viernes, 12 de junio de 2009

Segmentados y abortados: la tragedia del pueblo haitiano

Los primeros cien años de transculturación en la así bautizada por Colón La Isla Española fueron de una implantación al estilo convencional, con sus matanzas de la clase indígena dirigente, sus trabajos forzados en encomiendas y sus fulminantes epidemias, seguida de una hibridación de los varones hispanos con las escasas indias taínas sobrevivientes. Sin embargo, las tasas de natalidad poco pudieron frente a las de mortalidad y, hacia el año 1600, la escasa población criolla y mestiza debió concentrarse en el lado oriental de la isla para incrementar sus posibilidades de sobrevivencia y protegerse de las constantes incursiones de filibusteros y bucaneros ingleses y -sobre todo- franceses que azotaban el lado occidental. Estos últimos piratas asumieron gradualmente el control de este flanco izquierdo de Quisqueya, nombre indígena de la isla, y, hacia mediados del siglo XVII, introdujeron la técnica de la producción de caña de azúcar basada en la importación y explotación masivas de esclavos africanos. Hacia fines de ese mismo siglo, Francia logró la cesión formal de España de esta parte de la isla, que controlaba de hecho, pasó a llamarla Saint-Domingue y la convirtió en una de las colonias más rentables de todo el Nuevo Mundo, primer centro mundial de la producción azucarera y generador de un tercio del valor total de las exportaciones francesas. Tal éxito económico llevó a la sobrepoblación y sobreexplotación de la mano de obra, la cual, para el momento de la Revolución Francesa, alcanzaba a más de medio millón de esclavos frente a sólo 32000 blancos y 24000 mulatos libres (descendientes de franceses y negras).

En 1791, cuando la masa esclava tuvo noticias de la Revolución Francesa y su Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, se lanzó a la lucha por la libertad y logró, en 1794, que los franceses decretaran la abolición de la esclavitud y aceptaran el nombramiento de Toussaint-Louverture, el jefe de la rebelión, como Gobernador General de la que pasaría a ser una región francesa ultramarina. Pasada la euforia libertaria francesa, el ascenso de las ambiciones imperiales napoleónicas condujo a un intento de reestablecer el viejo régimen colonial y al envío de una tropa, bajo el mando de su cuñado Leclerc, para el logro de tal propósito. Después de meses de batalla se llegó a un arreglo de paz, sólo que, al viejo estilo tan europeo, este pacto fue desconocido por los franceses y ajusticiado el dirigente rebelde, con lo cual se desató una ira tal que, sumada al pánico por el reestablecimiento de la esclavitud, terminó en una violentísima confrontación en la que, prácticamente, fueron degollados todos los varones blancos y violadas y descuartizadas sus mujeres -salvo quienes lograron, como Paulina, la hermana de Napoleón, escapar a Europa o hacia las islas vecinas-, a la vez que saqueadas y destruidas todas las mansiones del régimen señorial.

Arrasada la dominación blanca, en 1804 se declaró la independencia de toda la isla, la primera de América Latina, bajó el nombre indígena de Haití. Lo que siguió es la historia de la revolución más puramente cargada de odio y carente de programas quizás habida en el mundo, con facetas como la del entronizamiento de un rey negro, Christophe, antiguo cocinero esclavo, que se creyó dios y con la divisa de "Dios, mi causa y mi espada", implantó la más fastuosa y despilfarradora corte, edificó palacios inverosímiles como el de Sans-Souci y fortalezas inexpugnables como la de Laferrière -en cuya construcción se empleó sangre de toros en lugar de agua para preparar las argamasas, y donde perecieron miles de trabajadores forzados, incluyendo ancianos, mujeres y niños-, inventó una nueva religión híbrida entre el catolicismo y los tribalismos africanos, en la que se autoproclamó sumo pontífice y que consolidó el llamado vudú antillano, reestableció un régimen de esclavismo entre negros que superó en crueldad al sistema anterior, que parecía haber alcanzado el máximo posible, y forzó a tal extremo de arbitrariedades y castigos a sus súbditos que estos se amotinaron, provocaron su suicidio en 1820, y arrasaron el reino con una furia sólo comparable al vandalismo de la revuelta antifrancesa inicial. Tan asombrosas y difíciles de creer son estas historias de la abortada revolución haitiana que Alejo Carpentier debió inventar el concepto de lo real maravilloso y escribir El reino de este mundo para poderlas evocar aunque fuese someramente.

Desde entonces, el desenvolvimiento histórico de Haití ha sido una sucesión de aislamientos regionales e internacionales, que lo han llevado a comportarse como un segmento perdido de África en América; enfrentamientos racistas entre la mayoritaria masa negra y la escasa población mulata más ilustrada, a quien se suele acusar de afrancesada - los affranchis- y con frecuencia se la agrede, expulsa o hace emigrar a otros países, con grave fuga de cerebros; enfrentamientos e invasiones, violentas o migratorias, del ala occidental contra la oriental de la isla, con la independización de ésta, en 1844, para dar origen a la actual República Dominicana; endeudamientos ante potencias, escasez de empleos productivos, dificultades para la urbanización e industrialización, escasez de energía y devastación de los suelos por la demanda de leña y maderas de los bosques; intervenciones durante décadas de los Marines estadounidenses o, recientemente, de fuerzas de la ONU; dictaduras oprobiosas con pretensiones dinásticas, como la de François Duvalier, Papa Doc, y su hijo Baby Doc, con sus temibles fuerzas de choque, los tontons macoutes, o sus pares dominicanos Trujillo y su pupilo Balaguer, tuteladas por los Estados Unidos...

Todo ello para engendrar un Haití contemporáneo con poco más de ocho millones de habitantes, con 94% de negros y más de 5% de mulatos, que está entre los pueblos más pobres del mundo y que en América Latina ostenta los más altos niveles de analfabetismo (cerca de la mitad de la población), pobreza (80%), pobreza crítica (35%) y desigualdad de distribución del ingreso (Coeficiente de Gini de más de 60%), así como los más bajos niveles de ingreso per cápita (alrededor de 500 US$), Índice de Desarrollo Humano (de más o menos 0,50), esperanza de vida (57 años), calidad de vida (índice de 4000 frente a más de 6000 en el grueso de países de la región), y hay que parar de contar por que nos agobia la tristeza. Los escasos momentos de gobiernos progresistas haitianos, como el del sacerdote Aristide, teólogo de la liberación, que sólo pudo, acosado por la reacción militar interna y la injerencia estadounidense, ejercer a ratos hasta que, en 2004, debió renunciar a su cargo y abandonar el país, con nuevas intervenciones de fuerzas militares externas para evitar nuevas masacres nacionales ante las protestas sociales, son la excepción que confirma la regla de la tragedia haitiana.

Por su parte, el pueblo dominicano, con poco más de nueve millones de habitantes, de los que tres cuartas partes son mulatos y cerca de un 10% negros, hasta fines de los pasados setenta había corrido una suerte política de intervenciones y desgarramientos internos con muchas analogías a los de su gemelo insular. Pero, con su mayor apertura cultural hacia Occidente, una lucha más gradual por su independencia política, sin la sobredosis de racismo negro y sin la devastación de los suelos, logró impedir lo que habría sido un funesto siamesismo, y en las últimas décadas ha emprendido un proceso de paulatina recuperación democrática y ordenamiento de su economía al calor de desarrollos turísticos, que han llevado la semiisla a ingresar al círculo de naciones latinoamericanas con las más interesantes perspectivas futuras.

Nos cuesta renunciar a pensar que la experiencia haitiana condensa, de la manera más pura y extrema, lo que podría ocurrir si toda Latinoamérica se dejase llevar por las invitaciones de tantos adictos al odio y la violencia, tantos occidentófobos y partidarios de la ruptura con toda modernidad, y tantos socialistas apurados y alérgicos al trabajo paciente y sostenido en pro de la transformación de nuestras capacidades productivas, participativas, creativas y restantes. Si bien sería cómplice negar la responsabilidad que, en dramas como el haitiano, tienen potencias y naciones que pretenden dictar cátedras de derechos humanos a los pueblos más pobres y atrasados, es asimismo imposible soslayar la responsabilidad, al menos del mismo tenor, que tenemos los latinoamericanos a la hora de escoger las estrategias de construcción de nuestras naciones. La vía del ojo por ojo y diente por diente escogida por los haitianos coloca al desnudo cuanto podemos perder si escogemos las escaladas de acciones retaliativas contra quienes nos adversan, precisamente en arenas en donde somos los más vulnerables.

Los latinoamericanos tenemos que aprender, como lo dijera Aristide en su último libro, a "ver con los ojos del corazón y encontrar un camino para los pobres en la era de la globalización", y zafarnos de la maldición, cara a los extremismos de todos los pelajes, que denunciara para su país el prócer, escritor y profesor dominicano Juan Bosch -a quien sólo se le permitió ejercer su lícita presidencia por unos meses-, según la cual todo lo que no sea de la plena complacencia estadounidense tiene que declararse comunista, enfrentarse violentamente al imperio y correr el riesgo de ser aplastado. Entre la complacencia pasiva y la violencia reactiva, ¿por qué no optar por la cada vez más efectiva no-violencia activa?

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