martes, 2 de junio de 2009

Implantados y engañados: el caso de las culturas andinas

Pese a las importantes semejanzas en la naturaleza de los procesos de transculturación inicial por implante vividos por el pueblo mexicano y por los dos pueblos más andinos, el peruano y el boliviano, los desenvolvimientos posteriores en ambos casos han sido harto disímiles. El reemplazo, a manos de los conquistadores europeos, de las cúspides sociales dominantes de ambos imperios teocráticos, cuyas aristocracias mantenían subyugado al grueso de sus poblaciones, en el primer caso fue sucedida, después de un siglo, por un proceso de hibridación étnica y cultural, mientras que en el segundo dio lugar a una estricta segmentación social que ha hecho de Perú y, sobre todo, Bolivia sociedades marcadamente desintegradas en todas sus dimensiones. Mientras que, en nuestros días, la mexicana es una sociedad esencialmente mestiza (de aprox. un 70%), las boliviana y peruana sólo alcanzan una hibridación étnico-cultural del orden de no más de un tercio de sus poblaciones, con la mitad o más de amerindios.

Cuando hemos intentado comprender el porqué de estas hondas diferencias dos factores han saltado a la vista. El primero y principal es el de que, para el momento de la irrupción de los españoles, la dominación de la nobleza hereditaria incaica era ejercida, lejos del sanguinario esclavismo azteca, mediante mecanismos mucho más inteligentes y sutiles, con asidero en una sólida organización de las actividades productivas, compuesta por una avanzada artesanía textil, cerámica, metalúrgica y arquitectónica, por un lado, y por prácticas agroalimentarias en tierras propiedad del Inca, dotadas de terrazas, canales, acueductos y diques, con cerca de un centenar de especies vegetales domesticadas, con mención especial de numerosas variedades de maíz y de papa, dos especies animales, la llama y la alpaca, y el uso intensivo de un fertilizante natural, el guano -traído de las islas y costas vecinas-, por otro. Y además, ahora con un curioso parecido al régimen feudal europeo, con una religión comúnmente aceptada como elemento cohesionador, principalmente basada en el culto al dios-sol Pachacamac y al héroe fundador de la civilización, Viracocha, con el Inca convertido en un símbolo y descendiente de ambos, a la vez que soportado por una vasta red de sacerdotes y sacerdotisas encargadas del culto religioso pero también de establecer los calendarios agrícolas de siembra y cosecha de acuerdo al ritmo de las estaciones.

El segundo factor, en alguna medida derivado del anterior, consiste en que, dada la sumisión del Inca ante los conquistadores, quienes también al comienzo fueron asociados a la reencarnación de Viracocha, y dado el menor impacto de las pestes y gérmenes de los recién llegados ante sociedades mucho más urbanizadas y previamente expuestas al contacto con plantas y animales domesticados, y por tanto más inmunizadas, no resultó necesario el aplastamiento de los estratos medios de sacerdotes y personal calificado, sino que el implante se limitó a reemplazar, en el tope de la jerarquía, la nobleza incaica, e incluso a asimilar la parte más dócil de ésta, colocando a los funcionarios y especialistas medios al servicio de las nuevas labores mercantiles esclavistas.

Todavía en nuestros días subsiste esta segmentación social: de la implantación en la cúpula de antaño descienden los "blancos", reales o autodefinidos, que suelen ocupar las zonas céntricas o acomodadas de las principales ciudades; de aquellos estratos medios, con una muy leve hibridación, vienen los cholos, malqueridos tanto por los de arriba como por los de abajo, ubicados por lo general en los tugurios periféricos o callampas; y de la base campesina, con gran continuidad étnica y cultural, proceden las actuales mayorías amerindias, que por regla general todavía hablan en quechua o aimara, y deambulan por las calles y carreteras o viven apartados en lugares remotos pobres en recursos y con suelos de la peor calidad. Esto hace que resulte extremadamente difícil la construcción de nuevos bloques hegemónicos, por lo cual la política tiende a desarrollarse en una especie de ambiente buffer, en donde terminan neutralizados todos los esfuerzos de cambio y ninguna fuerza llega a adquirir el poder suficiente para someter a las restantes.

Aunque la población original del imperio incaico también fue literalmente diezmada, pues en apenas un siglo fue reducida del orden de unos veinte millones de pobladores a cerca de millón y medio, el mecanismo de exterminio fue distinto del mexicano. Mientras que en este último caso la destrucción por la fuerza de las armas y los gérmenes fue el elemento decisivo, allá el rol central lo jugó la esclavización a trabajos forzados en las encomiendas y las ricas minas de plata del Potosí y otras, con la consiguiente destrucción de la hasta entonces exitosa economía agroalimentaria incaica, y su inevitable corolario: las hambrunas. Además de su superioridad técnica, basada en el uso de armas de hierro y de fuego, caballos, perros de caza, planes y mapas de combate, el conquistador apeló a un recurso que terminó siendo no menos devastador: el engaño, con sus variantes desde el fariseísmo y la hipocresía refinada hasta la trampa y estafa descaradas.

En una sociedad donde la mentira y el robo eran considerados a la par que el crimen, por lo que solían ser severamente castigados con el corte de la lengua o las manos, y la palabra empeñada gozaba de absoluto respeto, el conquistador Pizarro, por ejemplo, se valió de toda clase de tretas y falsos ofrecimientos para aprovechar los conflictos remanentes entre el Inca Atahualpa y su depuesto hermano Huáscar, capturar luego al Inca, exigir por él al pueblo un fabuloso rescate de dos salas de plata y una de oro (el uso de estos metales preciosos era estrictamente estético y privilegio de la nobleza), ahorcar al último Inca de todas maneras aún después de cobrado puntualmente el rescate, y por último casarse con su viuda Cuxirimay en señal de que ahora él era el reemplazo del Inca. Para variar, la religión católica, sin desmedro de sus preocupaciones por declarar que los indígenas sí eran personas y por el descanso de los domingos y fiestas de guardar, aportó la justificación moral para la esclavización, el genocidio y la rapiña de metales preciosos al proclamar que todo ello era la merecida recompensa del conquistador por ayudar a convertir los indígenas a la única y verdadera fe cristiana.

Con todo, al lado de incalculables despilfarros culturales y con logros entre los más magros del subcontinente, el europeo, entre muchos otros aportes, llevó a estas tierras andinas todo el instrumental basado en el hierro y la rueda, desconocidos en el mundo precolombino, que multiplicaron la productividad de todas las artesanías incaicas, desde la hilandería y la cerámica, con la rueca y el torno, hasta la introducción del arado y los carros de transporte en la agricultura; introdujo numerosos nuevos cultivos y animales domésticos, que enriquecieron la dotación proteínica de una dieta casi vegetariana, e incidieron en la mejora de la eficiencia del transporte y las comunicaciones; introdujo prácticas monetarias, contables y mercantiles; y difundió el uso de la lengua española, débil para nombrar la amplia variedad de especies vegetales y prácticas artesanales y para el ejercicio de la sinceridad y la verdad, al estilo indígena, pero robusta para las ideas abstractas, las deducciones lógicas, el cálculo y las definiciones, la caracterización de materiales y estructuras de todo tipo, la creación literaria, y, por tanto, para la impresión y publicación de libros de interés general.

Sin entrar en detalles, vale reseñar que, a grosso modo, desde, sus fases coloniales, la historia de las naciones andinas, cuya independencia fue lograda en buena medida bajo el protagonismo de líderes de las naciones vecinas que se enfrentaron a aristocracias locales obstinadamente defensoras de los intereses de la Corona y la Iglesia, ha sido bien la del intento de restauración de algún tipo de pasado, o bien de búsqueda de un equilibrio de fuerzas superadoras o nuevo modus vivendi entre sus segmentos contrapuestos. Los numerosos movimientos de raíz primordialmente indígena siempre han procurado reentronizar a algún Inca, a veces supuestamente sobreviviente en el reino dorado de Manoa, u otras con candidatos locales a iniciar dinastías incaicas, como el movimiento del llamado Tupac Amaru II, aparentemente descendiente de los antiguos emperadores, quien lideró el más importante movimiento indigenista e independendista del siglo XVIII latinoamericano, y se convirtió, casi dos siglos después, en figura emblemática del nacionalismo peruano y, especialmente, del socialismo militar de Velasco Alvarado.

También hay que hacer mención aparte de los esfuerzos teórico-prácticos de Haya de la Torre, fundador del APRA peruano, quien, como alternativa a la lucha de clases y el antiimperialismo promulgados por la Internacional Comunista, propuso una lucha nacional antiimperialista pero basada en la alianza de todas las fuerzas nacionales progresistas y enfrentadas a las oligarquías locales aliadas del imperialismo. E igualmente está el caso de la Revolución Boliviana, desencadenada en gran medida por la unidad de indios, cholos y blancos progresistas, inspirados en el patriotismo gestado durante la llamada Guerra del Chaco, en donde Bolivia y Paraguay, azuzados por las petroleras Standard Oil y Royal Dutch que esperaban encontrar petróleo en la región del Chaco, se enfrentaron cruentamente durante tres años en la década de los treinta, con un saldo de cerca de cien mil muertos, repartidos casi por partes iguales entre ambos bandos.

Lo que nos lleva a incluir estas incompletas anotaciones es mostrar como ninguno de los movimientos mencionados, pese a los esfuerzos de distintos teóricos pretendidamente marxistas, puede interpretarse a la luz de la teoría de la lucha de clases, y menos de la implantación de la dictadura de un inexistente proletariado latinoamericano, puesto que se han basado en alianzas interclasistas con el propósito común de superar un sistema obsoleto. El fracaso de estas iniciativas se ha originado cuando se ha tratado de imponer el punto de vista o los intereses de alguna de las fuerzas sociales participantes sobre las restantes, como ha sido el caso de la pretensión de Haya de la Torre y sus seguidores de obtener el visto bueno del segmento oligárquico dominante, para asegurar la permanencia en el poder, o la del dirigente sindical Lechín de hacer de la boliviana una revolución proletaria.

La tarea de formulación, primero, y puesta en práctica, seguidamente, de un proyecto nacional transformador en estos dos países andinos, cuyos índices de pobreza, desigualdad en la distribución del ingreso, desarrollo humano y calidad de vida se hallan relativamente entre los menos alentadores de América Latina, seguramente se encuentra entre las más difíciles del subcontinente. Pero será casi imposible si, desde la perspectiva de los pueblos hermanos con un mayor grado de mestizaje, en lugar de abogar por la construcción de nuevos bloques sociales por el cambio, por la integración de las naciones latinoamericanas sobre la base de intereses compartidos por amplios grupos sociales, y por la transformación de nuestras capacidades, nos dedicamos a aupar en Perú y Bolivia precisamente un proyecto de carácter panindigenista, que pretenda trocar la secular exclusión de los estratos campesinos pobres por la de la otra mitad de la población, menos pobre y que hasta ahora ha estado relativamente integrada.

En esta batalla por la transformación de nuestras capacidades, nos place hacer referencia a la variable lingüística, en donde quizás sea mucho lo que todos tendríamos que aprender de los pueblos andinos. Aunque nos faltan conocimientos para asegurarlo, tenemos la corazonada de que la asociación del español con la mentira y la hipocresía ha sido uno de los determinantes del escaso empeño puesto por los pueblos andinos para aprenderlo, o que, en sentido contrario, a la hora de reencontrar el camino hacia un español, y también hacia un portugués, más auténtico y menos cargados de trucos, rimbombancias y dobles o triples sentidos, probablemente sea mucho lo que tengamos que aprender de los parcos pueblos andinos.

En todo caso, la necesidad de un mayor respeto por estas culturas, las más conservadas de todo nuestro pasado indígena, nos resulta obvia, tanto más en esta era de protección de especies animales y vegetales en peligro de extinción. Y si todo esto fuese iluso, vemos como alentadora la actual tendencia hacia la valorización, en los países andinos, de lenguas como la quechua y la aimara, que ya tienen carácter de lenguas oficiales, pues ello podría contribuir a un mayor ajuste entre nuestras expresiones verbales y nuestras prácticas, como lo hemos reclamado antes en este blog, o, al decir del filósofo Briceño Guerrero, al rescate de sonidos y expresiones perdidos en los cuales, de seguro, se cantaron muchas de las canciones de cuna que nos han arrullado ancestralmente a los latinoamericanos.

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