viernes, 23 de octubre de 2009

Nuestras capacidades sustanciales instrumentales

En nuestro mundo semántico feliz debería existir una familia de términos, terminados en los sufijos -mento o - menta (con las variantes -miento o -mienta), para designar distintas clases de medios u objetos para la acción o el trabajo humanos, verbigracia: uno así como utilmento, para cubrir el significado general de todos estos medios; uno como aditamento o artemento, para indicar los utilmentos de origen artesanal; otro como instrumento o tecnimento, para abarcar los utilmentos de factura técnica o basados en la lógica; otro en la onda de cognomento o tecnomento, para indicar los utilmentos de carácter científico o tecnológico o intensivos en conocimientos, etc. Con variantes diversas para sugerir los materiales de fabricación de los utilmentos, como litomento, para los de piedra; cuprimento, para los de cobre; herramento, para los de hierro; lignimento, para los de madera; osamento, para los de hueso, etc. Todos ellos bien pertrechados con sus adjetivos respectivos, con flexibilidad para admitir morfemas (prefijos, sufijos e infijos) variados, con sus modalidades sustantivas femeninas para designar los conjuntos complejos de utilmentos (utilmentas, instrumentas, herramientas, etc.), y así sucesivamente y con no poco fantasiosamento.

Pero resulta que en el mundo semántico real que habitamos el vocablo que ha hecho la carrera más general, el que cubre la mayor variedad de significados es, sorprendentemente, herramienta (pese a que las "herramientas" usadas durante más del 99,9% de la existencia de los seres humanos han sido de piedra, madera o hueso; e incluso, si tomamos en cuenta sólo los humanos modernos, los Homo sapiens sapiens, el hierro, usado sólo desde hace unos 2400 años, habría sido empleado sólo durante poco más del 1% de nuestra existencia...). El segundo término con carrera menos especializada, y por tanto potencialmente más aprovechable para nuestros propósitos, es instrumento, que denota herramientas o piezas, de cierta complejidad, que se combinan para su uso en el ejercicio de las artes y oficios, con la desventaja de que su lexema instru- lo convierte en primo de instrucción y afines, lo que sugiere un estadio histórico más avanzado; pero con la ventaja de que ya tiene incorporado su adjetivo: instrumental. En cuanto a utensilio, no sabemos qué ni cómo fue lo que le pasó, pero el pobre tiene como los alcances limitados, y costaría mucho, por decir algo, imaginar a una pirámide, un rascacielos, un tractor o un carro de guerra metidos dentro de su cobertura, que pareciera haberse conformado en torno a los utensilios de cocina. Y ni qué pensar en aditamento, artefacto, cognomento, etc., que hicieron tienda semántica aparte, o en los inexistentes tecnimento o tecnomento, que enredarían las cosas y de seguro asustarían lectores.

Por ende, en alarde de realismo lingüístico, hemos decidido adoptar el término instrumento para cubrir el significado de las herramientas (sic) calificadas, basadas inicialmente en el uso de la piedra pulida, a menudo provistas de mangos, vástagos, ruedas, palancas, poleas, planos inclinados, etc., fabricadas desde la época neolítica (de hace unos diez a doce mil años, aproximadamente) por artesanos calificados, en etapas diferenciadas -construcción- del proceso productivo, y luego, unos seis mil años después, en base a metales, primero el oro, la plata y el cobre, después el bronce, y finalmente el hierro. El uso adecuado de estos instrumentos permitiría soportar, y requeriría a la vez de, estructuras de organización territorial, edificaciones perdurables, prácticas de adiestramiento, y grados avanzados de división del trabajo, sólo factibles, para poder abastecer a los nuevos trabajadores calificados, con el aseguramiento creciente de la producción de alimentos mediante actividades agrícolas. De allí, entonces, el calificativo de instrumentales escogido para las capacidades sustanciales que exploraremos preliminarmente en este artículo, vinculadas a un tipo calificado o más evolucionado de herramientas (término que, no sin cierto pesar y hasta nuevo aviso, reservaremos para el conjunto más general de significados relevantes, del cual los instrumentos serán un subconjunto), y asociadas a la emergencia de la agricultura, de las aldeas rurales y agroalfareras, e inclusive de las primeras civilizaciones no clasistas.
Hace más de cuarenta años que la pareja de Louis y Mary Leakey, los padres de nuestro apreciado Richard Leakey, demostró inequívocamente que la historia de nuestros antepasados humanos hay que medirla no por unos pocos miles de años, como reza la Biblia, ni por unas pocas decenas de miles de años, como se nos dijo en la escuela, sino por varios millones de años, extensibles, si abarcamos a los homínidos prehumanos, de andar erguido y ya utilizadores de herramientas, hasta una decena de millones o más. No obstante, si el lector se toma la molestia de agarrar, al azar o por su cercanía, un libro de historia universal convencional, podrá constatar que todo el largo período de alrededor de cuatro millones de años de existencia del ser humano primitivo, más todo el período neolítico, más el período de las civilizaciones (con escritura) sin clases, o sea, más del 99% de la existencia humana, es despachado, a lo sumo, en unas pocas páginas, introductorísimas y bajo el rótulo casi despectivo de "la prehistoria". La Historia, la propia, en cambio, con el pretexto de que allí es donde se dispone de escrituras, comienza con los imperios, los monarcas endiosados, las grandes batallas, las grandes religiones de dioses masculinos y a menudo también arbitrarios o guerreros, los grandes monumentos, las grandes obras de riego y las grandes pompas, y al margen, así, como a quien no le queda más remedio, alguna que otra nota sobre la invención de la agricultura, los nuevos instrumentos, el lenguaje objeto, la organización del territorio, etc. En cuanto a Marx y Engels, y sobre todo sus exégetas, para no quedarse atrás, fueron todavía más allá y afirmaron que seguimos en la prehistoria, y que la Historia de verdad verdad no comenzará sino hasta el triunfo rotundo y absoluto del Proletariado.

En respuesta a lo que precede, en este blog hemos insistido y seguiremos insistiendo en reivindicar un concepto más amplio y menos prepotente de historia, que destaque los logros de nuestros ancestros, con toda su dedicación a la fabricación de herramientas, a la creación de organismos colectivos y al desarrollo de una cultura contentiva de toda nuestra identidad esencial, que coloque en un sitial más real y digno a la mujer, al trabajo, a la agricultura, a la fabricación y el uso de instrumentos, a la sana ocupación territorial, a la división económica -pero no social- del trabajo, y que destaque que no necesariamente la civilización tiene que ser sinónimo de, o por qué dar lugar a, sociedades de clases. Estamos hartos de que, contrariamente a toda la abrumadora evidencia acumulada por arqueólogos y antropólogos -y que podemos constatar por nosotros mismos visitando a cualquier aldea indígena lo suficientemente apartada en nuestra América Latina, que es mucho más que un libro abierto-, los libros de historia, los programas de TV, y, en general, la cultura dominante y la aspirante a dominante -léase marxismo ortodoxo o dogmático- nos sigan metiendo por ojos y oídos la idea de que las sociedades de clases sociales y los imperios esclavizantes y dominadores de otros pueblos constituyen el verdadero comienzo de la historia. La idea subyacente es que la Historia ha girado en torno a las guerras y los guerreros, que la violencia es la "partera de la historia", que la única manera de acabar con la opresión de unos seres humanos por otros es a través de la lucha de clases y de la contraopresión de las clases dominantes por las dominadas, pues nosotros los Homo, bien por naturaleza, bien automáticamente a partir de la emergencia de la riqueza agrícola, o bien dados los imperativos impuestos por la lucha por superar la explotación y la pobreza, estaríamos condenados a ser violentos.

Históricamente, estamos convencidos de que no ha sido la aparición de los instrumentos, y de la agricultura como consecuencia y causa, a la vez, de tal aparición, lo que ha dado lugar a las sociedades clasistas, sino la nefasta conjugación de, por un lado, pueblos pacíficos agrícolas dedicados a la creación cultural y material en un ambiente de igualdad, por un lado, y pueblos con vocación envidiosa y guerrera, mas dotados con armas metálicas, por otro, dispuestos a aprovecharse de la ingenuidad y desprotección de los primeros. No fue con la aparición de la agricultura, la escritura, la cultura, el arte..., que fueron muy anteriores, como se establecieron las bases para la aparición de imperios guerreros dedicados al sometimiento de pueblos vecinos con un menor grado de desarrollo de sus capacidades. Fue la ventaja del empleo de instrumentos, y particularmente de armas férreas, mucho más difíciles de imitar que sus congéneres más simples de piedra astillada o tallada, madera y hueso, e inclusive oro, cobre o bronce, y por tanto no fácilmente accesibles a todos los pueblos, lo que abrió las compuertas a la ambición de la dominación y a la avaricia de querer vivir regaladamente a costa del trabajo de los no poseedores de estas capacidades. Así se sentaron las bases para que, desde hace unos cinco a seis mil años, aparecieran las primeras civilizaciones imperiales, dotadas de palacios, fortalezas, realezas de origen divino y dioses principales masculinos emparentados con los reyes, faraones, incas, etc., ejércitos adiestrados para la guerra con armas ventajosas, esclavos para los oficios más rudos o embrutecedores, y afines. Hasta entonces, hasta las civilizaciones imperiales sumeria, mesopotámica, egipcia, persa, china, hindú, griega, azteca, inca, etc., no se han encontrado evidencias arqueológicas de la existencia de lujos reales, de ejércitos o de relaciones sistemáticas de dominación hacia otros pueblos.

No se han encontrado para nuestros antepasados homínidos, del género Australopithecus, de hace cuatro a diez millones de años, de caminar erguido y que usaban ya herramientas de piedras astilladas; ni para los primeros verdaderos hombres o miembros del género Homo, los Homo habilis de hace dos a cuatro millones de años, que usaban piedras talladas y lanzas de madera afilada; ni para los Homo erectus, de hace unos quinientos mil a dos millones, que perfeccionaron el tallado de piedras y las prácticas de caza y descubrieron el fuego; ni para los primeros Homo sapiens, arcaicos y neandertales, de hace doscientos a quinientos mil años, que habitaron en cuevas, crearon esculturas de piedra tallada, usaron ropas de piel, y desarrollaron cultos en torno a sus muertos; ni para los primeros Homo sapiens sapiens, por fin los como nosotros, de hace seis mil a doscientos mil años, que perfeccionaron el lenguaje, impulsaron vigorosamente la magia, el arte y la pinturas rupestres, y aprendieron a pulir las piedras y a usar herramientas más complejas o arrojadizas, a las que aquí estamos llamando instrumentos, como el hacha, el arco y la flecha; ni a los pobladores neolíticos de las primeras aldeas rurales, que desarrollaron la agricultura y la domesticación de animales, la construcción de viviendas, la cerámica y la textilería, el telar, el torno, etc.; y tampoco, aun si aceptamos, de no muy buena gana, el requisito de la escritura como distintivo civilizatorio, en las primeras civilizaciones, como la Egea o Cretominoica, de hace tres a seis mil años, que bien conoció la escritura, hizo florecer la agricultura y el pastoreo, desarrolló un panteón religioso de ambos sexos, y llegó hasta conocer la metalurgia del oro, la plata, el cobre y el bronce destinándola a la elaboración de adornos.

Fue con los instrumentos y con las armas metálicas, y sobre todo desde que los dorios griegos establecieron la dominación de los pacíficos pueblos egeos, basada ésta en ejércitos ecuestres, carros de guerra y poderosas armas de hierro, lo que con el tiempo dio lugar al imperio helenístico, primero, y romano, luego, como se estableció el prototipo de sociedad antigua dividida en clases sociales, llena de privilegios para las clases dominantes, imperial y esclavista, que ha pasado a convertirse en prototipo de sociedad civilizada, y que luego engendró la sociedad occidental que avasallaría con el tiempo a los pueblos americanos prehispánicos.

Nuestra América Latina, nacida del coito forzado entre una civilización jerárquica madura y guerrera, y poseedora de un robusto paquete de capacidades estructurales, procesales y sustanciales, por un lado, y civilizaciones o protocivilizaciones de tipo antiguo, nacientes y pacíficas unas, ya guerreras y esclavistas las otras, que no conocían ni el hierro, ni la rueda, ni la imprenta, ni los mapas, por otro, sigue acumulando vacíos críticos en su conjunto de capacidades. Todavía hoy, a quinientos años de concebidos y doscientos de nuestras independencias, la mayoría de nuestras naciones no gozan de soberanía alimentaria y no disponen todavía de muchas de las capacidades sustanciales instrumentales que ya tenían nuestros conquistadores. Tan sólo, a vuelo de pájaro, Brasil, México, Argentina, y, a distancia, Colombia, Chile, Venezuela y Cuba, han empezado a romper su dependencia de los bienes de capital y productos metalmecánicos y químicos que constituyen el grueso de nuestras importaciones, y la mayoría sigue trayendo de fuera fuertes dosis de sus canasta alimentaria.

Y, como si fuera poco, varias de nuestras naciones, pretenden hacer del enfrentamiento a las naciones poderosas, y no de la transformación de nuestras capacidades, la palanca fundamental de nuestros procesos de cambio. Lejos de proceder a lo Gandhi, quien llamó y convenció a su pueblo para prescindir de la tecnología occidental y arroparse hasta donde lo permitieran sus cobijas; o según la estrategia de nuestros libertadores, como Miranda, Bolívar, San Martín, O'Higgins, Artigas y otros, a quienes ni les pasó por la cabeza la idea de enfrentarse en bloque a Europa y los Estados Unidos en nombre de un triunfo de los desposeídos y pobres locales, enfrentados a toda modernidad, toda ciencia y toda tecnología, pareciéramos aspirar al cambio imposible de apoyarnos en la incapacidad y la ignorancia de buena parte de nuestras masas pobres, valiéndonos de tecnologías importadas y aspirando a disfrutar, sin esfuerzo, de los estándares de vida del imperio. Si seguimos empeñados en esto no sólo la política, la cultura y la economía nos lo cobrarán caro, sino que traerán consigo los apoyos de la biología, de la química y hasta de la física para demostrarnos que lo que pretendemos es evolutiva, cinética y termodinámicamente inviable.
Nota: Le seguimos recordando a nuestros queridos lectores que, desde el artículo número 50 de nuestro blog, y durante todo el resto del mes de octubre, estamos aplicando una encuesta detallada: Mejorando a Transformanueca, que esperamos nos ayude a definir los enfoques venideros de nuestra publicación, y una encuesta simplificada: Opinando sobre Transformanueca, que también esperamos pueda ser útil. Hasta la fecha estamos sorprendidos por el bajo número de encuestas llenadas y francamente no logramos entender qué pasa. Por favor, no olviden hacer clic en el botón Continue, al terminar la Encuesta, después de la Pregunta # 10. Les agradecemos toda la colaboración que puedan brindarnos a este respecto.

No hay comentarios:

Publicar un comentario