viernes, 19 de marzo de 2010

... realidades y una fantasía alimentaria

Los seres vivos, quizás antes que cualquier otra consideración, somos seres capaces de alimentarnos, es decir, capaces de tomar energía y materiales de nuestro entorno cambiante para asegurar, aunque sea por unos pocos días, años o décadas, la continuidad de nuestra existencia dinámica. Sospecho, a juzgar por el gélido silencio de mis lectores, que el punto no les ha resultado precisamente apasionante, pero no he hallado manera de disminuir la importancia de esta temática en la subserie del blog que hoy -perdonen su extensión y los retrasos en la salida de varios artículos- culmina. No sólo ahora, sino desde hace ya décadas, este ha sido un conflicto duro de roer: pareciera que la mayoría de profesionales e individualidades con, por decir algo, algún nivel educativo superior, están abocados a atender sus necesidades de vivienda, salud, transporte, comunicaciones, seguridad o pertenencia, y no parecen interesados en examinar una necesidad, como la alimentaria, que a menudo consideran satisfecha; mientras que la masa con necesidades calóricas o proteicas insatisfechas no parece dispuesta a brindar atención sino a la obtención de la comida misma, y de ninguna manera a la problemática de la necesidad de alimentarse bien.

En otras palabras, quienes poseen la capacidad para examinar estos asuntos, parecieran carecer de interés en ellos, y a quienes les interesa prácticamente carecen de la capacidad para examinarlos, por lo cual todo latinoamericano que se ocupe en profundidad de la cuestión alimentaria pareciera ser fuerte candidato a predicador en el desierto. Si todo quedase allí, quizás habría que resignarse, pero resulta que en el fondo los sectores profesionales o medios latinoamericanos no sólo confrontan ellos mismos, las más de las veces sin saberlo, severas deficiencias alimentarias lipídicas, vitamínicas o minerales, que con frecuencia los conducen a infartos y cánceres sesgadores o mutiladores de sus vidas, sino que las deficiencias alimentarias del grueso de la población restante generan un estado de inestabilidad social tal que convierte a muchos de los esfuerzos de las clases medias en verdaderos tormentos de Sísifo, es decir, en esfuerzos cuyos resultados se desmoronan una y otra vez en el contexto de la inestabilidad y la inseguridad reinantes.

Por sólo citar los casos notorios de dos grandes venezolanos a quienes tuve la suerte de conocer de cerca: Alfredo Maneiro, político, y José Ignacio Cabrujas, escritor, ambos llenos de potencialidades y dados a los placeres intensos de la mesa, quienes dejaron este mundo tras ataques cardíacos apenas a los cuarenta y cinco años, uno, y antes de cumplir los sesenta, el otro; no me cabe duda de que sus pasiones paralelas por cigarrillos, licores, churrascos, pastas y chistorras conspiraron fuertemente para que nos quedásemos sin disfrutar de los mejores frutos que nos prometían. Y, en el otro plano, conozco ya también una gruesa nómina de caídos bajo las garras de la inseguridad reinante, en cuyas raíces, aunque no lo parezca, suelen estar las ponzoñas del hambre: todo niño que crece hambriento o que resulta arrojado precozmente a la calle a procurarse su sustento a como dé lugar es un criminal en potencia.

No nos ha sido viable, entonces, reducir la cobertura brindada a esta difícil de sobrestimar necesidad, de cuya satisfacción dependen todas nuestras posibilidades de sobrevivencia. Aunque los átomos de que estamos hechos (aproximadamente unos 6,7 x 1027, o sea unos 6,7 mil millones de millones de millones de millones de átomos, distribuidos en unos sesenta elementos químicos) han estado, en su casi totalidad, aquí en la Tierra desde su constitución hace unos 4,6 mil millones de años, las moléculas orgánicas básicas de la vida sólo se constituyeron cerca de mil millones de años más tarde para dar lugar a una célula madre de la que descienden todas las células de todos los organismos vivientes conocidos, incluyendo los alrededor de 10 billones de células (millones de millones ó 1012) de que estamos hechos cada uno de nosotros. El ADN que constituye nuestra fórmula genética es semejante en un 98% al que ya tenían los chimpancés hace unos cinco millones de años, y su versión definitiva data, después de la extinción de varias especies y subespecies del género Homo, de hace alrededor de unos doscientos mil años.

Pero la mayoría de átomos específicos que nos integran para el momento de escribir o leer estas notas estaban en algún estante de abasto o de supermercado hace un mes o menos, los átomos de las moléculas de glucosa que nos permiten obtener la energía para escribir o leer este artículo estaban hace unas horas en el último pan, carbohidrato o fruta que comimos, y los átomos de oxígeno que respiramos estaban hace segundos en el aire que nos rodeaba. La mayor parte de las oraciones de estos últimos párrafos no hubiesen podido escribirse hace apenas una o dos décadas, por lo que, lamentablemente y pese a sus enormes implicaciones, buena parte de las religiones, doctrinas políticas e incluso conocimientos adquiridos en la universidad o el liceo fueron concebidos antes de estos hallazgos. ¿Cómo podemos, entonces, darlos por trillados y hacer caso omiso de ellos en nuestro análisis de las necesidades alimentarias?

Nuestro género humano ha pasado por una experiencia de millones de años de búsqueda deambulante de alimentos, y nuestra subespecie, por más del 90% de su existencia, también anduvo recogiendo vegetales y cazando o pescando alguno que otro animal, hasta que, hace apenas unos diez o doce mil años, se hizo el que, a nuestro juicio y después del lenguaje, ha sido el más grande de todos los inventos humanos y el que, en buena medida, ha posibilitado todos los demás: la agricultura, la posibilidad de no depender del azar de encontrar o no alimentos en un eterna búsqueda en el ambiente natural. Se estima que la población humana del planeta, para el período en que se inicia la agricultura en el Cercano Oriente e incluidos nuestros ancestros preibéricos, era del orden de unos cinco a diez millones de habitantes. Y unos miles de años de años después se reinventa también, no se sabe si de manera autónoma o como parte de la onda de difusión del invento original, la agricultura en tierras americanas. Durante aproximadamente los siete mil años siguientes al trascendental invento agrícola, todo sugiere que las sociedades, algunas incluso con las primeras formas de escritura, evolucionaron hacia civilizaciones agrícolas y alfareras no clasistas y basadas en la fraternidad, la cooperación y la propiedad colectiva de los medios de producción.

En no más de los últimos cinco mil años, sin embargo, pareciera que la lucha contra la escasez de alimentos fue ganada por hordas pastoriles masculinas dotadas con armas metálicas, que instauraron la dominación de clases que, con variantes, permanece hasta nuestros días. Pero la paradoja está en que, con las artesanías, técnicas y tecnologías disponibles, sería perfectamente posible asegurar la libertad alimentaria de los casi siete mil millones de humanos que somos, lo cual daría pie para la conquista gradual de libertades en múltiples otros ámbitos. Sin embargo, con la lógica de la dominación prevaleciente, y dadas las limitaciones en las capacidades estructurales productivas y afines de la mayoría, las cinco sextas partes de la población se mantienen en situación de precariedad alimentaria básica o primaria, mientras que la otra sexta parte pretende satisfacer todas sus necesidades restantes, con no poco derroche y sometiendo al planeta a una sobreexplotación de sus recursos que amenaza con alterar todos sus equilibrios ecológicos. La resultante de esta situación, con el hambre de muchos ante la vitrina del despilfarro de pocos, está conduciendo a una crisis civilizatoria y a tensiones geopolíticas de grandes proporciones, cuya salida, a largo plazo, no pareciera ser otra que la recuperación del rumbo civilizatorio original, que tendrá que erigirse, antes que nada, sobre la base de la satisfacción de las necesidades alimentarias de todos.

La situación no es distinta, e inclusive es más grave, a nivel de América Latina, en donde hace cinco siglos, y en no más de cincuenta años, fue prácticamente destruida la infraestructura de producción de alimentos de las poblaciones preibéricas, ocupadas las tierras más fértiles, esclavizados y diezmados sus pobladores, y reconvertida toda la economía sustentable preexistente para su reemplazo por una economía dependiente y al servicio de los intereses de los colonizadores. Los sobrevivientes de esta hecatombe, es decir, nosotros los latinoamericanos de hoy, aun después de conquistada nuestra independencia política hace un par de siglos, no hemos logrado todavía rediseñar y reconstruir una base alimentaria sustentable, y allí vemos la raíz de buena parte de nuestras calamidades. Los intereses heredados o adoptados de los antiguos conquistadores todavía siguen ejerciendo, directa o indirectamente, su influencia, a menudo con el apoyo de fuerzas foráneas, pues es apenas ahora cuando, en algunos países, se está emprendiendo una verdadera modernización para hacer del conocimiento y la inteligencia una fuerza impulsora del cambio. Pero de poco sirve, en este contexto, acariciar ilusamente un retorno a un pasado idilizado: no sólo porque sería irresponsable desperdiciar los avances científicos, tecnológicos, políticos, culturales y educativos motorizados bajo la férula europea, sino también porque, nos plazca o no, ya al final de la época preibérica estaban en fase de expansión al menos dos poderosos y despóticos imperios teocráticos, el azteca y el inca, que tarde o temprano habrían terminado por sojuzgar a todo el continente y a todos sus esbozos civilizatorios alternativos.

No, no es en un pasado irreversiblemente desaparecido en donde debemos ampararnos, y mucho menos con una aureola de oscurantismo, sino en un esfuerzo transformador de cara al futuro y liderado por fuerzas sociales capaces de hacer del conocimiento nuestro recurso más valioso, en la ruta hacia un mundo distinto en donde los valores éticos sean cada vez la guía de las luchas por satisfacer necesidades y conquistar libertades. Nuestra fantasía, la que le da sentido a este blog, es la de ver brotar por doquiera múltiples movimientos modernos, es decir, organizados y dotados con publicaciones y posturas científicas y divulgativas de alto impacto. De nutricionistas, biólogos, bioquímicos, antropólogos y médicos que, previa consulta a la población, ofrezcan pautas sobre los nutrientes requeridos; agrónomos, ingenieros de multiples especialidades, veterinarios, zootecnistas, edafólogos, ecólogos que diseñen los sistemas de cultivo necesarios; economistas, administradores, sociólogos que ofrezcan lineamientos que aseguren, tomando en cuenta los intereses colectivos, la sustentabilidad económica de la agricultura y la ganadería necesarias; empresarios, gerentes, profesionales, trabajadores diversos que hagan funcionar los sistemas de producción, distribución y consumo de alimentos, generando abundantes empleos bien remunerados; periodistas, comunicadores sociales diversos, medios responsables de comunicación que difundan mensajes alimentarios coherentes; políticos, partidos, planificadores, líderes de las comunidades que movilicen y organicen al pueblo en función de metas alimentarias a largo plazo; en fin, fuerzas sociales modernas como las que ya están transformando la faz del planeta a pesar de los atavismos oligárquicos heredados.

Que muy bonito todo esto, a condición de que sea socialista y no capitalista, dicen algunos, pero mejor, decimos nosotros, creyendo que en concordancia con pensadores que ofrendaron sus hígados para entender la dinámica real de las transformaciones sociales, librándonos de la ilusión de saltarnos el capitalismo a la torera, y entendiendo, como decía el muy vilipendiado y poco estudiado Carlos aquel, que los pueblos atrasados, ante las experiencias muchas veces calamitosas de los pueblos llamados desarrollados, sólo podemos aliviar los dolores de nuestros partos. No tenemos por qué transitar por los mismos calvarios europeos y norteamericanos, con sus masacres dantescas y festines pantagruélicos, pero tampoco podemos pensar que nuestros Estados, y menos aisladamente, serán capaces de desatar las energías creadoras de cientos de millones que se requieren para superar nuestros latifundismos y mercantilismos y edificar una verdaderamente nueva Latinoamérica.

Tales son los desafíos que vislumbramos y nuestra fantasía alimentaria consiste en creer que podremos ser útiles a la hora nona de las respuestas y los compromisos.

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