viernes, 4 de diciembre de 2009

Más sobre la identidad y el coraje latinoamericanos

Sé que algunos lectores preferirían que le dedicáramos menos atención a este asunto de nuestras identidades, mas por los momentos no podemos complacerlos: estamos convencidos de que se trata de un asunto absolutamente esencial, que debe ser aclarado lo antes posible, incluso de manera previa a la formulación de cualquier estrategia de transformación de nuestros países. Los enfoques dominantes acerca de qué hacer en América Latina se basan, de manera directa o indirecta, en la premisa de que sufrimos una especie de alienación que nos impide ser lo que en el fondo deberíamos ser, o sea, como si careciésemos de una personalidad propia y necesitáramos de otra trasplantada o inculcada. Una especie de nuevo espíritu, uno que desate nuevas fuerzas en el hombre latinoamericano, que nos libere de, o nos termine de sumergir en, la secular dominación extranjera. El punto de partida de la transformación pareciera ser el de convertirnos en ese hombre ideal, en alguien que no somos todavía, pero que seremos bajo algún influjo externo, de la propaganda incesante o de una parte de nosotros.

En el hombre moderno, cuyo mejor representante sería el empresario capitalista, pues podría conducir a las ignorantes masas trabajadoras y empobrecidas, y mejor si es con un refuerzo de la raza anglosajona, dicen muchos liberales y sus afines. En el superhombre, satirizando a los ingenuos que creen en bagatelas como el amor al prójimo, la modestia, la solidaridad y la cooperación proponen los nietzcheanos o liberales extremos. Un hombre como Superman o Batman o el Llanero Solitario, nos susurran las comiquitas. Uno como Ariel, generosamente entusiasmado y desinteresado en la acción, espiritual y con gracia e inteligencia, y no torpe, materialista y sensorial como Calibán, planteaba Rodó. Uno cósmico y superador de todas las razas humanas terrenales, argumentaba Vasconcelos. Uno como el proletariado, pero con conciencia de clase inyectada desde fuera, argüía Lenin; uno como el verdadero comunista, rezaba Stalin. Construyamos el hombre nuevo, clamaba nuestro Che, y ¡Seremos como el Che!, es la frase de combate de los pioneros cubanos, emuladores de los komsomoles soviéticos. La búsqueda de una nueva identidad, y su escogencia en un singular muestrario, está en la raíz de buena parte de las concepciones ideológicas en boga.

Mientras que aquí sostenemos que la identidad humana esencial es una sola, determinada por centenares de millones de años de deriva biológica, por decenas de millones de años de hominización, millones de antropologización, cientos de miles de humanización y decenas de miles de socialización, que unos pocos miles de años de civilización no han logrado alterar sustancialmente. Que nuestra emocionalidad esencial, y también nuestro cerebro, nuestro corazón, nuestros pulmones, nuestras manos y pies, son en resumidas cuentas idénticos, con variaciones individuales que siempre las ha habido, y cambios menores de tintes y quizás de algunos tamaños en los promedios, a los de nuestros ancestros de miles y miles de años atrás. Que, si bien es válido aceptar que ciertas relaciones entre etnias y culturas han dejado huellas o introducido inhibiciones o desinhibiciones de ciertas emociones e identidades, que es preciso tomar en cuenta, para saber en donde estamos parados y lograr el despertar de lo que esté dormido, no por ello alcanzan para concebir o propositar una transformación social profunda en aras de convertirnos en alguien distinto. O que, en todo caso, de lo que se trata no es de trasplantarle o meterle un alma distinta en el cuerpo a los latinoamericanos, sino de descubrir, con amor, delicadeza y amplitud, la que ya está dentro y viva en nosotros, y brindarle oportunidades reales de que se desenvuelva e inspire nuestras existencias.

Emocional, espiritual, identidariamente, el hombre latinoamericano que surja de la transformación de nuestras sociedades, será el mismo que conocemos actualmente, sólo que más dueño de sí mismo, más capaz de satisfacer sus necesidades y alcanzar sus libertades, con más oportunidades para convertirse en lo que siempre quiso ser. Pero nunca otro hombre, nunca, hasta nuevo aviso, con otra emocionalidad. Todos esos rasgos amorosos que tanto fastidiaban a Nietzche no son, en modo alguno, el producto de cultura ni doctrina ni sistema social alguno, sino que están insertos en lo profundo de esas derivas biológicas, antropológicas, etc., que mencionamos. Plantearnos una revolución para convertirnos en hombres distintos es una manera de planificar su fracaso estruendoso a corto, mediano o largo plazo, como si un tigre tratara de convencer a los otros de la necesidad de ser cariñosos con los venados y gacelas, o de que los tigres machos se ocupen más de la crianza de sus cachorros.

Pero esto no quiere decir, por supuesto, que los ideales espirituales no cuenten en la revolución, sino simplemente que debemos asumir que esos ideales o valores fundamentales ya están dentro de nosotros, aunque constreñidos por la falta de oportunidades de realización de nuestras capacidades para satisfacer nuestras necesidades y alcanzar nuestras libertades. Los intereses estomacales, el afán de protegernos de la intemperie, las necesidades de salud, de compañía, de seguridad, de pertenecer a un grupo social, de amar y ser amados, siempre van a estar allí. Los seres humanos, todos los seres humanos, seguirán siendo, al menos por algunos cuantos siglos o quizás milenios más, esencialmente parecidos a como son ahora, es decir, a la vez, estomacales y espirituales, medio bestiales y medio angelicales, pero eso sí: sin colmillos y sin garras como unas, y sin plumas y alas como los otros. Sin esperanzas de que todos podamos ser como empresarios ni como proletarios; sin superhombres sino con hombres de carne y hueso. Con respeto y cariño hacia el Che, pero entendiendo que no todos podemos ser como él; ni como Ariel ni como Calibán, ni cósmicos sino terrenales; con la conciencia que nos brota desde adentro y sin temerarias inyecciones cognitivas desde fuera. Sin aprender a volar como Superman, sin instintos quiroptéricos como Batman, y en lugar de solitarios más bien como llaneros acompañados, si posible emparejados y con familia.

La transformación de nuestras sociedades, lo que estamos planteando aquí, incluso si nadie nos para, es que hay que impulsar una transformación con máximo respeto a nuestras identidades y máxima lucidez y coraje para atrevernos a cambiar nuestras capacidades. Atendiendo los inevitables requerimientos estomacales, pero con un mayor respeto y una mejor y mayor inspiración en nuestros valores espirituales. Nada de tablas rasas con el pasado, nada de borrones y cuentas nuevas, nada de hombres nuevos, nada de experimentos con la naturaleza humana..., pero sí humildad y más humildad, aprendizaje y más aprendizaje, trabajo y más trabajo, planificación y más planificación, solidaridad y más solidaridad, amor y más amor, con los hombres y mujeres que tenemos y que ya somos, para ser lo que en el fondo ya todos conocemos y anhelamos.

El coraje necesario para el cambio es el que ya tenemos, sólo que hay que encauzarlo o direccionarlo hacia nuevos y más estratégicos propósitos. Las sociedades modernas no han creado hombres modernos sino instituciones, leyes, oportunidades de realización y sistemas sociales modernos que permiten que los mismos hombres de siempre, biológica y antropológicamente hablando, puedan satisfacer más amplia y profundamente las necesidades que ayer tenían insatisfechas y alcanzar grados de libertad de alimentarse, vestirse, resguardarse, transportarse, sanearse, comunicarse, etc., que antes resultaban impensables.
La verdadera revolución es como un inmenso proceso educativo en todos los ámbitos, que nos permite realizar las potencialidades que ya tenemos y lograr cada día mucho más de aquello que vamos saboreando. No hay que sembrar ni inculcar desde fuera nada, ni importar ni demostrar ningún coraje sobrehumano, ni pedirle al pueblo que se inmole ante ningún altar; con lo que ya está sembrado dentro es más que suficiente, pero hay que cultivarlo y regarlo y atenderlo devotamente para que pueda rendir los frutos esperados.

El problema terrible con la revolución de corte liberal que se nos propone es que se nos pide que empecemos por avergonzarnos de quienes en esencia somos, para aceptar ser remolcados hacia una nueva deriva histórica por la locomotora del progreso, manejada por el empresario capitalista tanto criollo como extranjero. Y la restricción mortal de la revolución de confección estalinista a que se nos invita, incluso en su más bello diseño guevariano, es que pretende hacer de la pobreza y del rechazo a sus supuestos causantes la fuerza impulsora de la transformación. Con lo cual, ambas logran un cuádruple efecto indeseable: hacen del aceptacionismo a ultranzas de lo ajeno, una, o del rechazo a lo externo, la otra, el Leitmotiv del proceso de cambio, dejando fuera del juego a nuestro genuino coraje; ambas parten del supuesto de que, en el vamos, ya han descubierto la verdad última de lo que tenemos que hacer, con lo cual desconvocan nuestra anticipatividad dormida: ¿para qué empeñarnos en conocer nada nuevo si ya fulano o mengano lo saben todo y no hay sino que preguntarles?, y de ñapa nos empujan hacia un estado de desconcierto permanente, pues en definitiva nunca logramos entender el porqué de nada; ambas desvalorizan nuestra alegría triunfante a pesar del calvario de sinsabores porque hemos pasado, pues hacen de nuestra pobreza heredada un motivo de autolástima, una, o de orgullo, la otra, impidiendo la adecuada comprensión de sus causas y de las maneras de superarla; y, como si fuera poco todo lo anterior, al no aceptar lo que esencialmente ya somos, vulneran nuestra aceptatividad humana innata y nos cargan de miedo ante un proceso del cual nunca seremos protagonistas y donde nunca entenderemos, al final de cuentas, qué será de nosotros y nuestros descendientes.

Los latinoamericanos no somos ni vamos a ser superiores ni inferiores a nadie en tanto que personas. Somos, sí, distintos en algunos aspectos menores y tenemos que tomar eso en cuenta: no somos, como decía Bolívar, ni indios ni europeos sino una especie de híbrido entre ambos, de mestizos de ambos. Pero nuestra revolución no consiste en volvernos distintos sino en realizar nuestras potencialidades, es decir, en transformar nuestras capacidades para parecernos más y más a lo que ya en nuestros sueños más profundos queremos ser. Y si, con tal realización, logramos hacer nuestros modestos aportes a la redención y liberación de la humanidad toda, pues entonces más que bueno, pero ese aporte tendrá que pasar por la evaluación de los otros, para que también nosotros alcancemos el orgullo de haber contribuido a la realización común.

Nota: como podrán haber observado y contra todo pronóstico, el bloguero en germen ya se ha podido levantar de la cama, y ha sacado a pasear su nueva mascota, el lumbago, hasta sus correderos (los de él, nuevos para el lumbago) de siempre. Y la vida
continua.

No hay comentarios:

Publicar un comentario