viernes, 17 de septiembre de 2010

Hacia una transformación social piloto en Lara (V): La perspectiva cultural informal

Por cultura entendemos a toda manifestación de lo que es valioso o merece cultivarse o preservarse en la sociedad humana, es decir, todo aquello que nos da una idea acerca de los valores que le dan sentido a la vida en un ámbito determinado, que puede ser desde el individual hasta el global, pasando por instancias tales como la parejal, familiar, grupal, institucional, comunal, sectorial, estadal, regional, nacional o internacional. La cultura, expresión tangible o cuando menos apreciable de las capacidades estructurales culturales, nos permite construir una imagen de los valores prevalecientes en lo recóndito de los los sueños y lóbulos temporales de las mentes humanas, donde subyacen como concreción particular de nuestra identidad general, de todo aquello que define nuestra razón o pasión de ser y le da sentido o norte a nuestras existencias. Los valores son como el sistema interno de señales que ordenan el tráfico de nuestras emociones, o, si se prefiere, como una especie de brújula indicadora del sentido ético de nuestras actuaciones.

Sin mayores pretensiones de rigor, dividiremos nuestras apreciaciones sobre la cultura larense en dos artículos, uno dedicado a las manifestaciones informales o implícitas de la cultura, tales como los valores apreciables a partir de las conductas, la cocina o la religiosidad, y otro, el que seguirá, dedicado a las manifestaciones musicales, artísticas o literarias, y a la educación formal.

La cultura larense en general

Dadas las características heredadas de una larga historia de mestizaje e hibridación cultural o transculturización, auspiciada por la vocación territorial de servir de puente o vínculo con otras regiones, los larenses han acumulado una considerable experiencia en materia de abrirse a otras culturas e intercambiar aportes. Puesto que, aparte de sus relaciones con distintos tipos de guaros (los otros larenses, entre quienes ya hay diferencias y cruzamientos étnicos importantes), mantiene también permanentes y cordiales relaciones con zulianos o maracuchos, andinos o gochos, llaneros, centrales -valencianos, caraqueños, etc.-, falconianos o coreanos, caribeños o costeños, etc., el larense tiende a ser amplio y tolerante con las otras culturas y los puntos de vista ajenos, sin renunciar a los suyos. En Lara, en general, y de manera más concentrada todavía en Carora, se conjuga un fuerte sentimiento de arraigo o de pertenencia al terruño con una disposición a aceptar y acoger a quienes no han nacido en él.

En Lara existen condiciones para hacer aportes de relieve en la lucha por superar las taras de la exclusión, y no es casual que ningún otro político, como Henri Falcón, le haya expresado tan claramente al Presidente que de lo que se trata es de promover la inclusión sin exclusión, cosa que a los fanáticos tanto chavistas como oposicionistas les resulta difícil de entender. No hallo manera de demostrarlo inequívocamente, pero con fuerza intuyo, y lo refuerzo con las vivencias de mi residencia en ese estado y en las relaciones con mis amigos y parientes larenses, que es probable que Lara sea la entidad federal en donde relativamente más se practica lo que, a falta de mejor nombre, llamaré -está bien, provisionalmente- extratolerancia, o sea, la tolerancia o aceptación hacia quienes son realmente distintos a uno, en lugar de la usual intratolerancia, o tolerancia sólo hacia quienes se consideran semejantes y/o más o menos piensan o actúan como uno, incluso si eso se combina con cierta coexistencia pacífica con los otros. Esta extratolerancia, o, si es muy complicado, entonces verdadera tolerancia o tolerancia a secas, es un requisito para avanzar hacia cualquier inclusión que merezca tal nombre, y por tanto hacia la superación de la epidemia de exclusión social que hoy azota a la sociedad venezolana. La tolerancia es una especie de apresto para la inclusión y la democracia real.

En cuanto a los valores relacionados con el trabajo, son muchos los que aseguran, como lo señalamos al inicio de esta subserie sobre Lara, que aquí sobreviven, en mayor grado relativo que en cualquier otra región del país, los que otrora fueron comunes en la Venezuela prepetrolera y prerrentista, es decir aquellos valores que exaltan el esfuerzo creativo y sostenido, la resolución de problemas, la satisfacción de necesidades reales, la agregación de valor a los recursos de la tierra. Tal y como lo ha señalado José Manuel Briceño Guerrero, en su ensayo "El sentido de Carora", que no nos parece abusivo extender, a grandes rasgos, al estado Lara en su conjunto, el secreto de los habitantes de esta tierra es que han crecido "en contra de las inclemencias de la naturaleza y su surgimiento está basado exclusivamente en el trabajo de sus habitantes". Esta condición, en una Venezuela plagada de facilismo y en donde con frecuencia se le rinde culto al éxito obtenido por mecanismos distintos al trabajo y al esfuerzo, es quizás uno de los elementos que con más fuerza nos inducen a pensar en la iniciativa piloto que estamos alentando.

Y si nos parece que los valores relacionados con la inclusión y el trabajo poseen en Lara signos contrarios a los de la exclusión y el facilismo imperantes en la órbita nacional, vemos que los valores relacionados con la solidaridad, en donde nos parece, a nivel nacional, que se apoyan muchas de nuestras mejores esperanzas en favor de un cambio a largo plazo, en Lara estos se expresan con tonos positivamente más intensos.

En un contexto cultural donde la acusación de flojo o haragán es quizás el peor de los insultos que se le puede hacer a alguien, y es usual que ricos y pobres compartan gustos por las mismas comidas, bebidas, canciones, poesías, leyendas, tradiciones, héroes, ídolos, vírgenes, santos, chinchorros, alpargatas..., la innata solidaridad humana pareciera tener todavía, como los tuvo en la Venezuela agrícola anterior a la vorágine petrolera, muchos más espacios para manifestarse. En Lara hemos conocido la comparativamente más centrada en las personas y las relaciones humanas de todas las culturas venezolanas vigentes, o, lo que es equivalente, la menos descentrada en objetos, modas, apariencias y petulancias. Como no podemos demostrarlo con números, valga aducir los testimonios de la permanente disposición al trabajo en equipo en fincas y empresas, en donde los dueños suelen dar el ejemplo de abnegación, creatividad y constancia en el esfuerzo; la perdurabilidad de la amistades larenses, capaces de pasar pruebas de distancias y desavenencias ideológicas y políticas como pocas; el gusto por compartir ratos y disfrutar el echar cuentos, cantar, comer y tomar en grupo, y la disposición a encontrar tiempo para ello; un sentido del humor que no tiende a ridiculizar ni discriminar a nadie, sino que insistentemente propicia la hilaridad a partir de las peripecias y anécdotas presentes y pasadas de los propios coterráneos; la costumbre de cocinar en grandes escalas y repartir comidas entre amigos y vecinos, así como de mantener las puertas de la casa abiertas a largas e inesperadas visitas (aunque esta costumbre está amenazada por la inseguridad en ascenso); la permanente y fuerte propensión a encontrarse en fiestas, toros coleados, partidos de beisbol, procesiones, misas, matrimonios, nacimientos, bautizos, primeras comuniones, cumpleaños, velorios, entierros, con participación de gente de distintas extracciones sociales..., y muchas otras evidencias de elementos de cohesión y solidaridad en los tejidos sociales.

Para cerrar con dos botones vivenciales de muestra, cuento que en una oportunidad falleció en mi casa en Carora, de una violenta bronconeumonía, un adolescente a quien llamábamos "Chico", quien, según el esquema de lo que se llamaban criados de la casa, más que un muchacho de mandados era como un hermano mío de crianza y juegos y apenas un poco mayor. Desde entonces, mis recuerdos de "Chico", cuya muerte fue la primera que experimenté tan cercanamente, se han confundido con lo que fue un prolongado desfile de solidaridad, desde personalidades y ricos del pueblo de todos los pelajes hasta gente humilde de las más variadas procedencias, que por varios días fueron a visitarnos y acompañarnos, y a compartir sinceramente su dolor con el de mi familia y el mío, con lo que mucho me enseñaron acerca del significado y valor de toda vida humana.

El otro es el ejemplo de callada y sostenida solidaridad o amor hacia el prójimo, a mi juicio representativo de la cultura solidaria caroreña, dado por mi abuelo Ricardo Santeliz, en su juventud humilde obrero electricista, jugador de pelota criolla y fundador de Acción Democrática, quien, comenzando con un hogar de fogón de tres topias, techo de caña brava y piso de tierra, decidió dedicar buena parte de su vida a una extraña misión social en favor de los demás pobres. Esta fue la de asegurar que en Carora careciese de sentido la literalmente lapidaria frase de que "fulano es tan pobre que no tiene ni donde caerse muerto", para lo cual creó la Funeraria Auxiliadora mezclada con la Ferretería [y carpintería] Santeliz, en donde puso en práctica toda una amplia gama de "servicios fúnebres", desde las simples y numerosas donaciones de urnas efectuadas a cualquier hora del día o de la noche, y los tradicionales pagos por módicos abonos o cuotas, hasta modalidades complejas tales como la de fabricar los féretros con participación de los propios deudos en los locales de su funeraria-carpintería. También a su muerte, en 1980, después de velado en la casa de su partido AD, resultó que en COPEI y en el Partido Comunista también pidieron tenerlo un rato en su sede, y luego tuvo lugar una manifestación espontánea de duelo, en donde miles de caroreños agradecidos decidieron acompañarlo por las calles en su funeral hasta el cementerio, como tantísimas veces él los había acompañado.

Espero que la atención a algunos otros aspectos singulares de la cultura larense implícita o explícita sirva para reforzar lo dicho.

La cocina larense como expresión cultural

La cocina es una de las expresiones culturales que más clara idea dan acerca de las relaciones de los pueblos con su territorio, y bien podría proponerse un refrán al estilo de "dime que come un pueblo y te diré cual es su arraigo". Mientras que los pueblos desarraigados o rentistas tienden a cocinar viandas traídas de otras tierras, al extremo de que se ha dicho que el plato "nacional" saudita está hecho en base a un pato importado de Australia, los pueblos centrados en su territorio tienden a alimentarse con materiales consumidos y procedimientos desarrollados in situ por múltiples generaciones, haciendo de su cocina, como tanto lo repitiera nuestro Uslar Pietri, un singular manual de historia.

Al igual que buena parte de la cocina venezolana, cuyo perfil propio, a menudo acrisolado con un intenso sincretismo y cuyo mejor exponente es la hayaca, no han podido desdibujar décadas o tal vez siglos de influencias esporádicas externas, e incluso quizás de manera más intensa, la cocina larense se yergue, a un solo tiempo, como un baluarte del apego a la tierra y a las mejores tradiciones del pasado, y como expresión de apertura a la asimilación armoniosa y creativa de los aportes de distintas culturas.

Baste mencionar, sin ánimos eruditos, sino basándome más que nada en vivencias propias y recuerdos de memoria, el uso cotidiano de la probablemente milenaria e indígena arepa de maíz, no para rellenos ocasionales, sino frecuentemente grande, delgada y tostada en budares -no infrecuentemente de barro-, como pan habitual en todas las comidas, y en forma de migas, añadida a los más diversos platos. El sofrito, suerte de sello distintivo de la cocina nacional, adquiere en Lara una singular policromía al incorporar ajíes, pimentones y onoto de raigambre indoamericana, junto a ajos, cebollas, cebollines y ajoporros traídos tanto por europeos como por africanos, y no pocas veces conservando el uso de la tradicional manteca de cochino, a la española de antaño. El extendido uso del suero -especie de yogurt tradicional indígena- de tapara, y del ají dulce, en combinación con las vernáculas caraotas y quinchonchos, y el aguacate, todos de factura prehispánica, más una amplia variedad de cremas, mantequillas y quesos de vaca y de cabra, incluidos los de taparita, de factura española, o de garbanzos y lentejas, de origen africano. El consumo, relativamente frecuente hasta no hace mucho, aunque con tendencia a escasear en nuestros días, de carne de venado, lapa, báquiro, acure, iguana, pavo, paují, paloma turca y una amplia variedad de especies vertebradas pequeñas disponibles localmente, incluyendo las perdices y hasta las palomitas de Santa Cruz -llamadas maraquitas en el Centro- a las que la mayoría de caraqueños nunca le meterían diente ni con hambre, no pocas veces criadas en los patios traseros, solares o corrales anexos a las casas, o cazadas en los montes cercanos, según la herencia indígena, más la carne de chivo, hasta no hace mucho de oveja y no raramente de pichón o paloma doméstica, de orígenes ibéricos, pero poco asimilados como alimentos en otras regiones del país, más las, esas sí habituales en toda Venezuela, carnes de res, cochino, gallina, conejo, también traídas tempranamente por los conquistadores, mas con el ingrediente peculiar de que en Lara, con mayor frecuencia que en otros lares, estos animales domésticos son criados, y con frecuencia sacrificados, por los mismos que cocinan sus carnes o por conocidos suyos. Los larenses preparan complejos hervidos y mondongos domingueros, con diversas carnes y casi siempre con cochino y un amplio surtido de verduras (tubérculos) de origen diverso (incluidos la papa, el ocumo, la batata y el mapuey autóctonos, el ñame africano y el apio español), yerbas de distintas procedencias, y abundante ahuyama, ají dulce, bicuyes (extraídos de las flores de la cocuiza vernácula) y jorojoros (maíces) de factura autóctona, cuya ingestión pareciera reclamar hamacas o chinchorros criollos a la mano para una merecida siesta. En Lara también se comen, por lo general fuera de las horas de las comidas principales y a manera de meriendas, nutritivas y variadas frutas autóctonas, muchas veces cultivadas en los patios propios, tales como piñas, lechosas, guayabas, nísperos, guanábanas, semerucos, datos, lefarias, buches, guanajos, mamones, cotoperices, ciruelas de huesito, tapatapas, zorroclocos, mameyes, zapotes, anones, etc., y a partir de los cuales se suelen preparar dulces, jaleas, jugos, helados y conservas, más los exóticos (en la acepción botánica del término) limones, naranjas dulces y agrias, granadas, melones, patillas, tamarindos, almendrones, cerezos, cambures, traídos por hispanos y/o africanos, y los mangos (de origen hindú, pero al parecer llegados vía Trinidad, a donde los llevaron los ingleses). En la región se emplean diversos edulcorantes, tales como la miel de abejas, conocida autónomamente (aunque de especies de abejas diferentes) por todas nuestras culturas ancestrales, el azúcar de caña, conocido tanto por africanos como por ibéricos (quienes ya habían tenido contactos entre sí antes de venir a la tierra americana), y, con mayor insistencia que en otras tierras, el papelón de caña, usado en numerosos platos, tanto dulces como salados, así como en una amplia variedad de panes dulces, tortas, acemas y cucas (catalinas), aromatizados con anís y otras especias, junto a otros subproductos de la caña tales como la raspadura, el alfondoque, el alfeñique y la melcocha. Existe, como fue característico de la época colonial venezolana, una gran afición por los dulces criollos, que a veces se preparan para ocasiones especiales, tales como la mazamorra, el manjar blanco y el dulce de leche en Semana Santa. En Lara se prepara, seguramente según tradiciones milenarias, el licor indígena conocido como cocuy -especie de tequila y también hecho a partir de plantas de agave-, así como diversos rones excelentes (elaborados a partir de la caña de azúcar africana), y ahora vinos y sangrías de raíz europea, de prestigio mundial creciente. Es habitual la preparación habitual de charcuterías, fiambres, encurtidos, mojos y ajiceros, para conservar los alimentos, incluyendo los llamados salones (carnes secadas al sol y saladas), las longanizas (especie de chorizos criollos) y el único lomo prensado, especie de plato regional por excelencia. En ninguna otra parte he tomado la bebida refrescante conocida como rebaladera, parecida a la chicha pero menos espesa y aromatizada con agua de flores de azahar, y tampoco he conocido una afición semejante al agua de lluvia, para cuya recolección se lavan los tejados y se preparan tinajas y tinajeros -aparte de que la lluvia misma, de por sí más escasa que en otras regiones, es recibida con un júbilo sin parangón-.

Las bien asentadas tradiciones culinarias larenses no son obstáculo para la constante aceptación de aportes procedentes de otras regiones. No es inusual, por ejemplo, que en una misma casa, incluso en un mismo día o semana, se coman, además de las flacas y anchas arepas locales (actualmente en proceso de reducción de su diámetro debido a las influencias centrales), plátanos o tostones maracuchos, arepas peladas coreanas, arepas gochas de trigo, casabe oriental, pan de trigo caraqueño y cachapas llaneras, y cuidado si una vecina se aparece con unos bollos pelones y otra con casabe o unas empanadas.

En cuanto a los instrumentos de cocina y de mesa, existe una particular predilección por los recipientes y budares de barro, por los fogones de tres topias (piedras grandes para colocar las ollas y afines) y hornos caseros de leña donde se usan maderas locales seleccionadas que le dan sabores especiales a los alimentos, por las piedras y morteros de moler y los pilones, dotados de manos y hechos de troncos de madera, por el uso de taparas y totumas, por las cestas (usadas como recipientes, pero también como cedazos o como exprimidores (sebucanes)), y utensilios diversos de madera, todo ello de ascendencia indígena, a la vez muy semejante a la africana, así como por el empleo de calderos, sartenes y parrillas de hierro, cucharones, espumaderas, lozas y frascos diversos, manteles y cubiertería, de raíz española medieval.

Para terminar, podríamos reseñar la coexistencia de cierta informalidad en cuanto a las horas de comer, probablemente bajo la influencia de la cultura recolectora y cazadora indígena, y, opuestamente, cierta tendencia a hacer de ciertos desayunos y almuerzos, sobre todo, a veces no en el comedor sino en los patios o solares de las casas, ocasiones para la celebración y el encuentro prolongado con familiares y amigos, según el estilo de los tradicionales sancochos criollos. Y no es superfluo añadir que en ninguna otra parte del país hemos visto tan establecido el hábito de no dejar sobras en el plato, incluso cuando no es común preguntarle al comensal o invitado qué o cuanto quiere que le sirvan, pues hasta en ciertos restoranes o pensiones se rechazaba la práctica del menú para escoger (mi abuela paterna, quien tuvo una pensión y era virtuosa del lomo prensado, me contó que a Rómulo Betancourt, cuando andaba construyendo a Acción Democrática por allá por los cuarenta, le costó entender eso, pues pretendía, cuando pasaba por Carora, ir a comer sólo lomo, y entonces ¿qué iba hacer ella con las caraotas y las longanizas sobrantes?...).

¿Qué hay en el fondo de la religiosidad larense?

Lara posee, junto al Zulia y a Margarita, uno de los tres cultos católicos más enraizados en el alma popular venezolana, todos vinculados a la devoción por una representación femenina de la Virgen María, convertida de hecho en deidad a pesar de la oficial trilogía de la Santísima Trinidad. Las festividades en honor a la Divina Pastora, que se realizan el 14 de enero, día de absoluta fiesta local, constituyen una ocasión para el encuentro de muchos larenses y otros devotos, pues las familias se reúnen previamente para programar sus salidas al encuentro de la procesión que recorre ocho kilómetros, desde Santa Rosa hasta la catedral de Barquisimeto, y aprovechan para renovar vínculos, organizar bautizos y brindis y establecer compadrazgos, formular y cumplir promesas, y distribuirse responsabilidades diversas. Se ha estimado que la más grande concentración humana jamás habida en Venezuela tuvo lugar el 14 de enero de 2005 en Barquisimeto, cuando la procesión de la Virgen Pastora concentró a más de millón y medio de personas.

Independientemente de la veracidad de las muchas leyendas que rodean este culto religioso, así como a los de la Chinita y de la Virgen del Valle, dos hechos parecen haber contribuido decisivamente a arraigarlo. Uno fue la introducción de la imagen de la Divina Pastora en la región, a partir de 1706, a cargo del sacerdote capuchino Bartolomé José de Salazar, quien adoptó la idea que recién había resultado exitosa ante el pueblo ganadero andaluz de Sevilla, España, de una virgen vestida de pastora, que terminó por lograr la aceptación de la rebelde población indígena gayona que se había resistido, muy probablemente debido al papel predominante de una deidad femenina y vinculada a la tierra en su propia religión, a aceptar el rol divino de Jesús, su Padre y/o el Espíritu Santo. El segundo fue la heroica actitud asumida por el sacerdote y político barquisimetano José Macario Yépez quien, ante la terrible epidemia de cólera que azotó al país entre 1854 y 1856, organizó una rogativa en Barquisimeto ante la Divina Pastora el 14 de enero de este último año, y ofreció allí la promesa de su vida si se le permitía ser el último muerto por la peste, lo cual aparente, aunque no exactamente (pues según la opinión de algunos médicos, expresadas en base a estudios realizados en 1917, el sacerdote no murió de esta enfermedad sino de tifus, cuando ya había terminado la epidemia de cólera tres meses atrás) ocurrió el 16 de junio de 1856, fecha en la cual, según la creencia popular, cesó la fatal epidemia en la región.

No nos cabe duda de que, más allá de la justeza de las versiones en torno a los milagros de la Virgen Pastora, el culto, como diría Jung, expresa, en lo profundo del inconsciente colectivo larense, por una parte, una profunda veneración y respeto por la tierra y sus influjos creativos, por el arquetipo del ánima, presente en incontables culturas bajo la forma de diosas, hadas, musas, walkirias, etc., y, por otro, el respeto al héroe, al humano que, a menudo bajo inspiración sobrenatural, es capaz de entregarse sin reservas a una causa colectiva, también presente en prácticamente todas las culturas, en concordancia con el sentimiento de solidaridad a que también hemos aludido. La Divina Pastora es, en el lenguaje de Mircea Eliade, una clásica hierofanía telúrica o ente sagrado femenino que simboliza la tierra y la fertilidad, o también un geosímbolo religioso, según otros autores, como la socióloga venezolana María Matilde Suárez (autora de un interesante trabajo publicado en el tomo 8 de la extraordinaria obra GeoVenezuela, auspiciada por la Fundación Polar).

El otro ente principal de culto religioso católico en la región, San Juan Bautista, el patrono de Carora, también participa de la condición de criatura asociada a los cultos de la tierra, por lo que sus festividades coinciden con el solsticio de verano, el 24 de junio, y con la condición de mártir decapitado e inmolado por su lealtad a la causa cristiana de emancipación frente a los romanos. (También el culto popular venezolano a José Gregorio Hernández se apoya no en su catolicidad, en abstracto, sino en la leyenda, con mucho asidero real, de su inquebrantable vocación de médico al servicio de los humildes).

Opuestamente, por un lado, la Patrona Nacional, la Virgen de la Coromoto, cuyo culto ha querido ser inculcado por arriba mediante iniciativas de la jerarquía eclesiástica y el ejecutivo nacional, sobre todo bajo las influencias de COPEI y del fallecido presidente Caldera, quien en repetidas oportunidades alegó tener "contactos en el otro mundo", y en el que se han invertido gruesas sumas para la construcción de su Santuario en Portuguesa, inaugurado solemnemente en 1996 por el propio papa Juan Pablo II, nunca ha podido ocupar el lugar correspondiente a la Divina Pastora en el alma de al menos una mayoría de venezolanos. Y, por otro lado, una deidad no católica, María Lionza y su gama de cortes, a la cabeza de las creencias espiritistas de los venezolanos, que no pocas veces coexisten, para despecho de todos, con las católicas o protestantes, es también y sin duda una diosa madre que representa lo femenino, terrestre, tierno, sensible, inteligente y fecundo que todos los humanos inevitablemente ansiamos, y los venezolanos necesitamos revalorizar urgentemente.

A la cultura religiosa larense, en síntesis, la encontramos en perfecta armonía con el resto de rasgos culturales que hemos explorado y seguiremos explorando en la próxima entrega.

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