional. Esta apreciación, principalmente emanada de la observación directa del suscrito, quien no ha visto en otras regiones del país una avidez por la lectura tan intensa y difundida, incluyendo las amas de casa y hasta los estratos campesinos, encuentra un asidero parcial en las cifras calculadas a partir de las divulgadas por el Instituto Nacional de Estadísticas, INE, según las cuales Lara fue, en 2007, la segunda entidad federal en número de obras consultadas en las bibliotecas públicas, con 2.729 por cada mil habitantes, muy por encima del promedio nacional de sólo 844/1000 hab, y sólo por debajo de Aragua, que alcanzó la cifra de 3.387/1000 hab.
Para nuestro pesar, pues buena falta que ha hecho, no hemos conocido nada que merezca el nombre de un teatro larense, y tampoco de un cine, pues, aparte de un teatro político y casi de calle que vimos florecer en los años setenta, y que tuvo ganas de engarzarse con la importante corriente teatral caraqueña de esos años, la de la "Santísima Trinidad" de las tres "C": Cabrujas, Chocrón y Chalbaud, sólo sabemos de dramaturgos aislados y con escaso impacto en la cultura local. No tenemos claro el porqué de esta omisión, casi una constante en todo el territorio nacional. Entre las hipótesis que, mientras tanto, barajamos, están estas: (a) el teatro requiere no sólo de talento creativo, sino también de su conjugación con fortalezas organizativas y productivas, que son difíciles de reunir en un medio de dispersión e inmediatismo como el nuestro; (b) es muy difícil competir con la omnipresencia de la televisión, que tiende a monopolizar el espacio cultural disponible para las artes escénicas, lo cual se agrava en el clima de inseguridad que sufrimos y que tiende a convertirnos a los venezolanos en animales fastidiosamente diurnos; (c) los enfoques panfletarios y de puesta del teatro al servicio directo de intereses políticos contribuyeron a intoxicar las venas dramatúrgicas, culminando con el desprecio al importante esfuerzo que se había emprendido con el Teatro Nacional Juvenil, TNJ, experiencia promovida por Pilar Romero (adeca...) y hermana de aquella de las orquestas sinfónicas, a manos de los dos últimos gobiernos; y (d) la "bonanza" petrolera y la manía importadora hicieron aquí de las suyas, y resultó más fácil, en los años ochenta y noventa, importar espectáculos y presentaciones teatrales, durante la época dorada de los festivales internacionales de teatro y del Teresa Carreño a todo trapo, antes que apostar al más lento pero beneficioso desarrollo de las artes escénicas nacionales, que habían alcanzado un grado importante de desarrollo durante los setenta, con los festivales nacionales de teatro, Vimazoluleka, Tu país está feliz, el auge de Rajatabla, etc.
(Originalmente, habíamos pensado incluir aquí algunas consideraciones sobre otros aspectos culturales relativamente formales tales como las artes plásticas, la arquitectura y el urbanismo, y las actividades artesanales, pero, dado, por un lado, que el artículo había quedado ya demasiado extenso, y , por otro, que de pronto detectamos algunas diferencias de naturaleza entre estas expresiones culturales y las ya tratadas en esta entrada, decidimos dejar, alterando el plan original, para un nuevo y próximo artículo, bajo el nuevo subtítulo de "La perspectiva semiformal" (o, si nos decidimos por fin a estrenar el término que hasta ahora hemos usado en casa: "La perspectiva transformal"), que intentaremos justificar, la consideración de esas otras expresiones culturales que pensábamos abordar aquí).
En varias ocasiones hemos dicho en el blog que tenemos la corazonada de que un verdadero proceso de renovación de la esclerosada y dicotomizada sociedad venezolana actual podría participar de la valorización de los rasgos mestizos y solidarios presentes en nuestra cultura, pues allí subyacen muchos elementos valiosos tanto de nuestra identidad humana general, que varios milenios de civilizaciones clasistas no han podido extirpar, como de nuestra identidad nacional, en donde cinco siglos de existencia, con dos de independencia, han engendrado, aunque precariamente, valores compartidos por la inmensa mayoría de los venezolanos. Estos valores, sin embargo, hoy están sometidos al fuego cruzado de una andanada de influencias culturales, que apuntan, de un flanco, hacia la conformación de una cultura globalizante, que intenta convertir los contenidos de unas pocas culturas nacionales hegemónicas en únicos universalmente válidos, y, del otro, hacia una autarquía cultural que desprecia la cultura universal y promueve, impuesta por el Estado y desde arriba, la imposible reconstrucción de una cultura indígena preeuropea.
El problema de alcanzar un equilibrio dinámico entre los contenidos autóctonos o ancestrales de nuestra cultura y la inevitable exposición a una vorágine de innovaciones, en su mayoría de procedencia externa, es de vital importancia para nuestro futuro, aunque extraordinariamente complejo y sin antecedentes -incluso si admitimos que seguramente es mucho lo que podríamos aprender de como lo están intentando, y quién sabe si logrando, Europa, Japón o China-. Y es en tales condiciones de complejidad e incertidumbre que estamos persuadidos de que bien valdría la pena concentrar esfuerzos por dilucidar posibles salidas a esta problemática en una instancia reducida o piloto, para lo cual, puesto que creemos que allí se dan las circunstancias más favorables para iniciarla, hemos escogido, después de salir con las tablas en la cabeza en otros intentos -especialmente en el movimiento universitario, en el movimiento obrero, en el movimiento de profesionales y sobre todo de ingenieros, en Guayana, y en torno a la problemática ambiental-, el caso larense.
No se trata, y no sobra repetir, de exclusivismo alguno, ni tampoco de una preferencia "individual" (y menos todavía derivada de las vinculaciones familiares del autor con esta tierra chica, como alguno ha sugerido), sino de un empeño por despejar el horizonte hacia la transformación estructural de Venezuela, ayer bloqueada por la hegemonía bipartidista y hoy por la polarización gobierno versus oposición. Bloqueo este donde las supuestas opciones distintas de cambio coinciden en entender la política como una rebatiña por el control de la renta petrolera y por ver quien resulta vencedor en la manipulación bien de una masa ignorante, excluida y ahita de necesidades insatisfechas, o bien de otra masa aparentemente más culta y lúcida, pero tradicionalmente consentida, privilegiada y plagada de necesidades superfluas y suntuarias. En medio de semejante ceguera colectiva y prácticamente convertida en un falso sentido común, es preciso hallar algún modo de hacer recapacitar a los venezolanos y demostrarles que la vida puede y debe optar por nuevos derroteros.
Cuando proponemos la concentración de esfuerzos de cambio en el estado Lara de ninguna manera queremos subestimar a otros estados o regiones ni estamos sugiriendo superioridad o chovinismo alguno. Simplemente, al estilo de cuando elegimos preparar una comida o vestirnos de alguna manera porque tenemos los ingredientes o accesorios más a la mano, es allí donde nos ha parecido que hoy se conjugan favorablemente un cuerpo suficiente de circunstancias geográficas, poblacionales, económicas, culturales y políticas, como para pensar en priorizar esta iniciativa en busca de una metodología o heurística que pudiese ser aplicable en otros contextos, y de un efecto demostración o detonante capaz de ejercer un probable impacto significativo sobre el resto del país, sumido en un deplorable estancamiento.
En nuestro afán por comprender las potencialidades de transformación del estado Lara, exploraremos a continuación, brevemente, en busca de directrices para impulsar esfuerzos de cambio candidatos a convertirse en punteros de una transformación social más amplia, algunos rasgos de la cultura musical, literaria y plástica larense.
¿Qué nos transmite la música larense?
La música está tejiendo misteriosos hilos reunificadores del alma venezolana y nos está haciendo volver a sentir la nacionalidad común que tanta política polarizante se empeña en aplastar y negar. Las veladas, festejos o presentaciones con intervenciones musicales siguen formando parte de los más gratos ambientes verdaderamente colectivos que disfrutamos y añoramos la gran mayoría de venezolanos. En repetidas oportunidades hemos tenido la vivencia de sentir que unas pocas canciones, mejor si acompañadas con cuatro, guitarra o piano, han actuado como un bálsamo relajante e integrador sobre ambientes donde las confrontaciones políticas han generado momentos amargos y disputas al borde de los encontronazos físicos. La admiración por la labor de las sinfónicas infantiles y juveniles y el orgullo de sentir como propios sus triunfos en todo el orbe son algunos de los pocos valores compartidos entre los venezolanos de nuestros días -aunque no faltan, y los conocemos, quienes ya detestan a Gustavo Dudamel porque no es lo suficientemente antichavista...-.
En este panorama, no puede vacilarse al señalar que la experiencia nacional de la creación y el disfrute musical ha tenido en Lara uno de sus baluartes o expresiones concentradas. No sólo ha venido jugando, desde hace décadas, un rol pionero en este crucial emprendimiento, sino que la música, como trataremos de demostrarlo en las líneas que siguen, ha terminado por formar parte indisoluble de una especie de mundo interior de los larenses.
Para empezar, el norte de Lara y el sur de Falcón constituyen el ámbito en donde se preserva una de las tradiciones musicales y rituales de más pura y remota raigambre en el país, cual es la danza de las Turas, de origen arahuaco y especialmente ayamán. Esta danza o ritual, con sus dos manifestaciones: la Tura Pequeña, exotérica o apta para ser presenciada por todo público, y la Tura Grande, esotérica y que -que sepamos- hasta el presente no ha sido presenciada por nadie ajeno a los descendientes indoamericanos que la practican, parece ser una compleja combinación de rito de fertilidad y culto a los muertos. Sabemos que su música se interpreta con flautas de carrizo (la tura hembra y la tura macho, pues también se llaman así, y tureros a quienes las tocan), instrumentos de viento hechos de cachos de venados matacán y caramerudo (llamándose cacheros a sus intérpretes), y maracas diversas, pero, desafortunadamente y pese a que conocemos cierta bibliografía sobre el tema, con el trabajo de Luis Arturo Domínguez, Vivencia de un rito ayamán en las Turas, a la cabeza, no nos sentimos seguros para añadir nada más pues todavía no hemos escuchado ni presenciado este importante aunque básicamente por conocer rito ancestral, que seguramente es mucho lo que algún día nos enseñará sobre nuestros pasados más recónditos.
Con una tradición que aparentemente se remonta al menos hasta el pasado colonial, el Tamunangue es una fiesta larense en honor a San Antonio de Padua, uno de los santos con mayor reputación de milagroso, para muchos el santo por antonomasia de los matrimonios y de las parejas, y quien ostenta el récord de haber sido el único santo canonizado por la iglesia católica a menos de un año de su fallecimiento, en 1232. El Tamunangue, como expresión musical, expresa como pocos el carácter mestizo o híbrido de la música venezolana, puesto que reúne coplas e instrumentos diversos de cuerdas (cuatros, cincos y tiples, incluyendo los de cuerdas dobles) de origen castizo, tambores y gritos en falsete de procedencia africana, y maracas, coros como de aullidos o quejidos repetitivos, y pasos complejos diversos de danza, algunos con garrotes, de raíz indígena. En tanto que baile comprende una suite de danzas que apuntan a representar el proceso de construcción de la pareja, e incluye simulaciones de batallas entre hombres por ver quien las merece más a ellas, expresiones de alegría en honor a la belleza femenina -con un característico estribillo de "¡a la bella, bella y bella va!"-, pasos de persecución de la mujer, al estilo de los tambores negros de San Juan, simulaciones de enfermedades y sometimiento del varón, y galanteos diversos. Tenemos la impresión de que la popularidad de esta música y esta danza, que suelen interpretarse sobre todo el 13 de junio, día de San Antonio, y los días precedentes, como pago de promesas, y especialmente por la concesión de amores e hijos ansiados, curaciones y hallazgos de objetos perdidos, tiene mucho que ver, tal y como ya lo indicamos para el caso de las ceremonias de la Divina Pastora, con creencias religiosas en torno a la fertilidad agraria y humana, arraigadas en la población autóctona de vocación pacífica y agroalfarera, incluso desde mucho antes de la llegada de los hispanos.
El estado ha sido cuna de innumerables piezas musicales y compositores, tales como los valses Como llora una estrella, de Antonio Carrillo, o Noche de amor de Amílcar Segura, golpes como el Golpe Tocuyano de Tino Carrasco, joropos como Barquisimeto o pasajes como A Barquisimeto, bambucos como Endrina de Napoleón Lucena, himnos musicales como el Raudo vuelo, compuesto por don Pedro Franco, de los caroreños, o piezas de amplio arraigo como Ramoncito en cimarrona o El gavilán tocuyano, de Pablo Canela. De él han surgido, además de los mentados, músicos eminentes como Miguel Antonio Guerra, Franco Medina, Simón Wohnsiedler, Alirio Díaz, Rodrigo Riera, Pío Alvarado, Vinicio Adames, Juancho Lucena, Felipe Izcaray, Gustavo Dudamel, Carlos Izcaray y muchos otros, así como una vasta y diversa gama de conjuntos musicales tales como la Orquesta Mavare, La Pequeña Mavare, la Banda Municipal "Don Juancho Querales", el dueto de Los Hermanos Gómez, Los Trovadores Caroreños, Los de Antaño de Carora, el grupo Diapasón, el grupo Carota, Ñema y Tajá, y un largo etcétera.
Lara es también la cuna de numerosos intérpretes musicales de fama local, que alegran patios, plazas y madrugadas, tales como Sixto Andueza, Evaristo Lameda "Zamurito", Alfonso "Foncho" Colombo, Arsenio Colombo y muchos más, y ha sido una de las regiones más renuentes a admitir la lamentable extinción -en gran medida propulsada por la malandrería en boga- de las deliciosas serenatas. En Lara residen buena parte de los más importantes fabricantes de instrumentos musicales, o luthiers, con que cuenta el país, entre los que Antonio Navarro nos ha impresionado singularmente, y seguramente es uno de los estados más densos en melómanos y aficionados a la música de todos los matices. Una vez le oímos asegurar al maestro Briceño Guerrero, incapaz de no saber de que estaba hablando, que había muchos más cuatros en las casas de Carora que violines en las de París o Viena... En una Venezuela de colorida, diversa y chispeante herencia rítmica, la entidad tiene bien ganada su denominación de estado musical por excelencia, y Barquisimeto su reputación de capital musical del país.
En 1964 se constituyó el Orfeón Carora en esta ciudad, bajo la dirección de Juan Martínez Herrera, discípulo de Antonio Estévez, y, en 1974, bajo la misma dirección, la primera Orquesta [Sinfónica] Infantil del país, que fue el germen del movimiento que ha conducido a la creación del portentoso Sistema Nacional de Orquestas Juveniles e Infantiles, liderado por el maestro José Antonio Abreu, quien en su momento condecoró en el Aula Magna al promotor de esta iniciativa. El maestro Antonio Estévez, cuando se enteró de la misma, a poco de constituida la Orquesta Infantil, no vaciló en rogar que se le diera "todo el apoyo moral y material, por parte de los sectores privados y oficiales, para que [siguiesen] llevando adelante su encomiable labor". Esta experiencia ilustra, cual pocas, como proyectos bien concebidos y con hondo arraigo en una localidad pueden convertirse, con un liderazgo, apoyo y organización adecuados, en iniciativas capaces de sacudir al país entero, y eso es lo que, en definitiva, aunque en múltiples dimensiones y simultáneamente, estamos procurando con nuestra propuesta piloto para Lara.
La música larense es apreciada por los coterráneos sin distinciones de clases o estamentos sociales y constituye un poderoso vínculo de identidad, que a menudo conduce a sus devotos a una rara comunión o sobrecogimiento. Cuando hemos intentado hurgar en ella en búsqueda de algún elemento explicativo de este influjo, del que somos partícipes, hemos encontrado una suerte de entremezcla de sentimientos de apego a las secas tierras, las escasas aguas y los vistosos cielos locales con nostalgias de un amor femenino perdido, inaccesible o no correspondido, cual si una mujer mágica, telúrica y de extraña belleza, a la vez madre y amante, se hubiese confundido con elementos del paisaje físico y escogido esconderse para siempre en el alma colectiva de los larenses, que se sienten una y otra vez obligados a buscarla. Haría falta alguien del calibre de un Carlos Jung para que nos explicara sin titubeos el sentido profundo de este fenómeno y su extendido impacto, pero mientras tanto conformémonos con reseñar su existencia y destacar que no se nos escapan las afinidades de nuestras ocurrencias, en estos escarceos musicales, con lo que hemos podido vislumbrar en nuestras indagaciones sobre las demás expresiones culturales examinadas. (En los últimos años, y parejamente a los casos de la gaita maracucha o del joropo llanero, observamos una tendencia hacia la conversión del golpe larense, variante local del joropo, en un recurso satírico y de protesta política espontánea, tal y como lo expresa, por ejemplo, la popular pieza El gran saqueo, del grupo Carota, Ñema y Tajá, lo cual nos complace, por un lado, pero nos preocupa, por otro, pues existe el riesgo de la emergencia de una música por encargos que pudiese reforzar el asfixiante sectarismo, en la onda de lo que está ocurriendo con el Grupo Madera...).
¿Hay algo que nos quieren decir los escritores larenses?
Las plumas larenses no se han quedado a la zaga de las cuerdas guaras. La amplia gama de escritores cubre todos los géneros y calibres, desde densos y estudiosos historiadores y etnólogos hasta incansables tribunos de los asuntos del día a día, desde poetas clásicos hasta existenciales, desde cuentistas hasta novelistas, desde figuras de las letras patrias hasta poetas sólo conocidos localmente, y desde mártires de las letras hasta instituciones intelectuales vivientes. Los larenses parecieran gustar tanto de escribir y leer como de cantar y escuchar; sus bibliotecas públicas se hallan entre las más consultadas del país, y añadimos que no abundan los estados en donde sea posible ver a un ordeñador de vacas o cabras con un libro de poesía y cuidado si de filosofía en el bolsillo trasero del sucio y roto pantalón arremangado.
Puesto que no disponemos de mucho espacio y sería demasiado ambicioso intentar aunque fuese una exploración del amplio escenario de las letras larenses, preferiremos apuntar algunos nombres, sin mayores pretensiones de exhaustividad y adelantando que de seguro incurriremos en omisiones imperdonables, y aportar sólo uno que otro esbozo sobre los aportes de creadores que nos parecen, claro que entre otros, representativos de los diversos géneros o corrientes.
Entre los intelectuales de plumas pesadas, dedicados a los estudios rigurosos, nos toca mencionar figuras como las de Francisco Jiménez Arraiz, Juan Oropeza, Lino Iribarren, Ambrosio Perera, José María Zubillaga Perera, Antonio Álamo, Carlos Felice Cardot, Eliseo Soteldo, David Anzola, Ildefonso Riera Aguinagalde, Guillermo Morón, Juan Aguilera, Telasco MacPherson, Rafael Domingo Silva Uzcátegui, Lisandro Alvarado y José Gil Fortoul. Deteniéndonos apenas en estos dos últimos, cabe destacar que a Lisandro Alvarado lo vemos como una mente cimera de la segunda mitad del siglo XIX venezolano y las primeras décadas del siguiente, que, en medio de la crisis de genuflexión ante el guzmancismo, y luego el castrismo y el gomecismo, optó por un bajo perfil, al estilo de sabios como Cecilio Acosta, y por llevar una vida itinerante, no pocas veces a lomo de burro o a pie. Esta experiencia andariega, sumada a sus labores médicas y de historiador, lo condujo a sentar las bases de los estudios naturalistas, etnográficos, antropológicos, folclóricos y lingüísticos en el país, hasta hacer, por ejemplo, de su Glosario del bajo español en Venezuela o de su Glosario de voces indígenas en Venezuela referencias obligadas para todo estudioso de la materia. Por su lado, Gil Fortoul, a quienes muchos despachan despectivamente colocándole las etiquetas de positivista y ministro y encargado de la presidencia durante el gomecismo, sigue siendo para nosotros el historiador venezolano por excelencia, a cuya Historia constitucional de Venezuela acudimos, a manera de índice o portal, e incluso lamentando su énfasis desproporcionado en las cuestiones jurídicas en detrimento de las económicas y tecnológicas, cada vez que iniciamos algún estudio o reflexión sobre la historia patria.
Tenemos luego una nada pasajera tradición periodística y de ensayistas de plumas más ligeras, con nombres como Eligio Macías Mujica, Héctor Mujica, Federico Álvarez, Julio Ramos, Antonio Arraiz, Alí Lameda, Raúl Agudo Freytes, el propio Gil Fortoul, Luis Beltrán Guerrero, y el incansable tribuno local Chío Zubillaga, a quien hace unos meses le dedicamos un artículo en este blog. Lara ha sido una de las entidades pioneras en el terreno periodístico, con una de las primeras imprentas instaladas en el país, llevada a Barquisimeto por Pablo María Unda, en 1833, y uno de los primeros periódicos, El Barquisimetano, impreso en la misma. El diario El Impulso, que todavía circula en el estado, fue fundado en 1904, en Carora, por Federico Carmona, y de él dijo Chío Zubillaga que "enseñó a los caroreños a leer", mientras que El Diario de Carora, fue fundado en 1919, justo cuando aquel otro diario se mudó a Barquisimeto, por José Herrera Oropeza, quien lo dirigió hasta su fallecimiento en 1935. Esta tradición periodística se mantiene hasta nuestros días, con varios amigos en pleno ejercicio, y otros, como Cécil Álvarez, hasta hace poco en labores de dirección de El Diario. Lamentablemente, no pudimos conseguir datos duros acerca del número de periódicos vendidos o leídos por cada mil habitantes en Lara, pero tenemos la sospecha de que es una de las entidades, seguramente junto con el Zulia, con mayor circulación relativa de diarios locales.
En el terreno del cuento tenemos a notables cuentistas como Julio Garmendia, Salvador Garmendia, Antonio Briceño, Arturo Briceño y Antonio Arraiz. Escogemos a Julio Garmendia para destacar que sus cuentos fueron una especie de vademécum de criticidad para la generación de nuestros abuelos y aun de nuestros padres. Uno de dichos cuentos, sencillo y de apenas cuatro páginas, "La tienda de muñecos", publicado en 1927 en la obra homónima, es quizás una de las piezas literarias que más impacto ha causado en toda la historia venezolana: en plena autocracia militar gomecista, planteó una sátira cifrada del país, al que comparó con una obsoleta tienda de muñecos inservibles e invendibles, con la sola excepción de un compartimiento entero lleno de soldados, de los que el dueño de la tienda, moribundo, abuelo y padrino del narrador y heredero, dijo: "... a estos guerreros les debemos largas horas de paz. Nos han dado buenas utilidades. Vender ejércitos es un negocio pingüe...". Son muchos los que aseguran que fue mucho lo que este desafío verbal, leído por todos los lectores no complacientes de la época, hizo para allanar el terreno de la sublevación cultural del carnaval del año siguiente, por parte del movimiento universitario que con el tiempo se convertiría en núcleo de la llamada generación del veintiocho...
En la órbita de la novela, aunque no es abundante -como suele ocurrir en un país de cultura inmediatista y en donde sólo unos pocos privilegiados pueden dedicarse por entero a las letras- lo que hay para mostrar, tenemos novelistas poco conocidos como Antonio Briceño, Antonio Jiménez Arraiz, Juan Oropeza, Julio Ramos, Magdalena Seijas, Manuel Vicente Tinoco y Carlos Zavarce, y otros de mayor difusión relativa como Salvador Garmendia, José Gil Fortoul, Guillermo Morón, y Antonio Arraiz. Salvo novelas de estos cuatro últimos, no conocemos la obra de los restantes sino por referencias indirectas. Especialmente y desde jóvenes nos ha impactado la obra de Antonio Arraiz, autodidacta (que "aprovechó" el prolongado cierre de la universidad en la segunda década del siglo pasado), también periodista y poeta, prisionero de la dictadura gomecista, en cuyos tenebrosos calabozos de La Rotunda pasó siete años, y primer director de El Nacional, desde 1943 hasta 1949, cuando se exilió voluntariamente en los Estados Unidos a raíz del derrocamiento de Gallegos. Arraiz fue miembro destacado, junto a Arturo Uslar Pietri y Miguel Otero Silva, de la llamada Vanguardia de la literatura venezolana, que se agrupó en torno al número único de la famosa revista válvula [sic], publicada justo antes de la Semana del Estudiante de febrero de 1928. En su "Editorial-Manifiesto" se definieron como "un puñado de hombres jóvenes, con fe, con esperanza y sin caridad [que venían] a reivindicar el verdadero concepto del arte nuevo", entendiéndose por tal "arte nuevo" a uno capaz de romper con los moldes de los esteticismos modernistas y los costumbrismos del pasado, para apostar a un vínculo estrecho y explícito con la realidad social circundante.
Para muchos estudiosos, tal vez con José Ramón Medina -50 años de literatura venezolana- al frente, esta generación de vanguardia profundizó la ruptura iniciada por la llamada generación del 18 -la de Fernando Paz Castillo, Mariano Picón Salas, Mario Briceño Iragorri, Andrés Eloy Blanco, Augusto Mijares y otros-, pero nosotros preferimos, de la mano de investigadores como Nelson Osorio, y quizás Oscar Sambrano Urdaneta, ver a estos últimos como precursores de la más profunda ruptura de los vanguardistas o del 28 (ruptura entendida en sentido amplio, en la acepción de movimiento de ruptura con el gomecismo, y no simplemente de movimiento universitario caraqueño del 28), quizás con Fernando Paz Castillo (quien suscribió el mencionado manifiesto de válvula) como el puente más visible los dos grupos, o, de repente, con el propio Antonio Arraiz como miembro de ambos, a partir de la publicación de su revolucionario libro de poemas Áspero. En cualquier caso, no es la filiación estilística por sí misma lo que aquí nos interesa, sino la manera en que la obra de los creadores literarios es reveladora de la cultura colectiva.
En sus tres novelas, Arraiz se mantuvo fiel al compromiso asumido en válvula: en la primera, Todos iban desorientados (publicada sólo en 1951), una de las dos únicas novelas sobre los acontecimientos de 1928 -la otra es Fiebre, de Miguel Otero Silva-, un dirigente estudiantil intenta, sin éxito y presa de sus propias confusiones, convertirse en dirigente del primer verdadero movimiento popular venezolano, compuesto por una abigarrada mezcla de obreros, campesinos, peones, empleados, trabajadores del aseo urbano, carniceros, buhoneros, desempleados crónicos y estudiantes, con quienes resulta cuesta arriba aplicar la única teoría disponible de la revolución social, la de Lenin, basada en el rol histórico del compacto proletariado. En la segunda, Puros hombres (1938), que mucho nos hace recordar a La casa de los muertos, de Dostoievski, narra su visión directísima de la cárcel gomecista y, sin edulcorar la sordidez de las torturas, vejámenes y grillos, nos brinda también -y como buen militante valvulista- un mensaje de fe y esperanza en la solidaridad, la afectividad, la curiosidad, la paciencia, la resistencia ante las permanentes amenazas de muerte, las ansias de mujer y la indomable pasión por la libertad y la democracia de los prisioneros políticos; al referirse a esta obra, su autor alguna vez declaró, en gesto que nos recuerda la hidalguía de Nelson Mandela, que la había escrito para evitar que "... las escenas [de] una interminable, atomentadora experiencia [...], de no haber encontrado forma de verterlas, emponzoñaran para siempre [su] existencia". En su tercera, El mar es como un potro o Dámaso Velázquez, discute casi poéticamente, entrelazadas con la metáfora de las cambiantes y a veces violentas relaciones entre el Mar Caribe y las tierras firmes e insulares circundantes, la dinámicas, apasionadas y difíciles relaciones entre el hombre y la mujer caribeños. No conforme con su valioso legado novelístico, nos dejó también un grueso fajo de poemas de vanguardia y otro de cuentos, entre los que deseamos destacar y recomendar a nuestros lectores los agrupados en Tío Tigre y Tío Conejo, donde, valiéndose de esos dos personajes del folclore campesino venezolano y lindando con la fábula y la sátira, nos dicta, en dos platos, una profunda cátedra sobre la naturaleza de las dictaduras -torpes y crueles, al estilo de Tío Tigre- y la necesidad de derrotarlas sin caer en sus provocaciones de confrontación violenta, sino a través de la no violencia activa e inteligente -a lo Tío Conejo-...
Si en el caso de los novelistas larenses debimos escudriñar cierta literatura para sumar un puñado de nombres, en el caso de los poetas la situación se plantea a la inversa: la dificultad está en seleccionarlos, pues no sería difícil, a poco que hurgáramos sólo en nuestros recuerdos y/o nuestra biblioteca personal, reunir seguro que más de un centenar de autores, que requerirían de complejos esquemas de clasificación para ser estudiados. Nada más que el volumen La poesía larense (2a. Ed., 1982), compilado por Guillermo Morón, Hermann Garmendia y Pascual Venegas Filardo, contiene una antología de poemas de cerca de ochenta poetas, distribuidos en cuatro grupos: Románticos populares (I): 27 poetas, Románticos populares (II): 19 poetas, Poetas modernos y nuevos: 16 poetas, y Los poetas más nuevos: 17 poetas. De allí que nos viésemos forzados a apelar al que podría ser el más burdo de los criterios: seleccionarlos en base a una combinación de nuestras apreciaciones personales sobre el impacto social de sus obras con las vivencias del dilatado contacto con numerosos larenses -incluidos mis padres- y sus poetas más nombrados, y clasificarlos no por sus estilos literarios sino por sus temáticas principales.
Armados con estos tamices, por supuesto sin contornos nítidamente diferenciados, y a falta de otros mejores, nos salió citar aquí a los siguientes: poetas románticos y costumbristas, o centrados en sus pasiones y en la descripción de sus sensaciones ante un contexto local fácilmente perceptible: José María Pérez Limardo, Gelasio Rivero, Antonio Lucena, Marco Aurelio Rojas, José Parra Pineda, los hermanos Juan José, Plinio y Francisco Bracho, F. Lucena Fuentes y Alcides Lozada. Poetas clásicos o de atención concentrada en procesos y contextos universales o históricos: Ramón Perera, Pedro Montesinos, Lisandro Alvarado, Ulpiano Torrealba, José Gil Fortoul, José Marmol Herrera, Francisco Montesinos Agüero, J. T. Santeliz, Dimas Franco Sosa, Alirio Ugarte Pelayo, Luis Beltrán Guerrero y Alí Lameda. Poetas modernos o empeñados en expresar su mundo interior existencial y sus vivencias estéticas: Roberto Montesinos, Pascual Venegas Filardo, Luis Alberto Crespo y Rafael Cadenas. Y poetas de vanguardia, abocados a expresar sus sentimientos críticos ante la realidad social circundante: Hedilio Lozada, Segundo Ignacio Ramos, Elisio Jiménez Sierra, Antonio Arraiz y Pío Tamayo.
Más allá del hecho de la inmensa devoción popular por la poesía y los poetas larenses, entre las obras que más nos han impresionado de estos bardos están El corazón de Venezuela (1966), de Alí Lameda, extraordinario y extenso poema épico (obra desafortunadamente conocida sólo en su primer volumen, que cubre hasta la Conquista, pero que, según me aseguró su propio autor, fue escrita hasta alcanzar el siglo XX, con la desgracia, para todos, de que el resto del manuscrito quedó incautado e inédito en Corea del Norte, donde él estuvo salvajemente preso y fue torturado) que se propone exponer la trágica historia de nuestra nación, comenzando por su cruento parto; el libro de poemas Áspero (1924), de Antonio Arraiz, considerado por muchos como un hito decisivo en la historia de la poesía venezolana, del que dijera Miguel Otero Silva, quien consideró a Antonio Arraiz como el "capitán y maestro" de la generación poética del 28, que "... se aparta de de la música tradicional, rompe con la métrica inveterada, hace trizas los sonsonetes sacrosantos de la rima, quebranta los principios cardinales de la preceptiva. Desata, en fin, para la poesía venezolana las torrenteras cimarronas del verso libre", y también que "... Antonio Arraiz, a más de aportar las innovaciones formales que la vanguardia trajo consigo, trasladó a sus versos la pulpa americana de su ardoroso mundo existencial, interior y exterior, quiero decir íntimo o volcado sobre los seres y cosas que lo rodeaban. De ahí lo perdurable de su obra..."; y el poema "Homenaje y demanda del indio", de Pío Tamayo, que contribuyó como ningún otro texto a desencadenar el movimimiento universitario de protesta de febrero de 1928, y terminó por costarle la vida a su autor, quien fue hecho prisionero ese año y recluido en Puerto Cabello por Gómez, para no salir de allí sino para morirse en 1935, no sin antes convertirse en jefe informal de la cátedra de sociología e historia crítica que dictó en la cárcel a todos los estudiantes que por allí pasaron y que, con el tiempo, cambiaron la historia del país...
Sin desestimar sus impactos en el plano de las letras y procesos políticos y sociales en escala nacional, ciertos rasgos que parecieran comunes a casi todos estos creadores, varones en su casi totalidad -pues todavía no se había producido la revolución feminista en el país-, en materia de expresión de valores culturales, son la constante alusión a las características inhóspitas y duras de las tierras venezolanas y larenses en particular, a menudo contrastadas con la exquisitez y belleza de sus cielos; a sus sentimientos, frecuentemente no correspondidos y como suplicantes de amor, hacia mujeres ansiadas; y la sensibilidad ante las condiciones de vida de la población campesina y pobre en general, que, sobre todo pero no exclusivamente, en los del último grupo, reviste el carácter de protesta indignada. En su extraordi- nario trabajo La poesía de los pueblos con sed, Luis Beltrán Prieto Figueroa hace del larense uno de los pueblos paradigmáticos de esta postura poética y selecciona poemas de Luis Beltrán Guerrero, Antonio Arraiz, Roberto Montesinos, Alí Lameda y Luis Alberto Crespo, representantes de los tres últimos grupos señalados, para demostrar sus tesis.
Este panorama literario, con las disculpas del caso por la probable falta de rigor en nuestras apreciaciones, de un lado pareciera reforzar lo dicho en torno al musical, sobre todo en cuanto al apego a una geografía agreste y a la exaltación de lo femenino inaccesible, pero del otro aporta un elemento de rebeldía y casi de rabia sin equivalente aparente en la esfera musical. A riesgo de ser burdos, o de proceder como el Procusto aquel, cuando auscultamos la literatura larense en busca de algún mensaje compartido nos encontramos con un gran sentimiento de amor y una resuelta vocación pacífica y constructiva que por alguna razón resultan contrariados, abortados o imposibles de realizar o entregar. Algo parecido a lo que Miguel Otero Silva, en una de sus novelas, no recuerdo exactamente cual (aunque me suena sobre todo Oficina No. 1), expresa cuando compara la pasión de uno de sus protagonistas por Venezuela con el amor, inevitablemente lleno de obstáculos, hacia una prostituta...
Aparte de ser cuna de numerosos e importantes escritores, Lara muy probablemente cuenta en su haber con el privilegio de contar con una de las poblaciones más densas en lectores de todo el territorio nacional. Esta apreciación, principalmente emanada de la observación directa del suscrito, quien no ha visto en otras regiones del país una avidez por la lectura tan intensa y difundida, incluyendo las amas de casa y hasta los estratos campesinos, encuentra un asidero parcial en las cifras calculadas a partir de las divulgadas por el Instituto Nacional de Estadísticas, INE, según las cuales Lara fue, en 2007, la segunda entidad federal en número de obras consultadas en las bibliotecas públicas, con 2.729 por cada mil habitantes, muy por encima del promedio nacional de sólo 844/1000 hab, y sólo por debajo de Aragua, que alcanzó la cifra de 3.387/1000 hab.
Otras manifestaciones artísticas y culturales formales en Lara
Para nuestro pesar, pues buena falta que ha hecho, no hemos conocido nada que merezca el nombre de un teatro larense, y tampoco de un cine, pues, aparte de un teatro político y casi de calle que vimos florecer en los años setenta, y que tuvo ganas de engarzarse con la importante corriente teatral caraqueña de esos años, la de la "Santísima Trinidad" de las tres "C": Cabrujas, Chocrón y Chalbaud, sólo sabemos de dramaturgos aislados y con escaso impacto en la cultura local. No tenemos claro el porqué de esta omisión, casi una constante en todo el territorio nacional. Entre las hipótesis que, mientras tanto, barajamos, están estas: (a) el teatro requiere no sólo de talento creativo, sino también de su conjugación con fortalezas organizativas y productivas, que son difíciles de reunir en un medio de dispersión e inmediatismo como el nuestro; (b) es muy difícil competir con la omnipresencia de la televisión, que tiende a monopolizar el espacio cultural disponible para las artes escénicas, lo cual se agrava en el clima de inseguridad que sufrimos y que tiende a convertirnos a los venezolanos en animales fastidiosamente diurnos; (c) los enfoques panfletarios y de puesta del teatro al servicio directo de intereses políticos contribuyeron a intoxicar las venas dramatúrgicas, culminando con el desprecio al importante esfuerzo que se había emprendido con el Teatro Nacional Juvenil, TNJ, experiencia promovida por Pilar Romero (adeca...) y hermana de aquella de las orquestas sinfónicas, a manos de los dos últimos gobiernos; y (d) la "bonanza" petrolera y la manía importadora hicieron aquí de las suyas, y resultó más fácil, en los años ochenta y noventa, importar espectáculos y presentaciones teatrales, durante la época dorada de los festivales internacionales de teatro y del Teresa Carreño a todo trapo, antes que apostar al más lento pero beneficioso desarrollo de las artes escénicas nacionales, que habían alcanzado un grado importante de desarrollo durante los setenta, con los festivales nacionales de teatro, Vimazoluleka, Tu país está feliz, el auge de Rajatabla, etc.
(Originalmente, habíamos pensado incluir aquí algunas consideraciones sobre otros aspectos culturales relativamente formales tales como las artes plásticas, la arquitectura y el urbanismo, y las actividades artesanales, pero, dado, por un lado, que el artículo había quedado ya demasiado extenso, y , por otro, que de pronto detectamos algunas diferencias de naturaleza entre estas expresiones culturales y las ya tratadas en esta entrada, decidimos dejar, alterando el plan original, para un nuevo y próximo artículo, bajo el nuevo subtítulo de "La perspectiva semiformal" (o, si nos decidimos por fin a estrenar el término que hasta ahora hemos usado en casa: "La perspectiva transformal"), que intentaremos justificar, la consideración de esas otras expresiones culturales que pensábamos abordar aquí).
viernes, 17 de septiembre de 2010
Hacia una transformación social piloto en Lara (V): La perspectiva cultural informal
Por cultura entendemos a toda manifestación de lo que es valioso o merece cultivarse o preservarse en la sociedad humana, es decir, todo aquello que nos da una idea acerca de los valores que le dan sentido a la vida en un ámbito determinado, que puede ser desde el individual hasta el global, pasando por instancias tales como la parejal, familiar, grupal, institucional, comunal, sectorial, estadal, regional, nacional o internacional. La cultura, expresión tangible o cuando menos apreciable de las capacidades estructurales culturales, nos permite construir una imagen de los valores prevalecientes en lo recóndito de los los sueños y lóbulos temporales de las mentes humanas, donde subyacen como concreción particular de nuestra identidad general, de todo aquello que define nuestra razón o pasión de ser y le da sentido o norte a nuestras existencias. Los valores son como el sistema interno de señales que ordenan el tráfico de nuestras emociones, o, si se prefiere, como una especie de brújula indicadora del sentido ético de nuestras actuaciones.
Sin mayores pretensiones de rigor, dividiremos nuestras apreciaciones sobre la cultura larense en dos artículos, uno dedicado a las manifestaciones informales o implícitas de la cultura, tales como los valores apreciables a partir de las conductas, la cocina o la religiosidad, y otro, el que seguirá, dedicado a las manifestaciones musicales, artísticas o literarias, y a la educación formal.
Dadas las características heredadas de una larga historia de mestizaje e hibridación cultural o transculturización, auspiciada por la vocación territorial de servir de puente o vínculo con otras regiones, los larenses han acumulado una considerable experiencia en materia de abrirse a otras culturas e intercambiar aportes. Puesto que, aparte de sus relaciones con distintos tipos de guaros (los otros larenses, entre quienes ya hay diferencias y cruzamientos étnicos importantes), mantiene también permanentes y cordiales relaciones con zulianos o maracuchos, andinos o gochos, llaneros, centrales -valencianos, caraqueños, etc.-, falconianos o coreanos, caribeños o costeños, etc., el larense tiende a ser amplio y tolerante con las otras culturas y los puntos de vista ajenos, sin renunciar a los suyos. En Lara, en general, y de manera más concentrada todavía en Carora, se conjuga un fuerte sentimiento de arraigo o de pertenencia al terruño con una disposición a aceptar y acoger a quienes no han nacido en él.
En Lara existen condiciones para hacer aportes de relieve en la lucha por superar las taras de la exclusión, y no es casual que ningún otro político, como Henri Falcón, le haya expresado tan claramente al Presidente que de lo que se trata es de promover la inclusión sin exclusión, cosa que a los fanáticos tanto chavistas como oposicionistas les resulta difícil de entender. No hallo manera de demostrarlo inequívocamente, pero con fuerza intuyo, y lo refuerzo con las vivencias de mi residencia en ese estado y en las relaciones con mis amigos y parientes larenses, que es probable que Lara sea la entidad federal en donde relativamente más se practica lo que, a falta de mejor nombre, llamaré -está bien, provisionalmente- extratolerancia, o sea, la tolerancia o aceptación hacia quienes son realmente distintos a uno, en lugar de la usual intratolerancia, o tolerancia sólo hacia quienes se consideran semejantes y/o más o menos piensan o actúan como uno, incluso si eso se combina con cierta coexistencia pacífica con los otros. Esta extratolerancia, o, si es muy complicado, entonces verdadera tolerancia o tolerancia a secas, es un requisito para avanzar hacia cualquier inclusión que merezca tal nombre, y por tanto hacia la superación de la epidemia de exclusión social que hoy azota a la sociedad venezolana. La tolerancia es una especie de apresto para la inclusión y la democracia real.
En cuanto a los valores relacionados con el trabajo, son muchos los que aseguran, como lo señalamos al inicio de esta subserie sobre Lara, que aquí sobreviven, en mayor grado relativo que en cualquier otra región del país, los que otrora fueron comunes en la Venezuela prepetrolera y prerrentista, es decir aquellos valores que exaltan el esfuerzo creativo y sostenido, la resolución de problemas, la satisfacción de necesidades reales, la agregación de valor a los recursos de la tierra. Tal y como lo ha señalado José Manuel Briceño Guerrero, en su ensayo "El sentido de Carora", que no nos parece abusivo extender, a grandes rasgos, al estado Lara en su conjunto, el secreto de los habitantes de esta tierra es que han crecido "en contra de las inclemencias de la naturaleza y su surgimiento está basado exclusivamente en el trabajo de sus habitantes". Esta condición, en una Venezuela plagada de facilismo y en donde con frecuencia se le rinde culto al éxito obtenido por mecanismos distintos al trabajo y al esfuerzo, es quizás uno de los elementos que con más fuerza nos inducen a pensar en la iniciativa piloto que estamos alentando.
Y si nos parece que los valores relacionados con la inclusión y el trabajo poseen en Lara signos contrarios a los de la exclusión y el facilismo imperantes en la órbita nacional, vemos que los valores relacionados con la solidaridad, en donde nos parece, a nivel nacional, que se apoyan muchas de nuestras mejores esperanzas en favor de un cambio a largo plazo, en Lara estos se expresan con tonos positivamente más intensos.
En un contexto cultural donde la acusación de flojo o haragán es quizás el peor de los insultos que se le puede hacer a alguien, y es usual que ricos y pobres compartan gustos por las mismas comidas, bebidas, canciones, poesías, leyendas, tradiciones, héroes, ídolos, vírgenes, santos, chinchorros, alpargatas..., la innata solidaridad humana pareciera tener todavía, como los tuvo en la Venezuela agrícola anterior a la vorágine petrolera, muchos más espacios para manifestarse. En Lara hemos conocido la comparativamente más centrada en las personas y las relaciones humanas de todas las culturas venezolanas vigentes, o, lo que es equivalente, la menos descentrada en objetos, modas, apariencias y petulancias. Como no podemos demostrarlo con números, valga aducir los testimonios de la permanente disposición al trabajo en equipo en fincas y empresas, en donde los dueños suelen dar el ejemplo de abnegación, creatividad y constancia en el esfuerzo; la perdurabilidad de la amistades larenses, capaces de pasar pruebas de distancias y desavenencias ideológicas y políticas como pocas; el gusto por compartir ratos y disfrutar el echar cuentos, cantar, comer y tomar en grupo, y la disposición a encontrar tiempo para ello; un sentido del humor que no tiende a ridiculizar ni discriminar a nadie, sino que insistentemente propicia la hilaridad a partir de las peripecias y anécdotas presentes y pasadas de los propios coterráneos; la costumbre de cocinar en grandes escalas y repartir comidas entre amigos y vecinos, así como de mantener las puertas de la casa abiertas a largas e inesperadas visitas (aunque esta costumbre está amenazada por la inseguridad en ascenso); la permanente y fuerte propensión a encontrarse en fiestas, toros coleados, partidos de beisbol, procesiones, misas, matrimonios, nacimientos, bautizos, primeras comuniones, cumpleaños, velorios, entierros, con participación de gente de distintas extracciones sociales..., y muchas otras evidencias de elementos de cohesión y solidaridad en los tejidos sociales.
Para cerrar con dos botones vivenciales de muestra, cuento que en una oportunidad falleció en mi casa en Carora, de una violenta bronconeumonía, un adolescente a quien llamábamos "Chico", quien, según el esquema de lo que se llamaban criados de la casa, más que un muchacho de mandados era como un hermano mío de crianza y juegos y apenas un poco mayor. Desde entonces, mis recuerdos de "Chico", cuya muerte fue la primera que experimenté tan cercanamente, se han confundido con lo que fue un prolongado desfile de solidaridad, desde personalidades y ricos del pueblo de todos los pelajes hasta gente humilde de las más variadas procedencias, que por varios días fueron a visitarnos y acompañarnos, y a compartir sinceramente su dolor con el de mi familia y el mío, con lo que mucho me enseñaron acerca del significado y valor de toda vida humana.
El otro es el ejemplo de callada y sostenida solidaridad o amor hacia el prójimo, a mi juicio representativo de la cultura solidaria caroreña, dado por mi abuelo Ricardo Santeliz, en su juventud humilde obrero electricista, jugador de pelota criolla y fundador de Acción Democrática, quien, comenzando con un hogar de fogón de tres topias, techo de caña brava y piso de tierra, decidió dedicar buena parte de su vida a una extraña misión social en favor de los demás pobres. Esta fue la de asegurar que en Carora careciese de sentido la literalmente lapidaria frase de que "fulano es tan pobre que no tiene ni donde caerse muerto", para lo cual creó la Funeraria Auxiliadora mezclada con la Ferretería [y carpintería] Santeliz, en donde puso en práctica toda una amplia gama de "servicios fúnebres", desde las simples y numerosas donaciones de urnas efectuadas a cualquier hora del día o de la noche, y los tradicionales pagos por módicos abonos o cuotas, hasta modalidades complejas tales como la de fabricar los féretros con participación de los propios deudos en los locales de su funeraria-carpintería. También a su muerte, en 1980, después de velado en la casa de su partido AD, resultó que en COPEI y en el Partido Comunista también pidieron tenerlo un rato en su sede, y luego tuvo lugar una manifestación espontánea de duelo, en donde miles de caroreños agradecidos decidieron acompañarlo por las calles en su funeral hasta el cementerio, como tantísimas veces él los había acompañado.
Espero que la atención a algunos otros aspectos singulares de la cultura larense implícita o explícita sirva para reforzar lo dicho.
La cocina es una de las expresiones culturales que más clara idea dan acerca de las relaciones de los pueblos con su territorio, y bien podría proponerse un refrán al estilo de "dime que come un pueblo y te diré cual es su arraigo". Mientras que los pueblos desarraigados o rentistas tienden a cocinar viandas traídas de otras tierras, al extremo de que se ha dicho que el plato "nacional" saudita está hecho en base a un pato importado de Australia, los pueblos centrados en su territorio tienden a alimentarse con materiales consumidos y procedimientos desarrollados in situ por múltiples generaciones, haciendo de su cocina, como tanto lo repitiera nuestro Uslar Pietri, un singular manual de historia.
Al igual que buena parte de la cocina venezolana, cuyo perfil propio, a menudo acrisolado con un intenso sincretismo y cuyo mejor exponente es la hayaca, no han podido desdibujar décadas o tal vez siglos de influencias esporádicas externas, e incluso quizás de manera más intensa, la cocina larense se yergue, a un solo tiempo, como un baluarte del apego a la tierra y a las mejores tradiciones del pasado, y como expresión de apertura a la asimilación armoniosa y creativa de los aportes de distintas culturas.
Baste mencionar, sin ánimos eruditos, sino basándome más que nada en vivencias propias y recuerdos de memoria, el uso cotidiano de la probablemente milenaria e indígena arepa de maíz, no para rellenos ocasionales, sino frecuentemente grande, delgada y tostada en budares -no infrecuentemente de barro-, como pan habitual en todas las comidas, y en forma de migas, añadida a los más diversos platos. El sofrito, suerte de sello distintivo de la cocina nacional, adquiere en Lara una singular policromía al incorporar ajíes, pimentones y onoto de raigambre indoamericana, junto a ajos, cebollas, cebollines y ajoporros traídos tanto por europeos como por africanos, y no pocas veces conservando el uso de la tradicional manteca de cochino, a la española de antaño. El extendido uso del suero -especie de yogurt tradicional indígena- de tapara, y del ají dulce, en combinación con las vernáculas caraotas y quinchonchos, y el aguacate, todos de factura prehispánica, más una amplia variedad de cremas, mantequillas y quesos de vaca y de cabra, incluidos los de taparita, de factura española, o de garbanzos y lentejas, de origen africano. El consumo, relativamente frecuente hasta no hace mucho, aunque con tendencia a escasear en nuestros días, de carne de venado, lapa, báquiro, acure, iguana, pavo, paují, paloma turca y una amplia variedad de especies vertebradas pequeñas disponibles localmente, incluyendo las perdices y hasta las palomitas de Santa Cruz -llamadas maraquitas en el Centro- a las que la mayoría de caraqueños nunca le meterían diente ni con hambre, no pocas veces criadas en los patios traseros, solares o corrales anexos a las casas, o cazadas en los montes cercanos, según la herencia indígena, más la carne de chivo, hasta no hace mucho de oveja y no raramente de pichón o paloma doméstica, de orígenes ibéricos, pero poco asimilados como alimentos en otras regiones del país, más las, esas sí habituales en toda Venezuela, carnes de res, cochino, gallina, conejo, también traídas tempranamente por los conquistadores, mas con el ingrediente peculiar de que en Lara, con mayor frecuencia que en otros lares, estos animales domésticos son criados, y con frecuencia sacrificados, por los mismos que cocinan sus carnes o por conocidos suyos. Los larenses preparan complejos hervidos y mondongos domingueros, con diversas carnes y casi siempre con cochino y un amplio surtido de verduras (tubérculos) de origen diverso (incluidos la papa, el ocumo, la batata y el mapuey autóctonos, el ñame africano y el apio español), yerbas de distintas procedencias, y abundante ahuyama, ají dulce, bicuyes (extraídos de las flores de la cocuiza vernácula) y jorojoros (maíces) de factura autóctona, cuya ingestión pareciera reclamar hamacas o chinchorros criollos a la mano para una merecida siesta. En Lara también se comen, por lo general fuera de las horas de las comidas principales y a manera de meriendas, nutritivas y variadas frutas autóctonas, muchas veces cultivadas en los patios propios, tales como piñas, lechosas, guayabas, nísperos, guanábanas, semerucos, datos, lefarias, buches, guanajos, mamones, cotoperices, ciruelas de huesito, tapatapas, zorroclocos, mameyes, zapotes, anones, etc., y a partir de los cuales se suelen preparar dulces, jaleas, jugos, helados y conservas, más los exóticos (en la acepción botánica del término) limones, naranjas dulces y agrias, granadas, melones, patillas, tamarindos, almendrones, cerezos, cambures, traídos por hispanos y/o africanos, y los mangos (de origen hindú, pero al parecer llegados vía Trinidad, a donde los llevaron los ingleses). En la región se emplean diversos edulcorantes, tales como la miel de abejas, conocida autónomamente (aunque de especies de abejas diferentes) por todas nuestras culturas ancestrales, el azúcar de caña, conocido tanto por africanos como por ibéricos (quienes ya habían tenido contactos entre sí antes de venir a la tierra americana), y, con mayor insistencia que en otras tierras, el papelón de caña, usado en numerosos platos, tanto dulces como salados, así como en una amplia variedad de panes dulces, tortas, acemas y cucas (catalinas), aromatizados con anís y otras especias, junto a otros subproductos de la caña tales como la raspadura, el alfondoque, el alfeñique y la melcocha. Existe, como fue característico de la época colonial venezolana, una gran afición por los dulces criollos, que a veces se preparan para ocasiones especiales, tales como la mazamorra, el manjar blanco y el dulce de leche en Semana Santa. En Lara se prepara, seguramente según tradiciones milenarias, el licor indígena conocido como cocuy -especie de tequila y también hecho a partir de plantas de agave-, así como diversos rones excelentes (elaborados a partir de la caña de azúcar africana), y ahora vinos y sangrías de raíz europea, de prestigio mundial creciente. Es habitual la preparación habitual de charcuterías, fiambres, encurtidos, mojos y ajiceros, para conservar los alimentos, incluyendo los llamados salones (carnes secadas al sol y saladas), las longanizas (especie de chorizos criollos) y el único lomo prensado, especie de plato regional por excelencia. En ninguna otra parte he tomado la bebida refrescante conocida como rebaladera, parecida a la chicha pero menos espesa y aromatizada con agua de flores de azahar, y tampoco he conocido una afición semejante al agua de lluvia, para cuya recolección se lavan los tejados y se preparan tinajas y tinajeros -aparte de que la lluvia misma, de por sí más escasa que en otras regiones, es recibida con un júbilo sin parangón-.
Las bien asentadas tradiciones culinarias larenses no son obstáculo para la constante aceptación de aportes procedentes de otras regiones. No es inusual, por ejemplo, que en una misma casa, incluso en un mismo día o semana, se coman, además de las flacas y anchas arepas locales (actualmente en proceso de reducción de su diámetro debido a las influencias centrales), plátanos o tostones maracuchos, arepas peladas coreanas, arepas gochas de trigo, casabe oriental, pan de trigo caraqueño y cachapas llaneras, y cuidado si una vecina se aparece con unos bollos pelones y otra con casabe o unas empanadas.
En cuanto a los instrumentos de cocina y de mesa, existe una particular predilección por los recipientes y budares de barro, por los fogones de tres topias (piedras grandes para colocar las ollas y afines) y hornos caseros de leña donde se usan maderas locales seleccionadas que le dan sabores especiales a los alimentos, por las piedras y morteros de moler y los pilones, dotados de manos y hechos de troncos de madera, por el uso de taparas y totumas, por las cestas (usadas como recipientes, pero también como cedazos o como exprimidores (sebucanes)), y utensilios diversos de madera, todo ello de ascendencia indígena, a la vez muy semejante a la africana, así como por el empleo de calderos, sartenes y parrillas de hierro, cucharones, espumaderas, lozas y frascos diversos, manteles y cubiertería, de raíz española medieval.
Para terminar, podríamos reseñar la coexistencia de cierta informalidad en cuanto a las horas de comer, probablemente bajo la influencia de la cultura recolectora y cazadora indígena, y, opuestamente, cierta tendencia a hacer de ciertos desayunos y almuerzos, sobre todo, a veces no en el comedor sino en los patios o solares de las casas, ocasiones para la celebración y el encuentro prolongado con familiares y amigos, según el estilo de los tradicionales sancochos criollos. Y no es superfluo añadir que en ninguna otra parte del país hemos visto tan establecido el hábito de no dejar sobras en el plato, incluso cuando no es común preguntarle al comensal o invitado qué o cuanto quiere que le sirvan, pues hasta en ciertos restoranes o pensiones se rechazaba la práctica del menú para escoger (mi abuela paterna, quien tuvo una pensión y era virtuosa del lomo prensado, me contó que a Rómulo Betancourt, cuando andaba construyendo a Acción Democrática por allá por los cuarenta, le costó entender eso, pues pretendía, cuando pasaba por Carora, ir a comer sólo lomo, y entonces ¿qué iba hacer ella con las caraotas y las longanizas sobrantes?...).
Lara posee, junto al Zulia y a Margarita, uno de los tres cultos católicos más enraizados en el alma popular venezolana, todos vinculados a la devoción por una representación femenina de la Virgen María, convertida de hecho en deidad a pesar de la oficial trilogía de la Santísima Trinidad. Las festividades en honor a la Divina Pastora, que se realizan el 14 de enero, día de absoluta fiesta local, constituyen una ocasión para el encuentro de muchos larenses y otros devotos, pues las familias se reúnen previamente para programar sus salidas al encuentro de la procesión que recorre ocho kilómetros, desde Santa Rosa hasta la catedral de Barquisimeto, y aprovechan para renovar vínculos, organizar bautizos y brindis y establecer compadrazgos, formular y cumplir promesas, y distribuirse responsabilidades diversas. Se ha estimado que la más grande concentración humana jamás habida en Venezuela tuvo lugar el 14 de enero de 2005 en Barquisimeto, cuando la procesión de la Virgen Pastora concentró a más de millón y medio de personas.
Independientemente de la veracidad de las muchas leyendas que rodean este culto religioso, así como a los de la Chinita y de la Virgen del Valle, dos hechos parecen haber contribuido decisivamente a arraigarlo. Uno fue la introducción de la imagen de la Divina Pastora en la región, a partir de 1706, a cargo del sacerdote capuchino Bartolomé José de Salazar, quien adoptó la idea que recién había resultado exitosa ante el pueblo ganadero andaluz de Sevilla, España, de una virgen vestida de pastora, que terminó por lograr la aceptación de la rebelde población indígena gayona que se había resistido, muy probablemente debido al papel predominante de una deidad femenina y vinculada a la tierra en su propia religión, a aceptar el rol divino de Jesús, su Padre y/o el Espíritu Santo. El segundo fue la heroica actitud asumida por el sacerdote y político barquisimetano José Macario Yépez quien, ante la terrible epidemia de cólera que azotó al país entre 1854 y 1856, organizó una rogativa en Barquisimeto ante la Divina Pastora el 14 de enero de este último año, y ofreció allí la promesa de su vida si se le permitía ser el último muerto por la peste, lo cual aparente, aunque no exactamente (pues según la opinión de algunos médicos, expresadas en base a estudios realizados en 1917, el sacerdote no murió de esta enfermedad sino de tifus, cuando ya había terminado la epidemia de cólera tres meses atrás) ocurrió el 16 de junio de 1856, fecha en la cual, según la creencia popular, cesó la fatal epidemia en la región.
No nos cabe duda de que, más allá de la justeza de las versiones en torno a los milagros de la Virgen Pastora, el culto, como diría Jung, expresa, en lo profundo del inconsciente colectivo larense, por una parte, una profunda veneración y respeto por la tierra y sus influjos creativos, por el arquetipo del ánima, presente en incontables culturas bajo la forma de diosas, hadas, musas, walkirias, etc., y, por otro, el respeto al héroe, al humano que, a menudo bajo inspiración sobrenatural, es capaz de entregarse sin reservas a una causa colectiva, también presente en prácticamente todas las culturas, en concordancia con el sentimiento de solidaridad a que también hemos aludido. La Divina Pastora es, en el lenguaje de Mircea Eliade, una clásica hierofanía telúrica o ente sagrado femenino que simboliza la tierra y la fertilidad, o también un geosímbolo religioso, según otros autores, como la socióloga venezolana María Matilde Suárez (autora de un interesante trabajo publicado en el tomo 8 de la extraordinaria obra GeoVenezuela, auspiciada por la Fundación Polar).
El otro ente principal de culto religioso católico en la región, San Juan Bautista, el patrono de Carora, también participa de la condición de criatura asociada a los cultos de la tierra, por lo que sus festividades coinciden con el solsticio de verano, el 24 de junio, y con la condición de mártir decapitado e inmolado por su lealtad a la causa cristiana de emancipación frente a los romanos. (También el culto popular venezolano a José Gregorio Hernández se apoya no en su catolicidad, en abstracto, sino en la leyenda, con mucho asidero real, de su inquebrantable vocación de médico al servicio de los humildes).
Opuestamente, por un lado, la Patrona Nacional, la Virgen de la Coromoto, cuyo culto ha querido ser inculcado por arriba mediante iniciativas de la jerarquía eclesiástica y el ejecutivo nacional, sobre todo bajo las influencias de COPEI y del fallecido presidente Caldera, quien en repetidas oportunidades alegó tener "contactos en el otro mundo", y en el que se han invertido gruesas sumas para la construcción de su Santuario en Portuguesa, inaugurado solemnemente en 1996 por el propio papa Juan Pablo II, nunca ha podido ocupar el lugar correspondiente a la Divina Pastora en el alma de al menos una mayoría de venezolanos. Y, por otro lado, una deidad no católica, María Lionza y su gama de cortes, a la cabeza de las creencias espiritistas de los venezolanos, que no pocas veces coexisten, para despecho de todos, con las católicas o protestantes, es también y sin duda una diosa madre que representa lo femenino, terrestre, tierno, sensible, inteligente y fecundo que todos los humanos inevitablemente ansiamos, y los venezolanos necesitamos revalorizar urgentemente.
A la cultura religiosa larense, en síntesis, la encontramos en perfecta armonía con el resto de rasgos culturales que hemos explorado y seguiremos explorando en la próxima entrega.
Sin mayores pretensiones de rigor, dividiremos nuestras apreciaciones sobre la cultura larense en dos artículos, uno dedicado a las manifestaciones informales o implícitas de la cultura, tales como los valores apreciables a partir de las conductas, la cocina o la religiosidad, y otro, el que seguirá, dedicado a las manifestaciones musicales, artísticas o literarias, y a la educación formal.
La cultura larense en general
Dadas las características heredadas de una larga historia de mestizaje e hibridación cultural o transculturización, auspiciada por la vocación territorial de servir de puente o vínculo con otras regiones, los larenses han acumulado una considerable experiencia en materia de abrirse a otras culturas e intercambiar aportes. Puesto que, aparte de sus relaciones con distintos tipos de guaros (los otros larenses, entre quienes ya hay diferencias y cruzamientos étnicos importantes), mantiene también permanentes y cordiales relaciones con zulianos o maracuchos, andinos o gochos, llaneros, centrales -valencianos, caraqueños, etc.-, falconianos o coreanos, caribeños o costeños, etc., el larense tiende a ser amplio y tolerante con las otras culturas y los puntos de vista ajenos, sin renunciar a los suyos. En Lara, en general, y de manera más concentrada todavía en Carora, se conjuga un fuerte sentimiento de arraigo o de pertenencia al terruño con una disposición a aceptar y acoger a quienes no han nacido en él.
En Lara existen condiciones para hacer aportes de relieve en la lucha por superar las taras de la exclusión, y no es casual que ningún otro político, como Henri Falcón, le haya expresado tan claramente al Presidente que de lo que se trata es de promover la inclusión sin exclusión, cosa que a los fanáticos tanto chavistas como oposicionistas les resulta difícil de entender. No hallo manera de demostrarlo inequívocamente, pero con fuerza intuyo, y lo refuerzo con las vivencias de mi residencia en ese estado y en las relaciones con mis amigos y parientes larenses, que es probable que Lara sea la entidad federal en donde relativamente más se practica lo que, a falta de mejor nombre, llamaré -está bien, provisionalmente- extratolerancia, o sea, la tolerancia o aceptación hacia quienes son realmente distintos a uno, en lugar de la usual intratolerancia, o tolerancia sólo hacia quienes se consideran semejantes y/o más o menos piensan o actúan como uno, incluso si eso se combina con cierta coexistencia pacífica con los otros. Esta extratolerancia, o, si es muy complicado, entonces verdadera tolerancia o tolerancia a secas, es un requisito para avanzar hacia cualquier inclusión que merezca tal nombre, y por tanto hacia la superación de la epidemia de exclusión social que hoy azota a la sociedad venezolana. La tolerancia es una especie de apresto para la inclusión y la democracia real.
En cuanto a los valores relacionados con el trabajo, son muchos los que aseguran, como lo señalamos al inicio de esta subserie sobre Lara, que aquí sobreviven, en mayor grado relativo que en cualquier otra región del país, los que otrora fueron comunes en la Venezuela prepetrolera y prerrentista, es decir aquellos valores que exaltan el esfuerzo creativo y sostenido, la resolución de problemas, la satisfacción de necesidades reales, la agregación de valor a los recursos de la tierra. Tal y como lo ha señalado José Manuel Briceño Guerrero, en su ensayo "El sentido de Carora", que no nos parece abusivo extender, a grandes rasgos, al estado Lara en su conjunto, el secreto de los habitantes de esta tierra es que han crecido "en contra de las inclemencias de la naturaleza y su surgimiento está basado exclusivamente en el trabajo de sus habitantes". Esta condición, en una Venezuela plagada de facilismo y en donde con frecuencia se le rinde culto al éxito obtenido por mecanismos distintos al trabajo y al esfuerzo, es quizás uno de los elementos que con más fuerza nos inducen a pensar en la iniciativa piloto que estamos alentando.
Y si nos parece que los valores relacionados con la inclusión y el trabajo poseen en Lara signos contrarios a los de la exclusión y el facilismo imperantes en la órbita nacional, vemos que los valores relacionados con la solidaridad, en donde nos parece, a nivel nacional, que se apoyan muchas de nuestras mejores esperanzas en favor de un cambio a largo plazo, en Lara estos se expresan con tonos positivamente más intensos.
En un contexto cultural donde la acusación de flojo o haragán es quizás el peor de los insultos que se le puede hacer a alguien, y es usual que ricos y pobres compartan gustos por las mismas comidas, bebidas, canciones, poesías, leyendas, tradiciones, héroes, ídolos, vírgenes, santos, chinchorros, alpargatas..., la innata solidaridad humana pareciera tener todavía, como los tuvo en la Venezuela agrícola anterior a la vorágine petrolera, muchos más espacios para manifestarse. En Lara hemos conocido la comparativamente más centrada en las personas y las relaciones humanas de todas las culturas venezolanas vigentes, o, lo que es equivalente, la menos descentrada en objetos, modas, apariencias y petulancias. Como no podemos demostrarlo con números, valga aducir los testimonios de la permanente disposición al trabajo en equipo en fincas y empresas, en donde los dueños suelen dar el ejemplo de abnegación, creatividad y constancia en el esfuerzo; la perdurabilidad de la amistades larenses, capaces de pasar pruebas de distancias y desavenencias ideológicas y políticas como pocas; el gusto por compartir ratos y disfrutar el echar cuentos, cantar, comer y tomar en grupo, y la disposición a encontrar tiempo para ello; un sentido del humor que no tiende a ridiculizar ni discriminar a nadie, sino que insistentemente propicia la hilaridad a partir de las peripecias y anécdotas presentes y pasadas de los propios coterráneos; la costumbre de cocinar en grandes escalas y repartir comidas entre amigos y vecinos, así como de mantener las puertas de la casa abiertas a largas e inesperadas visitas (aunque esta costumbre está amenazada por la inseguridad en ascenso); la permanente y fuerte propensión a encontrarse en fiestas, toros coleados, partidos de beisbol, procesiones, misas, matrimonios, nacimientos, bautizos, primeras comuniones, cumpleaños, velorios, entierros, con participación de gente de distintas extracciones sociales..., y muchas otras evidencias de elementos de cohesión y solidaridad en los tejidos sociales.
Para cerrar con dos botones vivenciales de muestra, cuento que en una oportunidad falleció en mi casa en Carora, de una violenta bronconeumonía, un adolescente a quien llamábamos "Chico", quien, según el esquema de lo que se llamaban criados de la casa, más que un muchacho de mandados era como un hermano mío de crianza y juegos y apenas un poco mayor. Desde entonces, mis recuerdos de "Chico", cuya muerte fue la primera que experimenté tan cercanamente, se han confundido con lo que fue un prolongado desfile de solidaridad, desde personalidades y ricos del pueblo de todos los pelajes hasta gente humilde de las más variadas procedencias, que por varios días fueron a visitarnos y acompañarnos, y a compartir sinceramente su dolor con el de mi familia y el mío, con lo que mucho me enseñaron acerca del significado y valor de toda vida humana.
El otro es el ejemplo de callada y sostenida solidaridad o amor hacia el prójimo, a mi juicio representativo de la cultura solidaria caroreña, dado por mi abuelo Ricardo Santeliz, en su juventud humilde obrero electricista, jugador de pelota criolla y fundador de Acción Democrática, quien, comenzando con un hogar de fogón de tres topias, techo de caña brava y piso de tierra, decidió dedicar buena parte de su vida a una extraña misión social en favor de los demás pobres. Esta fue la de asegurar que en Carora careciese de sentido la literalmente lapidaria frase de que "fulano es tan pobre que no tiene ni donde caerse muerto", para lo cual creó la Funeraria Auxiliadora mezclada con la Ferretería [y carpintería] Santeliz, en donde puso en práctica toda una amplia gama de "servicios fúnebres", desde las simples y numerosas donaciones de urnas efectuadas a cualquier hora del día o de la noche, y los tradicionales pagos por módicos abonos o cuotas, hasta modalidades complejas tales como la de fabricar los féretros con participación de los propios deudos en los locales de su funeraria-carpintería. También a su muerte, en 1980, después de velado en la casa de su partido AD, resultó que en COPEI y en el Partido Comunista también pidieron tenerlo un rato en su sede, y luego tuvo lugar una manifestación espontánea de duelo, en donde miles de caroreños agradecidos decidieron acompañarlo por las calles en su funeral hasta el cementerio, como tantísimas veces él los había acompañado.
Espero que la atención a algunos otros aspectos singulares de la cultura larense implícita o explícita sirva para reforzar lo dicho.
La cocina larense como expresión cultural
La cocina es una de las expresiones culturales que más clara idea dan acerca de las relaciones de los pueblos con su territorio, y bien podría proponerse un refrán al estilo de "dime que come un pueblo y te diré cual es su arraigo". Mientras que los pueblos desarraigados o rentistas tienden a cocinar viandas traídas de otras tierras, al extremo de que se ha dicho que el plato "nacional" saudita está hecho en base a un pato importado de Australia, los pueblos centrados en su territorio tienden a alimentarse con materiales consumidos y procedimientos desarrollados in situ por múltiples generaciones, haciendo de su cocina, como tanto lo repitiera nuestro Uslar Pietri, un singular manual de historia.
Al igual que buena parte de la cocina venezolana, cuyo perfil propio, a menudo acrisolado con un intenso sincretismo y cuyo mejor exponente es la hayaca, no han podido desdibujar décadas o tal vez siglos de influencias esporádicas externas, e incluso quizás de manera más intensa, la cocina larense se yergue, a un solo tiempo, como un baluarte del apego a la tierra y a las mejores tradiciones del pasado, y como expresión de apertura a la asimilación armoniosa y creativa de los aportes de distintas culturas.
Baste mencionar, sin ánimos eruditos, sino basándome más que nada en vivencias propias y recuerdos de memoria, el uso cotidiano de la probablemente milenaria e indígena arepa de maíz, no para rellenos ocasionales, sino frecuentemente grande, delgada y tostada en budares -no infrecuentemente de barro-, como pan habitual en todas las comidas, y en forma de migas, añadida a los más diversos platos. El sofrito, suerte de sello distintivo de la cocina nacional, adquiere en Lara una singular policromía al incorporar ajíes, pimentones y onoto de raigambre indoamericana, junto a ajos, cebollas, cebollines y ajoporros traídos tanto por europeos como por africanos, y no pocas veces conservando el uso de la tradicional manteca de cochino, a la española de antaño. El extendido uso del suero -especie de yogurt tradicional indígena- de tapara, y del ají dulce, en combinación con las vernáculas caraotas y quinchonchos, y el aguacate, todos de factura prehispánica, más una amplia variedad de cremas, mantequillas y quesos de vaca y de cabra, incluidos los de taparita, de factura española, o de garbanzos y lentejas, de origen africano. El consumo, relativamente frecuente hasta no hace mucho, aunque con tendencia a escasear en nuestros días, de carne de venado, lapa, báquiro, acure, iguana, pavo, paují, paloma turca y una amplia variedad de especies vertebradas pequeñas disponibles localmente, incluyendo las perdices y hasta las palomitas de Santa Cruz -llamadas maraquitas en el Centro- a las que la mayoría de caraqueños nunca le meterían diente ni con hambre, no pocas veces criadas en los patios traseros, solares o corrales anexos a las casas, o cazadas en los montes cercanos, según la herencia indígena, más la carne de chivo, hasta no hace mucho de oveja y no raramente de pichón o paloma doméstica, de orígenes ibéricos, pero poco asimilados como alimentos en otras regiones del país, más las, esas sí habituales en toda Venezuela, carnes de res, cochino, gallina, conejo, también traídas tempranamente por los conquistadores, mas con el ingrediente peculiar de que en Lara, con mayor frecuencia que en otros lares, estos animales domésticos son criados, y con frecuencia sacrificados, por los mismos que cocinan sus carnes o por conocidos suyos. Los larenses preparan complejos hervidos y mondongos domingueros, con diversas carnes y casi siempre con cochino y un amplio surtido de verduras (tubérculos) de origen diverso (incluidos la papa, el ocumo, la batata y el mapuey autóctonos, el ñame africano y el apio español), yerbas de distintas procedencias, y abundante ahuyama, ají dulce, bicuyes (extraídos de las flores de la cocuiza vernácula) y jorojoros (maíces) de factura autóctona, cuya ingestión pareciera reclamar hamacas o chinchorros criollos a la mano para una merecida siesta. En Lara también se comen, por lo general fuera de las horas de las comidas principales y a manera de meriendas, nutritivas y variadas frutas autóctonas, muchas veces cultivadas en los patios propios, tales como piñas, lechosas, guayabas, nísperos, guanábanas, semerucos, datos, lefarias, buches, guanajos, mamones, cotoperices, ciruelas de huesito, tapatapas, zorroclocos, mameyes, zapotes, anones, etc., y a partir de los cuales se suelen preparar dulces, jaleas, jugos, helados y conservas, más los exóticos (en la acepción botánica del término) limones, naranjas dulces y agrias, granadas, melones, patillas, tamarindos, almendrones, cerezos, cambures, traídos por hispanos y/o africanos, y los mangos (de origen hindú, pero al parecer llegados vía Trinidad, a donde los llevaron los ingleses). En la región se emplean diversos edulcorantes, tales como la miel de abejas, conocida autónomamente (aunque de especies de abejas diferentes) por todas nuestras culturas ancestrales, el azúcar de caña, conocido tanto por africanos como por ibéricos (quienes ya habían tenido contactos entre sí antes de venir a la tierra americana), y, con mayor insistencia que en otras tierras, el papelón de caña, usado en numerosos platos, tanto dulces como salados, así como en una amplia variedad de panes dulces, tortas, acemas y cucas (catalinas), aromatizados con anís y otras especias, junto a otros subproductos de la caña tales como la raspadura, el alfondoque, el alfeñique y la melcocha. Existe, como fue característico de la época colonial venezolana, una gran afición por los dulces criollos, que a veces se preparan para ocasiones especiales, tales como la mazamorra, el manjar blanco y el dulce de leche en Semana Santa. En Lara se prepara, seguramente según tradiciones milenarias, el licor indígena conocido como cocuy -especie de tequila y también hecho a partir de plantas de agave-, así como diversos rones excelentes (elaborados a partir de la caña de azúcar africana), y ahora vinos y sangrías de raíz europea, de prestigio mundial creciente. Es habitual la preparación habitual de charcuterías, fiambres, encurtidos, mojos y ajiceros, para conservar los alimentos, incluyendo los llamados salones (carnes secadas al sol y saladas), las longanizas (especie de chorizos criollos) y el único lomo prensado, especie de plato regional por excelencia. En ninguna otra parte he tomado la bebida refrescante conocida como rebaladera, parecida a la chicha pero menos espesa y aromatizada con agua de flores de azahar, y tampoco he conocido una afición semejante al agua de lluvia, para cuya recolección se lavan los tejados y se preparan tinajas y tinajeros -aparte de que la lluvia misma, de por sí más escasa que en otras regiones, es recibida con un júbilo sin parangón-.
Las bien asentadas tradiciones culinarias larenses no son obstáculo para la constante aceptación de aportes procedentes de otras regiones. No es inusual, por ejemplo, que en una misma casa, incluso en un mismo día o semana, se coman, además de las flacas y anchas arepas locales (actualmente en proceso de reducción de su diámetro debido a las influencias centrales), plátanos o tostones maracuchos, arepas peladas coreanas, arepas gochas de trigo, casabe oriental, pan de trigo caraqueño y cachapas llaneras, y cuidado si una vecina se aparece con unos bollos pelones y otra con casabe o unas empanadas.
En cuanto a los instrumentos de cocina y de mesa, existe una particular predilección por los recipientes y budares de barro, por los fogones de tres topias (piedras grandes para colocar las ollas y afines) y hornos caseros de leña donde se usan maderas locales seleccionadas que le dan sabores especiales a los alimentos, por las piedras y morteros de moler y los pilones, dotados de manos y hechos de troncos de madera, por el uso de taparas y totumas, por las cestas (usadas como recipientes, pero también como cedazos o como exprimidores (sebucanes)), y utensilios diversos de madera, todo ello de ascendencia indígena, a la vez muy semejante a la africana, así como por el empleo de calderos, sartenes y parrillas de hierro, cucharones, espumaderas, lozas y frascos diversos, manteles y cubiertería, de raíz española medieval.
Para terminar, podríamos reseñar la coexistencia de cierta informalidad en cuanto a las horas de comer, probablemente bajo la influencia de la cultura recolectora y cazadora indígena, y, opuestamente, cierta tendencia a hacer de ciertos desayunos y almuerzos, sobre todo, a veces no en el comedor sino en los patios o solares de las casas, ocasiones para la celebración y el encuentro prolongado con familiares y amigos, según el estilo de los tradicionales sancochos criollos. Y no es superfluo añadir que en ninguna otra parte del país hemos visto tan establecido el hábito de no dejar sobras en el plato, incluso cuando no es común preguntarle al comensal o invitado qué o cuanto quiere que le sirvan, pues hasta en ciertos restoranes o pensiones se rechazaba la práctica del menú para escoger (mi abuela paterna, quien tuvo una pensión y era virtuosa del lomo prensado, me contó que a Rómulo Betancourt, cuando andaba construyendo a Acción Democrática por allá por los cuarenta, le costó entender eso, pues pretendía, cuando pasaba por Carora, ir a comer sólo lomo, y entonces ¿qué iba hacer ella con las caraotas y las longanizas sobrantes?...).
¿Qué hay en el fondo de la religiosidad larense?
Lara posee, junto al Zulia y a Margarita, uno de los tres cultos católicos más enraizados en el alma popular venezolana, todos vinculados a la devoción por una representación femenina de la Virgen María, convertida de hecho en deidad a pesar de la oficial trilogía de la Santísima Trinidad. Las festividades en honor a la Divina Pastora, que se realizan el 14 de enero, día de absoluta fiesta local, constituyen una ocasión para el encuentro de muchos larenses y otros devotos, pues las familias se reúnen previamente para programar sus salidas al encuentro de la procesión que recorre ocho kilómetros, desde Santa Rosa hasta la catedral de Barquisimeto, y aprovechan para renovar vínculos, organizar bautizos y brindis y establecer compadrazgos, formular y cumplir promesas, y distribuirse responsabilidades diversas. Se ha estimado que la más grande concentración humana jamás habida en Venezuela tuvo lugar el 14 de enero de 2005 en Barquisimeto, cuando la procesión de la Virgen Pastora concentró a más de millón y medio de personas.
Independientemente de la veracidad de las muchas leyendas que rodean este culto religioso, así como a los de la Chinita y de la Virgen del Valle, dos hechos parecen haber contribuido decisivamente a arraigarlo. Uno fue la introducción de la imagen de la Divina Pastora en la región, a partir de 1706, a cargo del sacerdote capuchino Bartolomé José de Salazar, quien adoptó la idea que recién había resultado exitosa ante el pueblo ganadero andaluz de Sevilla, España, de una virgen vestida de pastora, que terminó por lograr la aceptación de la rebelde población indígena gayona que se había resistido, muy probablemente debido al papel predominante de una deidad femenina y vinculada a la tierra en su propia religión, a aceptar el rol divino de Jesús, su Padre y/o el Espíritu Santo. El segundo fue la heroica actitud asumida por el sacerdote y político barquisimetano José Macario Yépez quien, ante la terrible epidemia de cólera que azotó al país entre 1854 y 1856, organizó una rogativa en Barquisimeto ante la Divina Pastora el 14 de enero de este último año, y ofreció allí la promesa de su vida si se le permitía ser el último muerto por la peste, lo cual aparente, aunque no exactamente (pues según la opinión de algunos médicos, expresadas en base a estudios realizados en 1917, el sacerdote no murió de esta enfermedad sino de tifus, cuando ya había terminado la epidemia de cólera tres meses atrás) ocurrió el 16 de junio de 1856, fecha en la cual, según la creencia popular, cesó la fatal epidemia en la región.
No nos cabe duda de que, más allá de la justeza de las versiones en torno a los milagros de la Virgen Pastora, el culto, como diría Jung, expresa, en lo profundo del inconsciente colectivo larense, por una parte, una profunda veneración y respeto por la tierra y sus influjos creativos, por el arquetipo del ánima, presente en incontables culturas bajo la forma de diosas, hadas, musas, walkirias, etc., y, por otro, el respeto al héroe, al humano que, a menudo bajo inspiración sobrenatural, es capaz de entregarse sin reservas a una causa colectiva, también presente en prácticamente todas las culturas, en concordancia con el sentimiento de solidaridad a que también hemos aludido. La Divina Pastora es, en el lenguaje de Mircea Eliade, una clásica hierofanía telúrica o ente sagrado femenino que simboliza la tierra y la fertilidad, o también un geosímbolo religioso, según otros autores, como la socióloga venezolana María Matilde Suárez (autora de un interesante trabajo publicado en el tomo 8 de la extraordinaria obra GeoVenezuela, auspiciada por la Fundación Polar).
El otro ente principal de culto religioso católico en la región, San Juan Bautista, el patrono de Carora, también participa de la condición de criatura asociada a los cultos de la tierra, por lo que sus festividades coinciden con el solsticio de verano, el 24 de junio, y con la condición de mártir decapitado e inmolado por su lealtad a la causa cristiana de emancipación frente a los romanos. (También el culto popular venezolano a José Gregorio Hernández se apoya no en su catolicidad, en abstracto, sino en la leyenda, con mucho asidero real, de su inquebrantable vocación de médico al servicio de los humildes).
Opuestamente, por un lado, la Patrona Nacional, la Virgen de la Coromoto, cuyo culto ha querido ser inculcado por arriba mediante iniciativas de la jerarquía eclesiástica y el ejecutivo nacional, sobre todo bajo las influencias de COPEI y del fallecido presidente Caldera, quien en repetidas oportunidades alegó tener "contactos en el otro mundo", y en el que se han invertido gruesas sumas para la construcción de su Santuario en Portuguesa, inaugurado solemnemente en 1996 por el propio papa Juan Pablo II, nunca ha podido ocupar el lugar correspondiente a la Divina Pastora en el alma de al menos una mayoría de venezolanos. Y, por otro lado, una deidad no católica, María Lionza y su gama de cortes, a la cabeza de las creencias espiritistas de los venezolanos, que no pocas veces coexisten, para despecho de todos, con las católicas o protestantes, es también y sin duda una diosa madre que representa lo femenino, terrestre, tierno, sensible, inteligente y fecundo que todos los humanos inevitablemente ansiamos, y los venezolanos necesitamos revalorizar urgentemente.
A la cultura religiosa larense, en síntesis, la encontramos en perfecta armonía con el resto de rasgos culturales que hemos explorado y seguiremos explorando en la próxima entrega.
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