viernes, 18 de diciembre de 2009

Las puntas de las flechas y dos audacias

Las puntas de las flechas
Aquel era un tiempo sin sociología, historia o ciencia social alguna, y sin embargo allí estaba, en su lugar, un embrionario pero cada vez más claro sentimiento de solidaridad con las poblaciones autóctonas de nuestro continente. Pese a los esfuerzos de los productores y directores de películas vaqueras de los, para muchos, remotos años cincuenta, que presentaban a los indios grotescamente pintarrajeados y danzando enloquecidos al desenterrar el hacha de la guerra para ir al combate, mi corazón, sobre todo a medida que fui dejando la niñez más temprana y adquiriendo eso que llamaban uso de razón, se alineaba resueltamente con las causas de estos. Cierto que daba lástima ver a los colonos del oeste americano defenderse en sus carretas y caravanas, al lado de sus mujeres y sus niños, de las huestes de pieles rojas girando a su alrededor, pero por más que se empeñaran en ocultarlo algo me decía que, en el fondo y aún sin poder verbalizarlo, los indígenas eran los débiles que luchaban por su territorio frente a quienes los invadían y pretendían acabar con su milenaria manera de vivir.

Cosa diferente ocurría con las películas de la televisión sobre la guerra moderna contra los coreanos, que en definitiva y pese a que las imágenes eran en blanco y negro, fácil se adivinaba que eran parte de los aviesos chinos amarillos, y mi entusiasmo infantil jamás vaciló en estar del lado de los verdes americanos. En el caso de la Legión Extranjera de los franceses en contra de los jinetes árabes bereberes, también mi espíritu pueril se dejaba guiar por el diseño fílmico que realzaba el honor y la ética de los legionarios en contra de las viles hordas enemigas. Y un caso muy especial era el de Robin Hood, quien, además de arquero consumado, abierta y protagónicamente representaba, incluso en el diseño oficial, la solidaridad con los humildes y la rebeldía ante el poder monárquico establecido, lo cual volvía deliciosamente crítica toda identificación con él. Obviamente no había criterios políticos ni históricos tras mis posturas, pero sí un afán de identificarme con la causa de los verdaderamente buenos y justos, en sus luchas en pro de la libertad y el honor, amenazados por doquiera por la maldad y las vocaciones despóticas de los otros.

En materia de indios y vaqueros, después de los años preescolares, en donde las preferencias inevitables se volcaban hacia los sheriffs valientes e ídolos como el Llanero Solitario y su compañero Toro, poco a poco fui internalizando la perspectiva de los pieles rojas frente a los caras pálidas. Un factor importante de la conversión fueron las largas películas llamadas series, que mostraban muchos más detalles de la vida del oeste americano que los filmes corrientes. Todavía echo de menos las series de los miércoles, películas vaqueras por capítulos que se pasaban por tres o cinco semanas en el cine, y presentaban relatos continuados mucho más fascinantes que las ediciones de una sola entrega. Al cine cercano del pueblo, cuya galería o gallinero era a cielo abierto, con lo que se aprovechaba la muy escasa lluviosidad de la zona, acudía casi siempre solo o en compañía de niños amigos, vecinos o compañeros de clase -y muchas veces todo eso-, pero no con adultos. Disfrutábamos las proyecciones, que empezaban apenas al ocultarse el sol, en nuestros toscos bancos de madera sin espaldar, y, entre uno y otro capítulo, a lo largo de la semana, comentábamos lo acontecido y hablábamos mucho, aun dando por descontada la victoria final de los colonos, quienes a menudo terminaban por recibir el apoyo del ejército, acerca de lo que podría ocurrir en la edición siguiente.

La pasión y expectativas que despertaban todos esos relatos, y principalmente los de tipo
western y los de Robin Hood, eran intensas, y disponía de dos recursos adicionales para revivirlos y alterarlos a mi antojo: uno, para condiciones de soledad o de la compañía de alguno de los pocos niños que gustaban de ellos, eran los juegos con numerosos muñequitos, que, además de las figuras de personajes y actores diversos, incluían animales y objetos en miniatura tales como caballos, camellos, carretas, tiendas tanto indígenas como de campaña, cañones, árboles, pozos de agua y hasta castillos ingleses o fuertes militares para cada tipo de ejército. Con estos muñequitos, como los llamábamos, representaba toda clase de situaciones dramáticas y fácilmente perdía la noción del tiempo al sumergirme en ellas. El otro recurso eran los juegos en vivo, que frecuentemente dirigía con niños invitados entre los mismos que íbamos a las series, en el que parecía el inmenso solar de mi casa. No pocas veces un argumento tomado del cine era recreado con muñequitos y vuelto a recrear con los juegos en un solar como el que tenían casi todas las casas del vecindario.

Un pequeño montículo en un costado del solar hacía de montañas rocosas y hasta de Cañon del Colorado, dos palmeras de gruesos troncos -como no las he vuelto a ver-, al centro, eran el lugar ideal para emboscar las caravanas o hacer de bosques inexpugnables de Sherwood, un corpulento olivo -que jamás dio una aceituna- servía, con sus copas, de atalaya para divisar al enemigo, jamás se desaprovechaba un palo de escoba pues siempre estábamos faltos de caballos, no era difícil hallar la semejanza entre las gallinas del solar -cuyas
plumas de colores eran atuendos ideales para los indios- y los búfalos o jabalíes para cazar, y era delicioso cuando las matas de guayaba o de granada frutaban pues la búsqueda de alimentos se tornaba más real.

Sólo un recurso resultaba disonante en el contexto requerido por los valerosos guerreros apaches o por Robin, y eran las flechas de inequívoca apariencia infantil y dotadas con chuponcitos rojos,
insoportablemente inofensivos, en sus puntas. Un día intenté quitarles los odiosos chupones, para afilar con navaja los vástagos de madera, y sufrí una reprimenda de mis padres, temerosos de que entonces las flechas se convirtieran en armas peligrosas, y desde entonces impusieron la condición de que las flechas debían usarse estrictamente enchuponadas. Así dotadas, resultaban inocuas hasta para gallinas y lagartijas, y como, encima, tenían que lanzarse silenciosas, estaban en crasa desventaja ante los disparos de los fusiles de palo enemigos, que por lo menos se acompañaban con oportunos punes y panes.

Las flechitas ya estaban en vías de convertirse en un incómoda mas necesaria imperfección de nuestros juegos de solar cuando, en un viaje a la capital, acompañé casualmente a mi padre, en la búsqueda de unas mancuernas de ejercicios, a una gran tienda de artículos deportivos y, de repente, en un rincón y en una especie de cesta metálica repleta, descubrí nada menos que una amplia variedad de flechas para los deportes de arquería. Largas y genuinas saetas con afiladas puntas de hierro y hasta de acero inoxidable, ganchudas, con varias aristas, para cazadores y tiradores al blanco, con su peligrosidad al desnudo, y a su lado grandes y tensos arcos de variados tamaños, como los de las películas, dignos de apaches o de justicieros legítimos.

Le rogué a mi padre que me comprara algunas de esas, hice promesas de que sería cuidadoso y tendría sumo cuidado al lanzarlas, me comprometí a no matar ni palomas con ellas, y hasta recuerdo haber propuesto que las guardaría sin usar hasta que cumpliera ocho completos años -pues tenía, creo, sólo siete-, pero todo resultó en vano: las flechas no pudieron ser metálicas ni efectivamente punzantes. En su lugar y ante los requerimientos paternos, un dependiente de la tienda nos mostró unas de puntiagudez intermedia, que venían con su arco en un estuche grande, con puntas relativamente afiladas y clavables en cuerpos blandos, pero también achatadas a propósito y hechas de un plástico azul resistente. Mi padre, que gustaba de negociar acuerdos conmigo, me dijo que si prometía hacer un uso responsable de ésas, exclusivamente en nuestro solar de provincia, con el tiempo me haría acreedor a unas puntiagudas y férreas. Con tal perspectiva, y ante la alternativa de retornar frustrado ante las ahora más absurdas que nunca de chuponcito rojo, acepté el trato.

El viaje de regreso a nuestro pueblo se me hizo interminable, las curvas del trayecto final me causaron mareos, y no veía el momento de desempacar mi tesoro, hasta que por fin llegamos, al anochecer, a casa. Pregunté si podía abrir el paquete y hacer los primeros disparos esa noche, pero sólo logré la aprobación para desempaquetar y esperar al día siguiente, lo cual acaté a pie juntillas, como primera prueba de mi vocación responsable en el uso de las nuevas armas.

Pronto me sentí cabalgando a pelo sobre mi brioso caballo pinto, esquivando andanadas de disparos y clavando mis mortíferas saetas en los pechos invasores. A un gigantesco oso pardo logré darle justo en el corazón y lo vi desplomarse por un risco. Rescaté hermanos retenidos desplazándome sigiloso hasta sus encierros a campo abierto y acabando a sus centinelas con flechazos silenciosos y certeros. Y me hallaba en plena caza de corpulentos búfalos que corrían despavoridos, abrazado de costado a mi corcel y con el arco tenso apoyado sobre su crin, a punto ya de soltar el letal proyectil, cuando, de repente, caí en que nunca había montado un caballo a pelo, que jamás había visto un búfalo ni un oso, que había demasiada irrealidad y exageración en lo que estaba viviendo, y que muy probablemente estaba soñando...

Dormido, me dije, sí, pero ¿hasta dónde llegaba el sueño? Si los búfalos y el caballo pinto, y el oso y los centinelas y los invasores, no eran reales: ¿sería que todo era falso, incluido el arco y las flechas que portaba? ¿Cómo deslindar el contenido fantasioso de aquel con algún asidero real? ¿Cómo comprobarlo sin abandonar aquella vivencia paradisíaca? Y así me mantuve indeciso, durante un lapso que recuerdo inmedible, sin saber si despertar o no y temeroso de enfrentar la cruel realidad que posiblemente estaría afuera esperando, quizás hasta con sus horrendas flechitas aniñadas, pues tal vez nada nuevo había ocurrido. En un esfuerzo supremo, decidí afrontar la situación y abrir los ojos, me incorporé sobresaltado, encendí la luz del cuarto, vi hacia todos lados sin hallar lo que buscaba, hasta que..., de pronto, allí, sobre una mesita, estaban el arco sobre su caja, con sus franjas de colores y más alto que yo, y, aunque no las flechas cien por cien legítimas, sí las candidatas a filosas, con sus plumas en la cola y sus puntas plásticas azules... A uno y otras los abracé con un gemido gozoso, que apenas contuvo lo que pudo ser un infantil alarido, y creo haber pasado el resto de la noche cual futuro caballero en vela de armas, hasta que apuntó el ansiado amanecer.

Decidí no contarle a nadie de mi sueño, no fuera a ser que delatara alguna inmadurez inoportuna. Pronto invité por teléfono a unos amigos a jugar en el solar, temprano en la mañana -todavía seguíamos de vacaciones-, y conocer el poderoso arco con sus flechas, distintas a las que todos conocíamos y de una peligrosidad si no plena tampoco despreciable. Y fue así que, no sin sorprenderme por mi recién renovado sentido de la responsabilidad, di inicio a una nueva serie de juegos de solar, que en muchos aspectos se distinguió de todas las versiones anteriores: nunca más hubo emboscadas, ninguna gallina volvió a ser confundida con un búfalo, el hacha de la guerra permaneció mucho más tiempo enterrada, las pipas de la paz se fumaron más a menudo, no hubo más intentos de atravesarle el pecho a un cara pálida con un flechazo o de arrancar cueros cabelludos, y, en cambio, se negoció mucho más, las estrategias de enfrentamiento se hicieron más prolongadas y sutiles, hubo muchas más capturas de enemigos, y ellos con frecuencia dispararon menos y capturaron más de los nuestros, y con frecuencia al final de la jornada se firmaron tratados de convivencia pacífica...

Todo ocurrió como si, en el empeño por demostrar el uso responsable de las flechas de punta plástica, con miras a optar al premio de las de acero, hubiese cambiado mi visión de la lucha entre indios y vaqueros. Las ridículas flechitas de goma podían lanzarse a todas partes sin importar las consecuencias, y así se habían empleado; pero las nuevas, con puntas por poco filosas y arrojadas desde un arco mucho más potente, que si bien no podían matar, matar de verdad, a nadie, sí eran suficientes para vaciarle un ojo a cualquiera y cuidado si atravesarle el buche a una gallina, debieron ser utilizadas de modo harto distinto. Nuestros juegos de indios y vaqueros cobraron fama de ser complicados y hasta fastidiosos para muchos niños, pero nunca para quienes nos habíamos iniciado en el arte de administrar armas de peligrosidad intermedia, en ruta hacia las de peligrosidad completa...

Los nuevos juegos perduraron varios años más, pero las flechas de plástico nunca fueron reemplazadas por las de hierro. No porque mi padre ni yo incumpliéramos nuestras promesas, sino porque, con las excursiones de los
scouts, las cacerías con rifles calibre 22 y en caballos de verdad, y luego con la llegada del interés por las muchachas y de problemas hogareños mayúsculos que dinamitaron las últimas fantasías infantiles, el solar recuperó su tamaño de simple patio trasero, perdió sus encantos y se quedó para los juegos de los niños que vinieron. Conservé el arco con sus flechas azules hasta que, en una mudanza familiar para la capital del país, fue a dar a no sé donde y nunca llegó a la metrópoli ni volví a saber de él.

Creí que el nuevo estilo de juegos había sido fascinante, aleccionador y preferible para todos, hasta que, muchos años después y entre adultos, una hermana menor me hizo el reproche de que, aunque no se atrevió a decírmelo en su momento, por miedo a resultar excluida, siempre prefirió la modalidad de las flechas de chuponcito rojo, pues entonces se divertía más y hasta lanzaba las propias. En cambio, con las nuevas reglas, me dijo se había incrementado demasiado el tiempo de sus prisiones de princesa india en manos de los vaqueros y soldados, a la espera de largas negociaciones por su libertad que nunca terminaba de entender. Cuando, al final, se lograba el reparto de territorios, se liberaban todos los prisioneros, y los jefes celebrábamos eufóricos y dizque fumábamos la pipa de la paz, ya ella estaba cansada y hambrienta, no quería celebrar nada y sólo pensaba en irse a comer y descansar.

La felicidad y los aprendizajes parecieran deleitarse en no repartirse nunca por igual y para todos.

Dos audacias
Curiosamente, las audacias parecieran adaptarse automáticamente a nuestras facultades para ejercerlas. Cuando, de niños, nada de lo que hacemos tiene consecuencias mayores, pareciera que nuestras audacias pueden ser ilimitadas e inmediatas, que a nuestros adversarios los podemos amenazar impunemente y hasta destruir de un plumazo o un flechazo. Pero, basta con que empecemos a entender lo que son las responsabilidades a la hora de resolver problemas, y que nuestras acciones provocan resultados, para que emerja como por arte de magia el mundo de la resolución de conflictos, de las negociaciones, los compromisos, los acuerdos, la confrontación pacífica de intereses, el de las audacias más lentas pero conducentes a verdaderas soluciones, el mundo, en fin, de la política. En nuestra América Latina todavía nos gusta mucho jugar con los gestos, los desplantes, las verborreas, las vivezas aparentes, las audacias rápidas, y mientras tanto nuestros problemas vegetan y pasan décadas y siglos sin que se resuelvan... ¿Cuándo aprenderemos el arte de las audacias lentas y sostenidas, y el juego supremo de los adultos, el de la verdadera política?

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