En el artículo anterior, con nuestro afán por presentar nuevos términos y evidenciar la suma importancia que le concedemos a la transformación de capacidades propositivas o de definición de propósitos al inicio de los procesos productivos, culturales o políticos en nuestra América Latina, no llegamos a establecer la secuencia de conjunto que caracterizaría a los procesos tradicionales de vida en el contexto de sociedades sedentarias o con una base agrícola de subsistencia, con divisiones del trabajo mucho más marcadas y lenguajes mucho más especializados. Mientras que la secuencia de los procesos elementales, propia de las sociedades primitivas nómadas, sería algo así como: (Incepción) - Operación - (Finalización), con una sola etapa principal; en las sociedades tradicionales, del tipo encontrado por los conquistadores latinos en nuestros territorios del siglo XVI, tal secuencia se haría más compleja hasta convertirse en una secuencia del tipo: (Incepción) - Propositación - Construcción - Operación - Distribución - (Finalización), con cuatro etapas bien diferenciadas entre los momentos iniciales y finales de los procesos de vida.
La realización de las etapas de construcción y distribución demanda propósitos claros al inicio del proceso social tradicional, pues sólo así la visión del proceso en su conjunto es suficiente para respaldar el despliegue de la energía de los participantes a través de estas etapas más complejas, que suelen ser exigentes, prolongadas en el tiempo y sin que sus resultados se visualicen de la manera inmediata característica de la más simple etapa operativa. En caso contrario, en ausencia de un claro asidero en la etapa de propositación, las actividades constructivas y distributivas tienden a quedar a la deriva, a realizarse a medias o de modo contrahecho, pues los grupos dependen de sus meras intuiciones y anhelos para asegurar la continuidad de los procesos y logra la plena satisfacción de sus necesidades.
Vistas desde otro ángulo, las capacidades procesales constructivas están íntimamente asociadas a las anteriormente examinadas capacidades estructurales territoriales, puesto que cualquier actividad constructiva implica una modificación sustancial y permanente del ambiente y, por tanto, de la posibilidad de aprovechar las ventajas de tal modificación en el tiempo mediante alguna modalidad de propiedad sostenible. En las condiciones de sociedades relativamente homogéneas étnicamente y/o aisladas de otros grupos sociales, estas modalidades de propiedad tiende a ser de tipo colectivo o comunitario, es decir, con los resultados del proceso constructivo: viviendas, caminos, puentes, áreas de cultivo, equipos, herramientas o equipos complejos, etc., compartidos por todo el grupo social.
No obstante, como ha sido el caso predominante en los últimos milenios de historia, en condiciones de heterogeneidad étnica y/o de amenazas o invasiones exógenas, los resultados alcanzados con la etapa de construcción, sobre todo, tienden a caer bajo el control de mecanismos privados de apropiación y posesión que, con el tiempo, sientan las bases para divisiones sociales cada vez más profundas del trabajo y las actividades sociales de toda índole, con marcadas escisiones entre quienes poseen y quienes no poseen tales medios de vida. Con el tiempo, la tendencia ha sido hacia la creación de capacidades estructurales culturales que intentan legitimar las diferencias de propiedad, con lo cual se retroalimenta el proceso y se profundizan más y más las mencionadas divisiones.
A medida en que las capacidades estructurales evolucionan desde el estadio artesanal hacia los estadios técnicos y tecnológicos, como veremos en artículos venideros, las capacidades constructivas se tornan también más y más complejas, hasta el punto en que ya no basta la sola etapa de propositación para soportarlas, sino que se requieren capacidades adicionales de programación o administración, en su siguiente ola evolutiva, y, más adelante, de realización de estudios previos de factibilidad y de planificación o diseño conceptual, que demandan, a su vez y respectivamente, capacidades estructurales más avanzadas mediáticas y educativas.
En nuestra América Latina, con el sinfín de atropellos, deformaciones y transculturaciones sufridas, pero también con nuestra incapacidad para darnos cuenta de sus alcances y superarlas, ya nuestras capacidades procesales constructivas sólo han sido desarrolladas con graves incongruencias y dicotomías, lo que ha conducido a una muy baja eficacia y eficiencia en la ejecución de proyectos sociales complejos. Nuestras visibles limitaciones para resolver de manera contundente nuestros problemas alimentarios, de vivienda y de transporte, por ejemplo, son en gran medida consecuencia de nuestra falta de capacidades procesales constructivas y al menos programativas, por un lado, y estructurales territoriales, mediáticas y educativas, por otro.
Sin embargo, también queremos dejar sentada aquí nuestra apreciación de la importancia de la transformación de capacidades que está teniendo lugar en varias naciones latinoa- mericanas, a menudo luego de una toma previa de conciencia acerca de nuestras limitaciones de recursos
y capacidades, que está llevando a adoptar enfoques cada vez más realistas de ocupación del territorio, de programación y de construcción de obras diversas que están permitiendo, como en los casos brasileño y chileno, sobre todo, un avance lento pero seguro y sostenido hacia la superación de la pobreza y la elevación de la calidad de nuestras vidas. En otros casos, por ejemplo, como el venezolano sobre todo, en donde, como ya lo hemos examinado, persisten demasiadas ilusiones y fantasías acerca del poder del Estado y de los recursos financieros, los problemas no tienden a resolverse sino simplemente a dorarse las píldoras de soluciones aparentes y no basadas en esfuerzos serios de capacitación de nuestros pueblos, validándose aquello de que el que mucho abarca poco aprieta y que de los apuros no va quedando sino el cansancio...
viernes, 28 de agosto de 2009
martes, 25 de agosto de 2009
Nuestras capacidades procesales propositivas
Para expresar emociones, estados de ánimo, matices sutiles de los sentimientos hacia otras personas y afines, o sea, para expresarnos afectiva o literariamente, es probable que nuestra hermosa lengua, la primera en Occidente y segunda del mundo en hablantes nativos, y segunda y tercera, respectivamente, en hablantes en general, carezca de rivales. Pero a la hora de teorizar, conceptualizar, definir ideas con precisión, etc., hay que reconocer que estamos algo rezagados, y no por caprichos del azar, sino porque los hispanohablantes, y sobre todo los latinoamericanos o, si gusta más, ibero o hispanoamericanos, hemos tenido relativamente poca experiencia en estas lides, aunque aquí se aplica aquello de que nunca es tarde para remediar, o lo de que más vale tarde que nunca... A manera de ejemplo, valga el caso de la palabra que hasta aquí nos trajo, relacionada con la elaboración de propósitos. Nuestro diccionario estándar, el mejor que jamás hayamos tenido -no recuerdo si ya lo dije, pero por si acaso, según mi terrícola opinión, es la 22º edición del DRAE, la de 2001-, nos ofrece el término propósito, con tres acepciones principales: ánimo o intención de hacer o de no hacer algo; objeto, mira, cosa que se pretende conseguir (que es la que nos interesa aquí); y asunto, materia de que se trata. Hasta aquí todo muy bien, pero el problema surge cuando intentamos, en el mismo DRAE, buscar los verbos, adjetivos y adverbios relacionados con este sustantivo, y salimos con las manos vacías pues no existen.
Opuestamente, sólo para completar el ejemplo y a riesgo de que este planteamiento vaya a parar a quién sabe que tenebroso expediente lingüisticopolítico contra el autor, me atrevo a citar que, en la lengua inglesa, en cualquier buen Webster reciente, al lado de purpose (propósito), el sustantivo básico, nos ofrecen, entre otros vocablos conexos y sin incluir las formas complejas o expresiones verbales, los sustantivos adicionales purposiveness (que sería algo como propositividad, en español), purposefulness (algo como propositosidad) y purposelessness (algo en la onda de proposicarentidad o carencia de propósitos), el verbo purpose (que sería como propositar), los adjetivos purposive (propositivo), purposeful (más o menos como propositoso), purposeless (algo como proposicarente, puesto que despropósito es otra cosa), y los adverbios purposely (propósitamente), purposively (propositivamente), purposefully (propositosamente), y purposelessly (proposicarentemente), con lo cual tenemos muchas opciones de conceptualizar lo que queremos expresar a propósito de propósito.
Debido a esto, a lo que el autor considera que es una limitación de nuestra lengua, y hasta tanto el pobre no tenga mejores ideas o la vida le alcance para meterle el diente en serio al griego, al latín y otras lenguas útiles para la fabricación, sin protestas, de nuevas palabras -y ¡ah mundo! si pudiese ser con la pontificia aprobación de alguna Academia-, entonces la política adoptada ha sido y será la siguiente: (1) se agotan los esfuerzos por conseguir en el DRAE el o los términos que se desean, y, si se logra: ¡aleluya!; (2) si no es así, se busca en los diccionarios de lenguas que al menos medio se conocen el o los términos buscados y, si se consiguen, como ocurrió en este caso, entonces se hace el mejor esfuerzo por traducir dichos términos al español, y se le da una breve explicación o indicación al lector de lo que se hizo (o, como ha ocurrido a menudo, en los largos años que el susodicho autor tiene escribiendo para sí mismo, esto último se omite...); y (3), si tampoco se consigue lo buscado en otras lenguas, entonces se inventan el o los términos buscados, con apoyo razonable en las raíces etimológicas griegas o latinas conocidas, y mejor si preguntándole a alguien más ducho sobre tales raíces, y ofreciéndole a los potenciales lectores (excepto cuando...) una explicación y casi excusa por el atrevimiento, etc.
En definitiva, amamos y le profesamos el mayor respeto a nuestra lengua española, pero no le concedemos el derecho a no lavar ni prestar la batea, o sea, a hacer el ridículo con malabarismos verbales injustificados, como en la época en que no teníamos realacadémicamente aprobado el término apartamento, y había puristas empeñados en que se dijera apartamiento, que era el que sí teníamos, pero que significaba algo así como "lugar apartado y retirado", lo cual originó mamaderas de gallo como la que, no recuerdo donde lo leí, se le atribuyó a nuestro Miguel Otero Silva, a quien una amiga refinada le dijo algo así como: "¡Ay Miguel, que problema tengo! Me voy a casar y no encuentro apartamiento", a lo que el criollo respondió: "¡Caramba, chica! No sabes como lo lamiento..." Bueno, los pocos pelos que me quedan no van a alcanzar para que los halen mis amigos partidarios de la bloguicortedad, así que mejor se imaginan, sin que se los explique, que a donde quiero llegar es a que sí estoy consciente de que este adjetivo propositivas y sus variantes, que estoy usando para definir estas capacidades procesales, no es precisamente ortodoxo, pero...
La definición de propósitos, a la que no vemos por qué no llamar, de acuerdo al método expuesto (en su paso (3), puesto que tampoco conseguimos nada en otras cinco lenguas), propositación, es una primera etapa, de importancia improbable de exagerar, en los procesos tradicionales de vida que suponemos surgidos al calor de la maduración lingüística que habría ocurrido en los albores de las primeras sociedades civilizadas sin conexión con o afiliación a otras (según Toynbee). Es decir, de los primeros tiempos de las muy pocamente estudiadas -y no por casualidad, sino porque pareciera haber intereses de las civilizaciones vencedoras...- sociedades sedentarias o con base rural, pero todavía sin clases sociales o divisiones sociales marcadas del trabajo, como la primera civilización maya, la egea, la sumerioacadia, la sínica o china, la indo o hindú, y, por poco, nuestra cuasicivilización -si aceptamos como un requisito civilizatorio la posesión de la escritura- arahuaca noroccidental (protovenezolana). La corazonada central que nos lleva a sentirnos tan persuadidos de que esto fue así surge no de lecturas o estudios, que los ha habido, sino de cierta experiencia en más de cien proyectos acometidos en nuestra vida profesional, y otros cuantos en nuestras otras vidas, que nos han dejado vivencias sobre la absoluta relevancia de discutir exhaustivamente y aprobar colectivamente los propósitos últimos de cada proyecto, pues el tiempo dedicado a esta propositación se recupera con creces en el curso del proceso productivo o creativo correspondiente, en términos de participación de los miembros del equipo o grupo del proyecto en cuestión; así como de la fuerte intuición que tenemos de que esta exigencia de propositar los proyectos tiene que haber estado presente dondequiera que haya existido, como lo suponemos en las sociedades civilizadas altamente colectivizadas y con suficiente madurez lingüística, la necesidad de incorporar plenamente las energías de todos al logro de los propósitos de los procesos de vida. O, dicho en sentido contrario, cualquier intento por ahorrar estas discusiones iniciales conduce luego a confusiones, a la pérdida de energías y a tener que volver una y otra vez a definir los propósitos de lo que se está haciendo.
En el ambiente profesional ingenieril y sus afines, a esta etapa inicial de los proyectos se le suele denominar Análisis de necesidades, y, tanto en la literatura como en la práctica sobre el tema, es el punto de partida obligatorio de todo proyecto tecnológico exigente, al punto de que el minúsculo Centro de Transformación Sociotecnológica, que he dirigido por más de dos décadas, hace tiempo que decidió que ya las propuestas iniciales a los clientes o usuarios deben consistir precisamente en tal análisis. En una sociedad mercantilista como la que nos ha rodeado, es obvio que esto nos ha costado más de un dolor de cabeza, pues diversos vivos se han aprovechado de nuestra supuesta ingenuidad para apropiarse de la propuesta como un estudio gratuito o, peor todavía, para usarla como requerimiento a satisfacer por organizaciones inescrupulosas que se presten para "hacer más barato el mismo trabajo..." Pero aún así, ha sido tal nuestra convicción a este respecto, que, en el fondo, nos hemos alegrado cada vez que esto ha ocurrido, pues con semejantes clientes o usuarios, incapaces de valorar la importancia de una clara propositación de los proyectos desde el vamos, es preferible no trabajar juntos y mucho menos revueltos: allá ellos con lo que se pierden.
Ahora bien, cabe preguntarse: ¿por qué esta práctica tan necesaria y común en los proyectos ingenieriles avanzados es tan poco conocida en el ámbito de las iniciativas técnicas, artesanales, creativas, políticas, culturales, religiosas, conyugales, amistosas, etc., que a diario adelantamos, en los más diversos niveles y ámbitos, en nuestros países latinoamericanos, en donde todo el tiempo tenemos la sensación de que la necesidad a satisfacer o el propósito último del esfuerzo acometido o por acometer ya lo definió o tiene que definirlo alguien más, y siempre estamos como haciendo mandados para lograr algo que sólo otro u otros conocen? Tan importante nos ha parecido, desde ha mucho, esta pregunta, que no hemos escatimado neuronas para buscarle respuestas, pues nos luce que aquí está una de las claves para que nuestra América Latina, y con ella buena parte de nuestro adolorido tercer mundo, salga por fin de su secular marasmo histórico.
Y, sin ambages, ofrecemos nuestra respuesta: no lo hacemos porque nuestra historia, como la de otros pueblos sometidos por siglos a la dominación y explotación por parte de pueblos con capacidades sociales más avanzadas, ha sido una historia de sobretutelas, sobredominaciones, sobredivisiones del trabajo, sobremanipulaciones, sobrealienaciones, sobreexplotaciones, y parémoslo allí, en donde la regla de nuestros procesos y estructuras de vida ha sido que los propósitos y valores esenciales inspiradores de nuestras actividades los definan otros, para nosotros. Con tal pedigree histórico y social, no es entonces casual que, después de siglos, en el caso social, o de décadas o años en el plano individual, recibiendo instrucciones mediáticas acerca de cómo hacer todo y sin espacio para hacernos preguntas o ensayar respuestas acerca del por qué y para qué de las cosas, y menos para ponernos de acuerdo con otros sobre tales fines o propósitos, desemboquemos en una realidad en donde la regla, con sus descontadas múltiples excepciones, en nuestros países, es la de que el padre, la madre, el esposo, la esposa, el novio, el maestro, la dirigente, el sacerdote, el animador, la jefa, ... son siempre los que deciden el propósito de lo que haremos, incluso en los niveles más elementales, como si todos los procesos de vida en que participamos fuesen como deplazarnos en un vehículo que tiene un solo puesto para el chofer o conductor que es quien decide.
Todavía a un par de siglos, años más o años menos, de conquistadas nuestras independencias políticas, nuestras sociedades son como si a un colectivo de gallinas y gallos, después de vivir en cautiverio o domesticación por siglos, se les soltara en plena selva a vivir dizque independientemente. Lo que nos ha ocurrido, al no saber en el fondo lo que queremos o como vivir independientemente, es que nos la hemos pasado construyendo jaulas, aceptando caudillos y buscando quien nos ordene o instruya sobre lo que tenemos que hacer, y mejor si echándoles la culpa a otros por nuestra dependencia, como si pudiera haberla sin dependientes... A muchos extranjeros, europeos, y nórdicos sobre todo, que nos visitan, les sorprenden nuestras incapacidades para definir lo que queremos ser, nuestros fines en la vida o los propósitos de nuestras actividades, o para ponernos de acuerdo en nuestras acciones colectivas, en fin, para propositar nuestros procesos de vida, aún en las iniciativas o relaciones más sencillas. Mientras que muchísimos niños gringos, alemanes, japoneses o qué se yo poseen respuestas elaboradas ante la pregunta ¿qué quieres ser cuando seas grande?, muchos de nuestros ya grandes pasan trabajo y tragan grueso cuando se les pregunta ¿cuál es tu propósito en la vida?, pues lo que abunda es aquello de que "como vaya viniendo vamos viendo..." Cuando, en muchas entrevistas para emplear profesionales, les hemos preguntado ¿cuál es tu propósito de carrera?, o bien, la mayoría, no sabe de qué les estamos hablando, o bien, una minoría, repiten como loros alguna frase que les redactó algún "experto en currículos" copiada de patrones que se venden en el mercado o traducidos generalmente del inglés, quedando apenas un residuo de excepción para quienes sí habían pensado en serio en el asunto. Esto, por supuesto, no tiene nada que ver con rigideces modernas ni con algunas respuestas posmodernas de quienes, ansiosos de inyectarle flexibilidad y alegría a la vida, hacen como que subestiman la definición de objetivos rígidos de lo que buscan...Y si todavía alguno percibe algún tufo pitiyanqui o proimperio en lo que va dicho, queremos recordarle que, por ejemplo, nadie menos que Simón Bolívar llegó a afirmar, en su conocida misiva jamaiquina, refiriéndose al porqué de nuestros fracasos y a nuestra dificultad para ser libres -o propositados, podríamos decir nosotros-, que "el alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad: se enfurece en los tumultos o se humilla en las cadenas".
En resumidas cuentas, no encontramos manera de exagerar la importancia de rescatar la propositividad de cuanto hagamos en nuestro subcontinente en cualquier ámbito o a cualquier nivel, de transformar nuestras capacidades propositivas para energizar nuestros procesos de vida, de combatir nuestras proposicarencias y nuestra proposicarentividad, pues es tal nuestra inexperiencia generalizada en esta materia que no vemos manera de errar por exceso o volvernos demasiado propositosos. Alertar, entre nosotros, que hemos vivido por siglos bailando al son que otros nos tocan, contra los peligros de un exceso de propositividad en nuestras acciones es algo así como prevenir al indigente extremo contra los peligros del consumismo moderno, o como perorar ante una criatura virgen de cincuenta años sobre los peligros del SIDA...
Y no nos queda ya sino cerrar esta entrada con un llamado enfebrecido e implorante a quienes se dignen a leer estas notas para que reflexionen e intenten poner en uso y en práctica este impulso a nuestras capacidades propositivas a todos los niveles y planos, desde el individual: ¿Qué es lo que verdaderamente quiero hacer con mi vida?, hasta lo social, donde quiera que podamos: ¿Qué es lo que en el fondo queremos lograr como movimientos o instituciones o naciones?; desde lo afectivo: ¿Por qué estamos juntos?, hasta lo productivo: ¿Para qué y para quiénes estamos aquí produciendo?; desde el cortísimo plazo: ¿Qué es lo que quiero lograr esta semana?, hasta el más largo: ¿Y en lo que me resta de vida, o en el próximo siglo de América Latina? Pues de aquí, de este o estos verbos y de esta propositación que nos salga del alma, brotará la energía de los procesos de vida que necesitamos para ser libres, fraternales y con igualdad de oportunidades para todos.
Al principio todo era confusión y no había nada en la tierra, hasta que advino el verbo divino y dijo: ¡Haya luz!, y se creó el mundo, reza más o menos en sus primeras líneas nuestro libro occidental, sagrado o no, de sabiduría. Antes del tiempo, la materia o el espacio todo era un caos y entonces, hace unos 14500 millones de años ocurrió el Big-Ban, y emergió el universo conocido, aseguran los físicos. Para recrear el universo sólo hace falta darle un nombre le dice la Emperatriz Infantil a Bastián, el protagonista de La historia sin fin, de Michael Ende, cuando parece que ya todo se acaba, inclusive la historia misma. Sólo aquellos que lleven un caos dentro de sí podrán poner en el mundo una estrella danzante, dijo en algún lugar aquel Nietzche. Y a mí me provocó decir también y otra vez lo mismo, sólo que algo fastidiado de tanto hablar de palabras y con palabras...
Opuestamente, sólo para completar el ejemplo y a riesgo de que este planteamiento vaya a parar a quién sabe que tenebroso expediente lingüisticopolítico contra el autor, me atrevo a citar que, en la lengua inglesa, en cualquier buen Webster reciente, al lado de purpose (propósito), el sustantivo básico, nos ofrecen, entre otros vocablos conexos y sin incluir las formas complejas o expresiones verbales, los sustantivos adicionales purposiveness (que sería algo como propositividad, en español), purposefulness (algo como propositosidad) y purposelessness (algo en la onda de proposicarentidad o carencia de propósitos), el verbo purpose (que sería como propositar), los adjetivos purposive (propositivo), purposeful (más o menos como propositoso), purposeless (algo como proposicarente, puesto que despropósito es otra cosa), y los adverbios purposely (propósitamente), purposively (propositivamente), purposefully (propositosamente), y purposelessly (proposicarentemente), con lo cual tenemos muchas opciones de conceptualizar lo que queremos expresar a propósito de propósito.
Debido a esto, a lo que el autor considera que es una limitación de nuestra lengua, y hasta tanto el pobre no tenga mejores ideas o la vida le alcance para meterle el diente en serio al griego, al latín y otras lenguas útiles para la fabricación, sin protestas, de nuevas palabras -y ¡ah mundo! si pudiese ser con la pontificia aprobación de alguna Academia-, entonces la política adoptada ha sido y será la siguiente: (1) se agotan los esfuerzos por conseguir en el DRAE el o los términos que se desean, y, si se logra: ¡aleluya!; (2) si no es así, se busca en los diccionarios de lenguas que al menos medio se conocen el o los términos buscados y, si se consiguen, como ocurrió en este caso, entonces se hace el mejor esfuerzo por traducir dichos términos al español, y se le da una breve explicación o indicación al lector de lo que se hizo (o, como ha ocurrido a menudo, en los largos años que el susodicho autor tiene escribiendo para sí mismo, esto último se omite...); y (3), si tampoco se consigue lo buscado en otras lenguas, entonces se inventan el o los términos buscados, con apoyo razonable en las raíces etimológicas griegas o latinas conocidas, y mejor si preguntándole a alguien más ducho sobre tales raíces, y ofreciéndole a los potenciales lectores (excepto cuando...) una explicación y casi excusa por el atrevimiento, etc.
En definitiva, amamos y le profesamos el mayor respeto a nuestra lengua española, pero no le concedemos el derecho a no lavar ni prestar la batea, o sea, a hacer el ridículo con malabarismos verbales injustificados, como en la época en que no teníamos realacadémicamente aprobado el término apartamento, y había puristas empeñados en que se dijera apartamiento, que era el que sí teníamos, pero que significaba algo así como "lugar apartado y retirado", lo cual originó mamaderas de gallo como la que, no recuerdo donde lo leí, se le atribuyó a nuestro Miguel Otero Silva, a quien una amiga refinada le dijo algo así como: "¡Ay Miguel, que problema tengo! Me voy a casar y no encuentro apartamiento", a lo que el criollo respondió: "¡Caramba, chica! No sabes como lo lamiento..." Bueno, los pocos pelos que me quedan no van a alcanzar para que los halen mis amigos partidarios de la bloguicortedad, así que mejor se imaginan, sin que se los explique, que a donde quiero llegar es a que sí estoy consciente de que este adjetivo propositivas y sus variantes, que estoy usando para definir estas capacidades procesales, no es precisamente ortodoxo, pero...
La definición de propósitos, a la que no vemos por qué no llamar, de acuerdo al método expuesto (en su paso (3), puesto que tampoco conseguimos nada en otras cinco lenguas), propositación, es una primera etapa, de importancia improbable de exagerar, en los procesos tradicionales de vida que suponemos surgidos al calor de la maduración lingüística que habría ocurrido en los albores de las primeras sociedades civilizadas sin conexión con o afiliación a otras (según Toynbee). Es decir, de los primeros tiempos de las muy pocamente estudiadas -y no por casualidad, sino porque pareciera haber intereses de las civilizaciones vencedoras...- sociedades sedentarias o con base rural, pero todavía sin clases sociales o divisiones sociales marcadas del trabajo, como la primera civilización maya, la egea, la sumerioacadia, la sínica o china, la indo o hindú, y, por poco, nuestra cuasicivilización -si aceptamos como un requisito civilizatorio la posesión de la escritura- arahuaca noroccidental (protovenezolana). La corazonada central que nos lleva a sentirnos tan persuadidos de que esto fue así surge no de lecturas o estudios, que los ha habido, sino de cierta experiencia en más de cien proyectos acometidos en nuestra vida profesional, y otros cuantos en nuestras otras vidas, que nos han dejado vivencias sobre la absoluta relevancia de discutir exhaustivamente y aprobar colectivamente los propósitos últimos de cada proyecto, pues el tiempo dedicado a esta propositación se recupera con creces en el curso del proceso productivo o creativo correspondiente, en términos de participación de los miembros del equipo o grupo del proyecto en cuestión; así como de la fuerte intuición que tenemos de que esta exigencia de propositar los proyectos tiene que haber estado presente dondequiera que haya existido, como lo suponemos en las sociedades civilizadas altamente colectivizadas y con suficiente madurez lingüística, la necesidad de incorporar plenamente las energías de todos al logro de los propósitos de los procesos de vida. O, dicho en sentido contrario, cualquier intento por ahorrar estas discusiones iniciales conduce luego a confusiones, a la pérdida de energías y a tener que volver una y otra vez a definir los propósitos de lo que se está haciendo.
En el ambiente profesional ingenieril y sus afines, a esta etapa inicial de los proyectos se le suele denominar Análisis de necesidades, y, tanto en la literatura como en la práctica sobre el tema, es el punto de partida obligatorio de todo proyecto tecnológico exigente, al punto de que el minúsculo Centro de Transformación Sociotecnológica, que he dirigido por más de dos décadas, hace tiempo que decidió que ya las propuestas iniciales a los clientes o usuarios deben consistir precisamente en tal análisis. En una sociedad mercantilista como la que nos ha rodeado, es obvio que esto nos ha costado más de un dolor de cabeza, pues diversos vivos se han aprovechado de nuestra supuesta ingenuidad para apropiarse de la propuesta como un estudio gratuito o, peor todavía, para usarla como requerimiento a satisfacer por organizaciones inescrupulosas que se presten para "hacer más barato el mismo trabajo..." Pero aún así, ha sido tal nuestra convicción a este respecto, que, en el fondo, nos hemos alegrado cada vez que esto ha ocurrido, pues con semejantes clientes o usuarios, incapaces de valorar la importancia de una clara propositación de los proyectos desde el vamos, es preferible no trabajar juntos y mucho menos revueltos: allá ellos con lo que se pierden.
Ahora bien, cabe preguntarse: ¿por qué esta práctica tan necesaria y común en los proyectos ingenieriles avanzados es tan poco conocida en el ámbito de las iniciativas técnicas, artesanales, creativas, políticas, culturales, religiosas, conyugales, amistosas, etc., que a diario adelantamos, en los más diversos niveles y ámbitos, en nuestros países latinoamericanos, en donde todo el tiempo tenemos la sensación de que la necesidad a satisfacer o el propósito último del esfuerzo acometido o por acometer ya lo definió o tiene que definirlo alguien más, y siempre estamos como haciendo mandados para lograr algo que sólo otro u otros conocen? Tan importante nos ha parecido, desde ha mucho, esta pregunta, que no hemos escatimado neuronas para buscarle respuestas, pues nos luce que aquí está una de las claves para que nuestra América Latina, y con ella buena parte de nuestro adolorido tercer mundo, salga por fin de su secular marasmo histórico.
Y, sin ambages, ofrecemos nuestra respuesta: no lo hacemos porque nuestra historia, como la de otros pueblos sometidos por siglos a la dominación y explotación por parte de pueblos con capacidades sociales más avanzadas, ha sido una historia de sobretutelas, sobredominaciones, sobredivisiones del trabajo, sobremanipulaciones, sobrealienaciones, sobreexplotaciones, y parémoslo allí, en donde la regla de nuestros procesos y estructuras de vida ha sido que los propósitos y valores esenciales inspiradores de nuestras actividades los definan otros, para nosotros. Con tal pedigree histórico y social, no es entonces casual que, después de siglos, en el caso social, o de décadas o años en el plano individual, recibiendo instrucciones mediáticas acerca de cómo hacer todo y sin espacio para hacernos preguntas o ensayar respuestas acerca del por qué y para qué de las cosas, y menos para ponernos de acuerdo con otros sobre tales fines o propósitos, desemboquemos en una realidad en donde la regla, con sus descontadas múltiples excepciones, en nuestros países, es la de que el padre, la madre, el esposo, la esposa, el novio, el maestro, la dirigente, el sacerdote, el animador, la jefa, ... son siempre los que deciden el propósito de lo que haremos, incluso en los niveles más elementales, como si todos los procesos de vida en que participamos fuesen como deplazarnos en un vehículo que tiene un solo puesto para el chofer o conductor que es quien decide.
Todavía a un par de siglos, años más o años menos, de conquistadas nuestras independencias políticas, nuestras sociedades son como si a un colectivo de gallinas y gallos, después de vivir en cautiverio o domesticación por siglos, se les soltara en plena selva a vivir dizque independientemente. Lo que nos ha ocurrido, al no saber en el fondo lo que queremos o como vivir independientemente, es que nos la hemos pasado construyendo jaulas, aceptando caudillos y buscando quien nos ordene o instruya sobre lo que tenemos que hacer, y mejor si echándoles la culpa a otros por nuestra dependencia, como si pudiera haberla sin dependientes... A muchos extranjeros, europeos, y nórdicos sobre todo, que nos visitan, les sorprenden nuestras incapacidades para definir lo que queremos ser, nuestros fines en la vida o los propósitos de nuestras actividades, o para ponernos de acuerdo en nuestras acciones colectivas, en fin, para propositar nuestros procesos de vida, aún en las iniciativas o relaciones más sencillas. Mientras que muchísimos niños gringos, alemanes, japoneses o qué se yo poseen respuestas elaboradas ante la pregunta ¿qué quieres ser cuando seas grande?, muchos de nuestros ya grandes pasan trabajo y tragan grueso cuando se les pregunta ¿cuál es tu propósito en la vida?, pues lo que abunda es aquello de que "como vaya viniendo vamos viendo..." Cuando, en muchas entrevistas para emplear profesionales, les hemos preguntado ¿cuál es tu propósito de carrera?, o bien, la mayoría, no sabe de qué les estamos hablando, o bien, una minoría, repiten como loros alguna frase que les redactó algún "experto en currículos" copiada de patrones que se venden en el mercado o traducidos generalmente del inglés, quedando apenas un residuo de excepción para quienes sí habían pensado en serio en el asunto. Esto, por supuesto, no tiene nada que ver con rigideces modernas ni con algunas respuestas posmodernas de quienes, ansiosos de inyectarle flexibilidad y alegría a la vida, hacen como que subestiman la definición de objetivos rígidos de lo que buscan...Y si todavía alguno percibe algún tufo pitiyanqui o proimperio en lo que va dicho, queremos recordarle que, por ejemplo, nadie menos que Simón Bolívar llegó a afirmar, en su conocida misiva jamaiquina, refiriéndose al porqué de nuestros fracasos y a nuestra dificultad para ser libres -o propositados, podríamos decir nosotros-, que "el alma de un siervo rara vez alcanza a apreciar la sana libertad: se enfurece en los tumultos o se humilla en las cadenas".
En resumidas cuentas, no encontramos manera de exagerar la importancia de rescatar la propositividad de cuanto hagamos en nuestro subcontinente en cualquier ámbito o a cualquier nivel, de transformar nuestras capacidades propositivas para energizar nuestros procesos de vida, de combatir nuestras proposicarencias y nuestra proposicarentividad, pues es tal nuestra inexperiencia generalizada en esta materia que no vemos manera de errar por exceso o volvernos demasiado propositosos. Alertar, entre nosotros, que hemos vivido por siglos bailando al son que otros nos tocan, contra los peligros de un exceso de propositividad en nuestras acciones es algo así como prevenir al indigente extremo contra los peligros del consumismo moderno, o como perorar ante una criatura virgen de cincuenta años sobre los peligros del SIDA...
Y no nos queda ya sino cerrar esta entrada con un llamado enfebrecido e implorante a quienes se dignen a leer estas notas para que reflexionen e intenten poner en uso y en práctica este impulso a nuestras capacidades propositivas a todos los niveles y planos, desde el individual: ¿Qué es lo que verdaderamente quiero hacer con mi vida?, hasta lo social, donde quiera que podamos: ¿Qué es lo que en el fondo queremos lograr como movimientos o instituciones o naciones?; desde lo afectivo: ¿Por qué estamos juntos?, hasta lo productivo: ¿Para qué y para quiénes estamos aquí produciendo?; desde el cortísimo plazo: ¿Qué es lo que quiero lograr esta semana?, hasta el más largo: ¿Y en lo que me resta de vida, o en el próximo siglo de América Latina? Pues de aquí, de este o estos verbos y de esta propositación que nos salga del alma, brotará la energía de los procesos de vida que necesitamos para ser libres, fraternales y con igualdad de oportunidades para todos.
Al principio todo era confusión y no había nada en la tierra, hasta que advino el verbo divino y dijo: ¡Haya luz!, y se creó el mundo, reza más o menos en sus primeras líneas nuestro libro occidental, sagrado o no, de sabiduría. Antes del tiempo, la materia o el espacio todo era un caos y entonces, hace unos 14500 millones de años ocurrió el Big-Ban, y emergió el universo conocido, aseguran los físicos. Para recrear el universo sólo hace falta darle un nombre le dice la Emperatriz Infantil a Bastián, el protagonista de La historia sin fin, de Michael Ende, cuando parece que ya todo se acaba, inclusive la historia misma. Sólo aquellos que lleven un caos dentro de sí podrán poner en el mundo una estrella danzante, dijo en algún lugar aquel Nietzche. Y a mí me provocó decir también y otra vez lo mismo, sólo que algo fastidiado de tanto hablar de palabras y con palabras...
viernes, 21 de agosto de 2009
Nuestras capacidades procesales operativas
Reconozco que el término es poco usado y hasta suena algo leguleyo, pero si del sustantivo estructura se deriva el bastante frecuente calificativo estructural, no veo por qué restringir el uso del adjetivo procesal, que viene de proceso, en general, sólo a los procesos o asuntos legales. Usaremos entonces este término para referirnos no a la dimensión sincrónica o anatómica de las capacidades en nuestras sociedades, a las que ya hemos llamado capacidades estructurales, sino a la dimensión diacrónica, a través del tiempo o referida a los procesos característicos, que muchas veces parecieran cíclicos, de gestación y desenvolvimiento de los sistemas sociales.
Con el concepto de capacidades procesales queremos referirnos a aquellas que se han ido haciendo cada vez más importantes y necesarias, sobre todo en la medida en que se plantea la edificación de sociedades modernas, con ganas de serlo o incluso con muchas ganas de ser mucho más que modernas, para concebir, discutir la viabilidad, construir, implantar, hacer funcionar y hacer madurar las sociedades o partes de ellas. Estas capacidades procesales, a pesar de situarse en un ámbito teórico poco pisado por las llamadas ciencias sociales, son de suma relevancia para la realización de proyectos nacionales o sociales perdurables, y están en la génesis de prácticamente todos los productos económicos o culturales, políticas o descubrimientos científicos en el mundo contemporáneo, por lo cual dedicaremos esta nueva subserie de artículos de nuestro blog a examinarlas.
El celular de última generación, de que disfrutan muchos hoy, por ejemplo, es la culminación de un moderno proceso de producción que, a más de conjugar la intervención de capacidades estructurales de todo tipo, comenzó hace cuatro o más años con un análisis de necesidades, un estudio de factibilidad, un diseño experimental, un diseño básico, etc., hasta llegar a la actual etapa de comercialización que se mantendrá hasta que algún día este producto se vuelva tecnológica o económicamente obsoleto y sea reemplazado por otro. Pretender fabricar tal celular de un solo golpe o en una sola etapa operativa es una manera segura de conducir tal proyecto al fracaso, pues cuanto más innovador o sin antecedentes sea cualquier proyecto, tanto más será preciso adelantarlo por etapas en donde se vaya reduciendo parcialmente la incertidumbre correspondiente. Y esto, que es válido a nivel de las secuencias de etapas o ciclos de vida de productos, con las que están familiarizados todos los profesionales que participan en el desarrollo de nuevos bienes o servicios, es más significativo aún en un plano más general, a nivel de los procesos de vida de la sociedad entendida en su totalidad, en donde su ignorancia dificulta o hasta imposibilita el impulso de procesos de cambio profundo o modernización social.
Quizás podamos sustentar lo dicho, sin desviarnos mucho, con la siguiente aseveración: en materia de participación popular, heroísmo demostrado, audacia exhibida o sangre derramada, la revolución mexicana de 1910 y años siguientes no tiene nada que envidiarle, por ejemplo, a la revolución francesa; pero mientras que ésta fue el desenlace de un largo proceso de gestación conceptual, cultural e institucional, en donde la toma de la Bastilla estuvo precedida por un proceso de cuestionamiento profundo del Antiguo Régimen y de organización del pueblo, en donde hasta se contó hasta con una Enciclopedia contentiva de toda una nueva visión del mundo, en el caso mexicano el proceso arranca esencialmente desprovisto de una guía teórica o conceptual, con el desconocimiento del poder de Porfirio Díaz por Madero y el masivo despertar del campesinado con sus líderes Villa y Zapata. Con tan distintos antecedentes, no parece entonces casual que la revolución mexicana, y hasta ahora las revoluciones latinoamericanas en general, hayan terminado por perder el horizonte a la vuelta de pocas décadas, mientras que la francesa abrió una nueva era histórica.
Nuestros análisis nos han llevado a creer que así como ha habido configuraciones características de las estructuras de capacidades sociales a través de la historia, de las que nos hemos ocupado en la subserie de artículos precedentes, para conformar lo que ya hemos llamado y más adelante conceptualizaremos más detenidamente como modos de vida, así mismo han evolucionado configuraciones singulares de capacidades procesales vinculadas a las etapas de los que llamaremos procesos de vida. Aunque estas etapas ofrecen grandes analogías con las etapas de la vida del individuo humano, desde el momento de la concepción hasta el de la muerte, pasando por las etapas embrionaria, fetal, neonatal, infantil, adolescente, juvenil, adulta o senil, preferiremos examinarlas no en una secuencia lineal, sino en términos de tipos de secuencias, procesos o ciclos característicos. Así, en términos gruesos, distinguiremos cuatro grandes tipos de procesos de vida, integrados por distintos grupos de etapas y, por ende, de capacidades procesales, a los que denominaremos, en orden creciente de complejidad, procesos elementales, tradicionales, medios y modernos de vida.
Por procesos elementales, o primitivos, de vida, que no por elementales dejan de realizarse, aunque excepcionalmente, en la época actual, entenderemos aquellos constituidos simplemente por un momento inicial, al que llamaremos momento de incepción; una sola etapa o secuencia principal de actividades, a la que designaremos como etapa operativa; y un momento final o de finalización del proceso. Este tipo de proceso, cuya ejecución es tan natural que prácticamente no requiere de aprendizaje alguno, es el que suponemos característico de los esfuerzos productivos, culturales y/o políticos de las sociedades primitivas, y es también el que todavía utilizamos cuando abordamos problemas o situaciones simples, en donde podemos visualizar los resultados finales y obtenerlos de una sola vez o con una sola operación u operativo, y con una muy escasa o elemental división del trabajo.
Si fuésemos a analogarlo con los procesos individuales de vida diríamos que este tipo de proceso elemental, con una sola etapa principal u operativa, es equivalente al de situaciones como las que viven nuestros niños abandonados, en donde la vida adulta es la única claramente delimitada, con la etapa previa entendida como una mera preparación para la adultez -que se inicia precozmente, con todos sus compromisos y responsabilidades, aun antes de la llegada de la pubertad-, y la etapa posterior como una culminación, a menudo también abrupta, de la misma vida madura o adulta. Hay motivos para pensar que en las sociedades primitivas nómadas, aunque sin los componentes de violencia de nuestro tiempo, también la secuencia típica de etapas del proceso de vida individual era la que hemos descrito.
En ambientes socialmente sanos o armoniosos, bajo el impulso de estos procesos de vida, toda la población adquiere una visión de conjunto de las actividades vitales y las capacidades de toda índole encuentran la ocasión para integrarse. No obstante, bajo circunstancias de explotación, alienación y/o dominación, cuando la visualización de los resultados finales de los esfuerzos productivos, culturales y/o políticos sólo está al alcance de los grupos sociales hegemónicos, cual ha sido con frecuencia el caso de nuestras sociedades latinoamericanas, aun estos procesos elementales de vida resultan desvirtuados y no comprendidos por la mayor parte de la población. Esto ocasiona, a su vez, la fragmentación o división social de las capacidades y una especie de frustración o depresión permanente para estas mayorías, que se sienten a menudo como viviendo en una sociedad ajena o cuyos propósitos no son compartidos sino impuestos por otros, todo lo cual origina el fenómeno hoy conocido como exclusión social.
De donde se deriva que uno de los principales componentes de todo esfuerzo transformador de nuestras sociedades, tanto a nivel de la sociedad en su conjunto como de empresas o de instituciones y movimientos, y ya en los ámbitos culturales, productivos o educativos como políticos, desatendido por los más de nuestros proyectos modernizadores, ha de ser el empeño por rescatar esta visión de conjunto o compartida de los procesos elementales de vida, para propiciar la inclusión social correspondiente.
Mientras el grueso de nuestras poblaciones mestizas sigan percibiendo que los afanes de transformación impulsados por ciertas élites sociales no son para beneficio de todos sino de unos pocos, las tareas en pro del cambio seguirán siendo percibidas como ajenas y extrañas. Opuestamente, cuando, como en el caso del actual liderazgo brasileño y de los que están emergiendo en otras naciones latinoamericanas, estos proyectos transformadores anuncien y logren verdaderos propósitos colectivos, entonces sí podrán liberar muchas de las energías populares represadas. La posibilidad de impulsar procesos complejos y exigentes de cambio en nuestros países empieza por rescatar la integralidad perdida de procesos elementales de vida centrados en la simple aplicación de capacidades operativas pues, como veremos cada vez más claramente, la sana incepción o momento inicial, con su correspondiente dosis de empatía o energía movilizadora, es un requisito para el despliegue e integración tanto de estas capacidades procesales elementales, como de las capacidades estructurales que hemos explorado en artículos anteriores y de las demás capacidades que atenderemos en los próximos artículos.
Mientras no entendamos esto, nuestros pueblos seguirán viendo los proyectos modernizadores como gallina que mira sal, y por tanto dispuestos a seguir a cualquier aventurero que les ofrezca alguna mejora inmediata en el contexto de las mismas condiciones prevalecientes y premodernas de vida.
Con el concepto de capacidades procesales queremos referirnos a aquellas que se han ido haciendo cada vez más importantes y necesarias, sobre todo en la medida en que se plantea la edificación de sociedades modernas, con ganas de serlo o incluso con muchas ganas de ser mucho más que modernas, para concebir, discutir la viabilidad, construir, implantar, hacer funcionar y hacer madurar las sociedades o partes de ellas. Estas capacidades procesales, a pesar de situarse en un ámbito teórico poco pisado por las llamadas ciencias sociales, son de suma relevancia para la realización de proyectos nacionales o sociales perdurables, y están en la génesis de prácticamente todos los productos económicos o culturales, políticas o descubrimientos científicos en el mundo contemporáneo, por lo cual dedicaremos esta nueva subserie de artículos de nuestro blog a examinarlas.
El celular de última generación, de que disfrutan muchos hoy, por ejemplo, es la culminación de un moderno proceso de producción que, a más de conjugar la intervención de capacidades estructurales de todo tipo, comenzó hace cuatro o más años con un análisis de necesidades, un estudio de factibilidad, un diseño experimental, un diseño básico, etc., hasta llegar a la actual etapa de comercialización que se mantendrá hasta que algún día este producto se vuelva tecnológica o económicamente obsoleto y sea reemplazado por otro. Pretender fabricar tal celular de un solo golpe o en una sola etapa operativa es una manera segura de conducir tal proyecto al fracaso, pues cuanto más innovador o sin antecedentes sea cualquier proyecto, tanto más será preciso adelantarlo por etapas en donde se vaya reduciendo parcialmente la incertidumbre correspondiente. Y esto, que es válido a nivel de las secuencias de etapas o ciclos de vida de productos, con las que están familiarizados todos los profesionales que participan en el desarrollo de nuevos bienes o servicios, es más significativo aún en un plano más general, a nivel de los procesos de vida de la sociedad entendida en su totalidad, en donde su ignorancia dificulta o hasta imposibilita el impulso de procesos de cambio profundo o modernización social.
Quizás podamos sustentar lo dicho, sin desviarnos mucho, con la siguiente aseveración: en materia de participación popular, heroísmo demostrado, audacia exhibida o sangre derramada, la revolución mexicana de 1910 y años siguientes no tiene nada que envidiarle, por ejemplo, a la revolución francesa; pero mientras que ésta fue el desenlace de un largo proceso de gestación conceptual, cultural e institucional, en donde la toma de la Bastilla estuvo precedida por un proceso de cuestionamiento profundo del Antiguo Régimen y de organización del pueblo, en donde hasta se contó hasta con una Enciclopedia contentiva de toda una nueva visión del mundo, en el caso mexicano el proceso arranca esencialmente desprovisto de una guía teórica o conceptual, con el desconocimiento del poder de Porfirio Díaz por Madero y el masivo despertar del campesinado con sus líderes Villa y Zapata. Con tan distintos antecedentes, no parece entonces casual que la revolución mexicana, y hasta ahora las revoluciones latinoamericanas en general, hayan terminado por perder el horizonte a la vuelta de pocas décadas, mientras que la francesa abrió una nueva era histórica.
Nuestros análisis nos han llevado a creer que así como ha habido configuraciones características de las estructuras de capacidades sociales a través de la historia, de las que nos hemos ocupado en la subserie de artículos precedentes, para conformar lo que ya hemos llamado y más adelante conceptualizaremos más detenidamente como modos de vida, así mismo han evolucionado configuraciones singulares de capacidades procesales vinculadas a las etapas de los que llamaremos procesos de vida. Aunque estas etapas ofrecen grandes analogías con las etapas de la vida del individuo humano, desde el momento de la concepción hasta el de la muerte, pasando por las etapas embrionaria, fetal, neonatal, infantil, adolescente, juvenil, adulta o senil, preferiremos examinarlas no en una secuencia lineal, sino en términos de tipos de secuencias, procesos o ciclos característicos. Así, en términos gruesos, distinguiremos cuatro grandes tipos de procesos de vida, integrados por distintos grupos de etapas y, por ende, de capacidades procesales, a los que denominaremos, en orden creciente de complejidad, procesos elementales, tradicionales, medios y modernos de vida.
Por procesos elementales, o primitivos, de vida, que no por elementales dejan de realizarse, aunque excepcionalmente, en la época actual, entenderemos aquellos constituidos simplemente por un momento inicial, al que llamaremos momento de incepción; una sola etapa o secuencia principal de actividades, a la que designaremos como etapa operativa; y un momento final o de finalización del proceso. Este tipo de proceso, cuya ejecución es tan natural que prácticamente no requiere de aprendizaje alguno, es el que suponemos característico de los esfuerzos productivos, culturales y/o políticos de las sociedades primitivas, y es también el que todavía utilizamos cuando abordamos problemas o situaciones simples, en donde podemos visualizar los resultados finales y obtenerlos de una sola vez o con una sola operación u operativo, y con una muy escasa o elemental división del trabajo.
Si fuésemos a analogarlo con los procesos individuales de vida diríamos que este tipo de proceso elemental, con una sola etapa principal u operativa, es equivalente al de situaciones como las que viven nuestros niños abandonados, en donde la vida adulta es la única claramente delimitada, con la etapa previa entendida como una mera preparación para la adultez -que se inicia precozmente, con todos sus compromisos y responsabilidades, aun antes de la llegada de la pubertad-, y la etapa posterior como una culminación, a menudo también abrupta, de la misma vida madura o adulta. Hay motivos para pensar que en las sociedades primitivas nómadas, aunque sin los componentes de violencia de nuestro tiempo, también la secuencia típica de etapas del proceso de vida individual era la que hemos descrito.
En ambientes socialmente sanos o armoniosos, bajo el impulso de estos procesos de vida, toda la población adquiere una visión de conjunto de las actividades vitales y las capacidades de toda índole encuentran la ocasión para integrarse. No obstante, bajo circunstancias de explotación, alienación y/o dominación, cuando la visualización de los resultados finales de los esfuerzos productivos, culturales y/o políticos sólo está al alcance de los grupos sociales hegemónicos, cual ha sido con frecuencia el caso de nuestras sociedades latinoamericanas, aun estos procesos elementales de vida resultan desvirtuados y no comprendidos por la mayor parte de la población. Esto ocasiona, a su vez, la fragmentación o división social de las capacidades y una especie de frustración o depresión permanente para estas mayorías, que se sienten a menudo como viviendo en una sociedad ajena o cuyos propósitos no son compartidos sino impuestos por otros, todo lo cual origina el fenómeno hoy conocido como exclusión social.
De donde se deriva que uno de los principales componentes de todo esfuerzo transformador de nuestras sociedades, tanto a nivel de la sociedad en su conjunto como de empresas o de instituciones y movimientos, y ya en los ámbitos culturales, productivos o educativos como políticos, desatendido por los más de nuestros proyectos modernizadores, ha de ser el empeño por rescatar esta visión de conjunto o compartida de los procesos elementales de vida, para propiciar la inclusión social correspondiente.
Mientras el grueso de nuestras poblaciones mestizas sigan percibiendo que los afanes de transformación impulsados por ciertas élites sociales no son para beneficio de todos sino de unos pocos, las tareas en pro del cambio seguirán siendo percibidas como ajenas y extrañas. Opuestamente, cuando, como en el caso del actual liderazgo brasileño y de los que están emergiendo en otras naciones latinoamericanas, estos proyectos transformadores anuncien y logren verdaderos propósitos colectivos, entonces sí podrán liberar muchas de las energías populares represadas. La posibilidad de impulsar procesos complejos y exigentes de cambio en nuestros países empieza por rescatar la integralidad perdida de procesos elementales de vida centrados en la simple aplicación de capacidades operativas pues, como veremos cada vez más claramente, la sana incepción o momento inicial, con su correspondiente dosis de empatía o energía movilizadora, es un requisito para el despliegue e integración tanto de estas capacidades procesales elementales, como de las capacidades estructurales que hemos explorado en artículos anteriores y de las demás capacidades que atenderemos en los próximos artículos.
Mientras no entendamos esto, nuestros pueblos seguirán viendo los proyectos modernizadores como gallina que mira sal, y por tanto dispuestos a seguir a cualquier aventurero que les ofrezca alguna mejora inmediata en el contexto de las mismas condiciones prevalecientes y premodernas de vida.
martes, 18 de agosto de 2009
Nuestras capacidades estructurales políticas
No sé si te habrás dado cuenta, cara lectora o lector, de que en las entregas anteriores he hablado de tres capacidades estructurales básicas o inherentes a toda sociedad humana: las productivas, las culturales y las políticas; y tres producto de la evolución histórica de las sociedades: las territoriales, las mediáticas y las educativas, pero que, hasta ahora, sólo me he ocupado de las dos primeras y, luego, de las tres últimas, sin atender hasta ahora el tercer tipo de capacidades o capacidades políticas. Esto no fue un olvido ni un incidente casual, sino una opción deliberada debido a que estoy convencido de que las capacidades políticas, si bien son absolutamente esenciales e importantes en toda sociedad, e inclusive decisivas en muchas circunstancias, son también, aunque aparenten ser lo contrario, las menos autónomas de todos los seis tipos de capacidades.
Las capacidades políticas, o referidas al ejercicio del poder y la toma de decisiones sociales, son simplemente, en el fondo, capacidades de mediación y de resolución de conflictos entre las otras capacidades, por lo cual se entienden mejor si se examinan después de las capacidades restantes. O sea, son algo como los lóbulos cerebrales más directamente vinculados a la toma de decisiones conscientes, como el frontal, el parietal y el occipital, que, en apariencia, gobiernan o mandan sobre el resto del cuerpo, pero que, en el fondo, en el organismo sano no tienen "intereses propios" sino que son un instrumento para coordinar las acciones de nuestros demás instrumentos, aparatos u órganos, por lo cual, en los estudios de anatomía médica, por ejemplo, suelen estudiarse al final. (En el organismo enfermo, por supuesto, poseído de manías, delirios, etc., el cerebro se autonomiza, por decirlo de algún modo, y puede llegar hasta a conducir a su autodestrucción al resto del cuerpo; y algo análogo puede ocurrir con el sistema político de la sociedad, como ocurrió patentemente en el caso hitleriano...)
Según nuestro modelo estructural de la sociedad, las capacidades políticas servirían de mediadoras entre las capacidades culturales y productivas de aun las sociedades más primitivas. Si, por mero ejercicio mental, nos imaginamos a Eva y Adán solos y en el propio Paraíso Terrenal, con abundancia absoluta de todos los frutos maduros todo el tiempo, podemos imaginarnos una mañana en donde a Eva le provoca desayunar con guayabas de unas matas que están a un kilómetro de donde amanecieron y a Adán comer mangos que están ahí mismito en unas ramas bajitas, por lo cual tendrían que resolver, políticamente, el conflicto surgido, con el empleo de cierto liderazgo y participación, con variantes del tipo, te acompaño, mi amor, pero por hoy, a desayunar con guayabas; comemos juntos hoy mangos y mañana de aquéllas; me acompañas primero tú a mí a comer aquí y luego vamos juntos allá; hoy desayunamos por separado, nos damos un besito y te vas tú por tu cuenta, etc.; y es evidente que la cosa se complicaría si las guayabas están no a uno sino a diez kilómetros, y no segura sino probablemente maduras, y si alguno de los dos amaneció de mal o regular humor... Lo que queremos decir es que aun en las condiciones más idílicas pensables, en toda sociedad existirían los gustos y preferencias, o la cultura, esfuerzos físicos necesarios para hacer las cosas, la producción, y esfuerzos de mediación para resolver los conflictos entre las esferas anteriores, la política.
Tan básicas o primarias son las capacidades políticas que inclusive buena parte de los vertebrados más evolucionados, como las aves y los mamíferos, conocen mecanismos de resolución de conflictos que incluyen comportamientos muy parecidos a alianzas, concesiones, luchas, escogencias, liderazgos, participación, arbitrariedades, seguidismos, y afines, para conformar algo como una proto o cuasipolítica. Pero, mientras que en toda comunidad u organismo sano los conflictos se resuelven para el beneficio de todas las partes en el largo plazo, en las sociedades no sanas se crean fracciones o clases permanentes que introducen imposiciones, desarmonías y desequilibrios que, tarde o temprano, acarrean rupturas o desequilibrios mayores. En particular, en las sociedades de clases y dotadas de Estado, que, como ya lo hemos señalado, habrían emergido con el control y la ocupación sedentarios de territorios con ventajas especiales, la política suele servir para la imposición de los valores e intereses de unas clases contra las demás, por lo cual suele verse como una esfera ajena a la participación de las mayorías, hasta que estas mayorías se rebelan e intentan revertir, dentro del mismo sistema, la hegemonía de intereses dominantes. Y así se mantienen, en ese estira y encoge, hasta que ocurren transformaciones estructurales o mutaciones más profundas que conducen a un cambio no del poder de las clases dominantes, sino del sistema social mismo, con lo cual se redefinen, o quizás algún día desaparezcan, las clases sociales.
Y, así como las capacidades estructurales básicas serían las tres mencionadas, las capacidades políticas, al estilo de los llamados fractales -o estructuras que se ramifican una y otra vez según un mismo esquema o patrón-, se subdividen también en tres subcapacidades: la ideología política, racionalidad política o simplemente ideología, que rinde cuenta de los propósitos o fines de la política; la práctica o activación política, en donde se llevan a cabo las acciones para llevar a cabo las decisiones políticas tomadas; y la dirección política, o simplemente dirección, o instancia en donde se toman las decisiones correspondientes. Estas tres instancias, a su vez, a medida en que las sociedades se hacen más complejas, dan lugar a los tres poderes básicos de todo Estado, estudiados originalmente por Aristóteles, en su Política, y comprendidos luego más profundamente por Montesquieu, en su El espíritu de las leyes, o sea, reordenando los componentes anteriores, al poder legislativo, que interpreta el deber ser de la sociedad; al poder ejecutivo, que toma e instrumenta las decisiones, en los casos de conflictos, que afectan a toda la colectividad; y al poder judicial, que vela por la aplicación correcta de los mandatos legislativos y las decisiones ejecutivas.
Cuando, en el mundo antiguo, aparecieron las capacidades a las que aquí estamos llamando territoriales, y con ellas el uso permanente de equipos, herramientas y obras de infraestructura, también las capacidades políticas se transformaron y se enriquecieron con organizaciones y maquinarias bélicas, armas y obras militares o edificaciones diversas para ejercer el poder, proteger o atacar territorios, tales como ejércitos y policías permanentes, tribunales, palacios de los poderosos, muros defensivos de las ciudades, etc., que eran desconocidos en las sociedades primitivas sin clases sociales. Luego, en un proceso semejante, cuando, en las sociedades a las que estamos llamando medias, y con las correspondientes capacidades mediáticas de comunicación e instrucción, aparece el mundo de representaciones, imágenes, documentos y archivos diversos de que hemos hablado antes, también las capacidades políticas se amplían con la elaboración de leyes, reglamentos y normas escritas emanadas de instituciones especializadas, así como de textos, folletos, afiches y propaganda política diversas, en una escala desconocida en el mundo antiguo. Y cuando, en los dos últimos siglos, emergen las sociedades a las que estamos llamando modernas, caracterizadas por el uso intensivo y permanente de nuevos conocimientos, gestados en el seno de los sistemas de tipo educativo propiamente dichos, también las capacidades políticas, con el nuevo criterio fractal, se expanden con centros de formación de cuadros y de investigación y elaboración de diagnósticos, planes estratégicos, programas políticos y políticas públicas y sectoriales que, por regla general, apuntan hacia el perfeccionamiento de la democracia.
Con este último concepto se aplica, análogamente, todo lo que ya hemos dicho para la educación y que diremos para todos aquellos sistemas y capacidades basados en conocimientos o propios de las sociedades modernas, cual es el caso de que las sociedades premodernas, como en general somos las sociedades latinoamericanas, que no terminamos de hacer de la generación de conocimientos un recurso cultural, productivo, educativo, etc., tendemos a creer que también disponemos de un sistema democrático, de sistemas educativos, de planes estratégicos de desarrollo, de centros de investigación, y afines, cuando lo apropiado sería que, más modesta y realistamente, y excepción hecha de los desarrollos embrionarios en algunos de nuestros países, habláramos de un sistema oligárquico o burocrático, de sistemas de instrucción, de programas tácticos u operativos de crecimiento, o de centros de difusión de información, etc.
Al no entender estas diferencias estructurales, lo que equivale a decir al no percatarnos de que en buena medida nuestras sociedades siguen siendo ciegas al nuevo conocimiento, y hablar de nuestras democracias como si fuesen del mismo género que las escandinavas, anglosajonas o europeas en general, nos condenamos a armar frágiles parapetos y sistemas inestables que no nos permiten librarnos de la que podríamos llamar la maldición socrática, pues ya el sabio Sócrates, quien pagó con su vida tal irreverencia, se dio cuenta de que, y lo dijo públicamente hace dos mil años, sin sistemas educativos capaces de formar hombres y mujeres virtuosos y sabios las democracias no podrían ser sino un momento de un ciclo perverso entre las oligarquías y las tiranías, o un desahogo momentáneo de los pobres frente a la mezquindad de los ricos y los déspotas. Y, yendo más allá, y sin ser miembro de nuestro santuario, otro sabio antiguo, Aristóteles, vio agudamente la vía para resolver el impasse socrático, cuando afirmó, en la Política, lo que nos parece perverso intentar reescribir:
Las capacidades políticas, o referidas al ejercicio del poder y la toma de decisiones sociales, son simplemente, en el fondo, capacidades de mediación y de resolución de conflictos entre las otras capacidades, por lo cual se entienden mejor si se examinan después de las capacidades restantes. O sea, son algo como los lóbulos cerebrales más directamente vinculados a la toma de decisiones conscientes, como el frontal, el parietal y el occipital, que, en apariencia, gobiernan o mandan sobre el resto del cuerpo, pero que, en el fondo, en el organismo sano no tienen "intereses propios" sino que son un instrumento para coordinar las acciones de nuestros demás instrumentos, aparatos u órganos, por lo cual, en los estudios de anatomía médica, por ejemplo, suelen estudiarse al final. (En el organismo enfermo, por supuesto, poseído de manías, delirios, etc., el cerebro se autonomiza, por decirlo de algún modo, y puede llegar hasta a conducir a su autodestrucción al resto del cuerpo; y algo análogo puede ocurrir con el sistema político de la sociedad, como ocurrió patentemente en el caso hitleriano...)
Según nuestro modelo estructural de la sociedad, las capacidades políticas servirían de mediadoras entre las capacidades culturales y productivas de aun las sociedades más primitivas. Si, por mero ejercicio mental, nos imaginamos a Eva y Adán solos y en el propio Paraíso Terrenal, con abundancia absoluta de todos los frutos maduros todo el tiempo, podemos imaginarnos una mañana en donde a Eva le provoca desayunar con guayabas de unas matas que están a un kilómetro de donde amanecieron y a Adán comer mangos que están ahí mismito en unas ramas bajitas, por lo cual tendrían que resolver, políticamente, el conflicto surgido, con el empleo de cierto liderazgo y participación, con variantes del tipo, te acompaño, mi amor, pero por hoy, a desayunar con guayabas; comemos juntos hoy mangos y mañana de aquéllas; me acompañas primero tú a mí a comer aquí y luego vamos juntos allá; hoy desayunamos por separado, nos damos un besito y te vas tú por tu cuenta, etc.; y es evidente que la cosa se complicaría si las guayabas están no a uno sino a diez kilómetros, y no segura sino probablemente maduras, y si alguno de los dos amaneció de mal o regular humor... Lo que queremos decir es que aun en las condiciones más idílicas pensables, en toda sociedad existirían los gustos y preferencias, o la cultura, esfuerzos físicos necesarios para hacer las cosas, la producción, y esfuerzos de mediación para resolver los conflictos entre las esferas anteriores, la política.
Tan básicas o primarias son las capacidades políticas que inclusive buena parte de los vertebrados más evolucionados, como las aves y los mamíferos, conocen mecanismos de resolución de conflictos que incluyen comportamientos muy parecidos a alianzas, concesiones, luchas, escogencias, liderazgos, participación, arbitrariedades, seguidismos, y afines, para conformar algo como una proto o cuasipolítica. Pero, mientras que en toda comunidad u organismo sano los conflictos se resuelven para el beneficio de todas las partes en el largo plazo, en las sociedades no sanas se crean fracciones o clases permanentes que introducen imposiciones, desarmonías y desequilibrios que, tarde o temprano, acarrean rupturas o desequilibrios mayores. En particular, en las sociedades de clases y dotadas de Estado, que, como ya lo hemos señalado, habrían emergido con el control y la ocupación sedentarios de territorios con ventajas especiales, la política suele servir para la imposición de los valores e intereses de unas clases contra las demás, por lo cual suele verse como una esfera ajena a la participación de las mayorías, hasta que estas mayorías se rebelan e intentan revertir, dentro del mismo sistema, la hegemonía de intereses dominantes. Y así se mantienen, en ese estira y encoge, hasta que ocurren transformaciones estructurales o mutaciones más profundas que conducen a un cambio no del poder de las clases dominantes, sino del sistema social mismo, con lo cual se redefinen, o quizás algún día desaparezcan, las clases sociales.
Y, así como las capacidades estructurales básicas serían las tres mencionadas, las capacidades políticas, al estilo de los llamados fractales -o estructuras que se ramifican una y otra vez según un mismo esquema o patrón-, se subdividen también en tres subcapacidades: la ideología política, racionalidad política o simplemente ideología, que rinde cuenta de los propósitos o fines de la política; la práctica o activación política, en donde se llevan a cabo las acciones para llevar a cabo las decisiones políticas tomadas; y la dirección política, o simplemente dirección, o instancia en donde se toman las decisiones correspondientes. Estas tres instancias, a su vez, a medida en que las sociedades se hacen más complejas, dan lugar a los tres poderes básicos de todo Estado, estudiados originalmente por Aristóteles, en su Política, y comprendidos luego más profundamente por Montesquieu, en su El espíritu de las leyes, o sea, reordenando los componentes anteriores, al poder legislativo, que interpreta el deber ser de la sociedad; al poder ejecutivo, que toma e instrumenta las decisiones, en los casos de conflictos, que afectan a toda la colectividad; y al poder judicial, que vela por la aplicación correcta de los mandatos legislativos y las decisiones ejecutivas.
Cuando, en el mundo antiguo, aparecieron las capacidades a las que aquí estamos llamando territoriales, y con ellas el uso permanente de equipos, herramientas y obras de infraestructura, también las capacidades políticas se transformaron y se enriquecieron con organizaciones y maquinarias bélicas, armas y obras militares o edificaciones diversas para ejercer el poder, proteger o atacar territorios, tales como ejércitos y policías permanentes, tribunales, palacios de los poderosos, muros defensivos de las ciudades, etc., que eran desconocidos en las sociedades primitivas sin clases sociales. Luego, en un proceso semejante, cuando, en las sociedades a las que estamos llamando medias, y con las correspondientes capacidades mediáticas de comunicación e instrucción, aparece el mundo de representaciones, imágenes, documentos y archivos diversos de que hemos hablado antes, también las capacidades políticas se amplían con la elaboración de leyes, reglamentos y normas escritas emanadas de instituciones especializadas, así como de textos, folletos, afiches y propaganda política diversas, en una escala desconocida en el mundo antiguo. Y cuando, en los dos últimos siglos, emergen las sociedades a las que estamos llamando modernas, caracterizadas por el uso intensivo y permanente de nuevos conocimientos, gestados en el seno de los sistemas de tipo educativo propiamente dichos, también las capacidades políticas, con el nuevo criterio fractal, se expanden con centros de formación de cuadros y de investigación y elaboración de diagnósticos, planes estratégicos, programas políticos y políticas públicas y sectoriales que, por regla general, apuntan hacia el perfeccionamiento de la democracia.
Con este último concepto se aplica, análogamente, todo lo que ya hemos dicho para la educación y que diremos para todos aquellos sistemas y capacidades basados en conocimientos o propios de las sociedades modernas, cual es el caso de que las sociedades premodernas, como en general somos las sociedades latinoamericanas, que no terminamos de hacer de la generación de conocimientos un recurso cultural, productivo, educativo, etc., tendemos a creer que también disponemos de un sistema democrático, de sistemas educativos, de planes estratégicos de desarrollo, de centros de investigación, y afines, cuando lo apropiado sería que, más modesta y realistamente, y excepción hecha de los desarrollos embrionarios en algunos de nuestros países, habláramos de un sistema oligárquico o burocrático, de sistemas de instrucción, de programas tácticos u operativos de crecimiento, o de centros de difusión de información, etc.
Al no entender estas diferencias estructurales, lo que equivale a decir al no percatarnos de que en buena medida nuestras sociedades siguen siendo ciegas al nuevo conocimiento, y hablar de nuestras democracias como si fuesen del mismo género que las escandinavas, anglosajonas o europeas en general, nos condenamos a armar frágiles parapetos y sistemas inestables que no nos permiten librarnos de la que podríamos llamar la maldición socrática, pues ya el sabio Sócrates, quien pagó con su vida tal irreverencia, se dio cuenta de que, y lo dijo públicamente hace dos mil años, sin sistemas educativos capaces de formar hombres y mujeres virtuosos y sabios las democracias no podrían ser sino un momento de un ciclo perverso entre las oligarquías y las tiranías, o un desahogo momentáneo de los pobres frente a la mezquindad de los ricos y los déspotas. Y, yendo más allá, y sin ser miembro de nuestro santuario, otro sabio antiguo, Aristóteles, vio agudamente la vía para resolver el impasse socrático, cuando afirmó, en la Política, lo que nos parece perverso intentar reescribir:
"... la asociación política es sobre todo la mejor cuando la forman ciudadanos de regular fortuna. Los Estados bien administrados son aquellos en que la clase media es más numerosa y más poderosa que las otras dos reunidas, o por lo menos que cada una de ellas separadamente. Inclinándose de uno o de otro lado, restablece el equilibrio e impide que se forme ninguna preponderancia excesiva. Es, por tanto, una gran ventaja que los ciudadanos tengan una fortuna modesta, pero suficiente para atender a todas sus necesidades. Donde quiera que se encuentran grandes fortunas al lado de la extrema indigencia, estos dos excesos dan lugar a la demagogia absoluta, a la oligarquía pura o a la tiranía; pues la tiranía nace del seno de una demagogia desenfrenada, o de una oligarquía extrema, con más frecuencia que del seno de las clases medias y de las clases inmediatas a éstas..."Y, si a esta idea aristotélica hiperlúcida le añadimos algo que este sabio no sabía, que la educación verdadera y orientada hacia la generación de nuevos conocimientos es la vía más expedita para la formación de clases medias, pues permite el enriquecimiento de todo el mundo, al poner a valer precisamente un recurso natural en el cual todos los seres humanos somos extrarricos, cual es la posesión de cien mil millones de neuronas susceptibles de conectarse a través de un número casi infinito de sinapsis -que son el asidero de los conocimientos-, entonces se cae de maduro que la vía central para edificar una verdadera democracia política y una verdadera planificación estratégica y una verdadera riqueza autosustentable y un futuro verdaderamenta promisorio para nuestras naciones no es otra que la valorización del conocimiento en cada vez más más personas, ámbitos, movimientos e instituciones con potencial educativo, lo que es lo mismo que la transformación estructural de nuestras capacidades. ¿Qué más nos tiene que pasar para que nos decidamos a hacerlo?
viernes, 14 de agosto de 2009
Nuestras capacidades estructurales educativas
Con las palabras muchas veces ocurre como con las personas, que ya por fingir mucho, por aparentar menos o por ser polifacéticas parecen una cosa y son otra, o varias a un tiempo. Pongamos el caso de la palabra carro, cuyos orígenes se pierden en las épocas romana y celta y que tiene por lo menos tres acepciones: vehículo de cualquier género que se mueve sobre ruedas, generalmente halado o empujado por personas o animales, como los carros de bueyes o los carros del supermercado; vehículo que se desplaza sobre rieles, como los carros o vagones del ferrocarril; y, sobre todo en América, automóvil o vehículo autopropulsado sin tracción de sangre. De esta manera ocurre que tal vez miles de millones de personas en el mundo hayan empleado con frecuencia esta palabra, sin que podamos derivar, de sus solas expresiones, de qué clase de carro se trata. Algo parecido ocurre con el término educación, que entró al idioma hacia mediados del siglo XVII, después de que los franceses y anglosajones tenían más de un siglo usándolo, donde todos los países y una gran cantidad de personas de todas partes afirman que tienen o han asistido a instituciones educativas, y resulta que se refieren a contenidos semánticos -o sea, a significados- muy distintos: mientras que en la mayoría de nuestros países premodernos la palabra denota actividades diversas de enseñanza en donde se le "mete información" en la cabeza a los alumnos, no ha mucho hasta "con sangre, para que entre la letra", en el grueso de países con los más altos índices de desarrollo humano el vocablo, cada vez más, denota exactamente lo contrario, pues se trata de sacar afuera o liberar potencialidades que llevan dentro los individuos.
Por tal razón, sin pretender ningún purismo lingüístico, sino por tratarse de un concepto tan absolutamente esencial para entender el sentido de la transformación de nuestras capacidades, de la que tanto seguiremos hablando aquí, optaremos por restringir la acepción del término y hablaremos de educación o de capacidades educativas, a las que consideraremos como capacidades estructurales diferenciadas, sólo en los casos en los que se trate de estimular la generación, endógenamente o desde su interior, y realizando sus potencialidades, de nuevos conocimientos, destrezas o actitudes en los individuos de cualquier edad o en cualquier ámbito; mientras que emplearemos el término instrucción o capacidades de instrucción, de más vieja data en nuestras culturas -junto al término crianza, más tradicional aún-, y que incluiremos dentro de las capacidades mediáticas, que ya examinamos en la entrega anterior, en los casos en donde, exógenamente, se trata de introducir, en un ambiente controlado, información, previamente generada o revelada, en la mente de las personas, con miras a modificar o adaptar su comportamiento en un contexto dado. Y nos atreveremos a afirmar, además, que el rasgo que más obviamente distingue a las sociedades modernas de las que no lo son, por supuesto que según nuestro mundano criterio, es precisamente la posesión o no de verdaderos sistemas educativos.
Cuando apreciamos que buena parte de las naciones con más alto índice de desarrollo humano poseen tasas de escolaridad, es decir proporciones de su matrícula educativa de nivel primario, secundario y terciario en relación a las poblaciones con las edades escolares típicas correspondientes, cercanas e inclusive superiores al 100% (puesto que también incluyen estudiantes fuera de tal rango de edades), en oposición al caso de la mayoría de nuestras naciones con mediano o bajo índice de desarrollo humano, con tasas a menudo por debajo de 70% y hasta de 50%; o cuando averiguamos que los niveles educativos promedio andan, por allá, por encima de los doce años o más de escolaridad, cuando los de por aquí rondan los cinco o seis, en realidad no tenemos todavía una imagen clara del contraste entre los sistemas respectivos, puesto que tales cifras no nos dan una idea de las abismales diferencias cualitativas o de lo que hacen los miembros de tales matrículas en las instituciones correspondientes o al egresar de ellas. Si escogiésemos al azar un mismo día y un grupo de alumnos de educación preescolar -y no descartamos convencer a Angelina Jolie de que financie tal experimento...-, en, por ejemplo, Japón y uno cualquiera de nuestros países, quizás podríamos constatar que lo que hacen unos u otros tiene poco en común: mientras que nuestros infantes estarían muy probablemente dibujando o cantando bajo la estricta batuta de la maestra, los niponcitos podrían estar en un mercado de verduras conversando con el verdulero sobre las clases de verduras o la mejor manera de atender a los clientes y despacharlas, con la maestra simplemente observando el proceso; o, a un mismo nivel primario, en Noruega y otro de nuestros países, podríamos ver a nuestra maestra explicando las partes de un insecto y a los vikinguitos capturando insectos en un parque y discutiendo sus comportamientos y sus características anatómicas; o, a nivel medio, en Francia y alguno de los propios, de repente observaríamos a los chamos criollos atendiendo a una clase de gramática sobre las partes de la oración y a sus pares galos redactando ensayos interpretativos sobre los Cantos de Maldoror; o, a nivel superior, en Canadá y etcétera, en un curso de ingeniería mecánica, a los catires diseñando en equipo la caja reductora de un vehículo anfibio y a los propios escuchando una disertación magistral sobre la Primera o Segunda Ley de Newton; y así podríamos seguir hacia los ámbitos de la educación informal, en las familias o en los partidos políticos, o hacia los lados de la educación semiformal o no formal, en las empresas, o hacia la exploración de cómo resuelven problemas las personas en sus puestos de trabajo, y muy probablemente haríamos hallazgos análogos. Por supuesto que también habrá excepciones, pero nos parece que las tendencias centrales no andarían muy lejos de algo como lo dicho.
Y, si le preguntásemos a muchas de nuestras maestras y maestros acerca del porqué de tales contrastes, ya escuchamos mentalmente algo así como: ¡Claro, y no te das cuenta de que a ellos les pagan mucho más y disponen de un mayor presupuesto! Pero resulta que tememos que lo contrario es mucho más cierto, que es en la medida en que aquéllos demuestran el impacto social de su labor educativa que se hacen acreedores a mejores sueldos y presupuestos, lo cual los motiva a hacer una mejor labor y lleva a un mejor reconocimiento social, y así sucesivamente. Si descartamos esta explicación de las condiciones laborales, entonces cabe preguntarnos ¿por qué tan marcadas diferencias? ¿Que es lo que hace que, casi espontáneamente, los comportamientos de tipo educativo tiendan a encajar, en un caso, dentro de lo que hemos llamado educación en sentido estricto, y, en el otro dentro de lo que denominamos instrucción?
Son tantos los elementos distintivos, que tal vez sería más fácil responder a las preguntas inversas: ¿por qué hay semejanzas? o ¿qué tienen en común los dos enfoques? Pero, para que no se vaya a creer que andamos con jueguitos de dudoso gusto, ensayaremos nuestras mejores hipótesis. Las diferencias devienen, para empezar, de la minucia de que en todas aquellas sociedades han tenido lugar revoluciones o transformaciones profundas políticas, culturales y mediáticas, o a la francesa, y/o económicas y territoriales, o a la inglesa, que han trastocado las ancianas estructuras de tipo medieval o premoderno y han permitido edificar sociedades inspiradas en una nueva epistemología o racionalidad moderna, lo que, a su vez, ha dado pie a la creación de sistemas y capacidades verdaderamente educativos. En nuestros países, opuestamente, bajo los ropajes de una parafernalia de objetos, aparatos e instituciones postizos o no desarrollados por nosotros sino traídos o impuestos desde otras realidades, subyacen las mismas estructuras medievaloides heredadas de nuestras épocas coloniales y nunca sustancialmente modificadas con nuestras independencias, y entre ellas los sistemas de instrucción, por lo cual una y otra vez hablamos en nuestras naciones de impulsar tales independencias otra vez.
Cuando hablamos de revoluciones o transformaciones profundas o fundamentales no estamos pensando puntualmente en tomas de la Bastilla o en las peleas entre el parlamento de Oliver Cromwell y el Rey Carlos I, sino en los procesos sostenidos, y esencialmente pacíficos, de cambios culturales y en las capacidades productivas, territoriales y mediáticas que se acumularon por décadas y aun siglos en los países actualmente modernos y que, en algún momento, se tradujeron también en cambios fundamentales en la estructura de poder político, los que posibilitaron, a su vez, la creación de los nuevos sistemas educativos, para cerrar la espiral de cambios virtuosos. En todos los casos que hemos estudiado, las transformaciones políticas, si bien han potenciado el acceso de nuevos bloques sociales al poder, han sido más catalizadores que detonantes de cambios profundos en los tejidos sociales, al extremo de que en la mayoría de casos -como los de Islandia, Noruega, Australia, Canadá, Irlanda, Suecia y Suiza, en los siete primeros lugares de IDH, y en buena parte de los veinte puestos siguientes- prácticamente no ha habido conmoción política alguna, y en el caso inglés, como envoltura o recubrimiento de uno de los tejidos sociales menos burocráticos, autoritarios y dogmáticos que hemos podido conocer de cerca, existe todavía un ropaje monárquico que confunde a quienes esperan hallar allí rastros de una estructura social de corte medieval, mientras que los cambios educativos debieron esperar casi hasta el siglo XX.
En contraste, el método ruso o chino o cubano de transformación, que, entre Internacional Comunista, Kominform, Pacto de Varsovia, Guerra Fría e influencias afines del PCUS, PCCh o PCC, fue hasta hace poco el enfoque favorito de la izquierda latinoamericana, y ha querido privilegiar la toma del poder político por "las masas", a partir de los cuales se impulsarían los cambios legales y educativos, como puntos de partida de una revolución desde arriba hacia abajo, ha terminado frecuentemente asfixiado ante la imposibilidad de cambiar la cultura y las maneras de trabajar y producir del grueso de la población y, sobre todo, de sus estratos más educados que, ante semejante "revolución", que les luce contranatura, terminan por echarse en los brazos de las corrientes republicanas estadounidenses más retrógradas y sus sucursales oligárquicas locales. Ha sido frecuente que esta izquierda, con su fobia antiliberal y sus fantasías de baipasearse las transformaciones culturales, productivas y territoriales de naturaleza científica, tecnológica y democrática haya acabado por boicotear esfuerzos progresistas de cambio de las despectivamente llamadas burguesías o pequeñas burguesías locales, haciéndole el juego a los más jurásicos intereses imperiales.
Retomando el hilo, menos cargado políticamente, del inicio del artículo, podemos decir que los sistemas educativos, en su sentido estricto, son, a la vez, el producto de largos procesos de evolución cultural y económica, y la palanca de apoyo para la profundización de los cambios modernizadores en éstas y en todas las demás esferas. Los cambios educativos, además, son difíciles de llevar a cabo pues tienen la característica de que son irrealizables en plazos cortos o con visiones estrechas o sectarias, pues requieren de procesos de maduración y de gestación de consensos sin los cuales terminan, bien desvirtuándose o bien en puras habladurías y enfrentamientos, por lo cual no es casual que la mayoría de naciones del globo carezcan de sistemas educativos propiamente dichos. Pero, simultáneamente, son indispensables en el mundo contemporáneo. La alta productividad y la capacidad innovadora de las actuales sociedades líderes, por ejemplo, es insostenible sin un sólido sistema educativo, el cual, a su vez, obtiene sus recursos de los impuestos que, en este sentido gustosas, pagan las empresas. El poder de los medios de comunicación, como señalábamos en el artículo anterior, no puede ser contrapesado sino por un sistema educativo que genere la criticidad suficiente ante sus mensajes. La verdadera democracia, como lo veremos en la próxima entrega, es insostenible sin un pueblo altamente educado y crítico y capaz de seleccionar, criticar y controlar a sus gobernantes y representantes.
Los sistemas educativos comprenden instituciones y movimientos transformadores que impactan desde la esfera formal, o del llamado aparato educativo, hasta las esferas informales como la de la educación familiar, de la investigación científica y de los desarrollos tecnológicos e incluyen, cuando menos, una ideología valorizadora del conocimiento como recurso moderno esencial; instancias de dirección formal o informal de las actividades educativas o generadoras de nuevos conocimientos en múltiples ámbitos; recursos físicos o de infraestrucura, especialmente, más allá de las aulas, laboratorios, museos, parques, talleres y centros diversos orientados a dar soporte a la generación y aplicación de nuevos conocimientos en investigaciones, diseños y afines; bases informativas o centros de información de apoyo orientados a dar soporte a la creación de nuevos conocimientos; y recursos docentes y de gestión centrados en la facilitación y la coordinación de proyectos diversos. En las sociedades modernas, además, estas capacidades propiamente educativas se extienden a, o permean y se realizan también desde, todas las demás capacidades sociales, con lo cual, entre otros efectos, es como si toda la sociedad se volviese inteligente, por lo cual tanto se habla ahora de la sociedad del conocimiento. Estas actividades generadoras de conocimientos impactan, como ningún otro tipo de recursos, la economía, con actividades formativas y de proyectos en el seno de las empresas; afectan la cultura con estudios y hallazgos relevantes; dan soporte a la política con investigaciones y orientaciones diversas; permiten estudios más profundos sobre el territorio, o ayudan a los medios a cerrar el lazo comunicacional con estudios serios sobre lectores o televidentes y afines.
En nuestra América Latina estamos todavía muy crudos en materia de cambios educativos de fondo, pues, como se ha señalado, estos no pueden preceder sino que esencialmente responden a demandas de las esferas productivas, culturales y territoriales, y, en menor grado, políticas y mediáticas. La generación de nuevos conocimientos requiere de respuestas previas a la pregunta: ¿para qué nuevos conocimientos? La participación de la comunidad, a través de las empresas y muchas otras organizaciones y asociaciones, en la conducción de las instituciones verdaderamente educativas, a las que plantean exigencias concretas, es otro de los rasgos distintivos de estos sistemas en las sociedades modernas, a diferencia de los sistemas de instrucción, que suelen ser manejados a su antojo por los aparatos burocráticos de Estado, mediáticos o religiosos. Estos aparatos, como podrá comprenderse, tienden a ser enemigos de todo cambio hacia lo verdaderamente educativo, pues presienten alérgicamente que la criticidad de los ciudadanos conspira contra sus intereses: las dictaduras latinoamericanas, por ejemplo, con la complicidad de las oligarquías y clerecías más retrógadas, han sido tradicionales enemigas de los cambios educativos en la región.
Sin embargo, como ya lo hemos señalado en otro lugar, son significativos los avances de Argentina, Chile, Uruguay, Costa Rica y, abstracción hecha de su monolitismo político, Cuba, en materia educativa. En todos estos casos, que sepamos, excepto en el último, los cambios educativos han sido primero efectos, y causas después, de cambios en las otras esferas. Y bastaría con que los demás países, en lugar de obsesionarnos con atajos y saltos seculares imposibles o de costos sociales prohibitivos, nos dispusiésemos a centrarnos en la transformación de nuestras capacidades desde abajo hacia arriba, para que muy pronto encontrásemos los pivotes para impulsar cambios educativos relevantes y retroalimentar todos los demás cambios. Porque lo que sí es cierto es que sin educación verdadera no podremos asistir nunca al baile de la modernidad y menos al de la sociedad futura, socialista, sin clases, posmoderna o como nos apetezca llamarla.
Por tal razón, sin pretender ningún purismo lingüístico, sino por tratarse de un concepto tan absolutamente esencial para entender el sentido de la transformación de nuestras capacidades, de la que tanto seguiremos hablando aquí, optaremos por restringir la acepción del término y hablaremos de educación o de capacidades educativas, a las que consideraremos como capacidades estructurales diferenciadas, sólo en los casos en los que se trate de estimular la generación, endógenamente o desde su interior, y realizando sus potencialidades, de nuevos conocimientos, destrezas o actitudes en los individuos de cualquier edad o en cualquier ámbito; mientras que emplearemos el término instrucción o capacidades de instrucción, de más vieja data en nuestras culturas -junto al término crianza, más tradicional aún-, y que incluiremos dentro de las capacidades mediáticas, que ya examinamos en la entrega anterior, en los casos en donde, exógenamente, se trata de introducir, en un ambiente controlado, información, previamente generada o revelada, en la mente de las personas, con miras a modificar o adaptar su comportamiento en un contexto dado. Y nos atreveremos a afirmar, además, que el rasgo que más obviamente distingue a las sociedades modernas de las que no lo son, por supuesto que según nuestro mundano criterio, es precisamente la posesión o no de verdaderos sistemas educativos.
Cuando apreciamos que buena parte de las naciones con más alto índice de desarrollo humano poseen tasas de escolaridad, es decir proporciones de su matrícula educativa de nivel primario, secundario y terciario en relación a las poblaciones con las edades escolares típicas correspondientes, cercanas e inclusive superiores al 100% (puesto que también incluyen estudiantes fuera de tal rango de edades), en oposición al caso de la mayoría de nuestras naciones con mediano o bajo índice de desarrollo humano, con tasas a menudo por debajo de 70% y hasta de 50%; o cuando averiguamos que los niveles educativos promedio andan, por allá, por encima de los doce años o más de escolaridad, cuando los de por aquí rondan los cinco o seis, en realidad no tenemos todavía una imagen clara del contraste entre los sistemas respectivos, puesto que tales cifras no nos dan una idea de las abismales diferencias cualitativas o de lo que hacen los miembros de tales matrículas en las instituciones correspondientes o al egresar de ellas. Si escogiésemos al azar un mismo día y un grupo de alumnos de educación preescolar -y no descartamos convencer a Angelina Jolie de que financie tal experimento...-, en, por ejemplo, Japón y uno cualquiera de nuestros países, quizás podríamos constatar que lo que hacen unos u otros tiene poco en común: mientras que nuestros infantes estarían muy probablemente dibujando o cantando bajo la estricta batuta de la maestra, los niponcitos podrían estar en un mercado de verduras conversando con el verdulero sobre las clases de verduras o la mejor manera de atender a los clientes y despacharlas, con la maestra simplemente observando el proceso; o, a un mismo nivel primario, en Noruega y otro de nuestros países, podríamos ver a nuestra maestra explicando las partes de un insecto y a los vikinguitos capturando insectos en un parque y discutiendo sus comportamientos y sus características anatómicas; o, a nivel medio, en Francia y alguno de los propios, de repente observaríamos a los chamos criollos atendiendo a una clase de gramática sobre las partes de la oración y a sus pares galos redactando ensayos interpretativos sobre los Cantos de Maldoror; o, a nivel superior, en Canadá y etcétera, en un curso de ingeniería mecánica, a los catires diseñando en equipo la caja reductora de un vehículo anfibio y a los propios escuchando una disertación magistral sobre la Primera o Segunda Ley de Newton; y así podríamos seguir hacia los ámbitos de la educación informal, en las familias o en los partidos políticos, o hacia los lados de la educación semiformal o no formal, en las empresas, o hacia la exploración de cómo resuelven problemas las personas en sus puestos de trabajo, y muy probablemente haríamos hallazgos análogos. Por supuesto que también habrá excepciones, pero nos parece que las tendencias centrales no andarían muy lejos de algo como lo dicho.
Y, si le preguntásemos a muchas de nuestras maestras y maestros acerca del porqué de tales contrastes, ya escuchamos mentalmente algo así como: ¡Claro, y no te das cuenta de que a ellos les pagan mucho más y disponen de un mayor presupuesto! Pero resulta que tememos que lo contrario es mucho más cierto, que es en la medida en que aquéllos demuestran el impacto social de su labor educativa que se hacen acreedores a mejores sueldos y presupuestos, lo cual los motiva a hacer una mejor labor y lleva a un mejor reconocimiento social, y así sucesivamente. Si descartamos esta explicación de las condiciones laborales, entonces cabe preguntarnos ¿por qué tan marcadas diferencias? ¿Que es lo que hace que, casi espontáneamente, los comportamientos de tipo educativo tiendan a encajar, en un caso, dentro de lo que hemos llamado educación en sentido estricto, y, en el otro dentro de lo que denominamos instrucción?
Son tantos los elementos distintivos, que tal vez sería más fácil responder a las preguntas inversas: ¿por qué hay semejanzas? o ¿qué tienen en común los dos enfoques? Pero, para que no se vaya a creer que andamos con jueguitos de dudoso gusto, ensayaremos nuestras mejores hipótesis. Las diferencias devienen, para empezar, de la minucia de que en todas aquellas sociedades han tenido lugar revoluciones o transformaciones profundas políticas, culturales y mediáticas, o a la francesa, y/o económicas y territoriales, o a la inglesa, que han trastocado las ancianas estructuras de tipo medieval o premoderno y han permitido edificar sociedades inspiradas en una nueva epistemología o racionalidad moderna, lo que, a su vez, ha dado pie a la creación de sistemas y capacidades verdaderamente educativos. En nuestros países, opuestamente, bajo los ropajes de una parafernalia de objetos, aparatos e instituciones postizos o no desarrollados por nosotros sino traídos o impuestos desde otras realidades, subyacen las mismas estructuras medievaloides heredadas de nuestras épocas coloniales y nunca sustancialmente modificadas con nuestras independencias, y entre ellas los sistemas de instrucción, por lo cual una y otra vez hablamos en nuestras naciones de impulsar tales independencias otra vez.
Cuando hablamos de revoluciones o transformaciones profundas o fundamentales no estamos pensando puntualmente en tomas de la Bastilla o en las peleas entre el parlamento de Oliver Cromwell y el Rey Carlos I, sino en los procesos sostenidos, y esencialmente pacíficos, de cambios culturales y en las capacidades productivas, territoriales y mediáticas que se acumularon por décadas y aun siglos en los países actualmente modernos y que, en algún momento, se tradujeron también en cambios fundamentales en la estructura de poder político, los que posibilitaron, a su vez, la creación de los nuevos sistemas educativos, para cerrar la espiral de cambios virtuosos. En todos los casos que hemos estudiado, las transformaciones políticas, si bien han potenciado el acceso de nuevos bloques sociales al poder, han sido más catalizadores que detonantes de cambios profundos en los tejidos sociales, al extremo de que en la mayoría de casos -como los de Islandia, Noruega, Australia, Canadá, Irlanda, Suecia y Suiza, en los siete primeros lugares de IDH, y en buena parte de los veinte puestos siguientes- prácticamente no ha habido conmoción política alguna, y en el caso inglés, como envoltura o recubrimiento de uno de los tejidos sociales menos burocráticos, autoritarios y dogmáticos que hemos podido conocer de cerca, existe todavía un ropaje monárquico que confunde a quienes esperan hallar allí rastros de una estructura social de corte medieval, mientras que los cambios educativos debieron esperar casi hasta el siglo XX.
En contraste, el método ruso o chino o cubano de transformación, que, entre Internacional Comunista, Kominform, Pacto de Varsovia, Guerra Fría e influencias afines del PCUS, PCCh o PCC, fue hasta hace poco el enfoque favorito de la izquierda latinoamericana, y ha querido privilegiar la toma del poder político por "las masas", a partir de los cuales se impulsarían los cambios legales y educativos, como puntos de partida de una revolución desde arriba hacia abajo, ha terminado frecuentemente asfixiado ante la imposibilidad de cambiar la cultura y las maneras de trabajar y producir del grueso de la población y, sobre todo, de sus estratos más educados que, ante semejante "revolución", que les luce contranatura, terminan por echarse en los brazos de las corrientes republicanas estadounidenses más retrógradas y sus sucursales oligárquicas locales. Ha sido frecuente que esta izquierda, con su fobia antiliberal y sus fantasías de baipasearse las transformaciones culturales, productivas y territoriales de naturaleza científica, tecnológica y democrática haya acabado por boicotear esfuerzos progresistas de cambio de las despectivamente llamadas burguesías o pequeñas burguesías locales, haciéndole el juego a los más jurásicos intereses imperiales.
Retomando el hilo, menos cargado políticamente, del inicio del artículo, podemos decir que los sistemas educativos, en su sentido estricto, son, a la vez, el producto de largos procesos de evolución cultural y económica, y la palanca de apoyo para la profundización de los cambios modernizadores en éstas y en todas las demás esferas. Los cambios educativos, además, son difíciles de llevar a cabo pues tienen la característica de que son irrealizables en plazos cortos o con visiones estrechas o sectarias, pues requieren de procesos de maduración y de gestación de consensos sin los cuales terminan, bien desvirtuándose o bien en puras habladurías y enfrentamientos, por lo cual no es casual que la mayoría de naciones del globo carezcan de sistemas educativos propiamente dichos. Pero, simultáneamente, son indispensables en el mundo contemporáneo. La alta productividad y la capacidad innovadora de las actuales sociedades líderes, por ejemplo, es insostenible sin un sólido sistema educativo, el cual, a su vez, obtiene sus recursos de los impuestos que, en este sentido gustosas, pagan las empresas. El poder de los medios de comunicación, como señalábamos en el artículo anterior, no puede ser contrapesado sino por un sistema educativo que genere la criticidad suficiente ante sus mensajes. La verdadera democracia, como lo veremos en la próxima entrega, es insostenible sin un pueblo altamente educado y crítico y capaz de seleccionar, criticar y controlar a sus gobernantes y representantes.
Los sistemas educativos comprenden instituciones y movimientos transformadores que impactan desde la esfera formal, o del llamado aparato educativo, hasta las esferas informales como la de la educación familiar, de la investigación científica y de los desarrollos tecnológicos e incluyen, cuando menos, una ideología valorizadora del conocimiento como recurso moderno esencial; instancias de dirección formal o informal de las actividades educativas o generadoras de nuevos conocimientos en múltiples ámbitos; recursos físicos o de infraestrucura, especialmente, más allá de las aulas, laboratorios, museos, parques, talleres y centros diversos orientados a dar soporte a la generación y aplicación de nuevos conocimientos en investigaciones, diseños y afines; bases informativas o centros de información de apoyo orientados a dar soporte a la creación de nuevos conocimientos; y recursos docentes y de gestión centrados en la facilitación y la coordinación de proyectos diversos. En las sociedades modernas, además, estas capacidades propiamente educativas se extienden a, o permean y se realizan también desde, todas las demás capacidades sociales, con lo cual, entre otros efectos, es como si toda la sociedad se volviese inteligente, por lo cual tanto se habla ahora de la sociedad del conocimiento. Estas actividades generadoras de conocimientos impactan, como ningún otro tipo de recursos, la economía, con actividades formativas y de proyectos en el seno de las empresas; afectan la cultura con estudios y hallazgos relevantes; dan soporte a la política con investigaciones y orientaciones diversas; permiten estudios más profundos sobre el territorio, o ayudan a los medios a cerrar el lazo comunicacional con estudios serios sobre lectores o televidentes y afines.
En nuestra América Latina estamos todavía muy crudos en materia de cambios educativos de fondo, pues, como se ha señalado, estos no pueden preceder sino que esencialmente responden a demandas de las esferas productivas, culturales y territoriales, y, en menor grado, políticas y mediáticas. La generación de nuevos conocimientos requiere de respuestas previas a la pregunta: ¿para qué nuevos conocimientos? La participación de la comunidad, a través de las empresas y muchas otras organizaciones y asociaciones, en la conducción de las instituciones verdaderamente educativas, a las que plantean exigencias concretas, es otro de los rasgos distintivos de estos sistemas en las sociedades modernas, a diferencia de los sistemas de instrucción, que suelen ser manejados a su antojo por los aparatos burocráticos de Estado, mediáticos o religiosos. Estos aparatos, como podrá comprenderse, tienden a ser enemigos de todo cambio hacia lo verdaderamente educativo, pues presienten alérgicamente que la criticidad de los ciudadanos conspira contra sus intereses: las dictaduras latinoamericanas, por ejemplo, con la complicidad de las oligarquías y clerecías más retrógadas, han sido tradicionales enemigas de los cambios educativos en la región.
Sin embargo, como ya lo hemos señalado en otro lugar, son significativos los avances de Argentina, Chile, Uruguay, Costa Rica y, abstracción hecha de su monolitismo político, Cuba, en materia educativa. En todos estos casos, que sepamos, excepto en el último, los cambios educativos han sido primero efectos, y causas después, de cambios en las otras esferas. Y bastaría con que los demás países, en lugar de obsesionarnos con atajos y saltos seculares imposibles o de costos sociales prohibitivos, nos dispusiésemos a centrarnos en la transformación de nuestras capacidades desde abajo hacia arriba, para que muy pronto encontrásemos los pivotes para impulsar cambios educativos relevantes y retroalimentar todos los demás cambios. Porque lo que sí es cierto es que sin educación verdadera no podremos asistir nunca al baile de la modernidad y menos al de la sociedad futura, socialista, sin clases, posmoderna o como nos apetezca llamarla.
martes, 11 de agosto de 2009
Nuestras capacidades estructurales mediáticas
La verdad es que a mí tampoco termina de parecerme simpática la palabrita, que, no sé, tiene un aire como a médico o a medicinal, o un saborcito como a remedio, pero todo sugiere que ha venido para quedarse y ya está flamantemente instalada en el mero DRAE: "mediático, ca. adj. Perteneciente o relativo a los medios de comunicación.", así que nos resignaremos a emplearla, por ahora. Pero con una condición: ampliaremos su cobertura para incluir a todas aquellas instancias sociales dedicadas esencialmente a la generación, almacenamiento, manejo y difusión de la información como recurso, es decir, de los símbolos o representaciones de la realidad como si fuesen otra realidad paralela y no física, o sea, más bien con el significado de "perteneciente o relativo a los medios de información", puesto que a la comunicación, que supone cierta interacción entre las partes comunicadas, la vemos como un subconjunto de la transferencia de información.
Según esta acepción ampliada, dentro de las capacidades mediáticas incluiremos a todas aquellas que, por milenios, comenzaron a emerger gradualmente con el uso de la pintura, la escultura, el dibujo y la escritura, pero que sólo alcanzaron su madurez, como sistema de capacidades distinto del cultural y del político, con el establecimiento de los métodos xilográficos chinos (al estilo de los esténciles que todavía se usan para imprimir franelas y afines) y el uso de caracteres de impresión por los mismos asiáticos, y, en Occidente, con los monasterios medievales y sus prácticas de copiado profesional de manuscritos, a partir del siglo IX, y, ya plenamente, desde el siglo XV, con la imprenta tipográfica de Gutenberg y sus caracteres metálicos. Con la posibilidad de impresión masiva y a bajos costos de libros, documentos, folletos, edictos, afiches y afines se inicio una nueva era histórica en donde la fuente casi exclusiva de información dejó de ser el mundo concreto y tangible, el cual pasó a compartir su privilegio con un nuevo mundo artificial de imágenes, textos, gráficos y, más adelante, sonidos e imágenes en movimiento.
Si, con las capacidades territoriales, las sociedades comenzaron a crear una especie de prolongación o anexo del mundo natural, o una suerte de ortomundo, que tuvo, en las épocas primitivas tardías y en las primeras antiguas, un impacto enorme sobre las capacidades estructurales básicas productivas, culturales y políticas, dotándolas de equipos, herramientas variadas e infraestructuras diversas, ahora, con las capacidades mediáticas, se ha construido un mundo mucho más extranatural o artificial, una especie de metamundo, que ha venido a convulsionar la esencia de las sociedades dotando a todas las capacidades mencionadas con representaciones simbólicas o abstractas que las potencian. Así, en las sociedades antiguas tardías y, sobre todo, en las sociedades a las que llamaremos medias, la cultura se dota de representaciones y documentos diversos que la modifican, la producción se uniformiza o estandariza mediante normas, planos, instructivos, fórmulas, contabilidades, etc., y la política se arma con leyes, programas, decretos, edictos, reglamentos, panfletos, afiches y afines, que posibilitan un ejercicio del poder mucho más eficiente. Y, así como el manejo de lenguajes especializados u ortolenguajes ha sido la clave para el desenvolvimiento de las capacidades territoriales en aquel ortomundo, el empleo de lenguajes abstractos o metalenguajes ha sido el quid para el avance de las capacidades mediáticas en este metamundo.
Al calor de la revolución técnica mediática inicial, y luego con las revoluciones tecnológicas posteriores, se ha expandido la visión general del mundo de la inmensa mayoría de los habitantes del orbe; se ha potenciado el desarrollo de medios de generación, procesamiento y difusión de información cada vez más sofisticados, tales como las imprentas, las cámaras fotográficas, el telégrafo, la radio, el tocadiscos, el teléfono, la televisión, los computadores e Internet, a la vez que la creación de medios de almacenamiento y recuperación de información tales como bibliotecas, hemerotecas, planotecas, discotecas, fototecas, filmotecas, mediotecas y archivos físicos o virtuales de todo género; y, tal vez con la mayor importancia, se han establecido medios o sistemas de instrucción, en donde la población no sólo asimila grandes cantidades de información en un ambiente controlado, el escolar, sino que aprende a emplear los metalenguajes abstractos necesarios para generar, procesar, interpretar, almacenar y difundir más y más información por cuenta propia.
Con todos estos adelantos y revoluciones, los seres humanos pasamos a vivir como en dos esferas: una, la de los objetos tangibles, con los que interactuamos a través de nuestros sentidos, y otra, la de los objetos virtuales o intangibles, potenciada por nuestro tránsito por la escuela, que manejamos a través de nuestras interpretaciones mentales abstractas y nuestros metalenguajes. Nuestras posibilidades de aprender y adquirir experiencias se han expandido exponencialmente, pero también se han abierto opciones de dominación y manipulación cultural, ideológica y política nunca antes imaginadas, que multiplican nuestros chances de ser engañados y equivocarnos al actuar en base a premisas falsas. Mediante nuestras capacidades mediáticas podemos enterarnos de detalles de la vida de un fulano que vivió a decenas de miles de kilómetros y quizás a miles de años de nosotros, pero también podemos terminar creyendo, dependiendo del contenido de la información recibida, que el tal fulano fue un santo cuando a lo peor resulta que fue un demonio, o al revés, y este es el grave conflicto inherente a este mundo virtual o mediático: dado que es una instancia artificial o puramente creada por los humanos, sin equivalente en el mundo natural o biológico, tiene el poder de enriquecer enormemente pero también de arruinar nuestras vidas. Un solo instante ante un afiche o una cuña radial o televisiva, o un par de horas de lectura de un libro o de visión de una película, pueden ser suficientes para alterar drásticamente el curso de nuestra existencia, sembrándonos ideales y esperanzas, o ilusiones y frustraciones, que no teníamos.
De donde se deriva la mala noticia de que, quizás después de las armas y de los dólares, los medios de comunicación o información son un recurso favorito de toda empresa, Estado, imperio, avaro, autócrata u organismo de inteligencia interesado en dominar o controlar a una población con limitado grado de desarrollo de sus capacidades, e imponerle una visión de las cosas no acorde con sus propios intereses. Los medios de comunicación siempre dan la sensación de estar como adelantados en relación al resto de las capacidades de todo país atrasado, puesto que, mediante inversiones, préstamos e intervenciones adecuadas, son fácilmente puestos al servicio de entes diversos, a menudo también locales, que se aprovechan de tal atraso. En nuestra América Latina, en donde en muchos hogares las prioridades del televisor están por encima de las de la nevera, esto resulta particularmente patético: nuestro imaginario de estilos de vida y de consumo suele estar a años luz de nuestras capacidades productivas para generar autosuficientemente los bienes y servicios que aseguren tales estilos. Y esto genera una especie de esquizofrenia entre nuestro Dr. Jekyll, que trabaja y produce de una manera, y nuestro Míster Hyde que quiere vivir y consumir de otra, lo que se convierte en caldo de cultivo para toda clase de aberraciones, alienaciones y desadaptaciones.
Con frecuencia los Estados de nuestros países atrasados, con buenas o no tan buenas intenciones, cuando quieren enfrentar a otros Estados o entes externos con empeños dominadores, tratan de crear aparatos de propaganda y adoctrinamiento que contrarresten los efectos mediáticos adversos, pero, a la larga, esta no es la solución al problema, puesto que plantean la batalla por la autonomía nacional y contra la dependencia en un terreno de símbolos desligados de la realidad -muchas veces sin el acompañamiento de al menos sólidos sistemas de instrucción para aprender a manejar los metalenguajes correspondientes-, que, en el mejor de los casos, termina cambiando una alienación por otra.
La buena noticia, empero, es que los afanes de dominación de entes externos diversos sí pueden ser contrarrestados, como ya lo están haciendo tal vez decenas de naciones pequeñas y militarmente débiles, mediante la transformación de sus capacidades productivas y de trabajo hasta llevarlas a sustentar un modo de vida y un estilo de consumo acorde con las posibilidades de cada una, y el desarrollo de capacidades culturales, territoriales, educativas y políticas que sitúen las experiencias mediáticas en un contexto equilibrado. Más aún: dentro del propio ámbito de los medios de comunicación están apareciendo posibilidades de contrabalanceo de los macropoderes mediáticos a través de micropoderes al alcance de los ciudadanos comunes y corrientes, como, verbigracia, es el caso de este blog, que, pese a ser producido con recursos materiales muy limitados, idealmente ya puede ser leído masivamente en todo el planeta y al cual su autor, más allá de la realidad de sus escasos lectores actuales, aspira, aprovechando la gratuidad de los sueños, convertir algún día en una voz que pueda ser escuchada en los grandes foros de búsqueda de soluciones a los problemas de nuestra Latinoamérica.
Mientras el poder mediático se redujo a la publicación de libros y documentos que muchos no podían leer, y a una enseñanza libresca y elitesca para la interpretación de ésos, la prensa, la escuela y sus afines se mantuvieron como poderes muy a distancia de los otros, pero, con los modernos medios de comunicación, la sociedad no sólo necesita hacer madurar todas sus capacidades en general, sino, en particular, de dos contrapesos sin los cuales resulta fácilmente presa de maniáticos mediáticos de toda laya, cuales son un verdadero sistema educativo que, a diferencia del meramente instructivo, enseñe a pensar, discernir y decidir con modelos y criterios propios, y un moderno sistema político, verdaderamente democrático, que equilibre los macropoderes que inciden sobre la vida de los ciudadanos a objeto de maximizar el ejercicio de los micropoderes de éstos. En ausencia de este sistema educativo y de este sistema político democrático, de los que nos ocuparemos en las próximas dos entregas, las sociedades fácilmente se hunden en el peor de los mundos mediáticos, en donde la visión virtual de las cosas, a veces empedrada con buenas intenciones como el camino aquel, termina por conspirar contra las posibilidades reales de mejorarlas.
Según esta acepción ampliada, dentro de las capacidades mediáticas incluiremos a todas aquellas que, por milenios, comenzaron a emerger gradualmente con el uso de la pintura, la escultura, el dibujo y la escritura, pero que sólo alcanzaron su madurez, como sistema de capacidades distinto del cultural y del político, con el establecimiento de los métodos xilográficos chinos (al estilo de los esténciles que todavía se usan para imprimir franelas y afines) y el uso de caracteres de impresión por los mismos asiáticos, y, en Occidente, con los monasterios medievales y sus prácticas de copiado profesional de manuscritos, a partir del siglo IX, y, ya plenamente, desde el siglo XV, con la imprenta tipográfica de Gutenberg y sus caracteres metálicos. Con la posibilidad de impresión masiva y a bajos costos de libros, documentos, folletos, edictos, afiches y afines se inicio una nueva era histórica en donde la fuente casi exclusiva de información dejó de ser el mundo concreto y tangible, el cual pasó a compartir su privilegio con un nuevo mundo artificial de imágenes, textos, gráficos y, más adelante, sonidos e imágenes en movimiento.
Si, con las capacidades territoriales, las sociedades comenzaron a crear una especie de prolongación o anexo del mundo natural, o una suerte de ortomundo, que tuvo, en las épocas primitivas tardías y en las primeras antiguas, un impacto enorme sobre las capacidades estructurales básicas productivas, culturales y políticas, dotándolas de equipos, herramientas variadas e infraestructuras diversas, ahora, con las capacidades mediáticas, se ha construido un mundo mucho más extranatural o artificial, una especie de metamundo, que ha venido a convulsionar la esencia de las sociedades dotando a todas las capacidades mencionadas con representaciones simbólicas o abstractas que las potencian. Así, en las sociedades antiguas tardías y, sobre todo, en las sociedades a las que llamaremos medias, la cultura se dota de representaciones y documentos diversos que la modifican, la producción se uniformiza o estandariza mediante normas, planos, instructivos, fórmulas, contabilidades, etc., y la política se arma con leyes, programas, decretos, edictos, reglamentos, panfletos, afiches y afines, que posibilitan un ejercicio del poder mucho más eficiente. Y, así como el manejo de lenguajes especializados u ortolenguajes ha sido la clave para el desenvolvimiento de las capacidades territoriales en aquel ortomundo, el empleo de lenguajes abstractos o metalenguajes ha sido el quid para el avance de las capacidades mediáticas en este metamundo.
Al calor de la revolución técnica mediática inicial, y luego con las revoluciones tecnológicas posteriores, se ha expandido la visión general del mundo de la inmensa mayoría de los habitantes del orbe; se ha potenciado el desarrollo de medios de generación, procesamiento y difusión de información cada vez más sofisticados, tales como las imprentas, las cámaras fotográficas, el telégrafo, la radio, el tocadiscos, el teléfono, la televisión, los computadores e Internet, a la vez que la creación de medios de almacenamiento y recuperación de información tales como bibliotecas, hemerotecas, planotecas, discotecas, fototecas, filmotecas, mediotecas y archivos físicos o virtuales de todo género; y, tal vez con la mayor importancia, se han establecido medios o sistemas de instrucción, en donde la población no sólo asimila grandes cantidades de información en un ambiente controlado, el escolar, sino que aprende a emplear los metalenguajes abstractos necesarios para generar, procesar, interpretar, almacenar y difundir más y más información por cuenta propia.
Con todos estos adelantos y revoluciones, los seres humanos pasamos a vivir como en dos esferas: una, la de los objetos tangibles, con los que interactuamos a través de nuestros sentidos, y otra, la de los objetos virtuales o intangibles, potenciada por nuestro tránsito por la escuela, que manejamos a través de nuestras interpretaciones mentales abstractas y nuestros metalenguajes. Nuestras posibilidades de aprender y adquirir experiencias se han expandido exponencialmente, pero también se han abierto opciones de dominación y manipulación cultural, ideológica y política nunca antes imaginadas, que multiplican nuestros chances de ser engañados y equivocarnos al actuar en base a premisas falsas. Mediante nuestras capacidades mediáticas podemos enterarnos de detalles de la vida de un fulano que vivió a decenas de miles de kilómetros y quizás a miles de años de nosotros, pero también podemos terminar creyendo, dependiendo del contenido de la información recibida, que el tal fulano fue un santo cuando a lo peor resulta que fue un demonio, o al revés, y este es el grave conflicto inherente a este mundo virtual o mediático: dado que es una instancia artificial o puramente creada por los humanos, sin equivalente en el mundo natural o biológico, tiene el poder de enriquecer enormemente pero también de arruinar nuestras vidas. Un solo instante ante un afiche o una cuña radial o televisiva, o un par de horas de lectura de un libro o de visión de una película, pueden ser suficientes para alterar drásticamente el curso de nuestra existencia, sembrándonos ideales y esperanzas, o ilusiones y frustraciones, que no teníamos.
De donde se deriva la mala noticia de que, quizás después de las armas y de los dólares, los medios de comunicación o información son un recurso favorito de toda empresa, Estado, imperio, avaro, autócrata u organismo de inteligencia interesado en dominar o controlar a una población con limitado grado de desarrollo de sus capacidades, e imponerle una visión de las cosas no acorde con sus propios intereses. Los medios de comunicación siempre dan la sensación de estar como adelantados en relación al resto de las capacidades de todo país atrasado, puesto que, mediante inversiones, préstamos e intervenciones adecuadas, son fácilmente puestos al servicio de entes diversos, a menudo también locales, que se aprovechan de tal atraso. En nuestra América Latina, en donde en muchos hogares las prioridades del televisor están por encima de las de la nevera, esto resulta particularmente patético: nuestro imaginario de estilos de vida y de consumo suele estar a años luz de nuestras capacidades productivas para generar autosuficientemente los bienes y servicios que aseguren tales estilos. Y esto genera una especie de esquizofrenia entre nuestro Dr. Jekyll, que trabaja y produce de una manera, y nuestro Míster Hyde que quiere vivir y consumir de otra, lo que se convierte en caldo de cultivo para toda clase de aberraciones, alienaciones y desadaptaciones.
Con frecuencia los Estados de nuestros países atrasados, con buenas o no tan buenas intenciones, cuando quieren enfrentar a otros Estados o entes externos con empeños dominadores, tratan de crear aparatos de propaganda y adoctrinamiento que contrarresten los efectos mediáticos adversos, pero, a la larga, esta no es la solución al problema, puesto que plantean la batalla por la autonomía nacional y contra la dependencia en un terreno de símbolos desligados de la realidad -muchas veces sin el acompañamiento de al menos sólidos sistemas de instrucción para aprender a manejar los metalenguajes correspondientes-, que, en el mejor de los casos, termina cambiando una alienación por otra.
La buena noticia, empero, es que los afanes de dominación de entes externos diversos sí pueden ser contrarrestados, como ya lo están haciendo tal vez decenas de naciones pequeñas y militarmente débiles, mediante la transformación de sus capacidades productivas y de trabajo hasta llevarlas a sustentar un modo de vida y un estilo de consumo acorde con las posibilidades de cada una, y el desarrollo de capacidades culturales, territoriales, educativas y políticas que sitúen las experiencias mediáticas en un contexto equilibrado. Más aún: dentro del propio ámbito de los medios de comunicación están apareciendo posibilidades de contrabalanceo de los macropoderes mediáticos a través de micropoderes al alcance de los ciudadanos comunes y corrientes, como, verbigracia, es el caso de este blog, que, pese a ser producido con recursos materiales muy limitados, idealmente ya puede ser leído masivamente en todo el planeta y al cual su autor, más allá de la realidad de sus escasos lectores actuales, aspira, aprovechando la gratuidad de los sueños, convertir algún día en una voz que pueda ser escuchada en los grandes foros de búsqueda de soluciones a los problemas de nuestra Latinoamérica.
Mientras el poder mediático se redujo a la publicación de libros y documentos que muchos no podían leer, y a una enseñanza libresca y elitesca para la interpretación de ésos, la prensa, la escuela y sus afines se mantuvieron como poderes muy a distancia de los otros, pero, con los modernos medios de comunicación, la sociedad no sólo necesita hacer madurar todas sus capacidades en general, sino, en particular, de dos contrapesos sin los cuales resulta fácilmente presa de maniáticos mediáticos de toda laya, cuales son un verdadero sistema educativo que, a diferencia del meramente instructivo, enseñe a pensar, discernir y decidir con modelos y criterios propios, y un moderno sistema político, verdaderamente democrático, que equilibre los macropoderes que inciden sobre la vida de los ciudadanos a objeto de maximizar el ejercicio de los micropoderes de éstos. En ausencia de este sistema educativo y de este sistema político democrático, de los que nos ocuparemos en las próximas dos entregas, las sociedades fácilmente se hunden en el peor de los mundos mediáticos, en donde la visión virtual de las cosas, a veces empedrada con buenas intenciones como el camino aquel, termina por conspirar contra las posibilidades reales de mejorarlas.
viernes, 7 de agosto de 2009
Nuestras capacidades estructurales territoriales
Tengo la impresión, a juzgar por comentarios que directamente me han hecho llegar algunas lectoras, de que no he logrado esclarecer lo suficientemente el sentido de esta nueva serie de artículos, que quise presentar hace dos entregas bajo el título ¿Cuáles son esas capacidades de las que tanto hablamos? Lo que intento es presentar un conjunto de criterios o planteamientos conceptuales acerca de los distintos tipos de capacidades que deberíamos fortalecer o adquirir en el proceso de construcción de nuestra América Latina, que espero serán de utilidad a la hora de examinar, con mayor agudeza y más adelante -aunque también desde ya, como se verá en este mismo artículo-, los múltiples problemas y situaciones concretas que abordaremos en nuestro blog.
Una manera alternativa de hacer esto sería organizar una especie de glosario, diccionario o tesauro de términos poco usuales o desarrollados por el autor, que pudiesen estar disponibles para la consulta en cualquier momento y desde cualquier artículo, pero de repente esto obligaría a pagar el precio de exigir ciertas habilidades informáticas para hacer las consultas en línea, que muchos lectores no tendrían; y otra opción sería simplemente la de hacer de cuando en cuando, en el contexto de artículos sobre temas concretos, como por ejemplo acerca de cómo transformar nuestra agricultura, ciertos paréntesis conceptuales para explicar de manera más precisa el alcance o significado de ciertos términos como capacidad productiva tecnológica, cultura material alimentaria, o formación para el trabajo, que serían requeridos para exponer nuestros puntos de vista, pero entonces quizás se perdería un poco el hilo de las exposiciones y habría que incurrir en repeticiones cada vez que hiciesen falta los mismos conceptos en otros artículos. La salida que hemos escogido es la de ofrecer periódicamente estas series de artículos conceptuales, y alternarlas con series más aplicadas o concretas, para apuntar hacia un equilibrio o balance en el largo plazo. Sin embargo, repito, estoy abierto a sugerencias o mejores ideas que los lectores quieran hacerme llegar, pues a fin de cuentas, tengo una experiencia significativa escribiendo y haciendo fotografías, pero principalmente para mí mismo, por lo que también soy un aprendiz en esto de comunicarme con un público heterogéneo y con múltiples antecedentes e intereses.
Hechas estas aclaratorias, continuaré con mi tema de hoy, cual es el de las capacidades territoriales o de relacionamiento con el ambiente físico y biológico de los espacios que ocupamos o habitamos en una época o tiempo determinado. Si insistiésemos en parangonar la sociedad con un organismo humano individual, estas capacidades territoriales o ambientales vendrían a ser como el a veces llamado sistema de soporte y protección, integrado por los subsistemas óseo, muscular e integumentario (piel, pelo y uñas), que nos permite ocupar un lugar y desplazarnos en el ambiente, realizar intercambios diversos con éste y protegernos ante amenazas diversas. Con nuestras capacidades territoriales, que sólo hemos desarrollado en los últimos diez o doce mil años, las sociedades humanas hemos logrado, en general, adaptarnos de manera permanente o estable a los más disímiles ambientes biofísicos, desde las tundras árticas hasta los desiertos y desde las más empinadas montañas hasta las llanuras, a la vez que hemos aprendido a desenvolvernos en medios desde terrestres, subterráneos y acuáticos hasta, muy recientemente, subacuáticos, aéreos y hasta espaciales.
Podemos desglosar estas capacidades en varias subcapacidades referidas a: la distribución de la población, con sus distintas cargas genéticas y culturales, en el territorio, con miras a una ocupación, tanto urbana como rural, a la vez racional y armoniosa, a las que llamaremos capacidades territoriales poblacionales o humanas; la adecuada división política de nuestro territorio, de manera de posibilitar su mejor administración y conservación, a las que denominaremos capacidades territoriales políticas; la apropiada distribución de nuestras actividades económicas según las potencialidades de nuestro territorio, a las que podemos llamar capacidades territoriales económicas; el sano aprovechamiento de las potencialidades del espacio, el tiempo, los suelos y subsuelos, y las especies vegetales y animales contenidas en nuestro territorio, incluidas aquí las obras de infraestructura y las labores de domesticación necesarias para nuestra mejor adaptación al mismo, a las que identificaremos como capacidades territoriales físicas o, mejor, biofísicas; las relacionadas con la señalización, demarcación o espacialización del territorio y su correspondiente traducción en mapas, instructivos, folletos, manuales, vallas explicativas, programas instructivos, televisivos, radiales y afines, a las que nombraremos como capacidades territoriales mediáticas; y, por último pero sin reducirlas a menos, las capacidades de generación de nuevos conocimientos sobre el ambiente o territorio a través de esfuerzos de aprendizaje, investigación, desarrollo y diseño, a las que designaremos como capacidades territoriales cognitivas o educativas en sentido estricto.
Todo esto suena muy chévere, pero, sin embargo, el problema reside en que estas capacidades territoriales se han desarrollado de manera harto desigual, y así hallamos que, en el mundo contemporáneo, mientras se discuten proyectos de asentamientos permanentes en la Luna o Marte, una enorme masa de la población vive en un estado seminómada o no del todo sedentario o estable pues carece de una mínima adaptación territorial. ¿Cómo hemos llegado a estas tan hondas desigualdades en la transformación de nuestras capacidades territoriales? Este es un tema difícil y de vital importancia, sobre todo si recordamos lo dicho días atrás en el sentido de que estas capacidades territoriales habrían sido las primeras en desarrollarse de manera evolutiva, es decir, no inherente a todas las sociedades humanas, pues va a resultar que, a nuestro juicio, es aquí donde empezaron a definirse las desigualdades de las sociedades vigentes y, especialmente, las capacidades que hicieron posible la aplastante dominación de las poblaciones prehispánicas por los invasores europeos hace unos cinco siglos, en donde, por ejemplo, 168 guerreros dirigidos por Pizarro sometieron a un ejército inca de 80000 hombres, dando origen a nuestra Latinoamérica.
Puesto que responder plena y satisfactoriamente a esta exigente pregunta nos llevaría a entrar en honduras y extensiones seguramente impertinentes, lo que haremos será, como en el conocido programa televisivo aquel, ganar tiempo, o espacio, apoyándonos en un comodín, que en este caso será el doctor Jared Diamond, quien, en su obra Guns, germs and steel: the fates of human societies [existe una traducción: Armas, gérmenes y acero: breve historia de la humanidad en los últimos 13000 años, que, lamentablemente, no conocemos para el momento de escribir estas notas], nos aporta explicaciones a la vez convincentes y no racistas ni deterministas sobre este asunto (aunque hay quienes, sin distinguir, según nuestra perspectiva, entre determinación y determinismo, lo han acusado de tal, de modo parecido a quienes, confundiendo paternidad con paternalismo, pretenden invitar a los padres a abdicar de sus roles formativos; o, por otro lado, pareciera que hay quienes, en nombre del ataque a un supuesto determinismo geográfico, pretenden defender por mampuesto los sempiternos determinismos raciales o religiosos que consagrarían la superioridad cuasidivina del europeo).
Básicamente, la tesis del Dr. Diamond, traducida a nuestro lenguaje y ligeramente aderezada con modestas interpretaciones propias, lo que dice es que, cuando, hace unos 12 a 15000 años, ciertas poblaciones de Homo sapiens cruzaron el estrecho de Behring (lo que todavía era posible por vía terrestre, pues no había concluido la última glaciación) para dirigirse a la actual América, y quedar luego aislados del continente euroasiático con la subida del nivel de los mares provocada por el deshielo posterior, iniciaron una deriva histórica que 11500 a 14500 después, las colocó en marcada desventaja respecto a quienes se quedaron en Europa. Esta desventaja habría estado determinada por tres factores esenciales: uno temporal (obvio, a nuestro criterio, aunque no destacado por el Dr. Diamond), consistente en que quienes emigraron desde África hacia lo que es actualmente Europa occidental lo hicieron hace 500000 años, por lo cual dispusieron de cerca de cincuenta veces más tiempo que las tribus prehispánicas para desarrollar sus capacidades culturales, políticas, productivas y, sobre todo, territoriales, en armonía con su ambiente biofísico; otro espacial, cual es el hecho de que el continente euroasiático posee una orientación, de cerca de 180° de longitud, predominantemente horizontal o paralela al Ecuador terrestre, lo que lo dota de condiciones climáticas relativamente similares para cada año, facilita la adaptación espontánea de especies vegetales y animales a una cantidad mucho mayor de territorio, y aporta una mayor base de especies domesticables, en contraste con el continente americano, que posee una orientación, de cerca de 180° de latitud, predominantemente vertical o perpendicular al Ecuador, lo que propicia una mayor variedad climática y por tanto de especies vegetales y animales salvajes, pero simultáneamente una mayor especialización y menor adaptación relativa al ambiente general de cada especie individual, lo que las hace menos propensas a la domesticación, pues esta se basa en el cruce o hibridación de subespecies o variedades diferentes de una misma especie; y un tercer factor material, extrañamente no señalado por el mismo académico, pese a su condición de biólogo -pero no agrónomo ni edafólogo-, cual es el de que las llanuras templadas, bajo el esquema de cuatro estaciones bien diferenciadas, disponen, por decirlo de algún modo, de una especie de "mecanismo natural de recarga de nutrientes del suelo", que les da una ventaja comparativa para las actividades agrícolas, debido a que, cada año, después de la temporada de cosecha en otoño, toda la materia orgánica vegetal y animal generada es congelada y reintegrada al suelo hasta la primavera siguiente, lo que, a su vez, permite una mayor autosuficiencia alimentaria y la edificación de núcleos poblados más densos y mayores, en oposición al caso de las llanuras tropicales, en donde el material orgánico se pudre con el calor y se escurre, con las lluvias más permanentes en la franja tropical, hacia el subsuelo, ocasionando el conocido fenómeno del lavado o acidificación de nuestros suelos más planos y arables, que, salvo con la coexistencia de múltiples especies vegetales y animales en un mismo territorio, tal y como ocurre en la selva amazónica, los despoja de capa vegetal o humus y los hace naturalmente más inaptos para la agricultura de uno o pocos cultivos o la crianza de una o pocas especies animales.
Como resultante de todo esto, cuando los conquistadores españoles contactaron a nuestros indígenas prehispánicos, lo hicieron con, al menos, las siguientes ventajas en sus capacidades: 1) capacidades territoriales más evolucionadas, que les habrían permitido disponer de especies domesticadas más adaptadas para la guerra, como el caballo y el perro, a la vez que una mayor inmunidad ante los gérmenes, derivada de esta más intensa y prolongada convivencia con tal mayor variedad de especies domesticadas; 2) capacidades productivas más avanzadas, traducidas en la capacidad para fabricar armas de fuego y espadas de acero, a la vez que barcos y medios terrestre de transporte con ruedas; 3) capacidades políticas más robustas de liderazgo, organización y programación de actividades de toda índole, y particularmente militares; 4) capacidades culturales más completas, hechas posibles por los asentamientos urbanos más densos y autosuficientes técnica y alimentariamente, tales como el manejo de un lenguaje más sofisticado que, al apoyarse en textos escritos de todo género, inclusive el religioso, permitiría el manejo de niveles de abstracción, deducción e inducción lógica, incluyendo la capacidad para argumentar la posesión de supuestos derechos divinos especiales, revelados a los mortales y plasmados convenientemente en textos sagrados, no disponibles para pueblos sin uso generalizado de la escritura; y 5) capacidades mediáticas, que examinaremos con mayor detenimiento en la próxima entrega, tales como el uso de libros, manuales, fórmulas, recetas, mapas, instructivos, cartas, memorandos y afines, con sus correspondientes actividades asociadas de instrucción de personal, también ventajosas a la hora de la confrontación cultural o transculturación.
Sobre la base del asimétrico proceso de transculturación, posibilitado por tales ventajas comparativas y ocurrido en nuestro subcontinente, en donde se ha conjugado una aculturación o imposición de la cultura europea con una deculturación o pérdida de las culturas de los pueblos autóctonos, se ha erigido nuestra América Latina. Aunque genéticamente, dadas las condiciones de nuestra gestación, tengamos, por decirlo de alguna forma, un predominio prehispánico; cultural, productiva, política, territorial y mediáticamente, tenemos un predominio hispánico o latino, y es a partir de esta realidad, ingrata en muchos sentidos, pero promisoria en otros, que debemos impulsar nuestras transformaciones. Romper tajantemente con lo europeo implicaría, por ejemplo, reiniciar el desarrollo de capacidades territoriales de domesticación de especies animales y vegetales desde el punto en que estaban a la llegada de los conquistadores, o sea, renunciando al uso de caballos, burros, vacas, cabras, pollos, ovejas, hortalizas, cereales, frutas, etc., o de desarrollos arquitectónicos, recursos lingüisticos o medios y herramientas metálicos que ignorasen el valioso legado europeo o de origen no autóctono, lo que parece un disparate. Pero esto no significa que podamos eludir el impostergable reto de establecer una relación a la vez madura y armoniosa con nuestro más complejo territorio, con mucha más variedad de ambientes y especies vegetales y animales que el de cualquier otro subcontinente, y sobre todo que los euroasiático y norteamericano, pero, por esa misma razón, más difícil de domesticar y de adaptarnos a él, en donde podríamos, inclusive, decidir, pero conscientemente o con conocimiento de causa, la no domesticación de amplias porciones de nuestros territorios, como la selva amazónica o la Gran Sabana venezolana, para convertirlos en refugios de vida salvaje y ofrecerlos al disfrute respetuoso de las generaciones venideras, con la consiguiente obtención de beneficios indirectos de tal riqueza, por ejemplo, a través de un turismo organizado, al estilo de lo que ya están haciendo diversas naciones africanas o nuestra Costa Rica.
Desde la perspectiva de estas capacidades estructurales territoriales, entonces, volvemos a lo mismo de entregas pasadas: no es precisamente encantadora nuestra historia o la configuración de nuestra estructura social y es enorme el esfuerzo que tenemos por delante si queremos ser un gran pueblo verdaderamente libre, soberano y orgulloso de ser lo que somos, pero tampoco tenemos derecho a querer descubrir el agua tibia o plantearnos una imposible rebobinación hasta nuestros orígenes prehispánicos. ¿Está más clara la ventaja de disponer, con esto de examinar una a una las distintas capacidades, de más elementos de análisis y síntesis para plantearnos mejor la tarea de impulsar su transformación...?
Una manera alternativa de hacer esto sería organizar una especie de glosario, diccionario o tesauro de términos poco usuales o desarrollados por el autor, que pudiesen estar disponibles para la consulta en cualquier momento y desde cualquier artículo, pero de repente esto obligaría a pagar el precio de exigir ciertas habilidades informáticas para hacer las consultas en línea, que muchos lectores no tendrían; y otra opción sería simplemente la de hacer de cuando en cuando, en el contexto de artículos sobre temas concretos, como por ejemplo acerca de cómo transformar nuestra agricultura, ciertos paréntesis conceptuales para explicar de manera más precisa el alcance o significado de ciertos términos como capacidad productiva tecnológica, cultura material alimentaria, o formación para el trabajo, que serían requeridos para exponer nuestros puntos de vista, pero entonces quizás se perdería un poco el hilo de las exposiciones y habría que incurrir en repeticiones cada vez que hiciesen falta los mismos conceptos en otros artículos. La salida que hemos escogido es la de ofrecer periódicamente estas series de artículos conceptuales, y alternarlas con series más aplicadas o concretas, para apuntar hacia un equilibrio o balance en el largo plazo. Sin embargo, repito, estoy abierto a sugerencias o mejores ideas que los lectores quieran hacerme llegar, pues a fin de cuentas, tengo una experiencia significativa escribiendo y haciendo fotografías, pero principalmente para mí mismo, por lo que también soy un aprendiz en esto de comunicarme con un público heterogéneo y con múltiples antecedentes e intereses.
Hechas estas aclaratorias, continuaré con mi tema de hoy, cual es el de las capacidades territoriales o de relacionamiento con el ambiente físico y biológico de los espacios que ocupamos o habitamos en una época o tiempo determinado. Si insistiésemos en parangonar la sociedad con un organismo humano individual, estas capacidades territoriales o ambientales vendrían a ser como el a veces llamado sistema de soporte y protección, integrado por los subsistemas óseo, muscular e integumentario (piel, pelo y uñas), que nos permite ocupar un lugar y desplazarnos en el ambiente, realizar intercambios diversos con éste y protegernos ante amenazas diversas. Con nuestras capacidades territoriales, que sólo hemos desarrollado en los últimos diez o doce mil años, las sociedades humanas hemos logrado, en general, adaptarnos de manera permanente o estable a los más disímiles ambientes biofísicos, desde las tundras árticas hasta los desiertos y desde las más empinadas montañas hasta las llanuras, a la vez que hemos aprendido a desenvolvernos en medios desde terrestres, subterráneos y acuáticos hasta, muy recientemente, subacuáticos, aéreos y hasta espaciales.
Podemos desglosar estas capacidades en varias subcapacidades referidas a: la distribución de la población, con sus distintas cargas genéticas y culturales, en el territorio, con miras a una ocupación, tanto urbana como rural, a la vez racional y armoniosa, a las que llamaremos capacidades territoriales poblacionales o humanas; la adecuada división política de nuestro territorio, de manera de posibilitar su mejor administración y conservación, a las que denominaremos capacidades territoriales políticas; la apropiada distribución de nuestras actividades económicas según las potencialidades de nuestro territorio, a las que podemos llamar capacidades territoriales económicas; el sano aprovechamiento de las potencialidades del espacio, el tiempo, los suelos y subsuelos, y las especies vegetales y animales contenidas en nuestro territorio, incluidas aquí las obras de infraestructura y las labores de domesticación necesarias para nuestra mejor adaptación al mismo, a las que identificaremos como capacidades territoriales físicas o, mejor, biofísicas; las relacionadas con la señalización, demarcación o espacialización del territorio y su correspondiente traducción en mapas, instructivos, folletos, manuales, vallas explicativas, programas instructivos, televisivos, radiales y afines, a las que nombraremos como capacidades territoriales mediáticas; y, por último pero sin reducirlas a menos, las capacidades de generación de nuevos conocimientos sobre el ambiente o territorio a través de esfuerzos de aprendizaje, investigación, desarrollo y diseño, a las que designaremos como capacidades territoriales cognitivas o educativas en sentido estricto.
Todo esto suena muy chévere, pero, sin embargo, el problema reside en que estas capacidades territoriales se han desarrollado de manera harto desigual, y así hallamos que, en el mundo contemporáneo, mientras se discuten proyectos de asentamientos permanentes en la Luna o Marte, una enorme masa de la población vive en un estado seminómada o no del todo sedentario o estable pues carece de una mínima adaptación territorial. ¿Cómo hemos llegado a estas tan hondas desigualdades en la transformación de nuestras capacidades territoriales? Este es un tema difícil y de vital importancia, sobre todo si recordamos lo dicho días atrás en el sentido de que estas capacidades territoriales habrían sido las primeras en desarrollarse de manera evolutiva, es decir, no inherente a todas las sociedades humanas, pues va a resultar que, a nuestro juicio, es aquí donde empezaron a definirse las desigualdades de las sociedades vigentes y, especialmente, las capacidades que hicieron posible la aplastante dominación de las poblaciones prehispánicas por los invasores europeos hace unos cinco siglos, en donde, por ejemplo, 168 guerreros dirigidos por Pizarro sometieron a un ejército inca de 80000 hombres, dando origen a nuestra Latinoamérica.
Puesto que responder plena y satisfactoriamente a esta exigente pregunta nos llevaría a entrar en honduras y extensiones seguramente impertinentes, lo que haremos será, como en el conocido programa televisivo aquel, ganar tiempo, o espacio, apoyándonos en un comodín, que en este caso será el doctor Jared Diamond, quien, en su obra Guns, germs and steel: the fates of human societies [existe una traducción: Armas, gérmenes y acero: breve historia de la humanidad en los últimos 13000 años, que, lamentablemente, no conocemos para el momento de escribir estas notas], nos aporta explicaciones a la vez convincentes y no racistas ni deterministas sobre este asunto (aunque hay quienes, sin distinguir, según nuestra perspectiva, entre determinación y determinismo, lo han acusado de tal, de modo parecido a quienes, confundiendo paternidad con paternalismo, pretenden invitar a los padres a abdicar de sus roles formativos; o, por otro lado, pareciera que hay quienes, en nombre del ataque a un supuesto determinismo geográfico, pretenden defender por mampuesto los sempiternos determinismos raciales o religiosos que consagrarían la superioridad cuasidivina del europeo).
Básicamente, la tesis del Dr. Diamond, traducida a nuestro lenguaje y ligeramente aderezada con modestas interpretaciones propias, lo que dice es que, cuando, hace unos 12 a 15000 años, ciertas poblaciones de Homo sapiens cruzaron el estrecho de Behring (lo que todavía era posible por vía terrestre, pues no había concluido la última glaciación) para dirigirse a la actual América, y quedar luego aislados del continente euroasiático con la subida del nivel de los mares provocada por el deshielo posterior, iniciaron una deriva histórica que 11500 a 14500 después, las colocó en marcada desventaja respecto a quienes se quedaron en Europa. Esta desventaja habría estado determinada por tres factores esenciales: uno temporal (obvio, a nuestro criterio, aunque no destacado por el Dr. Diamond), consistente en que quienes emigraron desde África hacia lo que es actualmente Europa occidental lo hicieron hace 500000 años, por lo cual dispusieron de cerca de cincuenta veces más tiempo que las tribus prehispánicas para desarrollar sus capacidades culturales, políticas, productivas y, sobre todo, territoriales, en armonía con su ambiente biofísico; otro espacial, cual es el hecho de que el continente euroasiático posee una orientación, de cerca de 180° de longitud, predominantemente horizontal o paralela al Ecuador terrestre, lo que lo dota de condiciones climáticas relativamente similares para cada año, facilita la adaptación espontánea de especies vegetales y animales a una cantidad mucho mayor de territorio, y aporta una mayor base de especies domesticables, en contraste con el continente americano, que posee una orientación, de cerca de 180° de latitud, predominantemente vertical o perpendicular al Ecuador, lo que propicia una mayor variedad climática y por tanto de especies vegetales y animales salvajes, pero simultáneamente una mayor especialización y menor adaptación relativa al ambiente general de cada especie individual, lo que las hace menos propensas a la domesticación, pues esta se basa en el cruce o hibridación de subespecies o variedades diferentes de una misma especie; y un tercer factor material, extrañamente no señalado por el mismo académico, pese a su condición de biólogo -pero no agrónomo ni edafólogo-, cual es el de que las llanuras templadas, bajo el esquema de cuatro estaciones bien diferenciadas, disponen, por decirlo de algún modo, de una especie de "mecanismo natural de recarga de nutrientes del suelo", que les da una ventaja comparativa para las actividades agrícolas, debido a que, cada año, después de la temporada de cosecha en otoño, toda la materia orgánica vegetal y animal generada es congelada y reintegrada al suelo hasta la primavera siguiente, lo que, a su vez, permite una mayor autosuficiencia alimentaria y la edificación de núcleos poblados más densos y mayores, en oposición al caso de las llanuras tropicales, en donde el material orgánico se pudre con el calor y se escurre, con las lluvias más permanentes en la franja tropical, hacia el subsuelo, ocasionando el conocido fenómeno del lavado o acidificación de nuestros suelos más planos y arables, que, salvo con la coexistencia de múltiples especies vegetales y animales en un mismo territorio, tal y como ocurre en la selva amazónica, los despoja de capa vegetal o humus y los hace naturalmente más inaptos para la agricultura de uno o pocos cultivos o la crianza de una o pocas especies animales.
Como resultante de todo esto, cuando los conquistadores españoles contactaron a nuestros indígenas prehispánicos, lo hicieron con, al menos, las siguientes ventajas en sus capacidades: 1) capacidades territoriales más evolucionadas, que les habrían permitido disponer de especies domesticadas más adaptadas para la guerra, como el caballo y el perro, a la vez que una mayor inmunidad ante los gérmenes, derivada de esta más intensa y prolongada convivencia con tal mayor variedad de especies domesticadas; 2) capacidades productivas más avanzadas, traducidas en la capacidad para fabricar armas de fuego y espadas de acero, a la vez que barcos y medios terrestre de transporte con ruedas; 3) capacidades políticas más robustas de liderazgo, organización y programación de actividades de toda índole, y particularmente militares; 4) capacidades culturales más completas, hechas posibles por los asentamientos urbanos más densos y autosuficientes técnica y alimentariamente, tales como el manejo de un lenguaje más sofisticado que, al apoyarse en textos escritos de todo género, inclusive el religioso, permitiría el manejo de niveles de abstracción, deducción e inducción lógica, incluyendo la capacidad para argumentar la posesión de supuestos derechos divinos especiales, revelados a los mortales y plasmados convenientemente en textos sagrados, no disponibles para pueblos sin uso generalizado de la escritura; y 5) capacidades mediáticas, que examinaremos con mayor detenimiento en la próxima entrega, tales como el uso de libros, manuales, fórmulas, recetas, mapas, instructivos, cartas, memorandos y afines, con sus correspondientes actividades asociadas de instrucción de personal, también ventajosas a la hora de la confrontación cultural o transculturación.
Sobre la base del asimétrico proceso de transculturación, posibilitado por tales ventajas comparativas y ocurrido en nuestro subcontinente, en donde se ha conjugado una aculturación o imposición de la cultura europea con una deculturación o pérdida de las culturas de los pueblos autóctonos, se ha erigido nuestra América Latina. Aunque genéticamente, dadas las condiciones de nuestra gestación, tengamos, por decirlo de alguna forma, un predominio prehispánico; cultural, productiva, política, territorial y mediáticamente, tenemos un predominio hispánico o latino, y es a partir de esta realidad, ingrata en muchos sentidos, pero promisoria en otros, que debemos impulsar nuestras transformaciones. Romper tajantemente con lo europeo implicaría, por ejemplo, reiniciar el desarrollo de capacidades territoriales de domesticación de especies animales y vegetales desde el punto en que estaban a la llegada de los conquistadores, o sea, renunciando al uso de caballos, burros, vacas, cabras, pollos, ovejas, hortalizas, cereales, frutas, etc., o de desarrollos arquitectónicos, recursos lingüisticos o medios y herramientas metálicos que ignorasen el valioso legado europeo o de origen no autóctono, lo que parece un disparate. Pero esto no significa que podamos eludir el impostergable reto de establecer una relación a la vez madura y armoniosa con nuestro más complejo territorio, con mucha más variedad de ambientes y especies vegetales y animales que el de cualquier otro subcontinente, y sobre todo que los euroasiático y norteamericano, pero, por esa misma razón, más difícil de domesticar y de adaptarnos a él, en donde podríamos, inclusive, decidir, pero conscientemente o con conocimiento de causa, la no domesticación de amplias porciones de nuestros territorios, como la selva amazónica o la Gran Sabana venezolana, para convertirlos en refugios de vida salvaje y ofrecerlos al disfrute respetuoso de las generaciones venideras, con la consiguiente obtención de beneficios indirectos de tal riqueza, por ejemplo, a través de un turismo organizado, al estilo de lo que ya están haciendo diversas naciones africanas o nuestra Costa Rica.
Desde la perspectiva de estas capacidades estructurales territoriales, entonces, volvemos a lo mismo de entregas pasadas: no es precisamente encantadora nuestra historia o la configuración de nuestra estructura social y es enorme el esfuerzo que tenemos por delante si queremos ser un gran pueblo verdaderamente libre, soberano y orgulloso de ser lo que somos, pero tampoco tenemos derecho a querer descubrir el agua tibia o plantearnos una imposible rebobinación hasta nuestros orígenes prehispánicos. ¿Está más clara la ventaja de disponer, con esto de examinar una a una las distintas capacidades, de más elementos de análisis y síntesis para plantearnos mejor la tarea de impulsar su transformación...?
Suscribirse a:
Entradas (Atom)