viernes, 24 de septiembre de 2010

Hacia una transformación social piloto en Lara (VII): La perspectiva cultural transformal

Perdón, perdón, perdón a los lectores, por la interrupción en la salida regular de los artículos. Esto del enfoque transdisciplinario que estamos empeñados en usar, que intenta conjugar el análisis y la comprensión conceptual centrados en los problemas, con la acción y la práctica transformadora para buscarles solución, se dice fácil -como se decía siempre aquí y ahora repite cierta propaganda oficial- pero a veces se hace sumamente difícil, sobre todo cuando se actúa con las uñas y se carece de recursos y de ingresos regulares para disponer del tiempo demandado por tamañas aspiraciones, y en un país plagado de ineficiencias, colas, derrumbes, incomunicaciones, apagones, sectarismos, epidemias y calamidades sucedáneas. En una frase, repetidos viajes al estado Lara y a muchos de sus rincones más apartados, sin Internet y hasta sin CANTV, para hacer contacto directo con los futuros protagonistas del drama, han hecho difícil la tarea de completar la serie prototípica iniciada sobre la realidad larense.

Pero el cariño sigue aquí, ya llevamos más de 140 artículos publicados, la inmensa mayoría de ellos con absoluta vigencia, puesto que para nada se refieren a cuestiones del día a día (por lo cual invitamos a los lectores a revisarlos, según sus preferencias y con ayuda de las etiquetas de la columna de al lado), a la vez que confiamos en agarrarnos pronto un fin de semana completo para el blog y publicar de un sólo golpe cerca de una docena de artículos que ya tenemos adelantados. También cumplimos con participarle a nuestros cibervisitantes que, luego de esta entrega, haremos una interrupción de la serie larense para ocuparnos, por su obvia importancia pero también para curarnos en salud ante quienes ya deben estar pensando que les estamos escurriendo el bulto, de analizar los resultados de las recientes elecciones parlamentarias venezolanas.

Para retomar el hilo, algo importante sobre el concepto mismo de cultura

Desde el punto de vista académico, dos son las disciplinas, cada una con su batería de autoridades, que se disputan las últimas palabras en materia de cultura: la antropología, para quien la cultura comprende todo el sistema de creencias y valores característico de una sociedad, más toda la trama de relaciones e instituciones sociales que le dan soporte a estas creencias y valores; y la sociología, que ve a la cultura como una instancia diferenciada dentro de la estructura social, distinta de, por ejemplo, la económica o la política. Distantes de cualquier intención de faltarle el respeto a doctos académicos como Kroeber, Malinowski y otros, de la escuela antropológica, o a Radcliffe-Brown, Parsons y compañía, de la sociológica, en mis tal vez limitadas reflexiones sobre este importante asunto, siempre hechas, repito, desde una perspectiva no académica o disciplinaria sino transdisciplinaria o centrada en los problemas, he terminado por inclinarme ligeramente en favor del punto de vista de la segunda escuela, la sociológica, puesto que considero a las capacidades culturales como distintas de las productivas, las políticas, etcétera. Solo que con, al menos, dos gruesos bemoles, probablemente derivados de cierta formación parcialmente marxista e inclusive fotográfica, aunque afortunadamente autodidacta y no catequística, que seguramente no le harán gracia a los sociólogos académicos y quizás hasta provoquen sonrisas de satisfacción en más de un antropólogo de oficio.

Uno consiste en hacer lecturas de la sociedad toda desde el punto de vista cultural, al estilo antropológico, considerando a las instituciones y prácticas sociales diversas como simultáneamente productos y asideros de la cultura; y el otro en no renunciar, lo que seguramente parecerá sacrílego a los marxistas sovietosos y su populares afines latinoamericanos y cubanos, con su piedra filosofal de la lucha de clases, al empleo, para ciertas consideraciones de carácter general, no sólo a la perspectiva antropológica o humana, sino inclusive a las perspectivas biológica, química o física. Estas perspectivas suelen ser, para mí, como los lentes o filtros de una cámara fotográfica, es decir, que las escojo en función de las circunstancias y de los aspectos de la visión de la realidad que deseo resaltar, sin posturas excluyentes de ningún tipo. La realidad, así, termina por no ser ni objetiva ni subjetiva, ni granangular ni teleobjetiva, sino una sola y que me incluye, sólo que, dependiendo de lo que esté haciendo, pensando o sintiendo, y sobre todo de los problemas que esté examinando y del momento en que lo hago, la abordo de diferentes maneras o con diferentes ópticas.

O sea que, en dos platos, en el fondo no considero excluyentes a los dos enfoques académicos mencionados sobre la cultura, sino que empleo ambos de acuerdo a las circunstancias: el antropológico sobre todo a la hora de comprender en profundidad los problemas culturales, en las primeras fases del análisis y la resolución de problemas relacionados con la cultura, o en sus evaluaciones finales, y el sociológico durante la búsqueda de soluciones y respuestas, o el trazado de directrices, concretas a los problemas planteados.

Todo esto viene a cuento porque deseo llamar la atención sobre el probable valor metodológico del enfoque sobre la realidad larense que estamos adelantando, y a la vez clamar paciencia para quienes ya deben estar madurando la tesis de que ocuparme de Lara es mi nueva manera de evadirme del único núcleo duro de la realidad que admiten... Me siento, entonces, obligado a insistir en que, en el mejor de los casos, nada, absolutamente nada de lo que hagamos en política tiene valor alguno si no se inscribe en una perspectiva de avance en una dirección cultural acertada, es decir, ética, axiológica o relacionada con los valores humanos fundamentales en juego, consistentes con nuestra identidad humana profunda, que por lo tanto estamos obligados a estudiar con toda la intensidad de que seamos capaces. Y decía que eso es en el mejor de los casos, porque en los otros, en los peores, que han constituido la inmensa mayoría de todo lo que se ha hecho políticamente en nuestro país en siglos -con solo dos grandes, aunque honrosas excepciones, una en la gesta independentista, por veinte años a partir de 1810, y la otra en la gesta democratizante, por no más de treinta años, con severas interrupciones e incongruencias, a partir de la muerte de Gómez en 1935-, no sólo la acción política ha carecido, por lo general, de valor, sino que lo ha tenido negativo, es decir, que ha arrojado resultados que luego tendrán que ser desandados.

¿De qué le sirvió al país, en el balance y por ejemplo, el siglo de caudillismo que sucedió a la restauración latifundista y esclavista y la expulsión o aplastamiento de la generación patriótica? ¿Para qué fueron históricamente útiles el paecismo o el guzmancismo, o el castrismo o el gomecismo o el perezjimenismo? O ¿qué nos quedó del período de derroche de los años de la bonanza de los setenta? ¿Para qué fue útil el lusinchismo y el cuasi reinado de su entonces popular amante? ¿Cuál fue la resultante positiva de las dos gestiones de Caldera o de Pérez? ¿Qué le va a quedar de bueno a nuestro país cuando termine de derrumbarse la actual ola de personalismo, autoritarismo, ineficiencia, adulación, parasitismo, derroche, arribismo, centralismo...? ¿Es que acaso trescientos años de pasividad y doscientos de improvisación no nos bastan para entender que la política requiere de una direccionalidad ética en concordancia con una práctica relevante de atención a necesidades concretas?

¿Qué entendemos por cultura transformal?

Bueno, de repente se nos pasó la mano en las consideraciones introductorias, y para colmo nos queda otra por hacer, cual es la de que, sobre la marcha, decidimos incorporar a nuestras exposiciones blogueras el estreno mundial [¡Ejem!... No vayan a creer que se trata de cobas pedantescas, pues es absolutamente cierto que este cuchitril mediático tiene ciberseguidores en todos los hemisferios de este planeta, tanto en sentido latitudinal, norte y sur, como longitudinal, este y oeste...] de una tesis en la que venimos trabajando desde hace tiempo, cual es la de distinguir, para todas las estructuras e instancias sociales, y entre sus componentes o subdimensiones, los elementos formales, es decir, bien establecidos, explícitos o institucionalizados; los elementos informales, vale significar, aquellos muy poco estructurados, incipientes, implícitos, excluidos o marginalizados; y los elementos a los que proponemos llamar transformales, consistentes en todos aquellos elementos en proceso de estructuración creciente o en busca de institucionalización, por lo general vinculados a la existencia de liderazgos, esfuerzos pioneros, grupos críticos, movimientos de base, etc., que apuntan hacia la conformación de nuevas instituciones y elementos formales como superación o reemplazo creativo de los existentes.

Esta distinción nos conduce entonces, por ejemplo, en el caso de la economía, a añadirle, a la clásica distinción entre la economía formal y la formal, una economía transformal, consistente en todo el cúmulo de esfuerzos, racionalidades, iniciativas, organizaciones y prácticas productivas, etc., que apuntan hacia la creación y establecimiento de nuevos patrones productivos, como alternativa tanto a patrones establecidos de producción formal como a los informales o marginalizados. En materia de medios de comunicación, por ejemplo, tendríamos a los medios formales: prensa, televisión, radio, etc., establecidos; a los medios informales: conversaciones cotidianas, rumores, bolas, chismes, etc.; y a los transformales, que, sin llegar a medios formales tampoco encajan bien en el rubro de los informales, puesto que a menudo cuentan con orientaciones, filosofías, objetivos, canales explícitos, etc., y, en el caso de los más pretenciosos -como este blog-, hasta con epistemologías, enfoques, temáticas, problemáticas, teorías originales y yerbas afines. En el caso de la educación, que revisaremos, para el caso larense, dentro de poco, tenemos la educación formal, académica o conducente a títulos, la educación informal, la que se adquiere en la vida, en la calle, en las relaciones informales con padres, parientes, compañeras, amigos, etc., y la educación transformal, constituida por todo el universo de programas formativos en comunidades, empresas, clubes, grupos diversos y hasta familias, que no encajan bien dentro de los dos rubros mencionados, pues no conducen a títulos y a veces ni siquiera a certificados o acreditaciones, pero que a menudo cuentan con diseños curriculares explícitos y no pocas veces incluso mucho más elaborados y precisos que los currículos académicos. Para estas últimas concepciones y prácticas educativas se ha propuesto la denominación de educación no formal, que aquí hasta ahora habíamos llamado, algo a regañadientes, semiformal (considerando opciones como 'cuasiformal', 'protoformal', 'paraformal' y otras), pero que desde ahora identificaremos con el nuevo vocablo que le proponemos al mundo. De la misma manera podríamos hablar de una política formal, comúnmente llamada escena política, con sus partidos, sus diputados, elecciones legales, funcionarios electos o candidatos, etc.; de una política informal, la de los debates y acciones en calles, auditorios, cafetines, comedores, salas de recibo, etc.; y de una política transformal, la de los movimientos de base, los documentos de base, los grupos ecológicos, femeninos, estudiantiles, culturales, artísticos, deportivos, etc., que, sin actuar en la escena política, piensan y actúan mucho más allá de los meros ámbitos espontáneos.

Y así llegamos, por fin, a la distinción entre cultura formal, la establecida, explícita y generalmente expuesta por intelectuales y creadores harto conocidos y capaces de interpretar ciertas dimensiones del sentir colectivo; la informal, en donde hemos incorporado, en el caso larense, manifestaciones tales como las conductuales cotidianas, las religiosas o las culinarias, muy poco estructuradas o explícitas o institucionalizadas; y la cultura transformal, que revisaremos a continuación, en donde distinguiremos, por ejemplo, aspectos tales como las creaciones plásticas, arquitectónicas, urbanísticas o deportivas, que, sin llegar todavía al grado de representación explícita de los valores sociales que alcanzan los escritores o músicos con arraigo popular, apuntan a significados que van mucho más allá de los valores fuertemente implícitos en la cocina o la religión. [Perdonen, los lectores apurados, estas aparentes digresiones que, sin embargo, a nuestro entender, tocan, aunque de otra manera, más abstracta, el meollo de lo que deseamos expresar en torno a la cultura larense].

¿Acaso quieren comunicarnos algo los artistas y artesanos plásticos larenses?

Después de hurgar en papeles, fichas y pantallas diversos, así como en nuestra memoria de recuerdos, vivencias y visitas, estábamos ya lindando con el desconsuelo al no encontrar museos, galerías, salones o exposiciones importantes que nos brindaran las claves de una plástica larense, cuando, de repente, al observar una imagen de un cuadro de Rafael Monasterios, nos percatamos de que tenía una estética muy semejante a la de un cuadro de no sé que pintor larense popular que por décadas ha estado colgado en nuestra casa materna, y también a muchos otros que hemos visto en otras tantas casas larenses que hemos visitado, y se nos prendió el bombillo.

Nos paseamos entonces, de memoria, por las paredes de casas conocidas de larenses y, sobre todo, caroreños, y también de restoranes, bodegas, bares y otros sitios públicos, y descubrimos nada menos que una plástica singular, una estética de calles, caminos y muros amarillentos o blanquecinos y castigados por fuertes resolanas; de verdes pálidos de cardones, tunas y árboles espinosos de zonas secas, siempre como a la defensa de sus humedades interiores; de ruinas de iglesias y construcciones de la época colonial, representativas, hasta con cierta desolación, de los distintos pueblos, y también de muchachos descalzos, y gente humilde, a menudo en faenas trabajadoras. Y cuando, ya más claros, buscamos primero en nuestra biblioteca, y luego aprovechamos para hacerle una revisita a la Galería de Arte Nacional -que está de reestreno en la Avenida Universidad, con más espacios y colecciones desplegadas que nunca, lo cual se le debe, aunque sea parcialmente, y a riesgo de que vuelvan a llover ciberpiedras por estos lares virtuales, a la gestión del actual gobierno y en particular de su Ministro de la Cultura, el impopular y por tantos odiado Farruco-, nos quedó claro que toda esta plástica tiene por referencia principal al que quizás sea, o por lo menos lo es en mi discreta opinión (aunque con no poco respaldo de críticos notables como Juan Calzadilla y Alfredo Boulton...), el más importante, seguido de Manuel Cabré, de todos nuestros pintores paisajistas, o sea, el mismo Rafael Monasterios.

Durante cincuenta y buen pico de años, tras fugaces escarceos en la escuela de primeras letras, y como monaguillo, discípulo del presbítero Juan Pablo Wohnsiedler y también del pintor larense Eliécer Ugel, luego montonero enfrentado al gobierno de Cipriano Castro, y a duras penas sobreviviente de la miseria que lo embargó a la temprana muerte de su padre y de un paludismo que contrajo en los días de la refriega contra El Cabito, Monasterios se consagró, a partir de 1906, cuando contaba 22 años, a la empresa de interpretar y expresar lo que sentía ante los paisajes venezolanos y, sobre todo, larenses, con notables resultados lamentablemente poco conocidos por demasiados compatriotas e incluso compatriotas chicos, que intuimos fuertemente tras la singular estética arriba comentada.

De Monasterios, en su obra homónima, ha dicho Alfredo Boulton -quien, junto a Juan Calzadilla, suele ser considerado su principal crítico- que "...fue hombre de una alta finura visual, con lo que daba a sus obras, con mucha mayor frecuencia, mayor belleza y atracción de lo que tenía la propia belleza del paisaje [para lo cual, y a manera de prueba de su aserto, se muestran distintas fotografías de dichos paisajes]", y que las obras más sobresalientes de su temática son "...nuestras pobres calles de pueblos, de casas, serranías, destartalados patios, pequeñas capillas y anchos campos llenos de luz; lugares todos estos donde él halló la mejor razón de su vivir, y que dijo con un encantador vocabulario como ningún otro pintor en nuestro país logró hacerlo con tanto talento...". Y, más adelante, asegura que "la pintura de Monasterios se identifica con lo que ya no volveremos a ser. Aparte de todos los grandes méritos artísticos que ella comporta, sus lienzos son documentos textuales, visuales y testimoniales de cómo un país se transformó en menos de 50 años. En lo que fue y en lo que hoy es. Su obra tiene el mérito, entre muchos otros, de ser la historia y el relato pictórico de Venezuela".

Lo único, aunque de calibre grueso, que, sin embargo, objetamos a los elocuentes comentarios del erudito Boulton, es que, por un lado, no vemos a Monasterios como alguien que buscaba dar a la realidad mayor belleza que la que tenía, y ni siquiera como un buscador de bellezas, sino como un intérprete, afanado antes que nada en expresar y comunicar sus propios sentimientos ante esa realidad, independientemente de su belleza, hasta el punto de transformar la mirada de los venezolanos, y particularmente de los larenses, hacia su propia tierra y su gente trabajadora y humilde, un poco en la onda de lo que Van Gogh logró con las tierras del sur de Francia, a las que la humanidad nunca podrá volver con los ojos anteriores a sus lienzos. Lo que afirmamos, en síntesis, es que, mención aparte de esteticismos y corrientes pictóricas, lo que nos legó Monasterios con sus imágenes fue una inducción a los sentimientos de arraigo por la tierra y de amor a sus pobladores y a su pasado, que, al menos desde entonces, los larenses llevamos en nuestros corazones y, por si acaso, nos cuidamos de recordar colgando, salvo que seamos de los privilegiados con derecho a originales de Monasterios, en réplicas, imitaciones y bocetos en nuestras casas y lugares públicos.

Y, la otra observación, es que de ninguna manera vemos la pintura de Monasterios, sobre todo a través de la media docena de lienzos colgados en la Galería de Arte Nacional, a la cual no terminan de ser fieles las litografías de las obras de Boulton y -aunque mejores- Calzadilla, como una documentación del pasado, y mucho menos con rasgos "textuales, visuales y testimoniales", sino como una evocación exaltada de la esencia de lo que somos y que mil capas de hojarascas y aspavientos importadores no pueden ni podrán ocultar: un país de gente sencilla, cálida, tropical, pacífica, paciente, trabajadora si se nos dan las oportunidades, y conversadora, amorosa y ociosa -en el buen sentido- con o sin éstas. Lejos de entender la obra de Monasterios -o la de Van Gogh, en el caso aquél- como una reliquia del pasado, la entendemos como un grito que nos invita a despertar de nuestro falso presente y a construir un futuro acorde con nuestra verdadera identidad y cultura.

Y es por todo esto, o sea, si tuviese sentido todo lo que estamos planteando, que hemos creído ver en la plástica larense inspirada en Monasterios una muestra de lo que estamos llamando cultura transformal, es decir, expresiones culturales profundas de nuestra identidad y de nuestras pasiones y razones de ser, producto de esfuerzos interpretativos de nuestros más grandes artistas y creadores, que, sin embargo, todavía permanecen parcialmente soterradas e implícitas y poco reconocidas por nuestro pueblo que, en definitiva, es como si todavía no tuviese conciencia del porqué de su empeño en colgar en sus paredes pinturas según el estilo de Rafael Monasterios. (Ojo: la pintura de al lado, de indudable influencia monasteriana, no es de éste sino de... ¡Juan Martínez, el mismo fundador de la primera orquesta infantil del país!...).

Muy brevemente: ¿y qué nos revela la arquitectura larense?

Para no repetir el esquema del análisis anterior, corriendo el riesgo de eventuales ataques expertos, y por aquello de que nos se nos haga tan extenso el artículo, iremos directamente al grano: apreciamos en la arquitectura larense, expresión híbrida de la arquitectura colonial y de la prehispánica, los siguientes rasgos esenciales: búsqueda de un contrapeso de altos techos y paredes, sombrío, fresco e invitador al calor humano, frente al calor solar y la inclemente aridez externa; uso de frisos blancos y de colores claros en paredes y muros, reflectantes del sol y sus duras radiaciones, en combinación con una honda devoción por los pasillos, corredores, plantas, flores y colores vivos en los patios internos y solares, al punto de que muchos nunca imaginarían la profusión de helechos y otra plantas de sombra, en tinajeros y macramés, que pueblan los patios y corredores internos larenses; uso de paredes gruesas de tierra apisonada, con armazones o encofrados de resistentes maderas locales y recubiertas con tortas de bahareque hechas de arcillas y pajas seleccionadas, con el doble propósito de aportar frescura y resistir inclemencias diversas, incluyendo eventuales inundaciones -en cuyo caso es a los frisos o tortas a los que con frecuencia les toca resistir, hasta ser repuestos o renovados cuando bajan las aguas-; amplia profusión de solares anexos, en donde se cultivan o crían, según la usanza indígena del conuco, extensos conjuntos de plantas y animales, tanto con fines alimentarios, como de obtención de medicinas, fibras y otros tejidos y materiales, lo cual le da a gran número de viviendas un propósito de infraestructuras tanto para el consumo como para la producción; uso generalizado de materiales disponibles localmente, tales como arcillas, piedras, maderas, fibras vegetales diversas, lo cual hace sustentables las creaciones arquitectónicas; y, en general, una permanente y arraigada vocación de convivencia armoniosa con el exigente y para muchos inhóspito entorno natural árido-tropical.

El diseño típico de los pueblos, con sus acogedoras plazas con múltiples árboles frondosos y de sombra, tiende a reproducir, por decirlo de algún modo, la anatomía de las viviendas: las plazas vienen a ser al pueblo entero lo que los patios a las casas individuales, es decir, lugares para el encuentro y la convivencia, al estilo de lo que nuestro Carlos Raúl Villanueva -véanse de cerca sus obras y, sobre todo la Universidad Central y los edificios de la urbanización El Silencio, con su profusión de jardines, patios, pasillos y rincones acogedores- y también nuestro Fruto Vivas, con sus casas y otras edifica- ciones -por ejemplo, y sobre todo, el hotel El Moruco, en Mérida- maximizadores de los espacios sociales y para el esparcimiento, en las antípodas de nuestros modernísimos edificios de apartamentos modelo pajarera y nuestros novísimos estilos carcelarios, en donde, en nombre de la lucha contra la inseguridad, en buena medida desatada por la misma racionalidad mezquina y excluyente que promueve esta misma seudoarquitectura, nunca termina de saberse si las rejas, alambrados, cercos eléctricos y garitas son para que no entren los delincuentes o para que no se salgan los moradores. Pero claro, en un país tropical, amplio, despoblado y con valiosas tradiciones arquitectónicas y urbanísticas, con logros y figuras descollantes en cualquier panorama serio de la arquitectura mundial, a nuestros cerebros del espacio no se les pudo ocurrir nada mejor que adoptar, como el estándar urbano nacional, el estilo de una región templada, estrecha, sobrepoblada y ultracosmopolita como la isla de Manhattan y su prurito de hacinar la gente en nombre de los grandes negocios y la fantasía de quien pretende rascar los cielos.

En la arquitectura larense, incluso en sus versiones más modestas y rurales, vemos la puesta en escena de un afán de adaptación sustentable a la realidad de nuestro entorno tropical y las claves fundamentales para la búsqueda de soluciones a nuestro terrible problema viviendario y de inseguridad social. Nuestros suburbios miserables, en donde habitan buena parte de nuestros delincuentes de baja ralea, no son otra cosa que el resultado del fracaso de una urbanización forzada por el rentismo petrolero, la avaricia y el facilismo mercantilista y el abandono del apego a la tierra y a la sencillez del trabajo. Sabemos, incluso, de creadores locales, como el arquitecto Luis López, que han desarrollado, a partir del estudio de las artesanías constructivas populares, basadas en el apisonamiento de tierra y el uso del bahareque, sistemas constructivos novedosos, sencillos, de bajo costo y accesibles para ser dominados por vastos sectores de la población, con los que, en muy pocos años, se podrían resolver los problemas de la vivienda, de la exclusión espacial y de la despoblación del territorio, con avances decisivos en la ruta de superar la inseguridad mediorientesca que sufrimos; pero ¡qué va!, antes que eso intentaremos, después de la misteriosa desaparición de más de medio millón de ejemplares de la Enciclopedia Bolivariana del Constructor y el Hábitat Popular -en catorce fascículos, basada en las técnicas de López, y de la que, a duras penas, logramos obtener un ejemplar-, y siempre a dolarazos y corruptazos limpios, a la vez que convirtiendo a los constructores locales en contratistas maniatados por mafias sindicales extorsionadoras, que chinos, rusos, iraníes, libios y cubanos vengan para acá a experimentar con el diseño de arquitecturas dizque tropicales de sustentabilidad nula.

En Lara, repetimos, tenemos el caso de una arquitectura autóctona que por siglos ha brindado soluciones habitacionales y urbanísticas a los pobladores, las más de las veces sin ayuda oficial alguna, y que, con relativamente pocos recursos, podría permitir avanzar realmente en la búsqueda de soluciones a nuetro terrible problema de escasez de viviendas y de fuentes de trabajo. Lara cuenta, y sobre todo Carora, con uno de los más importantes stocks de viviendas y zonas de origen prehispánico-colonial en el país, con la peculiaridad, como bien lo observara Briceño Guerrero en uno de sus artículos, de que son habitadas por descendientes de quienes las construyeron hace muchas décadas y hasta unos cuantos siglos. Tenemos, por tanto, la sospecha de que si se construyera una estadística nacional acerca del tiempo promedio que cada familia y sus antepasados lleva habitando su vivienda actual, el estado Lara tendría fuerte opción a alzarse con la medalla dorada. Por poner sólo tres ejemplos: en las casas y zonas coloniales de Ciudad Bolívar y Coro, quizás entre las más conocidas, fue necesaria una fuerte intervención del Estado central para reconstruirlas, y son muy escasos los moradores contemporáneos ligados a las familias que las poblaron; en otra zona colonial reconstruida, la del Hatillo, esta vez a manos de la clase media caraqueña en busca de oportunidades de negocios, son muy pocos los pobladores originales que la habitan, quienes a menudo, después de vender sus casas por tres lochas a los vivos de siempre, y para variar, han emigrado a las rancherías de los cerros cercanos. Estamos convencidos de que el problema nacional de la vivienda tiene un alto componente de desarraigo cultural e improvisación mercantilista, frente al cual podría ser mucho lo que todos los venezolanos, con apenas un poco de humildad, podríamos aprender de los guaros.

¿Es casual que los Cardenales de Lara posean el único símbolo deportivo beisbolístico pacífico y autóctono de nuestra liga profesional?

So pena de ganarnos una nueva cohorte de apedreadores del blog, no podemos evitar preguntarnos si puede hablarse de expresiones semiocultas o transformales de la cultura nacional en aficiones deportivas beisbolísticas que tienen por símbolos bien a un león africano, un tigre de Bengala asiático, un aguila norteña, un navegante portugués o un indio bravo rapado al estilo mohicano, o si podríamos inferir la existencia de valores ocultos de la solidaridad y la cooperación entre los venezolanos bajo la imagen de un tiburón o de un indio guerrero caribe... Y, opuestamente, no podemos dejar de señalar que el equipo Cardenales de Lara, fundado en 1942, con la segunda franquicia deportiva beisbolística más antigua del país, después de la del Magallanes, posee como símbolo distintivo no al cardenal nórdico (el de los Cardenales de San Luis), sino al pacífico, travieso, enamoradizo y escurridizo cardenalito de nuestras regiones xerofíticas, con cuyos colores alegra, casi siempre en compañía de su pareja, de tonos más pardos pero con igual penacho rojo, sobre todo los matorrales espinosos del occidente del país.

De la misma manera a como en el debate estadounidense acerca del símbolo nacional, Benjamín Franklin salió, a fines del siglo XVIII, derrotado con su propuesta del pacífico pavo frente a quienes se batieron por nada menos que la agresiva aguila calva, a la que nuestro admirado Benjamín criticó por sus hábitos parásitos inclusive respecto de otras aves rapaces -a las que con frecuencia quita su alimento...-, o a como los alemanes terminaron por escoger la terrible figura de un aguila de dos cabezas o los ingleses a su temible león, tenemos la impresión de que esto de la escogencia de los símbolos podría terminar por revelar emociones, identidades y cuidado si ambiciones ocultas de los pueblos o instituciones. Mientras aclaramos nuestras dudas, y/o nos encontramos con algún experto junguiano en simbologías animales, dejamos constancia de que no nos parece meramente casual que países con resueltas vocaciones pacíficas, como Canadá, tenga por símbolo nacional a una hoja del productivo arce (el mismo del sabroso jarabe), que una institución legendariamente creativa, como el MIT estadounidense, haya escogido al laborioso castor, o que los demócratas de este mismo país se hayan identificado con el incansable y humilde burro, frente al fiero elefante de sus rivales. Si esto, lo de la escogencia no casual de los símbolos animales, tuviese sentido, entonces cabría pensar en que podría no ser casual que la intensa afición larense por el beisbol, con una de las pocas regiones en donde existe una gama completa de ligas, desde las de chapitas y pelotas de goma, con juegos de uno contra uno, dos contra dos, etc., hasta modalidades de pelota de cuero de sofisticación creciente (sin receptor, sin árbitro y con guantes improvisados, con números variables de jugadores; con guantes de verdad pero "poniendo la pelota" y sin receptor ni árbitro, o en "caimaneras" en las "playas", con distintos números de jugadores, hasta ocho, y "cuadros" de formas diversas; con receptor, nueve jugadores, lanzando duro y más formalmente, pero todavía sin árbitro; formalmente en ligas infantiles, semiinfantiles y juveniles; semi profesional clase B y clase A; profesional clase AA, con un campeonato local, después del campeonato de la liga triple A nacional, en donde, por ejemplo, juega el Cardenales de Carora [sic]; y así hasta el propio Cardenales de Lara. Antes del beisbol, inclusive, en Lara existió una intensa afición por la llamada pelota criolla, con reglas análogas pero muy distintas a las de este juego. Tan fuerte es la afición por este deporte que los aficionados nos mantenemos invariablemente fieles a nuestro equipo, sin importar sus apenas cuatro campeonatos y ocho subcampeonatos obtenidos en la liga nacional, y me temo que -más allá del hecho de que fuera Luis Sojo su mánager- los larenses fueron capaces, a diferencia de muchos otros compatriotas, de apoyar firmemente al equipo representante de Venezuela en los dos pasados campeonatos mundiales de beisbol, que lamentablemente no pudo contar con el pleno apoyo de su fanaticada...

¿Hay alguna otra promesa o legado interesante en las demás artesanías y tradiciones del estado Lara?

Creemos que sí, pero para acortar esto se lo dejamos a los lectores como ejercicio para la casa. Nada más que como pistas les damos el dato de que en Lara se han conseguido restos arqueológicos cerámicos, muy parecidos a los que se venden en las carreteras actualmente, datados hasta con más de tres mil años de antigüedad y reveladores de una cultura agroalfarera y artesanal altamente evolucionada. No obstante, sin dejar de mencionar el escaso apoyo oficial a estos productores, no deja de inquietarnos que en el presente, acicateados por cierto turismo nacional extranjerizante, esté proliferando una cerámica de elefantes, vestales, tigres de Bengala, leones y camellos, que no sabemos que significa o a dónde va. También observamos cierto extravío en la tradicional talla larense de maderas de colores, así como de sillas de cardón y cueros de chivo, en aras de muebles y figuras exóticas. Pero estamos convencidos de que, con poco esfuerzo y orientación oficial y/o privada, sería posible reorientar esta importante fuente de ingresos y quizás hasta portadora de elementos culturales transformales.

Nota: la serie sobre Lara continuará después de que examinemos, a partir del próximo artículo, los resultados de las recientes elecciones parlamentarias.

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