martes, 1 de septiembre de 2009

Nuestras capacidades procesales distributivas

Dondequiera que un proceso de vida se inicia, a la manera tradicional, por las etapas de elaboración de propósitos o propositación, y luego de construcción y de operación, desemboca invariablemente en la etapa culminante de distribución. Ello es así porque, a desemejanza de los procesos de vida elementales o primitivos, ya la sola propositación se efectúa con un lenguaje calificado u ortolenguaje que trasciende los límites de la satisfacción inmediata de necesidades. Mediante el empleo de este lenguaje se pasa, por ejemplo, de la mera operación mental y práctica de "me como este plátano", al enunciado colectivo más complejo de "necesitamos asegurar nuestra alimentación", con lo que se sientan las bases no del consumo de un alimento en particular para satisfacer una necesidad alimentaria instantánea, sino para la satisfacción de esta necesidad a través de procesos más prolongados, permanentes y estables mediante actividades de tipo agrícola, las cuales, inherentemente, contienen la problemática de la distribución de los excedentes producidos.

Cuando, con base en estos enunciados calificados -o ligados a una noción de calidad de la satisfacción de necesidades-, se despliegan, siguiendo el ejemplo, las capacidades constructivas correspondientes, a través de actividades como la fabricación de herramientas complejas, como hachas, azadas, arados, cuerdas o postes; la preparación del terreno o domesticación de animales, con actividades como la tala, quema y apertura de surcos, o la doma, hibridación o reclusión de especies; y, luego, operativamente, la ejecución de la siembra, ordeño o sacrificio, entonces se gesta la exigencia de disponer, en una nueva etapa diferenciada, de los sobrantes o excedentes, desde el punto de vista de las necesidades de los productores directos, de la cosecha o de la leche o carne así obtenidos. El solo establecimiento de una parcela de cultivo o redil para la crianza de animales domésticos, más allá y a diferencia de la simple recolección o caza, supone no solamente la capacidad propositiva de pensar cualitativamente en términos de satisfacción de necesidades alimentarias en general, y la de organizar el pleno aprovechamiento de la cosecha o sacrificio, sino también la disposición a realizar, al menos eventualmente, intercambios con otros colectivos sociales, los que probablemente dispondrán de excedentes de otros bienes o servicios. Todo esto, en su momento, demanda el empleo de capacidades linguísticas avanzadas para persuadir y escuchar al otro, cerrar el trato, etc., que, a su turno, estimulan, retroactivamente o de rebote, el desarrollo de las capacidades distributivas.

Dicho de otro modo, en los procesos tradicionales de vida, y, en este ejemplo, en los procesos tradicionales de producción, con sus etapas iniciales de propositación, construcción y operación, ocurre un salto de escala en la eficacia con que se obtienen los bienes o servicios producidos, lo cual plantea imperativamente la distribución de estos. Y debería estar claro, a estas alturas, que todo lo dicho para los procesos de vida en el ámbito o estructura productiva es también válido para tales procesos en otros ámbitos o estructuras como el cultural, el político o el territorial, y también para la estructura social en su conjunto, pues bastaría construir ejemplos, respectivamente, en los planos del desarrollo de ceremonias y ritos religiosos, de la defensa ante posibles invasores, del acondicionamiento territorial, o de un proceso más complejo, que involucre a todos los ámbitos anteriores, como sería el caso de una migración hacia un nuevo asentamiento urbano o rural, y presentar en todos ellos la secuencia de etapas correspondiente.

Las exigencias de realización de una etapa distributiva, y por tanto del desarrollo de las capacidades procesales correspondientes, tiene lugar cuando ocurren, como causas y efectos a la vez, cambios en el nivel del lenguaje, en la dotación de medios de producción, en la simbolización cultural, en la defensa o el acondicionamiento territorial, y en la organización de la colectividad. Todo estos cambios, históricamente y por regla general, han estado vinculados al paso de la condición nómada, en donde se depende de la disponibilidad instantánea de recursos en el ambiente, a la condición sedentaria o con asidero agrícola, en donde las sociedades, mediante la posesión de un territorio, adquieren una mayor independencia respecto de su entorno natural.

Como podrán haber observado algunos de mis lectores, quizás formados en las escuelas del marxismo o afines, hasta aquí no he hecho referencia alguna a la existencia de clases sociales o de regímenes de propiedad privada en las sociedades hipotéticas en donde tienen lugar las actividades distributivas mencionadas. Esto es debido a que no lo considero inherente a las sociedades tradicionales en general, sino sólo a ciertas sociedades, a las que llamaré antiguas, que si bien constituyen la mayoría de las sociedades tradicionales conocidas, no son y menos tienen porque ser las únicas. En estas sociedades, la existencia de clases sociales y divisiones sociales del trabajo, esto es, de divisiones del trabajo con implicaciones de explotación productiva, de discriminación política y de desvalorización cultural de quienes no poseen medios de producción y/o capacidades propositivas propias, conduce efectivamente a modalidades sui géneris de distribución de la riqueza, como resulta ser el caso de las sociedades "civilizadas" que estudiamos en la escuela, y dentro de ellas la grecorromana como su máximo exponente. Allí, durante la etapa de distribución de la riqueza, creada en las etapas anteriores del proceso de producción, se profundizan o potencian todas las asimetrías previamente existentes. Bajo las circunstancias de propiedad privada de la tierra cultivada, rematando con el mismo ejemplo anterior, entonces el dueño podrá exigir para sí , y a menudo pero no siempre este ha sido el caso, la mayor parte del excedente creado con la cosecha, profundizando la exclusión y explotación de los trabajadores, muchas veces esclavizados, directamente generadores de tal riqueza.

En cambio, tenemos muchos motivos para suponer que en las sociedades también tradicionales o territoriales, pero de tipo no clasista sino comunitario, como la sociedad egea o ciertas sociedades agroalfareras prehispánicas de la que hemos hablado otras veces, y de las que todavía podemos percibir claramente sus vestigios en el ámbito de muchas de nuestras familias o en grupos de amigos, no tendría lugar tal exclusión social o explotación. Todos conocemos, para ilustrar lo dicho, experiencias o procesos de vida en estos últimos ámbitos, en donde a partir de claros propósitos compartidos se organizan jornadas familiares de preparación de comidas típicas de nuestras naciones latinoamericanas, con actividades constructivas o preparativas nuchas veces complejas, cuyos productos son luego equitativamente repartidos entre los participantes en tales jornadas, o el de las excursiones de caza o de pesca en donde todos los participantes disfrutan de los resultados obtenidos. Eso es lo que intuimos fuertemente que constituyó la regla de las actividades distributivas antes de que, en los últimos cuatro o cinco milenios de "civilización" se estableciera la práctica de la distribución inequitativa de la riqueza que ahora muchos presentan, incluso desde posturas críticas, como única opción posible.

Pensamos que la consideración de la explotación no como inherente a ciertas estructuras o procesos sociales, sino como un fenómeno social específico que no excluye comportamientos de otra índole, no sólo le rinde un mejor honor a la verdad histórica, sino que, sobre todo, abre posibilidades, aún dentro de un sistema social dado, de desencadenar procesos que apunten hacia su disminución. Mientras que en muchas de nuestras naciones latinoamericanas el excedente de explotación suele estar en el orden de un 80%, en el caso de las naciones socialmente más avanzadas del planeta este excedente suele andar por sólo un 20%, pues los trabajadores perciben hasta un 80% del valor o riqueza que crean directamente. No obstante, debido a la mucha mayor productividad de los sistemas de estos países, el 20% que le toca a sus empresarios, de la mucho mayor torta de riqueza creada, suele ser, absolutamente, mucho más grande que el 80% captado por los nuestros a partir de ínfimas tortas.

Con el advenimiento de las sociedades medias, a las que en su variante clasista llamaremos sociedades jerárquicas, es decir, sociedades dotadas de estructuras mediáticas o de manejo sistemático de información, y, como pronto veremos, con procesos más complejos de vida dotados de etapas programativas y administrativas, estas actividades distributivas que aquí hemos examinado brevemente, se convierten en el conocido comercio o actividad comercial, que es la característica más visible del régimen económico mercantilista dominante en la mayoría de nuestras sociedades latinoamericanas. Y, con la emergencia, más reciente todavía, de las sociedades modernas, cuyos máximos exponentes clasistas son las sociedades capitalistas, con sus capacidades educativas en sentido estricto y sus posibilidades de desarrollos científicos y tecnológicos, estas mismas capacidades distributivas se convierten en actividades de mercadeo y diferenciación tecnológica de bienes y servicios, a través de la innovación sostenida, que constituyen el tejido más visible de la llamada globalización contemporánea.

En nuestra América Latina, con las debilidades ya señaladas en nuestras capacidades procesales de proposi- tación y construc- ción, así como en nuestras capacidades estructurales territoriales, mediáticas y educativas, es claro que las asimetrías y procesos sociales de exclusión se profundizan durante esta etapa distributiva, la cual tiende a aparecer como la causa principal de las injusticias reinantes y como el centro de atención de muchos de nuestros gobiernos cuando se ocupan de la problemática de las desigualdades económicas. Sin desconocer la importancia de la intervención estatal redistributiva de bienes y servicios, para compensar injusticias atávicas o heredadas de siglos de opresión y explotación de las mayorías pobres, nos resulta claro que es imposible, en el largo plazo, superar tales injusticias a través del mero reparto o indemnización de estas mayorías y manteniendo constantes tanto sus limitadas capacidades procesales propositivas y constructivas como la falta de desarrollo de sus capacidades estructurales avanzadas.

No puede haber, en síntesis, igualdad en la distribución de la riqueza sin igualdad en las oportunidades de capacitación para la creación de la riqueza. No se puede repartir indefinidamente lo que no es resultado de la producción real, y es completamente ilusorio pensar que con bonanzas financieras circunstanciales, y menos si devienen de alzas de precios en la venta de recursos no renovables como el petróleo, se puede reemplazar la transformación endógena o sustentable de nuestras capacidades. Salvo que queramos hipotecar el futuro y legarle a nuestros descendientes la resolución de los problemas creados con el despilfarro de recursos que también les pertenecen, la transformación de nuestras naciones no puede priorizar la atención a los aspectos políticos y distributivos, en detrimento de la creación de sólidas capacidades estructurales desde abajo y de capacidades procesales desde el inicio.

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