martes, 29 de septiembre de 2009

Nuestras capacidades procesales retirativas

En alguna parte, y lo más probable es que haya sido en Un arte de vivir, de André Maurois, creo haber leído la idea de que existen maneras sanas y maneras insanas (en la acepción de perjudiciales para la salud) de envejecer. Entre las sanas estarían la de adecuarse o acomodarse a las nuevas condiciones del organismo, reorientando las actividades que siempre nos gustaron, pero tomando en cuenta las restricciones derivadas de los años; la de adaptarse o replanificarse, optando por nuevas actividades más apropiadas a las nuevas circunstancias; y -a lo mejor esto ya no lo leí sino que lo añadí por el camino- la de reciclarse, o sea, dedicarse principalmente a legar o transmitirle a las nuevas generaciones lo mejor de los aprendizajes propios. En cambio, las insanas o poco sanas, a manera de inversas de las anteriores, tendrían un elemento en común cual es el de estar signadas por la rabia de no ser más joven o el no reconocimiento de las nuevas limitaciones: ya renegando de lo que hicimos, bien pretendiendo lo imposible o si no dedicándonos a hacerle la vida difícil a nuestros sucesores o a culparlos de nuestros fracasos.

A los procesos de vida de los sistemas podríamos aplicarles un criterio semejante. Y tal vez el final de esta subserie de artículos sobre las capacidades procesales sea el momento propicio para decir que nuestro empeño por establecer analogías entre la vida de los sistemas y la vida individual no surge sólo de un afán metafórico, sino también de la sospecha de que no se trata de que los sistemas de cualquier índole se parezcan a nosotros sino de que nosotros, independientemente de que aspiremos a seguir viviendo en el más allá, nos parecemos más de lo que nos gustaría reconocer a los sistemas de cualquier índole. Esto equivale a creer que una teoría general de los sistemas no puede ser completa si se limita a ocuparse de sus estructuras, pues tiene también que rendir cuenta de sus procesos y, como veremos en la próxima subserie de artículos, de su composición o sustancia. Los sistemas, entonces, todos los sistemas, tienen que librar una lucha por preservar su organización y distinguirse del caos, otra por persistir en el tiempo antes de su inevitable muerte, y otra más por defender su materialidad específica ante la inmaterialidad o nada energética. (Si les sonó un poco filosófico es porque probablemente lo sea, pues, aunque sea de vez en cuando, creemos que en la vida no hay que temerle a filosofar, y, así como la salud no puede ser sólo un asunto de los médicos o la economía de los economistas, la filosofía...).
En el artículo precedente nos ocupamos, bajo el tema de la replanificación y el rediseño, de las adecuaciones y las adaptaciones; en éste, atenderemos el del reciclaje bajo los signos del retiro o retiración y de las capacidades retirativas. Hablamos de retiro de materiales y de sistemas, y no de botadera de basura, no por dárnoslas de finos, sino por ser consistentes con lo que dijimos al empezar: la etapa final de la vida de los sistemas no debería ser menos merecedora de nuestra atención que las anteriores, y aquí, como en muchísimos otros ámbitos, la rabia es mala consejera. Lo que para nosotros, el grueso de latinoamericanos, es un dolor de cabeza y un tema casi de por sí asqueroso y maloliente, el de la basura, en las sociedades modernas es un asunto de Estado, una materia de preocupación cultural, educativa, ambiental y política, y -¿por qué no decirlo?- un tremendo negocio generador de numerosos empleos, de beneficios intangibles incalculables y de dimensiones financieras crecientes.

El retiro de materiales incluye al menos tres aspectos esenciales, conocidos en la jerga respectiva como las tres erres: reducción, vinculada a las políticas y prácticas orientadas a minimizar la generación de desperdicios, y sobre todo de aquellos no biodegradables; reutilización, encaminada a maximizar la vida útil de artefactos, equipos y consumibles; y reciclaje, dedicado a la transformación parcial o total de materiales para hacerlos ingresar a nuevos ciclos de vida como materias primas o nuevos productos. Los materiales, dependiendo del contexto o las circunstancias de su retiro, suelen dividirse (sin mucho rigor químico) en inorgánicos y orgánicos, y los primeros en plásticos, metales, vidrio, y papel y cartón; o en domésticos e industriales, y estos últimos referidos a las distintas industrias: manufacturera, de la construcción, de servicios, etc.; o en tóxicos y no tóxicos; o en lixiviables, o separables con solventes, y no lixiviables; y en otras clasificaciones con fines particulares. Es frecuente, en el caso de los materiales domésticos, que las ciudades organizadas tiendan a utilizar juegos de cinco contenedores para los desperdicios: típicamente amarillos para los envases metálicos, verdes para los de vidrio, azules para el papel y cartón, blancos para los plásticos, y marrones para los orgánicos, lo cual facilita, con base en normas apropiadas, la recolección y el reciclaje.

Aunque a muchos les cueste creerlo, es muy probable que el acero de la carrocería de nuestro último automóvil provenga de la estructura de un puente o un barco originalmente construidos hace dos siglos, que el piso del andén de nuestro transporte subterráneo venga de cauchos que rodaron a comienzos del siglo XX, que el libro que compramos ayer esté hecho de fibras de papel que se usaron hace décadas o que el último juguete o el biberón del nené sean la reencarnación de envases plásticos o de vidrio que se usaron hace años. Tan importante se ha vuelto el tema del retiro o reciclaje de materiales en los países modernos, y ya en algunas ciudades latinoamericanas de vanguardia, que la palabra basura bien podría incluirse en el libro rojo de los vocablos en riesgo de extinción, pues tiende a ser sustituida por el elegante residuos sólidos.

El problema del retiro de estos residuos en el mundo contemporáneo está impactando múltiples dimensiones de las sociedades: comenzando por sus obvias y dobles implicaciones ecológicas, pues se trata tanto de evitar la contaminación como de conservar los recursos ambientales, se extiende hasta la salud y la cultura, como importante determinante de la calidad de vida, y luego hasta la educación, la economía y la política. Una fuente primordial de ingresos para decenas de países, como es el turismo, depende en un grado crítico de la solución que cada nación le dé al problema de los residuos sólidos: de la misma manera a como no queremos acudir a una panadería o parque llenos de inmundicias, los turistas tampoco quieren visitar países sucios; o, apuntando en sentido contrario, la proliferación de lugares urbanos abandonados y llenos de basura, como lo demostró la célebre experiencia neoyorquina, actúa como un disparador de la delincuencia y del incremento de la inseguridad social pues tales lugares tienden a convertirse en tierras sin ley.

Si esto es así, entonces cabría preguntarse por qué la mayoría de nuestros gobiernos fracasan al ocuparse e incluso al preocuparse por este asunto, o por qué a las capacidades para resolver un problema tan aparentemente banal aquí las consideramos como capacidades procesales avanzadas o tecnológicas. La respuesta está en la complejidad del aparentemente sencillo problema, pues dondequiera que aparece la complejidad se requieren conocimientos para afrontarla, y cada vez que un problema demanda conocimientos para su solución, o sea, que es un problema moderno, a los latinoamericanos se nos tiende a trancar el serrucho. Mientras que el problema de botar la basura en una casa es relativamente sencillo, aunque no trivial, el del retiro de los residuos sólidos en las grandes ciudades reclama una gran dosis de conocimientos vinculados a las características físicas y químicas de los materiales involucrados, aspectos logísticos y de gestión, visiones e iniciativas empresariales, estudios de factibilidad, experimentos piloto, campañas educativas formales e informales, aportes de los medios de comunicación, participación ciudadana, coordinación entre los poderes locales y los nacionales y planificación y políticas a distintos niveles, prácticas impositivas, equipamiento físico especializado, organización de espacios apropiados y muchos otros factores cuya orquestación reclama un paquete de capacidades tecnológicas de las que a menudo carecemos.


Por poner sólo un caso, el del retiro de los cauchos, que mundial- mente alcanza una magnitud cercana a los mil millones de cauchos cada año, se ha convertido en una importante actividad económica que moviliza miles de millones de dólares, ahorra millones de metros cúbicos de espacio en los rellenos sanitarios, reduce los criaderos de mosquitos y larvas diversas, y genera millones de empleos y decenas de miles de pequeñas y medianas empresas. En su ejecución participan gobernaciones, alcaldías, los distribuidores y reparadores de cauchos, los recolectores, los procesadores, las escuelas, los medios de comunicación y la ciudadanía en general, hasta generar una amplia variedad de productos que van desde aditivos para pavimentos y pisos de andenes y escaleras hasta dispositivos de entretenimiento y bases protectoras para parques infantiles. Los que todavía son un estorbo en la mayoría de nuestras ciudades, y de vez en cuando molestos instrumentos de protestas callejeras, con un reciclaje y capacidades apropiadas se han convertido, en otras latitudes, en fuente de riqueza y bienestar.

Nada de lo que hemos dicho significa que creamos que adquirir estas capacidades procesales retirativas esté fuera de nuestras posibilidades, pues de hecho un buen conjunto de ciudades latinoamericanas, quizás con Santiago de Chile a la cabeza, las están desarrollando, y sabemos que muchas naciones pequeñas están haciendo de sus políticas y prácticas ambientales una punta de lanza para la atracción del turismo y la elevación de la calidad de vida de sus ciudadanos. Sólo que nos parece que cualquier subestimación de la complejidad que demanda el abordaje de esta etapa final del ciclo de vida de los sistemas es un paso dado en el sentido equivocado. Reconocer nuestras limitaciones y entender que tenemos que cambiar y despertar no tiene nada que ver con pesimismo alguno sino con el despliegue de las insatisfacciones positivas que se requieren en toda transformación que valga la pena. O, en sentido inverso, no reconocerlas y seguir en el limbo de culpar a otros por todos nuestros problemas irresueltos es, a la larga, equivalente al peor de los conservadurismos.

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