Cuando los conquistadores españoles llegaron a los alrededores del río Paraguay se encontraron con un pueblo organizado en aldeas agrícolas, los guaraníes, que había logrado imponerse, en gran medida gracias a sus logros en horticultura y artesanía, sobre sus antecesores, pero que estaba resueltamente decidido a construir una sociedad estable y de convivencia entre todos sus miembros, y que inclusive mostró disposición a establecer una coexistencia pacífica con los recién llegados poseedores de una técnica mucho más avanzada. A la vuelta de unas pocas décadas, sin embargo, sin que esté claro cual fue el impacto de la opresión directa para imponer el modelo de las encomiendas o el efecto de las pérdidas en enfrentamientos, aliados con los hispanos, contra tribus vecinas, lo cierto es que también aquí quedó diezmada la población masculina original. La novedad consistió en que el posterior proceso de hibridación entre los varones ibéricos y las bellas guaraníes se basó, primero, en una poliginia -relaciones de un hombre con varias mujeres a la vez- socialmente aceptada, y, segundo, caso único en el subcontinente, en una igualación de derechos de los mestizos así nacidos con los escasos peninsulares o criollos descendientes de españoles. Todas estas circunstancias fueron aprovechadas, y fortalecidas además, por los misioneros jesuitas, quienes pronto descubrieron importantes afinidades entre el cristianismo y la religión original guaraní, que postulaba el Aguyé o camino de la perfección con destino a la Tierra Sin Mal, diseñaron una estrategia de respeto a la cultura autóctona y se decidieron a aplicar un esquema de transculturación no basado en la destrucción de ésta.
Bajo la gestión de los jesuitas, que obtuvieron los permisos reales y papales para impulsar su inédito experimento social, se estableció en el Paraguay y sus zonas vecinas el régimen mixto de las Misiones o reducciones, alternativo al de las encomiendas, primero, y al de las plantaciones o

Pero los celos sociales y políticos ante el éxito jesuita, que dejaba al desnudo la inhumanidad del enfoque predominante escogido por los imperios ibéricos para América Latina, si bien tardaron en aparecer no dejaron de hacer su arremetida. Inicialmente a manos de los portugueses promotores del sistema de plantaciones esclavistas, las misiones sufrieron severos ataques -como el reseñado en la película La misión, con Jeremy Irons y Robert de Niro-, y después, ya devastadoramente, a partir de la expulsión de los jesuitas de América en 1767, a quienes se acusó de intentar socavar la autoridad imperial y papal y de actuar con intereses conspirativos propios. Del sistema de misiones quedó un conjunto de ruinas, pues fue brutalmente arrasado, sus propiedades destruidas o repartidas en plantaciones convencionales, sus colegios clausurados y sus pobladores masacrados o fugados a bosques vecinos; pero también la singularidad, hecha posible gracias a la decisión de gobiernos independentistas posteriores, del bilingüismo y relativo biculturalismo de la sociedad paraguaya, prolongada hasta nuestros días con sus escasos seis millones y algo de habitantes, mestizos hispano-guaraníes en el orden de un 80%.
No conforme con deparar semejante tragedia al pueblo paraguayo, el destino, o no se sabe quien, decidió no escatimarle ninguno de los clásicos tormentos del menú latinoamericano: dictaduras antediluvianas, manipulaciones imperialistas y subimperialistas, obstaculización del desarrollo endógeno, bajos índices de desarrollo humano, etc., e incluso aderezarlo con una dosis desproporcionada de guerras fratricidas contra sus ambiciosos y manipulables vecinos. Sin pretensiones de agotar el tema y sólo para sustentar lo afirmado, el Paraguay estrenó su independencia -ganada junto a los demás pueblos rioplatenses- con una aguda disputa con la oligarquía argentina, que quiso mantenerlo bajo su control, sólo para consolidar su autonomía bajo el mandato de veintisiete años (1813-1840) de un déspota semiilustrado, semiloco y semimisántropo, pero represivo y autoritario a carta cabal, "El Supremo Dictador" José Gaspar Rodríguez Francia, cuyo talante resultó inmortalizado por Augusto Roa Bastos en su casi homónima novela.
Después de tal pesadilla, la nación logró recuperarse con las gestiones del profesor Carlos Antonio

Ni la aplicación de su tradicional método poligínico, ni su homogeneidad étnica, ni su riqueza cultural, ni alguna que otra gestión progresista han sido suficientes para devolver al Paraguay el lustre de sus distintos pasados. Cierta recuperación alcanzada en las primeras décadas del siglo XX, fue abortada de nuevo por la Guerra del Chaco, esta vez contra su vecina noroccidental, Bolivia, quien, azuzada por transnacionales estadounidenses que creyeron que había petróleo en El Chaco, la desolada llanura del occidente paraguayo, le declaró la guerra durante tres años (1932-1935); afortunadamente, cuando se comprobó que era falsa la suposición petrolera, tan sólo habían perecido cerca de cien mil bolivianos y paraguayos, en la más cruenta guerra americana del siglo pasado. Por si le quedara algo de aliento, Paraguay recibió el castigo de nuevas noches de dictaduras gorilas, como la de Stroessner, apoyado por los Estados Unidos durante treinta y cinco años (1954-1989), hasta volverla la nación encerrada, ignorada y venida a menos que fuera hasta hace poco, cuando pareciera estar iniciando, cual ave Fénix, otro renacer.
En síntesis, las conclusiones parecen sobrar, y sólo se nos ocurre acotar que de ninguna otra

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