
Si nos hemos detenido en estas disquisiciones conceptuales es porque las consideramos esenciales para tener una visión de conjunto de la problemática del sexo en nuestras sociedades contemporáneas, en donde se debaten maniqueamente dos concepciones: una, de factura medieval, que intenta ver al sexo sólo como necesidad de reproducción, proscribe cualquier intento de entenderlo como fuente de placer y satisfacción, entiende la procreación como un mandato divino a obedecer por los mortales, y, por tanto, rechaza el uso de anticonceptivos y prohíbe el aborto bajo cualquier circunstancia; y otra, de corte moderno, que pretende verlo esencialmente como una libertad placentera ejercida en función de sí misma, es decir, no como una libertad para hacer o edificar el amor, y que pretende hacer del uso de anticonceptivos y del aborto una simple cuestión profiláctica. Mientras que una postura pretende equiparar sexo con necesidad u obligación, y contribuye a desatar inmanejables crecimientos reproductivos de la población, la otra empuja en favor de un libertinaje sexual que tiende a desvincular esta fuerza de su esencia amorosa. La una se empeña en proclamar un amor sin sexo y la otra un sexo sin amor.
En el plano social, esto contribuye a que sociedades, como las latinoamericanas, aun bajo la tutela de instituciones e ideologías premodernas y sometidas al bombardeo indiscriminado de imágenes sexuales procedentes de medios de comunicación modernos, no hayamos sido capaces de gobernar nuestra sexualidad hasta hacerla compatible con la edificación de un orden social armonioso. En efecto, mientras que entre 1950 y el año actual la población de la mayoría de países modernos se incrementó en apenas unas decenas porcentuales o a lo sumo se duplicó, en buen número de nuestros países la población se cuadruplicó, quintuplicó o hasta sextuplicó. En este lapso, por ejemplo, la población danesa pasó de 4,2 millones a 5,5 millones, con una subida de 30%; la sueca de 7 a 9 millones, con igual alza; la francesa pasó de aproximadamente 42 millones a 63 millones, con un incremento de 50%; la italiana pasó de 47 millones a 60 millones, con un alza de cerca de 30%; la inglesa de 50 millones a 62 millones, con un aumento de un 25%; la española fue desde 28 millones a 46 millones, con un ascenso de 65 %; la estadounidense de 152 a 310 millones, duplicándose; y la canadiense se desplazó de 14 a 34 millones, multiplicándose por casi dos veces y media. En contraste, para el mismo período de referencia, la población ecuatoriana aumentó cuatro veces, al evolucionar desde 3,4 hasta 13,8 millones; la boliviana casi se cuadruplicó, al pasar de 2,7 a 10 millones; la haitiana casi se triplicó al pasar de 3,2 a 10 millones; la colombiana casi se cuadruplicó, al pasar de 12,5 a 45,5 millones; la peruana casi se cuadruplicó, al ir desde 7,6 hasta 29 millones; la brasileña se incrementó tres veces y media, al pasar de 54 a 192 millones; la mexicana se cuadruplicó, desde casi 28 hasta 108 millones; la guatemalteca se multiplicó por cuatro veces y media, al moverse desde 2,9 millones a 13,5 millones; la hondureña se quintuplicó holgadamente, desde 1,4 hasta 7,9 millones; y la venezolana casi se sextuplicó, al pasar de 5 a casi 29 millones.

Mientras que la gran mayoría de países europeos y afines tienen tasas de crecimiento de la natalidad inferiores a 2% e incluso cercanas al 1%, y tasas de fecundidad total de menos de dos hijos de por vida por mujer, nosotros tenemos tasas de crecimiento de la natalidad superiores al 2,2% en la mayoría de los casos, e incluso superiores al 3% (Haití y Guatemala), y tasas de fecundidad total de cerca de tres hijos por mujer en la mayoría de los casos, y de hasta cuatro (Guatemala) y cinco hijos (Haití). Mientras que, de acuerdo a los últimos datos de la Organización Mundial de la Salud, en aquellos países la fecundidad en adolescentes (de 19 años o menos) suele estar por debajo del 2%, nosotros las tenemos en el orden del 6% ó más, en la mayoría de los casos, e inclusive del 8% (México, Panamá, Bolivia, Venezuela, Colombia, República Dominicana, Ecuador, Honduras y Nicaragua); y mientras que en los primeros es casi universal el uso de anticonceptivos en parejas heterosexuales de diversa índole, en nuestros países el número de parejas que planifica su reproducción anda por debajo del 60% en la mayoría de casos. El aborto sigue siendo ilegal en la mayoría de nuestros países, con la sola excepción de Cuba, Puerto Rico y las Antillas Francesas, en oposición a la mayoría de países modernos, inclusive católicos, donde es una práctica aceptada -y recomendada por los organismos de Naciones Unidas- sobre todo en las primeras semanas del embarazo no deseado y desvinculado del amor, como un correctivo en aras de preservar la salud física y espiritual de la madre, y, en general, de la sociedad en su conjunto.
En nuestra región, sólo vemos a Cuba, Argentina, Chile y Uruguay en la ruta de tener control sobre sus procesos de crecimiento poblacional, lo cual los coloca en posición ventajosa, al margen de sus distintos regímenes sociales, para conquistar sus libertades sexuales y planificar sus futuros. Sin la sana satisfacción de estas necesidades sexuales y reproductivas, que curiosamente se refuerzan para bien o para mal con las necesidades alimentarias (a más hambre más sexo y reproducción incontrolados, y viceversa), será harto cuesta arriba la transformación de nuestros países.
Las fuerzas sexuales, entendidas en su sentido más amplio como las fuerzas del calor, la ternura y el acariciamiento interhumano, son absolutamente indispensables para, e indesligables de, la efectiva realización de nuestra identidad amativa. Aun cuando en sus versiones más intensas, asociadas a la cópula entre individuos fértiles de distinto sexo, estas fuerzas soportan nuestra reproducción genética, no por ello, después de millones de años de evolución biológica, pueden restringirse a este papel, puesto que hacer el amor, en la acepción amplia que nos gustaría difundir aquí, no es otra cosa que hacer la humanidad. Cuando, con confianza y entrega, o sea con amor, abrazamos o acariciamos a nuestra pareja, a nuestros seres queridos o a nuestros hijos -y si estamos sanos el instinto nos dirá inequívocamente que está bien o mal hecho en cada caso- estamos construyendo al ser humano. Un ser humano sin caricias o sin capacidad de acariciar es una contradicción en sus términos: esas criaturas, que alguna vez hemos visto en documentales televisivos, crecidas en la soledad o con animales, o, menos extremamente, esos seres despiadadamente asesinos a quienes vemos confesar por la prensa que jamás conocieron la ternura, son indudablemente seres deshumanizados a quienes las fuerzas sexuales no tuvieron oportunidad de moldear.
Si seguimos empeñados en ver estas fuerzas como ajenas y en desconocer su contenido libertario, seguiremos dando tumbos y convirtiendo a nuestra propia reproducción en una maldición; pero si abusamos de ellas y las desvirtuamos y comercializamos y prostituimos, nos alejaremos cada vez más del camino de construir una civilización acorde con nuestra identidad profunda. Es imperativo propiciar, aunque sea muy a largo plazo, un cambio civilizatorio que restaure al amor como identidad humana fundamental y permita hacer del sexo su fuerza esencial de sustentación, de la manera espontánea en que siempre actuó en las sociedades primitivas sin clases sociales, durante la casi totalidad de nuestra existencia "precivilizada".

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