martes, 23 de marzo de 2010

Sobre sexo, necesidad y libertad

Al parecer nada en el universo conocido existe aisladamente. Las partículas elementales, como los quarks, jamás han sido detectadas en aislamiento, sino siempre vinculadas a otras partículas elementales para conformar partículas subatómicas como, por ejemplo, los protones, compuestos de dos quarks up (arriba) y uno down (abajo), vinculados por gluones o partículas portadoras de la fuerza fuerte. Las partículas subatómicas, por ejemplo, los protones y neutrones, se atraen entre sí con fuerzas fuertes residuales, a la vez que con otras partículas subatómicas de diferente carga eléctrica, a través de la fuerza electromagnética, para constituir los átomos. Y así los átomos, unos con cargas eléctricas positivas, los metales, y otros con negativas, los no metales, se vinculan a través de más fuerzas electromagnéticas para integrar moléculas, y éstas para dar lugar a células, que, a su turno, dan lugar a tejidos, que interactúan para engendrar órganos, los cuales se estructuran en aparatos, que terminan por dar lugar a nuestros organismos individuales. A su vez, hay claras evidencias de que los planetas se articulan a estrellas, a través de fuerzas gravitatorias, para dar lugar a sistemas estelares como nuestro sistema solar, los cuales interactúan con más sistemas estelares y más fuerzas gravitatorias para originar galaxias, que siguen interactuando gravitatoriamente con más galaxias para conformar el universo en pleno. Cada una de estas instancias no sólo tendría que ocuparse de su propia existencia, para lo cual ha de tomar y entregar energía o materiales al entorno, sino también de la existencia conjunta con otras instancias semejantes, con las que interactúa mediante fuerzas de atracción o repulsión. ¿No parece entonces holgadamente razonable que entre los organismos individuales, sin exceptuarnos a nosotros los humanos, también existan fuerzas que nos atraen o repelen, conduciéndonos a integrar parejas, familias, colectivos y, en el caso nuestro, clases sociales, sociedades, naciones o regiones? ¿Y acaso no coincide esto con nuestra experiencia cotidiana de sentirnos constantemente como atraídos o repelidos por otras personas, y a nuestras familias por otras..., y así hasta llegar a nuestras naciones por otras?

Pues esta, introducida quizás de manera un poco extraña para muchos, es nuestra hipótesis central en esta materia sexual: la de que el sexo es, nada más y nada menos, la fuerza fundamental que nos mantiene unidos o separados a los organismos vivientes, y particularmente a los humanos, como si estuviésemos cargados por una energía positiva que debemos donar a otras u otros, o de una energía negativa -en el sentido eléctrico y no valorativo- que nos lleva a recibir energía de otras u otros, con miras a alcanzar nuestra identidad. Y así como los gluones son los portadores identificados de la fuerza fuerte que une a los quarks, y le da sentido a su existencia al interior de los protones, y como los fotones son los portadores de las fuerzas electromagnéticas, mientras que se espera descubrir pronto a los gravitones portadores de las fuerzas gravitatorias, así mismo, tenemos la profunda corazonada de que algún día se descubrirán los sexones o portadores de esa fuerza misteriosísima que nos lleva a las especies vivientes a vincularnos y, eventualmente, pero no siempre, a procrear nuevos congéneres.

En muchas especies se han detectado fuerzas de atracción entre sus miembros que no obedecen a un mero afán reproductivo, con reportes de comportamientos sexuales fuera de épocas de celo e inclusive francamente homosexuales en numerosos vertebrados. En los vertebrados superiores, como las aves y los mamíferos, existen múltiples formas de cortejos y acariciamientos difícilmente explicables en términos meramente reproductivos, y, por decir algo, me consta, por ejemplo, luego de muchas horas de observación de aves, que los comportamientos entre muchos progenitores y sus polluelos se asemejan demasiado a las prácticas sexuales reproductivas en sentido estricto. En los primates es obvio que la tendencia a abrazos y apurruñamientos va mucho más allá de la necesidad de reproducción, y en los humanos, en cualquier caso, sin duda los primates más dados a embelesamientos, chupamientos y caricias de todo tipo, para lo cual hemos desarrollado una piel desnuda, con epidermis tenue, despliegues dérmicos y sensibilidad sin paragón alguno, es imposible establecer una correspondencia biunívoca entre sexo y reproducción, al punto de que los deseos del macho están usualmente desvinculados de su afán de procreación y los de la hembra tienen poco o nada que ver con sus períodos de fertilidad. En todos estos casos, nos luce que si bien existen, obviamente, las necesidades sexuales destinadas a asegurar la sobrevivencia material de cada especie, hay algo que va más allá de la necesidad, a lo que aquí estamos llamando libertad, que tiene que ver con la preservación de cierta identidad o calidad de vida.

No se nos escapan las enormes dificultades y complicaciones asociadas a esta premisa, pues lo que estamos diciendo es, en síntesis, que la atracción usualmente considerada como sexual, la "química" que atrae a veces, pero no siempre, a personas de "sexo opuesto", para dar lugar a apareamientos que en determinadas circunstancias conducen a la procreación, es de la misma naturaleza, aunque con intensidades o características distintas, residuales o como nos apetezca llamarlas, que la atracción no sólo entre personas del "mismo sexo", sino inclusive entre padres e hijos, parientes, amigos o familias. Por supuesto que esta acepción, digamos universal, de sexo no aparece ni remotamente, en nuestros diccionarios occidentales al menos, que suelen limitar el término bien a cuestiones anatómicas o bien a placeres carnales (en donde lo de carnal, en Occidente, ya lleva la impronta de cierta perversidad), por lo cual estuvimos tentados de apelar a algún término inventado, como el necesidades sexuarias, pero finalmente decidimos batirnos por la ampliación del término clásico. No obstante, queremos destacar que, curiosa pero no sorprendentemente, la expresión hacer el amor, con la que usualmente denotamos las relaciones sexuales genuinas, nos resulta elocuente, pues sugiere que a través del sexo, del encuentro humano profundo, tanto corporal como espiritual, alcanzamos un estado nuevo, el del amor, lo cual coincide con, pero no agota, nuestra premisa (puesto que faltaría, como mínimo, generalizar esta noción hasta abarcar a todas las expresiones del amor, que deberían disponer, cada una, de sus correlatos sexuales).

En los distintos géneros artísticos: novelas, poesías, películas, canciones, películas..., y en la vida cotidiana, ya ocurre una distinción fundamental entre una especie de sexo menor, de propósitos circunstanciales o desprovisto de significado profundo, que muchas personas se niegan a practicar, y el sexo propiamente dicho, articulado al amor. En sentido contrario, de mil maneras se expresa que el sexo sin amor es algo incompleto: "El amor no es literatura si no se puede escribir en la piel", dice Joan Manuel Serrat en una de sus canciones. Tanto en el arte como en la vida, si bien suelen establecerse distinciones entre sexo y amor, pues cada uno puede existir independientemente del otro, se reserva también una valoración especial para el caso en que ambos resultan acoplados y mutuamente reforzados. Es muy probable que no exista ningún otro tema, como este de las diferencias y afinidades entre sexo y amor, amistad y amor, sexo y placer, etcétera, sobre el que se haya hablado, escrito o representado más en cualquiera de las culturas habidas, y, sin embargo, no disponemos todavía de un término que agrupe tanto al impulso que nos lleva a hacer el amor y fusionarnos con ciertos seres, con o sin propósitos reproductivos, y el que nos impulsa a abrazar hondamente a un hijo, amiga o amigo, o inclusive, excepcionalmente, a una persona extraña (Freud lo intentó, parcialmente, con líbido, con poca fortuna, y otros, como Marcuse, con eros, todavía con escaso éxito). ¿Por qué tanto interés por este vital asunto y, a la vez, tanta ignorancia, misterio y oscuridad?

La clave, para desenmarañar esta delicadísima cuestión, a nuestro juicio está en aplicar a este caso la gran premisa que desde hace buen rato venimos defendiendo en el blog, a saber, que las necesidades y libertades, y aquí las sexuales, sólo adquieren sentido en relación a identidades específicas. La naturaleza del sexo, en cualquier especie viviente, solo nos resulta clara una vez entendida su identidad, sentido de su vida o razón de ser, esté o no "consciente" de ello. Si la vida de cada especie tiene una identidad o sentido, que en el caso humano creemos es, esencialmente, el del amor, entonces parece casi lógico que existan fuerzas destinadas a preservar esa identidad, que una y otra vez, en caso de extravío de cualquier miembro o conjunto de miembros de la especie, actuarán en función de que se retome el rumbo perdido. La reproducción de cada especie, como la entendemos, no es el fin de la fuerza sexual, sino uno de los mecanismos o consecuencias de su ejercicio, que contribuye al verdadero fin de preservar su identidad. Y tal es lo que apreciamos que ha ocurrido tanto en el plano histórico como en el social que observamos día a día. Un individuo humano macho, por ejemplo, puede ser todo lo egoísta y desamorado que quiera, pero también tendrá dificultades proporcionales para reproducirse y establecer relaciones sexuales genuinas, pues en buena medida será objeto de rechazo por las hembras de la especie, e incluso en el caso de que mediante violaciones o engaños logre reproducirse, estas mismas hembras, a través de la crianza de sus hijos, harán todo lo posible para evitar que estos desarrollen los rasgos heredados del padre. En el caso latinoamericano, en donde ya nos hemos ocupado antes de la violencia y atropellos inauditos con que se fundaron nuestras naciones, habría qué preguntarse cómo es que nosotros, los sobrevivientes de semejantes genocidios, no hemos desarrollado una identidad humana distinta o aun contraria a la amorosa. En otras palabras, sin la existencia del sexo, como fuerza aseguradora de la identidad humana, no le hallamos explicación al hecho de que varios miles de años de desamor en escala civilizatoria no hayan podido engendrar una nueva identidad, o, en positivo, de que todavía sea pensable una restauración civilizatoria.

Aparte de las múltiples interrogantes que sabemos plantea nuestra hipótesis, desligada de mandatos sobrenaturales o divinos, entre otras las de admitir la posibilidad de sexo sin fines reproductivos, y la mil veces más espinosa de abrir una rendija a la posibilidad de alguna variedad de atracción sexual sana aun entre padres e hijos (lo que para mentes muy chapadas a la religiosa estará más allá de lo blasfemo, y sonará inmediatamente a incesto), el planteamiento central al que queremos llegar es que, en definitiva, el origen de las dificultades que confrontamos para manejar, y hasta hablar de, estas cuestiones, radica en que estamos lidiando con una fuerza física, química, biológica y antropológicamente constituida para preservar nuestra identidad amorosa, que, sin embargo, desde hace varios milenios, actúa al interior de civilizaciones empeñadas en funcionar sobre bases no amorosas.

Mientras que numerosos testimonios de antropólogos -como Margaret Mead, Adolescencia, sexo y cultura en samoa, o Darcy Ribeiro, Diarios Indios y afines - que han estudiado sociedades primitivas, y por tanto sin clases sociales, coinciden en destacar el carácter relativamente ingenuo que revisten las relaciones sexuales en estos pueblos, sin que por ello sean incestuosos ni mucho menos (lo cual nosotros los latinoamericanos podemos constatar sólo con acercarnos a culturas indígenas lo suficientemente alejadas de nuestras civilizaciones), lamentablemente, las culturas de las sociedades de clases no parecieran dispuestas a albergar armoniosamente a esta poderosa e indomable fuerza vital a la que aquí estamos llamando sexo, en el sentido más amplio. Para las sociedades de clases, el sexo, lejos de ser una fuerza compatible con la cultura, es una suerte de fiera que hay que domesticar, o algo así como lo que serían las pelotas para una sociedad empeñada en prohibir el juego y el deporte, o como si quisiésemos que la fuerza gravitatoria estuviese al servicio de alejar a los planetas del Sol o a los objetos corrientes del centro de la Tierra, o sea, un contrasentido absoluto al que hay que desviar o desvirtuar a como dé lugar.

No por casualidad todas las versiones de las sociedades de clases, en contraste con las sociedades primitivas sin clases sociales, han confrontado terribles dificultades con la fuerza sexual. Las sociedades occidentales antiguas, tanto en sus versiones iniciales como en su versión final, la civilización grecorromana, marcadas por un machismo más o menos despótico empecinado en excluir a la mujer y a la mayoría de clases inferiores de la política, la cultura y aun el placer, parecieran haber querido hacer del sexo un privilegio de los patricios machos dominantes. En el Imperio Romano, en donde la práctica de los siete pecados capitales se convirtió en una especie de Constitución informal, se quiso secuestrar esa fuerza y hacer de la lujuria un vicio y privilegio de ciertos varones: la prostitución o la sumisión quedaron convertidas en las principales opciones de vida sexual para la inmensa mayoría de mujeres.

Frente a tales desvaríos, en las sociedades occidentales a las que aquí llamaremos medias, la Iglesia, heredera y a la vez llamada a restaurar ese Imperio, quiso imponer el extremo opuesto, estigmatizando la fuerza sexual, llamándola fornicación y asociándola al pecado, salvo que estuviese estricta y vigiladamente circunscrita a la necesidad de reproducción. Los curas se encargaron por siglos, y la mayoría se sigue encargando en el presente, de auscultar, desde los confesionarios, hasta los sueños reveladores de apetitos sexuales, para hacer sentir avergonzadas a las personas de sus legítimos impulsos sexuales. Por bastante tiempo estuvieron en uso los camisones femeninos de dormir con especie de ojales en la vagina, se le pidió de mil maneras a la mujer que al momento de las relaciones sexuales no pensara sino en un acto destinado a procrear sus hijos, se persiguió e incineró a cientos de miles de herejes, brujos y brujas por promover prácticas sexuales con otros fines y por la sola posesión de conocimientos contraceptivos, y más de un obispo llegó a identificar el tejido adiposo y tierno del seno femenino como la prueba de una artimaña demoníaca. Nuestra América latina, todavía gobernada cultural, ideológica y políticamente por estas clases y estamentos de origen medieval y sus variantes, sigue confrontando serias dificultades para hacer del sexo una fuerza verdaderamente constructiva, y de allí que las violaciones, la prostitución, los sadismos, la paternidad irresponsable, la violencia contra la mujer sigan campeando por doquiera.

En las sociedades modernas, es decir, las emanadas de la revolución industrial a la inglesa y/o política a la francesa, a cuyas influencias, por supuesto, las sociedades latinoamericanas no estamos exentas, se ha querido reemplazar la ideología sexual medieval por una especie de democratización de la lujuria romana. La sociedad moderna pretende instrumentalizar la sexualidad y convertirla en el fundamento de lucrativos negocios y manipulaciones en gran escala. Uno de los grandes logros de la psicología moderna ha sido sin duda el descubrimiento y aplicación de las asociaciones conductuales, que ha permitido, obscena y abusivamente, hacer de las imágenes sexuales un eficaz mecanismo para la publicidad de productos diversos, y del negocio de la pornografía una próspera rama industrial. Recientemente perfeccionado con Internet, los canales por cable y la profusión de videos, no nos cabe duda de que hasta los niños están teniendo regular acceso a imágenes y escenas en donde se presenta al sexo como una especie de gimnasia sui géneris que poco o nada tiene que ver con el amor. Estamos a la espera de que alguna lumbrera proponga algo parecido a unas Olimpíadas Sexuales, con categorías como cópulas maratónicas, carreras de velocidad orgásmica, triatlones o pentatlones de posturas diversas...

En el plano teórico, si bien en el siglo XX y su periferia decimonónica se hicieron descubrimientos y revelaciones trascendentales, que invariablemente apuntan a la generalización del concepto de sexualidad, a demostrar la existencia de una sexualidad femenina tan o más compleja que la masculina, y a destacar que el sexo es muchísimo más que un mero mecanismo de reproducción o de obtención de orgasmos, siguen pendientes los estudios acerca de cómo encauzar una fuerza inherente al amor en una sociedad que rinde culto al desamor. Ya Rousseau, por ejemplo, con su Contrato social y con las mejores intenciones, en el fondo lo que plantea es la reglamentación de los instintos primitivos para que puedan ser aceptados en el mundo civilizado, es decir, la reglamentación del sexo para hacerlo compatible con la cultura del desamor, como si se tratara de que aprendamos a hacer el desamor en lugar de hacer el amor. Y Freud, genio que indudablemene hizo hallazgos trascendentales que demostraron la afinidad entre los instintos mamatorios de los bebés y los instintos sexuales adultos, y denominó líbido a esta fuerza universal, se quedó más que corto, como quien mata el tigre y se asusta con el cuero, ante la problemática de qué hacer con tal fuerza. Buena parte de la terapéutica analítica, dándole continuidad al mejor estilo de los confesionarios católicos, está dedicada a la domesticación de la sexualidad, bajo la premisa de que la cultura debe prevalecer sobre los instintos y controlarlos, so pena de un retorno a la barbarie. La posibilidad de que puedan ser nuestras civilizaciones las enfermas, y sanas, en este sentido, las primitivas, está absolutamente ausente de la teoría o ideologia freudiana que, por el contrario, parte de la exaltación de la cultura occidental. Marcuse y sus colegas de la Escuela de Frankfurt, incluyendo en sentido amplio a Fromm, y otros estudiosos más, acertadamente han puesto el dedo en la llaga y alertado sobre la perversión moderna de desvirtuar y unidimensionalizar la razón de ser de la sexualidad, y a menudo han denominado eros a esta portentosa fuerza creativa; pero, siempre a nuestro parecer, han errado en la consideración de la problemática de nuestra identidad, que es la clave para que todos los miedos al sexo tiendan a resolverse por sí solos, al estilo de las sociedades primitivas. Para colmo, el término eros sigue siendo de circulación extremadamente restringida a predios intelectuales, por lo cual descartamos la posibilidad de hablar aquí de necesidades y libertades eróticas, que rápidamente habría conducido a malentendidos difíciles de enderezar.

Sobre la temática de las implicaciones que, en nuestra sociedad occidental, y en particular en nuestras sociedades latinoamericanas, tiene este pretendido divorcio entre el sexo y el amor, volveremos en uno o más próximos artículos.

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