
La llamada enfermedad colombiana es como una especie de extraña leucemia social en donde se conjugan una aparente salud externa, expresada en tendencias al crecimiento económico y al aumento de las exportaciones, equilibrios macroeconómicos, elegancia diplomática y en el vestir, pensar, hablar o escribir, con algo semejante a un cáncer en la sangre, traducido en el desprecio a la vida y las leyes, la práctica vergonzante de la violencia y el irrespeto contra los adversarios políticos, el abandono a su suerte de la población pobre, la corrupción desatada y alianzas con narcotraficantes, paramilitares y sicarios, y, en síntesis, el culto secreto al inmediatismo, el facilismo y el llamado todo vale (primo hermano del reciente y también lamentablemente popular estilo venezolano del como sea).
Al lado, o debajo, de sus obvios logros económicos, educativos y artísticos, Colombia posee el índice de criminalidad más alto del mundo, en el orden de 78 homicidios anuales por cada 100 000 habitantes, de los cuales menos de 1% es atribuible al conflicto bélico interno, y el resto a la impunidad, la falta de mecanismos de justicia, la pobreza, la ilusión de enriquecimientos de un día para otro, falta de Estado y ciertas nefastas subculturas altamente vinculadas a adicciones viciosas y debilidades en la estructura familiar, que dramática, y a la vez deliciosamente, nos han explicado García Márquez y Laura Restrepo. En el estudio para la determinación de un Índice de Paz Global, elaborado por el Institute for Economics and Peace y por el Centre for Peace and Conflict Studies de la Universidad de Sidney (Australia), con datos procesados por la revista The Economist, que toma en cuenta veinticuatro indicadores de la violencia imperante en los países y los clasifica según su pacifismo relativo, Colombia ocupó, en 2009, el lugar 130 dentro de un total de 144 países, sólo superada por países en guerra abierta como el Líbano, Zimbaue, Pakistán, Chad, Israel, Somalia, Afganistán e Irak. Los únicos otros dos países latinoamericanos que ocupan un lugar en la lista roja del 20% de países más violentos del mundo son Haití (Puesto 116) y nuestra Venezuela (Puesto 120). No disponemos de datos, pero nos tememos que los graves liderazgos colombianos señalados se quedarían pálidos si se pudiese establecer un índice mundial de criminalidad política de jueces, parlamentarios, gobernadores, alcaldes, concejales y, en general, candidatos a, u ocupantes de, cargos públicos, a quienes los paramilitares, las guerrillas, los narcotraficantes, los tratantes de blancas o muchos rivales políticos en el gobierno o en la oposición han solido ver, por largas décadas, como sus fáciles blancos de ataque.
Con breves altibajos, la culta, educada, elegante, simpática y aparentemente circunspecta y correcta, pero también plagada de mosquitas muertas, Colombia lleva ya en el orden de ciento setenta años -desde poco después de que execrara al Libertador Bolívar de su suelo- de guerras intestinas, delitos graves y asesinatos a diestra y siniestra. El crimen, la venganza, la retaliación, el atropello, el secuestro, las desapariciones son un perverso lugar común que acecha la vida cotidiana colombiana, en donde cuesta creer como hasta profesionales egresados de refinadas universidades locales o de prestigio mundial de pronto aparecen involucrados en las más sórdidas acciones. Y no es posible ocultar que, al menos desde 1903, desde que intervinieran en la política interna colombiana para provocar la separación de Panamá, los gobiernos de extrema derecha de los Estados Unidos han estado involucrados como apuntaladores de la por poco idiosincrática violencia neogranadina.
Tal y como suele ocurrir dondequiera que la violencia sistemática hinca sus raíces, cada una de las partes beligerantes se dota de una singular gríngola que le permite hacerse la vista gorda ante las vigas de la violencia propia y ver con lupa hasta las pajillas en el ojo de la violencia ajena. En Colombia los conservadores le echan la culpa a los liberales, el gobierno a la guerrilla, los narcotraficantes a las fuerzas oficiales, los terratenientes a los campesinos, los nacionalistas a los progringos, con su largo etcétera y sus viceversas, constituyendo así un paraíso de aplicación de la taliónica ley del ojo por ojo y diente por diente. Si escogemos al azar a demasiados hermanos colombianos, y hablamos con ellos acerca de la violencia -y por este camino pareciera que queremos maltransitar los venezolanos- lo casi seguro es que la culpa siempre la tengan otros: aquellos que, casualmente, no piensan como él.
No obstante, y en medio del dolor que nos estremece al hacer estos recuentos, hay algo que, paradójicamente, nos reconforta, y es que pese a sus demostradas capacidades para el cinismo, la hipocresía, el engaño y la violencia, todavía los seres humanos, y dentro de ellos nuestros compatriotas al sur del Meta y al oeste de Perijá, por aquello que hemos discutido antes, acerca de nuestra identidad amorosa, que subyace incólume bajo aun bajo nuestra costra de desmanes, no hemos llegado al punto en que podamos decir orondos que "nos sale hacer coñodemadradas y qué". Por esta razón, creemos, todavía creemos, que todo humano violento sigue viéndose forzado a presentar su violencia como respuesta a la de otro, como si él en el fondo fuese inocente y el agredido, y no le quedara más remedio que actuar en defensa propia. De allí que el criterio para distinguir a los violentos de los realmente pacíficos no puedan ser sus palabras sino sus actos, y, más que sus actos, sus esfuerzos tangibles para desescalar y zafarse de las espirales de violencia, para extirpar desde sus raíces los móviles de este morbo que conspira contra nuestra deriva antropológica.
Con esta especie de marco previo, entramos a considerar el panorama electoral colombiano ante las elecciones presidenciales del 30 de mayo, con una segunda vuelta tentativa, entre quienes ocupen los dos primeros lugares, prevista para el 20 de junio. Para que esto no se extienda más de la cuenta, iremos al grano y examinaremos, de menor a mayor simpatía según nuestro criterio, sin pretensiones de experticia alguna y abiertos a que se nos aclaren malentendidos u omisiones, las propuestas de los seis principales candidatos y sus partidos ante el meollo del problema colombiano, que no puede ser otro sino el de qué hacer ante la arraigadísima y secularísima violencia establecida. Para nosotros, en Colombia, será una buena opción la que más aguda y certeramente comprenda y proponga superar el problema de la violencia que literalmente desangra su estructura social, o, lo que es igual, será propio de malos candidatos o parejas de candidatos (a Presidente y Vicepresidente) todo lo que directa o indirectamente apunte a perpetuar el desmadrado statu quo.




Aprovechando la doble oportunidad de que esto ya está más largo que un día sin pan, y de que estamos insoportablemente atrasados en nuestra esperadísima publicación del blog, lo dejaremos hasta aquí, por unas horas, para luego abordar la presentación de la fórmula Mockus/Fajardo que, como todos sospecharán es nuestra favorita y la que le da sentido a la segunda parte del título de esta entrega.