martes, 20 de octubre de 2009

Nuestras capacidades sustanciales temporales


Con el empleo de este término se tiene la sensación de quien llega tarde a algún lugar, en donde ya los puestos, o acepciones, importantes están ocupados; como si tuviéramos que referirnos al reverso de una moneda, sobre lo secular o lo profano, en cuya cara o anverso, de la que habría que hablar después, evidentemente estaría lo eterno, lo infinito o lo sagrado. No obstante -el caso es parecido al de procesal, que en alguna parte ya discutimos-, hemos terminado por inclinarnos a favor del uso de este adjetivo temporal, en el sentido amplio de "perteneciente o relativo al tiempo", puesto que este significado es exactamente lo que necesitamos. Pero lamentamos tener que informar a algunos de nuestros lectores que con estas capacidades concluiremos nuestro recorrido por las capacidades sustanciales inherentes a toda sociedad, a partir del cual iniciaremos el examen de las otras cuatro capacidades sustanciales que, siempre a nuestro finito parecer, dependen de su grado de evolución. Lo que equivale a decir que no nos sentimos aptos ni autorizados para abordar el tratamiento de algo así como nuestras "capacidades sustanciales eternales" o parecidas, y que nos parece suficiente señalar que la energía pura, a la que efectivamente hemos considerado -con nuestras hondas limitaciones, no nos cansamos de repetir- indestructible, es anterior, y posterior, a todo tiempo, espacio, materia o persona.

No sabemos si será por nuestra torpeza, nuestra miopía o nuestra ignorancia, y lo más probable es que se trate de un coctel de todas ellas, que no terminamos de deslumbrarnos ante las discusiones filosóficas o científicas convencionales sobre el tiempo. Acerca de si se puede demostrar solamente por la razón pura o por la razón práctica la existencia del tiempo, algún día quedamos más que satisfechos con nuestras rudimentarias lecturas de Kant y sus Críticas, quien, gruesamente hablando, nos dice que debemos aceptar las limitaciones de ambas razones y apostar a su empleo conjugado, puesto que todo nuestro conocimiento es, a la vez, el resultado de nuestras experiencias y de la apelación a categorías innatas. Y, no conformes con nuestro simplismo, incluso desde hace mucho nos hemos atrevido a añadirle, tanto mentalmente como en los márgenes de sus páginas, que esto no podía ser de otra manera puesto que para el momento en que, como personas, nos disponemos a conocer sobre el tiempo, hace ya mucho que somos entes vivos, materiales, espaciales, temporales y energéticos, o sea, seres biológicos, químicos y físicos. En cuanto al otro debate clásico entre el tiempo oriental, el del Yin/Yang, el de los filósofos chinos, hindúes, la mayoría de griegos, aztecas, mayas y otros, que (según las enciclopedias y afines, pues no estarán creyendo que...), postulan una visión cíclica del tiempo, versus el tiempo occidental, el judeo-cristiano, el de Abraham, Isaías o Jesús, con su añadido semioccidental, el de Mahoma, que reclaman una visión del tiempo cual un flujo en una sola dirección, desde un comienzo hasta un fin, pues resulta que tampoco nos ha parecido nada del otro mundo. Nos contentamos aquí con una especie de visión mixta del tiempo, como en espiral, en donde, a más de tener un comienzo y un fin probable, que incluso los físicos parecen haber calculado ya, resulta que se desenvuelve en ciclos análogos que, sin embargo, nunca son los mismos ni coinciden jamás. Por último, en cuanto al debate científico entre el tiempo absoluto o newtoniano versus el relativo o einsteiniano, nunca hemos podido determinar si fue que Einstein, en su libro La física, aventura del pensamiento, al que hemos leído, estimulados por nuestros excelentes profesores de cuarto y quinto de bachillerato, desde nuestra juventud, se pasó de buen explicador o si es que el suscrito es pasado de bolsa, pero lo cierto es que también quedamos satisfechos con la tesis de que el tiempo absoluto es un caso particular, "a bajas velocidades de la materia", del tiempo relativo que, como parte del continuo espacio-tiempo, es, a su vez, una propiedad de ésta.

En cambio, en cuestiones de tiempo, el problema que nos parece desbordar lo espinoso, que ha permanecido por años en el quid de nuestras reflexiones relevantes y, por tanto, en el núcleo de nuestros estudios y elaboraciones sobre estas capacidades sustanciales, es uno frecuentemente subestimado tanto por filósofos como por científicos: el de la concurrencia o confluencia de distintos tiempos en una misma criatura o conjunto de criaturas, o sea, el de nuestra existencia simultánea en distintos ciclos o vueltas análogas de una compleja espiral de tiempos que se solapan. Es así que lo que me produce vértigo, apelando nuevamente a nuestro caro repertorio de metáforas de la vida individual, es sentir, para empezar con el nivel físico, que formamos parte de un universo que, si aceptamos lo que pareciera estar cerca de gozar de un consenso entre los físicos, es una criatura madura, cuyo tamaño es de unos 3,5 x 1080 m3, que anda por cerca de la mitad de su esperanza de vida, estimada en unos 35 mil millones de años, o sea de unos 35 Gigaaños ó 100 Petasegundos (1 x 1017 s), de los cuales ya ha consumido más de un 40% (15 mil millones de años); de un sistema solar, cuyo tamaño está por los 9 x 1032 m3, y un planeta Tierra, de unos 1 x 1021 m3, que serían una suerte de jóvenes, cuya esperanza de vida anda por los 20 mil millones de años, y ya han cumplido una cuarta parte; y así sucesivamente hasta estar hechos de partículas subatómicas y elementales que aparecen, desaparecen o se transforman en bastante menos que fracciones de segundos, por allá por volúmenes del orden de los 10-44 m3, con duraciones de attosegundos (10-18 s) y menos todavía (pero no por debajo de los 17 x 10-105 m3 y los 5 x 10-44 s, el volumen de Planck y el tiempo de Planck, respectivamente, o límites inferiores del espacio y el tiempo conocibles con las leyes físicas actuales).

Biológicamente, pertenecemos a la única especie sobreviviente, con apenas un par de centenas de miles de años de existencia, de un género humano, que tiene unos 4 millones de años en el planeta, y que no sabemos cuánto van a durar una u otro pero que, si los comparamos con otras especies y géneros, e inclusive con otras especies de vertebrados y aun de mamíferos, no somos sino algo como un bebé (desgraciadamente con propensión hacia la malcriadez durante los últimos tres o cuatro mil años); y, a la vez, estamos hechos, cada uno, de unos 10 millones de millones de células con esperanzas de vida altamente variables, y diferentes procesos de envejecimiento que apenas comienzan a entenderse.

Socialmente hablando, los latinoamericanos formamos parte de una civilización occidental, con unos 1200 años de fundada, que, al compararla con otras -vía Toynbee, etc.-, luce a la vez precozmente envejecida y tardíamente infantil, con ganas de no madurar nunca y llegar hasta el final embelesada con sus últimos juguetes bélicos; así como de un conglomerado de naciones hermanas, con apenas unos 500 años, padecientes de un mercantilismo decrépito y embarazadas con criaturas modernas que no se terminan de parir, con instituciones económicas, políticas y culturales de apenas unas pocas décadas en su mayoría.

Todo esto plantea que, nada más que como sociedades humanas, los latinoamericanos participamos de cambios antropológicos, en la escala de decenas o de muy pocas centenas de miles de años; civilizatorios, en el orden de alrededor de los pocos miles de años; regionales o subcontinentales, a nivel de siglos; institucionales, estatales e individuales, en términos de décadas; políticos y de grandes proyectos, en el plano de los pocos años; político-electorales y de proyectos comunes, muchas veces en la escala de meses; y así hasta la escena política mediática, cambiante en el día a día. La transformación de nuestras capacidades sustanciales temporales pasa en buena medida por aprender a orquestar cambios en estos múltiples ámbitos, sin dejar de atender las urgencias pero si perder de vista las importancias.


Gran parte de nuestras confusiones como subconti- nente parecieran derivarse de nuestra incapacidad para pensar y actuar en este enjambre de tiempos distintos, pues mientras que nuestros académicos críticos no se cansan de proclamar, junto a sus colegas europeos y pensando en términos de siglos, la crisis de la modernidad y de Occidente, nuestras masas pobres claman día tras día por dádivas y una mínima atención a sus necesidades primarias insatisfechas, sin importarles crisis ninguna. Buena parte de nuestros políticos se debaten entre medidas populistas del día a día o, a lo sumo, con la vista puesta en las próximas elecciones, por regla general inspiradas en enfoques premodernos de atención a asuntos urgentes, y posmodernos discursos incendiarios de denuncia de la crisis civilizatoria, copiados de los académicos más radicales, sin detenerse a examinar los problemas de edificación de la sociedad moderna que claramente todavía no somos.

Mientras no superemos estas terribles confusiones sobre nuestros tiempos será difícil dejar atrás nuestro desorden actual y avanzar realmente en la satisfacción de nuestras necesidades. Aunque el tema de cómo hacerlo es harto complejo y requerirá seguramente muchos artículos futuros de nuestro blog, no queremos concluir este artículo sin destacar una idea esencial al respecto. Es la de que nadie puede prohibirle a los intelectuales, o por lo menos a quienes tenemos el hábito de pensar en grandes problemas, que abordemos las crisis antropológica y civilizatoria en que estamos metidos, e incluso que fijemos posición y participemos en los debates mundiales sobre su superación, pero esta postura no puede llevarnos a perder la perspectiva de nuestras realidades o a soslayar las exigencias de impulsar la transformación de nuestras capacidades con miras a modernizarnos. No tenemos por qué pensar en pequeño, sino todo lo contrario, pero tampoco podemos plantearle a las criaturas fetales, nacientes o neonatas que son nuestras naciones modernas que se estrellen en el combate contra una modernidad de la que apenas conocemos en carne propia sus dimensiones más superficiales y cosméticas.

Con el etapismo paternalista o de corte desarrollista, que no tiene ojos sino para la escala nacional inmediata, no hacemos sino diferir la asunción de nuestras responsabilidades y reforzar nuestra dependencia de las grandes potencias e imperios; pero con los izquierdismos stalinistoide o trotskystoide, que confunden los siglos con los meses, no hacemos sino pretender forzar nuestros cambios y la asunción de nuestros compromisos. Ambas vías extremas terminan perdiendo preciosas oportunidades de avanzar, y no pocas veces le abonan el terreno a las soluciones fascistoides, que siempre se han erigido sobre la incapacidad de derechas o izquierdas torpes para entender la compleja dinámica de los tiempos. La solución fascista, ante las impotencias para sincronizar los tiempos del presente y del futuro, no es otra sino la de optar por la congelación social en el tiempo pasado. ¿Será necesario vivir esto y una hiperpesadilla análoga a la de Europa con la Guerra Mundial antifascista para que despertemos?


Nota: Le recordamos a nuestros queridos lectores que, desde el artículo número 50 de nuestro blog, y durante todo el resto del mes de octubre, estaremos aplicando una encuesta detallada: Mejorando a Transformanueca, que esperamos nos ayude a definir los enfoques venideros de nuestra publicación, y una encuesta simplificada: Opinando sobre Transformanueca, que también esperamos pueda ser útil. Por favor, no olviden hacer clic en el botón Continue, al terminar la Encuesta, después de la Pregunta # 10. Les agradecemos toda la colaboración que puedan brindarnos a este respecto.

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