martes, 23 de junio de 2009

Hibridados y hostigados: los dolores supremos del pueblo paraguayo

Si América Latina ha sido una tierra de botines, Paraguay ha sido un botín dentro del botín. Como en los mitos del Sísifo aquel o del ave aquella, la historia del pueblo paraguayo ha sido la de un continuo levantarse y reconstruirse para volver a hundirse y ser destruido. Ningún otro pueblo latinoamericano ha padecido tantos y tan profundos desangramientos y se ha visto envuelto en tantas guerras como éste, ni ha sido tan hostigado por sus vecinos y por los grandes imperios contemporáneos. Pero, a la vez, nadie más ha alcanzado un equilibrio semejante entre las culturas amerindias y las culturas europeas traídas por los colonizadores. El Paraguay es una sombra de lo que el mismo fue y también de lo que pudo haber sido, o quizás todavía algún día pueda ser, America Latina.

Cuando los conquistadores españoles llegaron a los alrededores del río Paraguay se encontraron con un pueblo organizado en aldeas agrícolas, los guaraníes, que había logrado imponerse, en gran medida gracias a sus logros en horticultura y artesanía, sobre sus antecesores, pero que estaba resueltamente decidido a construir una sociedad estable y de convivencia entre todos sus miembros, y que inclusive mostró disposición a establecer una coexistencia pacífica con los recién llegados poseedores de una técnica mucho más avanzada. A la vuelta de unas pocas décadas, sin embargo, sin que esté claro cual fue el impacto de la opresión directa para imponer el modelo de las encomiendas o el efecto de las pérdidas en enfrentamientos, aliados con los hispanos, contra tribus vecinas, lo cierto es que también aquí quedó diezmada la población masculina original. La novedad consistió en que el posterior proceso de hibridación entre los varones ibéricos y las bellas guaraníes se basó, primero, en una poliginia -relaciones de un hombre con varias mujeres a la vez- socialmente aceptada, y, segundo, caso único en el subcontinente, en una igualación de derechos de los mestizos así nacidos con los escasos peninsulares o criollos descendientes de españoles. Todas estas circunstancias fueron aprovechadas, y fortalecidas además, por los misioneros jesuitas, quienes pronto descubrieron importantes afinidades entre el cristianismo y la religión original guaraní, que postulaba el Aguyé o camino de la perfección con destino a la Tierra Sin Mal, diseñaron una estrategia de respeto a la cultura autóctona y se decidieron a aplicar un esquema de transculturación no basado en la destrucción de ésta.

Bajo la gestión de los jesuitas, que obtuvieron los permisos reales y papales para impulsar su inédito experimento social, se estableció en el Paraguay y sus zonas vecinas el régimen mixto de las Misiones o reducciones, alternativo al de las encomiendas, primero, y al de las plantaciones o haciendas, después, prevalecien- tes en el resto del subconti- nente. Bajo tal régimen, apoyado en la igualdad social o falta de estratifi- caciones raciales ya comentada, y que partió del reconocimiento del plan de aldeas o tekuas de los guaraníes, se edificó una sociedad políticamente descentralizada ante los poderes del monarca español, pues contemplaba el gobierno de caciques locales designados por los mismos guaraníes; económicamente diversa, pues conciliaba formas de producción autóctonas, para el consumo doméstico, con sembradíos colectivos bajo el enfoque europeo, para el intercambio comercial con otras regiones; y culturalmente plural, pues los jesuitas aprendieron guaraní y se propusieron aceptar la compatibilidad religiosa entre el cristianismo y los principios del Aguyé. Esto dio lugar a una sociedad bilingüe y bicultural, al estilo tan frecuente en Europa, en donde abundan las lenguas, dialectos y culturas locales (catalán, gallego, vasco, luxemburgués, etc.) compatibles con sus equivalentes nacionales (españoles, franceses, etc.). Bajo este sistema llegaron a vivir, durante casi dos siglos, hasta más de cien mil pobladores, distribuidos en más de treinta aldeas económicamente prósperas y cultural y políticamente armoniosas.

Pero los celos sociales y políticos ante el éxito jesuita, que dejaba al desnudo la inhumanidad del enfoque predominante escogido por los imperios ibéricos para América Latina, si bien tardaron en aparecer no dejaron de hacer su arremetida. Inicialmente a manos de los portugueses promotores del sistema de plantaciones esclavistas, las misiones sufrieron severos ataques -como el reseñado en la película La misión, con Jeremy Irons y Robert de Niro-, y después, ya devastadoramente, a partir de la expulsión de los jesuitas de América en 1767, a quienes se acusó de intentar socavar la autoridad imperial y papal y de actuar con intereses conspirativos propios. Del sistema de misiones quedó un conjunto de ruinas, pues fue brutalmente arrasado, sus propiedades destruidas o repartidas en plantaciones convencionales, sus colegios clausurados y sus pobladores masacrados o fugados a bosques vecinos; pero también la singularidad, hecha posible gracias a la decisión de gobiernos independentistas posteriores, del bilingüismo y relativo biculturalismo de la sociedad paraguaya, prolongada hasta nuestros días con sus escasos seis millones y algo de habitantes, mestizos hispano-guaraníes en el orden de un 80%.

No conforme con deparar semejante tragedia al pueblo paraguayo, el destino, o no se sabe quien, decidió no escatimarle ninguno de los clásicos tormentos del menú latinoamericano: dictaduras antediluvianas, manipulaciones imperialistas y subimperialistas, obstaculización del desarrollo endógeno, bajos índices de desarrollo humano, etc., e incluso aderezarlo con una dosis desproporcionada de guerras fratricidas contra sus ambiciosos y manipulables vecinos. Sin pretensiones de agotar el tema y sólo para sustentar lo afirmado, el Paraguay estrenó su independencia -ganada junto a los demás pueblos rioplatenses- con una aguda disputa con la oligarquía argentina, que quiso mantenerlo bajo su control, sólo para consolidar su autonomía bajo el mandato de veintisiete años (1813-1840) de un déspota semiilustrado, semiloco y semimisántropo, pero represivo y autoritario a carta cabal, "El Supremo Dictador" José Gaspar Rodríguez Francia, cuyo talante resultó inmortalizado por Augusto Roa Bastos en su casi homónima novela.

Después de tal pesadilla, la nación logró recuperarse con las gestiones del profesor Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano López, quienes, en apenas algo más de dos décadas, mediante tensas alianzas con el imperio inglés y sin ceder la soberanía, lideraron un proceso de reigualación social y volvieron a hacer de la nación un modelo alternativo latinoamericano, ahora con un desarrollo agrícola combinado con una precoz industrialización, que dotó al país con hornos siderúrgicos, robustas redes ferroviarias y una eficaz flota mercante. Sólo que esta transformación convocó la inquina vecinal del esclavista subimperio portugués-brasileño, quien, con una Triple Alianza con Argentina y Uruguay, en poco más de cinco años arrasó la infraestructura paraguaya y por poco comete un genocidio completo: se estima que de unos dos millones de habitantes que tenía el país a fines de 1864, sólo sobrevivieron, para 1870, menos de 300000 personas, en su mayoría mujeres, niños, ancianos y extranjeros; más del 90% de los varones paraguayos mayores de quince años perecieron en la contienda junto a su líder Solano López.

Ni la aplicación de su tradicional método poligínico, ni su homogeneidad étnica, ni su riqueza cultural, ni alguna que otra gestión progresista han sido suficientes para devolver al Paraguay el lustre de sus distintos pasados. Cierta recuperación alcanzada en las primeras décadas del siglo XX, fue abortada de nuevo por la Guerra del Chaco, esta vez contra su vecina noroccidental, Bolivia, quien, azuzada por transnacionales estadounidenses que creyeron que había petróleo en El Chaco, la desolada llanura del occidente paraguayo, le declaró la guerra durante tres años (1932-1935); afortunadamente, cuando se comprobó que era falsa la suposición petrolera, tan sólo habían perecido cerca de cien mil bolivianos y paraguayos, en la más cruenta guerra americana del siglo pasado. Por si le quedara algo de aliento, Paraguay recibió el castigo de nuevas noches de dictaduras gorilas, como la de Stroessner, apoyado por los Estados Unidos durante treinta y cinco años (1954-1989), hasta volverla la nación encerrada, ignorada y venida a menos que fuera hasta hace poco, cuando pareciera estar iniciando, cual ave Fénix, otro renacer.

En síntesis, las conclusiones parecen sobrar, y sólo se nos ocurre acotar que de ninguna otra nación latinoamericana podría afirmarse tan lapidaria- mente, como lo hizo Barret en su El dolor paraguayo, que es "...una ruina que sangra, ...un hogar sin padre"; aunque, a modo de esperanza, emergida del fondo de semejante caja de Pandora, el mismo autor también dejó dicho, quizás remembrando aquel Aguyé del camino guaraní hacia la Tierra Sin Mal, que: "...no somos los dueños sino los depositarios de la vida. Por eso el amor es una deuda y está hecho de sacrificio. No nos entregamos solamente, sino que nos devolvemos".

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