viernes, 9 de octubre de 2009

Nuestras capacidades sustanciales energéticas

Si los seres humanos hemos comenzado nuestros procesos de adquisición de capacidades por las capacidades sustanciales personales, y la vida lo ha hecho por sus capacidades sustanciales materiales, la naturaleza emprendió sus trajines, mucho antes, por las capacidades sustanciales energéticas. La energía, como lo hemos venido destacando desde hace tiempo en el blog, es el todo y, a la vez, la nada, conocido, el hasta ahora non plus ultra comprobado, del universo. Desde el punto de vista de lo que científicamente sabemos, los seres humanos somos seres animales, los seres animales somos seres materiales, y los seres materiales somos seres energéticos, es decir, que también somos, sin duda, seres biológicos, químicos y físicos. Por supuesto que no es descartable que en el mañana se descubra que los seres energéticos son seres otra cosa, y nada de esto prohibe que alguien pueda pensar o intuir que seguramente los humanos somos también, y además, algo y mucho más que todo eso. Pero lo que no parece razonable es creer, y comportarnos, a estas alturas del partido, como si no fuésemos parte de la vida y de la naturaleza, y actuar como criaturas extranaturales que podemos disponer de los demás entes a nuestro antojo, como si la naturaleza existiese para que la desnaturalizásemos en función de nuestros caprichos. Y esto, que es precisamente lo que estamos haciendo, nos está conduciendo, y, si insistimos, nos conducirá a un seguro y mayúsculo desastre, para cuyo pronóstico cada día se requieren bolas de cristal más simples, evidentes y baratas.
Nuestro planeta, por el simple hecho de su singular afiliación al sistema solar, dispone de una capacidad energética instalada gratuita equivalente a unos 170 mil millones de millones de vatios, ó 170 petavatios, que nos dotan a todos los que aquí vivimos, humanos y no, de temperaturas aceptables de aires, aguas y tierras, servicios de circulación de fluidos diversos, insumos para la construcción de materiales orgánicos y el crecimiento de células y tejidos, regímenes naturales de calefacción, ventilación y refrescamiento, y muchos otros, los cuales satisfacen a todas las especies vivientes, excepto a una, la nuestra. Esta es la única que necesita generar, o, más precisamente, convertir, para su consumo particular, incluyendo el de sus equipos e instalaciones diversas, aproximadamente una diez milésima parte de esa cantidad, lo que en la jerga se conoce como una potencia de unos 17 teravatios, o sea, unos 17 millones de millones de vatios, aproximadamente equivalentes a que cada humano necesitase unos treinta bombillos de 100 vatios cada uno. El 85% de esta energía especial requerida por las sociedades humanas se obtiene actualmente de los combustibles fósiles petróleo, carbón y gas natural.
Dos serios problemas, sin embargo, se derivan de esta modalidad de abastecimiento energético: uno es que estos recursos no son ilimitados sino escasos, y no renovables en tanto los quemamos como combustibles, y el otro que estamos alterando drásticamente los equilibrios térmicos milenarios de la Tierra. En cuanto a lo primero, ya hemos consumido para siempre la mitad de todo el petróleo que existía en el subsuelo terrestre hace apenas poco más de un siglo, y se estima que el que queda, al ritmo de consumo actual, podría durar unos cuarenta años más; el gas natural podría alcanzar para unos sesenta años, y el carbón para algo como un siglo y medio. Para cuando se agoten ya se habrán perdido para siempre como valiosos insumos para la producción de materiales reciclables estructurales y alimentarios de las venideras generaciones.
Y por si este no fuera suficiente argumento, puesto que alguien podría decir que no quiere ocuparse de los problemas de sus nietos o bisnietos, o pensar que "lo único seguro del largo plazo es que todos estaremos muertos" (Keynes), está el otro, que ya nos está golpeando en la cara, el del calentamiento planetario inusitadamente acelerado que está en curso y amenaza con alterar drásticamente los equilibrios ecológicos y la geografía que hemos conocido. La causa principal de este calentamiento, y ya no quedan estudiosos del tema que difieran de ello, es la emisión de los gases de combustión de los combustibles fósiles, que, sólo a nivel de CO2, entre 1970 y 2004, se elevó en un 80% sobre una base anual, pasando de 21 a 38 miles de millones de toneladas métricas anuales, para un promedio en el orden de unas 6 toneladas métricas anuales por cada terrícola. Sólo diez países de ingresos altos generan más de las tres cuartas partes de las emisiones de CO2, y un sólo país, los Estados Unidos, con menos de 5% de la población mundial, genera más del 20% de las emisiones. En contraste, la tercera parte más pobre de la población mundial genera sólo el 7% de las emisiones, y las cincuenta naciones más pobres generan sólo el 1% de las mismas. Las concentraciones de CO2 en la atmósfera, que impiden la apropiada disipación del calor de las radiaciones terrestres hacia el espacio exterior, como cuando sudamos con una chaqueta impermeable encima, ya han alcanzado, estudiadas sobre todo a través de los hielos de la Antártica, su mayor nivel de toda la historia geológica examinada. Dichos niveles de anhídrido carbónico amenazan con duplicar sus concentraciones atmosféricas actuales antes de que culmine este siglo, lo cual acarrearía aumentos de las temperaturas promedio más allá de los 5°C, y quizás hasta 6°C ó más, con consecuencias devastadoras para el clima, la biodiversidad, y el funcionamiento del ciclo hidrológico, y perspectivas después de lo simplemente preocupante para la vida en general.
Mientras las naciones modernas están rondando las 20 toneladas métricas anuales de emisiones de CO2 per cápita, los latinoamericanos, en general, y los venezolanos en particular, ya andamos por el orden de la mitad de esas cifras, y simplemente no es verdad que contaminemos menos porque estamos más conscientes, pues lo estamos menos (tal vez con la excepción relativa, que sepamos, de Brasil y Costa Rica, y, en menor medida, Chile y Cuba), de la necesidad de un nuevo paradigma energético. Como ya lo asomamos, nos parece que pretender aprovechar esta difícil coyuntura energética mundial para halar la brasa hacia la sardina de una supuesta panacea socialista, ignorando el hecho de que precisamente dentro del capitalismo están emergiendo las más lúcidas y promisorias corrientes superadoras de las tendencias que nos amenazan, y que ésas están planteado, en términos prácticos, darle un profundo golpe de timón al modelo energético derrochador e irresponsable que ha prevalecido en el último par de siglos, es, por decir lo menos, y sobre todo cuando se ha sido y se sigue siendo partícipe de la orgía energética mundial, miopemente oportunista.

Paradójicamente, nosotros los humanos, supuestamente el más avanzado estadio de la vida conocida y, por tanto, de la lucha por resistir ante la muerte, preservar el orden frente al caos y ser ante la nada, precisamente nosotros, la criatura más inteligente de que tengamos noticia -no importa si algo engreída al autodenominarnos los únicos sapiens-, estamos protagonizando la más atrasada, mortuoria, desordenada, nihilista, alocada, acelerada y autodestructiva evolución verificada en este tercer patio periférico solar.

En mis días de adolescente me reí bastante con Los tiempos modernos de Chaplin; como estudiante liceísta me impresionó la frase de Schopenhauer -y la creí exagerada y hasta humorística- de que cuanto más conocía a los humanos más quería a su perro; y me fasciné de lo lindo con los atrapantes relatos de nuestro Cortázar, en donde un fama derribaba un árbol enorme para obtener una cerilla. Hoy, en las vecindades del medio siglo después, confieso que me sigo riendo con una, impresionando con la otra y fascinando con éstos, pero también que cada día me cuesta más frecuentar sus caras hilarantes, exageradas o divertidas, y paso más y más ratos estupefacto ante sus sugerencias ocultas y opuestas. Siempre me identifiqué más con Charlot que con sus victimarios, por los perros tuve un cariño que me hizo diversificar tempranamente aquél por los seres humanos, y me vi obviamente más cerca de los cronopios que de los famas, pero lo que no sabía era que los segundos fuesen capaces de llegar tan lejos en sus ambiciones y afanes destructivos.

Pero afortunadamente, cuando siento que me hundo demasiado en la desesperanza, apelo a las enseñanzas de otro gran profesor de liceo que tuve en aquellos años púberes, esta vez no en persona sino a distancia: aquel huérfano, feo, calvo, bajito, bizco y frecuentemente despreciado, pero amante de la vida, las palabras, y también de las mujeres, llamado Jean Paul Sartre. Con él aprendí a no rendirme ante ni temerle al caos, la muerte o la nada, sino a gozar de la existencia, que está hecha también de todo eso y de sus contrarios. Sólo la comprensión del caos nos puede colocar en la ruta de crear un orden superior, sólo la perspectiva de la muerte constituye suficiente aliciente para trascender, y sólo cuando entendemos que también somos la nada, es decir, energía pura, podemos escapar de cualquier determinación externa. Sólo lo indeterminable puede ser realmente libre, y sólo la libertad posibilita el verdadero compromiso. Los humanos, y en particular los latinoamericanos, no estamos condenados ni destinados a desenlace fatal alguno. Podemos ser lo que superemos, y nuestros fines no serán otra cosa que la síntesis de todos los medios y esfuerzos que empleemos para alcanzarlos; pero, eso sí, a condición de que despertemos, transformemos nuestras capacidades, y en particular nuestras capacidades sustanciales energéticas.

Nota: En el próximo artículo, el número 50 de nuestro blog, haremos un paréntesis en el examen de nuestras capacidades sustanciales, para detenernos a examinar lo que hemos estado haciendo, consultar a nuestros lectores sobre lo que viene, y tal vez hasta celebrar un poco.

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