martes, 8 de diciembre de 2009

Nuestras identidades afectivas

Pese a nuestra mejor voluntad y -esperamos- falta de prejuicios, tenemos que admitir que no hemos encontrado mayor cosa en nuestra exploración en búsqueda de peculiaridades latinoamericanas en materia de identidades, con sus asideros emocionales respectivos. Después de una constatación, eso sí, del enorme peso o prioridad que ha tenido la evolución de las emociones aceptativas a nivel de todo el género humano, sólo hemos hallado una relativa, y no confirmada por datos duros, disposición a la alegría y al coraje en nosotros los latinoamericanos, en cierto modo contrapesada por una, más evidente, atenuación de las emociones anticipativas. Sin embargo, estos limitados hallazgos, si es que se les puede llamar así, han sugerido dos no tan despreciables hipótesis: una, que efectivamente, cuando hablamos de identidades humanas, estamos tratando con algo casi tan distintivo como la anatomía o la fisiología de nuestros organismos, lo cual nos ha servido para criticar fuertemente a toda ideología o, pretendidamente, teoría que quiera hacer de la búsqueda o redefinición de la identidad humana o latinoamericana el punto de partida de los esfuerzos transformadores; y, otra, que, en concordancia con lo que cabría esperar de acuerdo a nuestra conjetura de los espectros o rosas de las emociones, las cosas parecieran funcionar como si al fortalecer ciertas emociones los seres vivos tuviésemos que inhibir o dejar de frecuentar otras.

La conjugación de las dos hipótesis mencionadas nos lleva a la todavía más interesante apreciación de que los humanos, posiblemente, poseamos un bastante característico y estable espectro emocional heredado de complejas y prolongadas derivas, dialécticas o evoluciones, que, sin, embargo, en los últimos miles de años, a fuerza de tanta civilización extraviada, se habría alterado ligeramente. Es decir, que algunos pueblos, los domesticados, los de abajo, o sea nosotros en sentido restringido, habríamos perdido ciertas aptitudes naturales para escudriñar y predecir nuestro entorno y a nosotros mismos, al estilo de lo que le ocurre a la mayoría de los animales que se domestican o encierran, a cambio de reforzar nuestras emociones alegrativas y corajetivas, como quien intentara compensar las emociones perdidas. Mientras que, opuestamente, los pueblos de arriba, los dominadores, o sea, ellos en sentido restringido o la porción más periférica del nosotros en sentido amplio, hubiesen vivido el proceso inverso, a saber, volviéndose más y más anticipativos, a cambio de tornarse relativamente menos alegres y audaces, o, lo que es lo mismo, relativamente, repito, más tristes y miedosos.

Y así, con tan precaria cosecha de resultados, nos toca ahora abordar las identidades, y sus respectivos sustratos emocionales, a las que hemos llamado secundarias o podríamos llamar también de segunda generación, derivadas, según intuimos fuertemente, de las identidades primarias o de primera generación. Recordamos, o aclaramos para los que recién lleguen a estas ciberpáginas, que al referirnos a estas identidades secundarias estamos hablando de las tres identidades más complejas, a las que hemos decidido llamar afectivas, producto de la hibridación de las aceptativas y alegrativas; esperanzativas, derivadas de las alegrativas y anticipativas; y audaciativas, engendradas por las anticipativas y corajetivas. Si les parece enredado, les recordamos que a las identidades las vemos como en una pirámide: cuatro primarias abajo, tres secundarias encima, dos terciarias sobre estas últimas, las confianzativas y entregativas, que exploraremos en próximos artículos, y, al tope, las amativas, ancladas en la emoción humana suprema del amor. O, por si acaso a alguna lectora le cuesta pensar en términos de pirámides pero gusta de jugar bowling, entonces la metáfora podría ser que vemos al amor en el pin primero de las emociones humanas, a la confianza y la entrega en los pines dos y tres o de segunda fila, luego las emociones terciarias en los tres pines siguientes, y las primarias en los cuatro pines de la última fila, con el corolario de que todo proyecto o iniciativa de transformación de una sociedad humana que pretenda ser genuina en el largo plazo, o sea, hacer un strike, no puede ponerse con cómicas apuntándole a cualquier pin distinto del número uno.

Estamos conscientes de que, a partir de ahora, tendremos una menor compañía de psicólogos respetables, pues no hemos encontrado algo que, a nuestro juicio, amerite la denominación de una teoría, o, al menos, una hipótesis consistente, acerca de las emociones en tanto que soporte de las identidades. Conservaremos, sí, las referencias a los planteamientos de Robert Plutchik, a quien situamos dentro del campo de una especie de biopsicología humanista postulante de que todos los seres vivos experimentan emociones, que estas varían según los procesos evolutivos de cada especie, que existen emociones primarias, caracterizables según pares opuestos, a partir de las cuales se articulan o construyen las demás, y que las emociones pueden variar en sus grados de intensidad. No obstante, como podrá haberse notado, no tenemos interés en encuadrar nuestras reflexiones en los marcos de escuela biológica, psicológica, sociológica o histórica alguna, por lo cual nos sentimos libres de apelar transdisciplinariamente, es decir, en función de los problemas que analizamos y sin que nos sintamos eclécticos, a enfoques diversos.

Entre estos enfoques citamos al marxismo de Marx, el enfoque histórico de Toynbee y nuestro Darcy Ribeiro, el existencialismo sartreano, la antropología biológica de los Leakey, la epistemología genética de Piaget y afines, el enfoque biológico de nuestro Humberto Maturana, el psicoanálisis de Freud y Jung, el humanismo de Abraham Maslow y Carl Rogers, o el cognitivismo social de Howard Gardner y la escuela del Proyecto Cero de Harvard. También tenemos una deuda, entre muchos otros, con un muy poco conocido psicólogo ruso, llamado Lev Vigotsky, a quien no hemos podido leer pues no hemos conseguido sus libros, y que tenemos entendido realizó importantes investigaciones acerca de como las emociones se desarrollan en un contexto social y cultural, con una fuerte intervención del lenguaje (al parecer, el pobre, quien murió de tuberculosis en 1934 sin haber llegado a los cuarenta años, incurrió en la anomalía de ser un ruso pensante con cabeza propia en la primera mitad del siglo pasado, con lo que terminó execrado por Occidente, por el pecado de ser ruso, y por la Rusia estalinista, por el sacrilegio de pensar con cerebro propio).

No sobra recordar que nuestro enfoque nunca parte de la afiliación a escuela alguna, y menos académica, sino que se concentra en comprender los problemas desde múltiples perspectivas relevantes, a las que procuramos integrar en la perspectiva de posibilitar una ulterior acción transformadora. Es así que a las emociones las vemos como el núcleo de identidades conformadas a lo largo de procesos simultáneamente físicos, químicos, biológicos, antropológicos, sociales y civilizatorios, en donde cada instancia delimita, por decirlo de alguna manera, las opciones de las instancias restantes, y que parecieran estructurarse, las identidades, en un espectro o rosa característica de las sociedades humanas, pero que consentiría variaciones menores en los casos de las distintas culturas, y particularmente de la cultura latinoamericana.

Y, pasamos entonces, por fin, a la cuestión de las identidades afectivas.
Si a la mera aceptación de, coexistencia con o tolerancia hacia los demás, la hemos llamado aceptatividad, y si dentro de alegría incluimos como sinónimos a todo lo que implique satisfacción, placer, goce o disfrute, entonces al afecto, cariño, apego y afines lo vemos como una fusión de esas dos emociones primarias: es decir, como la aceptación del otro con alegría, con satisfacción, el disfrute de la relación con el otro. La prueba principal de la existencia de esta emoción, y por tanto de esta identidad secundaria, nos parece que la tenemos en la familia y las parejas, en donde, pese a milenios de egoísmo civilizatorio, sobreviven intactos los nexos afectivos propios del repertorio emocional que suponemos heredados de nuestros más tempranos ancestros. Aunque creemos haber observado circunstancialmente esta emoción en aves y muchos otros vertebrados, tenemos la impresión, y aquí sí tenemos un amplio respaldo psicológico y biológico, de que no hay otra especie conocida para quien el afecto sea tan importante como para la nuestra. Querer y ser queridos son anhelos, para cualquier efecto, innatos o casi en nosotros, de la misma manera a como para los tiburones, que ya en el vientre de la madre con frecuencia comienzan a devorar a sus hermanos, la tendencia a la agresividad es congénita.

Cuando hemos tratado de entender el sentido de tantos cambios en la evolución humana, en donde francamente la tesis magna darwinista de la selección natural no nos convence, salvo como un reforzamiento a posteriori, encontramos la búsqueda de afecto como uno de los vectores dominantes. Somos afectivos hasta en nuestros sueños e inconsciencias, y la mayoría de nuestros vicios encuentran en la emoción desafectiva, así como en la discapacidad llamada pereza, o destrabajo, su caldo de cultivo. Es impresionante constatar la enorme cantidad de cuentos, películas, canciones, composiciones musicales, esculturas, pinturas, representaciones teatrales, bailes, etc., que hacen, al menos, del afecto versus el desafecto su tema central, o la gran variedad de desviaciones psicológicas en donde las carencias afectivas, sin importar la óptica de la escuela con que se las mire, juegan un rol determinante.

En cuanto a la afectividad de los latinoamericanos, no nos ha ido bien hasta el presente en nuestro intento por conseguir algo que sugiera alguna particularidad en nuestra manera de experimentar esta esencial emoción secundaria. Sobre el tema de la estructura familiar sí existe una literatura relativamente amplia, pero, por ahora, preferimos no revisarla pues está cargada, como cabría esperar, de consideraciones económicas, sociológicas, políticas, educativas y culturales, que encajan más bien dentro del panorama de las capacidades sociales y no de las identidades. De la misma manera, preferiríamos abordar otros temas afines, como por ejemplo nuestra quizás especial manera de vivir los desencuentros afectivos a través del despecho, que tanto impregna nuestros boleros, rancheras y tangos, en el contexto del examen de nuestras manifestaciones culturales.

En síntesis y hasta nuevo aviso, todo parece insinuar que, como cabría esperar dado que nuestras identidades aceptativas y alegrativas, el sustrato supuesto de nuestras identidades afectivas, han permanecido relativamente intactas, también nuestra afectividad esencial habría sido poco afectada. Y esto no es cualquier cosa: el que hayamos conservado nuestro potencial afectivo, después de siglos de vejámenes, maltratos, violaciones, abandonos, hogares deshechos, impotencias y detengámonos, es una tremenda buena noticia, pues tenemos aquí una roca que, complementada con el cielo de nuestra poderosa poesía amorosa, que examinaremos más adelante, constituye un promisorio entorno para impulsar nuestra transformación social.

3 comentarios:

  1. Buen día hermanos, esta es mi primera visita a este blog, no podría en consecuencia adelantar mayor juicio de valor al respecto pero debo decir que la invitación a esta tertulia me la propuso un buen amigo, Douglas Gonzalo, a quién agradezco tal hecho,estaré pendiente de las siguentes entregas para así adentrarme en el entramado propuesto. Saludos, Rafael González raangovi@hotmail.com.

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  2. Que bueno estimado amigo, me alegra que te intereses por este blog, podríamos armar un gran debate y poder visualizar cómo ayudar a nuestra Venezuela y nuestra América Latina.

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  3. Chévere que estés de primera visita por estos cibercorrederos, RAFFYLIGHT.COM o Rafael González, te damos la bienvenida, y quedamos a la espera de la segunda, tercera, o muchas más visitas, en donde nos hables de qué te parecen las cosas que estamos planteando en este entramado. Y gracias, otra vez, a ti Douglas, por todo el apoyo que le brindas a esta incipiente iniciativa.

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