Desde el trópico hasta la Antártida, entre cumbres nevadas y costas pedregosas, con candentes desiertos y heladas estepas, azotado por frecuentes terremotos y maremotos, acosado por volcanes y vendavales, con los más prolongados enfrentamientos entre conquistadores europeos e indígenas nativos, tras padecer dictaduras tenebrosas e intervenir en guerras fraticidas, el carácter del pueblo chileno se ha forjado, como ningún otro en Latinoamérica, de cara a toda clase de adversidades y con elevados costos ambientales, económicos y políticos, hasta adquirir un temple y una reciedumbre que se nos presentan sin parangón en el ámbito regional. Este temple, por llamarlo de algún modo y que es lo contrario de la gritonería y las bravuconadas que abundan, le ha dado soporte a una de las más recalcitrantes, taimadas e inflexibles oligarquías del subcontinente, y ha tendido a generar espontáneamente una extrema izquierda que, a menudo con inspiración en la heroica resistencia mapuche, pero sin su flexibilidad y visión estratégica, ha pretendido batirse contra la extrema derecha en su mismo terreno. Pero también, gradual y afortunadamente, ha dado lugar a una de las corrientes políticas más lúcidamente avanzadas que hayamos conocido en nuestro medio, con Allende y sus epígonos contemporáneos como principales exponentes.
Cuando, en las primeras décadas del siglo XVI, los conquistadores españoles bajaron a la región chilena desde sus cuarteles generales en el vencido Perú, se encontraron con alrededor de un millón y medio de pobladores indígenas, con culturas agrícolas más avanzadas que las guaraníes pero no todavía al nivel incaico o siquiera chibcha, distribuidos en grupos tales como los llamados diaguitas, atacameños y araucanos. Mientras que los dos primeros, relativamente más dóciles y afines al estilo estamentario de los imperios teocráticos, corrieron la misma suerte de muchos de sus hermanos, es decir, que entre guerras, esclavizaciones y epidemias, fueron exterminados en su parte masculina e hibridados por el lado femenino, los últimos, radicados más al sur, ofrecieron una cada vez más tenaz resistencia, al punto de que, el más sureño de sus subgrupos, el mapuche, prácticamente nunca pudo ser doblegado y le infligió a las huestes ibéricas las más duras derrotas militares de todo el proceso de conquista continental.
Entre los más importantes factores explicativos de estos inéditos triunfos pueden citarse la mayor inaccesibilidad de sus territorios y, sobre todo, la exhaustiva evaluación mapuche de las causas de la derrota de los grupos y subgrupos hermanos, incluyendo a los también araucanos picunches y huiliches, que los llevó a determinar la importancia decisiva del armamento español, del uso de caballos y perros, y, por sobre todo, de las estrategias y tácticas de guerra del enemigo. Entre éstas se incluyeron las labores de investigación e inteligencia, el entrenamiento de tropas, el uso de mapas, la dirección centralizada, los ataques mediante comandos guerrilleros y escuadrones sucesivos, y las emboscadas, asaltos, sitios, infiltraciones y repliegues. Hay historiadores que aseguran, e Isabel Allende los acompaña en su versión expuesta en Inés del alma mía, que Lautaro, el más destacado toqui o comandante en jefe de los mapuches fue nada menos que infiltrado desde niño y puesto como paje al servicio del propio Valdivia, para aprender todo lo posible de él y poder enseñarlo luego, sobre todo después de su fuga a los dieciocho años, a sus compatriotas. No sólo pudo Lautaro derrotar durante seis años a los españoles en batallas como las de Tucapel -en donde capturó y dio muerte a su anterior amo Valdivia-, Marihueñú, Angol, Concepción y otras, sino que sus hazañas y enseñanzas contribuyeron a que la resistencia mapuche se prolongara, bajo toquis como su sucesor Caupolicán y otros, hasta fines del siglo XIX, a que quizás la mayor dosis genética indígena masculina haya sido legada a sus descendientes del Chile de hoy, y probablemente también a que todavía sobrevivan, aunque marginalizados, cerca de medio millón de ellos al sur del río Bío-Bío. Sus estrategias siguen siendo estudiadas con detenimiento en las principales academias militares del mundo.
La independencia chilena fue conquistada también con gran heroísmo e inteligencia estratégica, con Bernardo O´Higgins, discípulo de San Martín y de Miranda, como su principal líder. No obstante, como resultó ser la regla en toda Latinoamérica, no pudo ser él, sino el impostor Diego Portales y sus seguidores, quien iniciara la construcción de la nueva república. Mientras que la supuesta continuidad entre las políticas de los principales dirigentes libertadores latinoamericanos y las de sus reemplazos a posteriori es comunmente argumentada por las derechas subcontinentales, sin entrar a explicar cómo es que aquéllos a menudo fueron desplazados, exiliados o inclusive asesinados; la traición de sus coterráneos oligarcas suele ser esgrimida como explicación estándar de izquierda acerca del porqué de que los primeros no hayan podido convertirse en ductores o estadistas de las noveles naciones. La otra explicación, enfatizada por testigos tan de primera fuente como nuestro Libertador Simón Bolívar y su maestro Simón Rodríguez, que subraya la impreparación del propio pueblo para asumir la soberanía republicana, es dejada de lado por impolítica; pero, a la vez, al empeñarnos en no asumir las implicaciones de esta otra hipótesis central, nos condenamos a repetir siglo tras siglo los mismos desplantes, oscilando entre fantasías históricas de signo opuesto.
No obstante lo dicho, hay otro hecho singular de la primera vida republicana chilena que no queremos dejar desapercibido, y es que el destino, o a lo mejor alguno de sus lugartenientes, quiso que uno de los llamados a ser forjador de otra nación latinoamericana, que fue de hecho expulsado de su patria original por bolivariano, terminó radicándose en Chile, de donde afortunadamente a los diegoportales y adláteres les resultó imposible expulsarlo por o´higginiano. Nos referimos, por supuesto, al venezolano y después chileno Andrés Bello, quien por treinta y seis años (1829-65) realizó desde Santiago una labor de construcción de patria difícil de igualar: allí, entre otros aportes, contribuyó a organizar la hacienda pública, realizó una intensa labor periodística desde el periódico El Araucano, se desempeñó ampliamente en el magisterio y fundó y dirigió distintas instituciones educativas que culminaron con la creación de la Universidad de Chile, de la que fue honoríficamente su rector, redactó el Código Civil chileno, impulsó la organización del servicio diplomático y sirvió de árbitro en varias controversias internacionales, publicó su imperecedera Gramática castellana destinada al uso de los americanos, escribió sus Principios del derecho internacional, ejerció por casi treinta años el cargo de senador de la República, dejó una vasta obra literaria en donde descolla su Silva a la agricultura de la zona tórrida, escribió con fines didácticos una Historia de la literatura y una Cosmografía o descripción del universo, y fue miembro honorario y luego de número de la Real Academia Española. Nos detuvimos aquí simplemente para hacer justicia a uno de los indiscutibles grandes forjadores de la nación chilena y, por tanto de sus logros presentes, a quien, en un subcontinente que pareciera rendirle culto sólo a los héroes militares y a los gestos puntuales, se suele subestimar.
La ocurrencia de que con el tiempo Chile podría llegar a ser un ejemplo puntero para la construcción de una nueva América Latina difícilmente puede rastrearse hasta su paternidad original. Pensadores diversos, en diferentes épocas, dentro y fuera del ámbito latinoamericano, la han tenido o formulado. En particular, queremos reseñar aquí que también ha sido una vieja corazonada de los estrategas progresistas demócratas de los Estados Unidos. Entre la mayoría de nosotros los latinoamericanos de izquierda ha sido un lugar común repetir que la estrategia de la Alianza para el Progreso, de enunciado kennediano, fue un fracaso, y en sus versiones más extremas este señalamiento suele ir acompañado de referencias a la intervención del Che en la reunión de la OEA (Punta del Este, 1961), quien quiso demostrar que era una "aberración" pretender plantear la prioridad de la educación y la salud antes de la revolución, cuando la revolución Cubana ya entonces habría demostrado que era exactamente a la inversa: que la revolución, es decir, la toma del poder político por la fuerza, era lo primero, para desde allí emprender los cambios educativos y sanitarios... Lo que no muchos saben, por lo cual nos parece importante reseñarlo aquí, es que tal fracaso sólo vino a concretarse en 1973, con el derrocamiento de Allende.
John F. Kennedy y su hermano Robert, quienes formularon inicialmente la estrategia de la Alianza para el Progreso, no importa aquí si con sanas o aviesas intenciones, ante toda América Latina, indiscriminadamente y como una manera de ofrecer una alternativa a la vía cubana de la revolución por las armas, muy pronto se dieron cuenta de que con tal táctica se hacían fácilmente atacables por nuestras izquierdas y colocaban en situación de títeres suyos a los gobernantes que apoyaban tal Alianza. Fue así como decidieron, lo que ahora se conoce por los famosos documentos desclasificados -con que los gringos dejan saber a posteriori muchos intríngulis de sus políticas-, hacer de Chile la experiencia piloto para demostrarnos con hechos a los latinoamericanos las bondades y factibilidad de su diseño, y como escogieron a la democracia cristiana chilena como su aliado favorito para instrumentarla. Luego de comenzar a inyectarle a Chile, en vida de JFK, cantidades enormes de dólares, que pronto arrojaron una suma acumulada medible en diez dígitos, o sea de miles de millones de dólares, decidieron reforzar la táctica financiera, tras el misterioso asesinato de aquél, con no menos eficaces tácticas mediáticas y organizativas. Según éstas, bajo la coordinación directa de la CIA, se dio impulso a una vigorosa campaña de apoyo a periódicos, intelectuales, grupos estudiantiles y profesionales, sindicatos y partidos políticos en soporte de Eduardo Frei, "el Kennedy chileno", con lo que, de paso, se le bloqueaba el camino a su indeseable contendor Salvador Allende.
La constatación de que todo el apoyo brindado a Frei y a su sucesor Tomic fueron insuficientes para impedir el ascenso de Allende y su triunfo electoral en 1970, ocurrió ya con la presidencia de Nixon, quien siempre se opuso a cualquier alianza para cualquier progreso en Latinoamérica, y más a esta absurda demostración de que podría avanzarse hasta hacia un socialismo por la vía electoral. Fue así como este presidente se propuso impedir que el tiro de la Alianza saliera por la culata, y asumió en persona, como ahora bien se sabe, la coordinación casi directa del cúmulo de acciones que condujeron, primero a intentar impedir la ratificación de la elección por el Congreso, luego a la desestabilización, y, finalmente, al derrocamiento y muerte de Allende. Estas acciones, paradójicamente, fueron facilitadas por la actuación de la extrema izquierda chilena, organizada sobre todo en torno al MIR, quien nunca apoyó a Allende, se dedicó a provocar a la derecha para demostrar que la tal vía pacífica era imposible, y obligó a Allende a gastar buena parte de sus energías políticas en demostrar que no era ningún traidor a la patria, ni un títere, ni un ingenuo, como una y otra vez, a veces con refuerzos cubanos, lo quisieron hacer ver. En otro de nuestros artículos, sobre nuestra generación latinoamericana del '68, abordamos desde otra perspectiva este importante asunto.
Con la caída de Allende se interrumpió, aunque no pudo detenerse, el gravitacional avance de Chile hacia un modelo de sociedad alternativo al tradicional pozo de calamidades de América Latina. Pese a lo que digan los partidarios de Pinochet, quien además de represivo y sanguinario resultó ser un consumado ladrón, ha sido a partir de 1990, con el inicio de los gobiernos de la llamada Concerta- ción, que Chile se ha enrumbado, sin volver a incurrir en el error de un estatismo a ultranzas, por el camino que lo ha llevado a ser la nación latinoamericana independiente con un crecimiento más sustentable y estable, y con el mayor ingreso per cápita (en cualquiera de sus versiones: nominal, real o Paridad de Poder Adquisitivo, en donde es el único país independiente con cifras por encima de los diez mil dólares). Chile detenta, además, el mayor Indice de Desarrollo Humano (0,874 ó puesto mundial 40), el mayor Indice de Calidad de Vida (6789) y el menor índice de pobreza (2,5%). Con sus apenas 17 millones de habitantes, en el 7º lugar del subcontinente y mestizos en sus 3/4 partes, su handicap climático y territorial y su relativamente baja recursividad del subsuelo, Chile tiene ya el quinto lugar en Producto Bruto Interno real, sólo por debajo de países que lo duplican con creces en población, como Colombia y Argentina, o que lo quintuplican o decuplican, como México y Brasil. Ha logrado alcanzar un sustancial superávit en su balanza de pagos y ha diversificado significativamente sus exportaciones, hasta vender al exterior y a toda clase de mercados, no sólo los tradicionales cobre y nitratos, sino ingentes cantidades de frutas, hortalizas, vinos, pescado, crustáceos, madera, muebles, papel y otros.
Sin alharacas ni estridencias, Chile pareciera volver a estar llamado a demostrar la viabilidad de un avance, si no directamente hacia el socialismo, por lo menos hacia una forma de capitalismo socialmente progresista que muy probablemente creará las condiciones, según el patrón europeo, canadiense o australiano, para una evolución cada vez más sólida de las instituciones colectivas de inspiración socialista, o sea, hacia una sociedad de tipo mixto como la mayoría de naciones líderes en indicadores y realidades sociales avanzadas del planeta. La principal amenaza de esta perspectiva la constituye la agazapada extrema derecha que estará atenta a reeditar su tesis nazistoide de que la fortaleza de Chile consiste en su supuesta raza caucásica, lo cual es contradicho por las realidades genéticas, ancestrales, históricas, económicas, políticas, educativas, legales, culturales, y pare de contar, de Chile; pero que con todo y eso no dejará pasar chance para aprovechar cualquier descuido o cobrar caramente cualquier error de la Concertación, hasta hacer valer la prepotente divisa de su escudo: "Por la razón o la fuerza".
Entre los motivos que tenemos para pensar que no volverán a imponerse está la enorme confianza que nos inspira el despliegue, callado pero eficaz, de iniciativas de los artistas y de la mujer chilenos. No podemos demostrarlo racionalmente, por ahora, pero estamos íntimamente persuadidos de que en la pacificación o desembravecimiento, pero nunca domesticación, de pueblos secularmente guerreros como los escandinavos, los europeos en general o los japoneses, los artistas y las mujeres han desempeñado un rol decisivo; como si después de tantas guerras, invasiones, matanzas e injusticias masculinas, ellos y ellas, que por lo común se quedan en sus casas durante las tropelías machistas, con sus roles de creadores serenos, o de madres, amantes, gobernantes o geishas, o por aquello de las complementaridades del tipo yin/yang, terminaran por demostrar que hay mejores maneras de liberar las peligrosas testosteronas, encauzando hacia propósitos constructivos y pacíficos la aplicación de las fuerzas destructivas y guerreras. O sea, como si tuviesen un programa oculto que, por el reverso del temible escudo, dijese discretamente: "Por la pasión o el amor".
martes, 30 de junio de 2009
viernes, 26 de junio de 2009
Hibridados y direccionados: el emergente liderazgo del pueblo brasileño
Pocos años después de que Colón cometiera el milagroso error que lo llevó a encontrar América cuando buscaba un camino más corto hacia la India, otro gran explorador, Pedro Álvares Cabral, cometió una segunda genial pifia que lo llevó a encontrar una porción insospechada del mismo Nuevo Mundo. En circunstancias en las que recién se había descubierto, por Vasco da Gama, en 1498, la codiciada más corta ruta marítima hacia las especias indias, bordeando el continente africano por el cabo de Buena Esperanza y en el marco de una auspiciosa revolución técnica de los medios de transporte, Álvares quiso sacar el máximo provecho de los vientos y se dejó llevar hacia el oeste cuando, de repente, se topó con la protuberante costa firme oriental americana del actual Brasil. Puesto que el hallazgo se encontró a menos de las aproximadamente 370 leguas (unos dos mil kilómetros) al oeste de las Islas de Cabo verde, el nuevo territorio le fue concedido a Portugal, con arreglo a lo pactado con España en Tordesillas (1494), y así nació la parte lusitana de nuestra América Latina.
Los conquistadores portugueses se encontraron con una población indígena organizada en aldeas agrícolas dispersas, los tupí-guaraníes, sólidamente adaptada a las condiciones selváticas, en donde los varones cazaban y pescaban, y ellas, sin desesperos y siempre pendientes de sus muchachos, habían logrado domesticar una amplia variedad de plantas como la yuca o mandioca, el maíz, los frijoles o porotos, el maní, el tabaco, la ahuyama o calabaza, la papaya o lechosa, el algodón, la yerba mate, la pimienta, el guaraná, y muchas otras, hasta asegurar la subsistencia de todos. Toda esta población, en los umbrales de la civilización, muy pronto, entre guerras, trabajos forzados y epidemias, fue clásicamente diezmada. De las indias sobrevivientes, que entre suicidarse de rabia o seguir adelante con la vida optaron por lo segundo, y los varones lusos triunfadores, nacieron poco a poco los mamelucos, comunmente identificados con los valores de sus padres, pero hondamente inmersos en el mundo doméstico-agrícola-culinario y lingüistico de sus infatigables criadoras. Con las expediciones o bandeiras hacia las selvas del oeste, en busca de oro, piedras preciosas y, sobre todo, de esclavos y del rentable palo tintóreo o palo brasil, que terminó por brindar su nombre a toda la región, los nuevos amos empujaron cada vez más hacia el oeste la frontera tordesillana, concebida para el reparto colonial de pequeñas islas y no para continentes macizos, y que supuestamente nunca debió exceder los límites aproximados del meridiano que pasa por el actual Sao Paulo. Con su técnica más avanzada, sus ambiciones mercantiles, su experiencia en esclavización de africanos, su lengua, su religión católica y su familia patriarcal, los portugueses quedaron listos para impulsar su gran invento económico: la fazenda, hacienda o plantación, primero azucarera, y luego algodonera, cafetera, cacaotera, cauchera, ganadera, etc., que ha marcado el modo de vida de toda la sociedad brasileña y, en general, latinoamericana hasta nuestros días.
A modo de tímida digresión, anotamos que más adelante, en este blog, tendremos la oportunidad de argumentar exhaustivamente nuestra tesis de que la hacienda, lejos de constituir una unidad de producción capitalista, es la más pura expresión del sistema económico mercantil y por tanto del sustrato del modo de vida premoderno que, subyacente bajo mil fachadas, sigue siendo dominante en nuestro subcontinente. La diferencia esencial entre el modo de producción capitalista y el mercantilista radica en que mientras que aquél se basa en el trabajo tecnológico y la aplicación del conocimiento científico, la experimentación para validar hipótesis, la iniciativa empresarial, el liderazgo basado en el conocimiento, la libre contratación de trabajadores profesionales y la asunción de riesgos para generar retornos a largo plazo, éste se fundamenta en el trabajo técnico y la aplicación de la lógica, la posesión de la verdad expresada en dogmas revelados, el ventajismo y el proteccionismo patronal, la autoridad basada en cargos, la utilización forzada de mano de obra cuanto menos calificada y barata mejor, y la obtención de ganancias con una visión cortoplacista. (Fin de la digresión).
A partir de la hacienda, como bien lo ha argumentado Darcy Ribeiro, se ha constituido todo el tejido fundamental de las sociedades latinoamericanas: de los hacendados blancos han brotado nuestras oligarquías y burguesías, degenerando a veces en latifundistas incapaces de hacer productivas sus inmensas propiedades; de los proveedores externos y el contacto con los exportadores extranjeros de la variada gama de maquinaria y productos manufacturados demandados por las haciendas, han evolucionado los grandes y pequeños comerciantes; en torno a los oficios de capataces, supervisores, escribientes, tenedores de libros y catequizadores han ocupado su lugar los mestizos o mamelucos y, luego, nuestras aparentes clases medias (que más bien son estamentos de empleados, candidatos a posteriores pequeños burgueses); de la peonada indígena o negra se han derivado obreros y campesinos, evolucionando a veces, a través de la figura del aparcero o trabajador que labora en la tierra ajena a cambio de pagos en especie o servicios, hacia los trabajadores por cuenta propia; y de los excluidos temporal o parcialmente del sistema, pues las zafras y cosechas de estos cultivos no requieren de una masa de personal permanente, las poblaciones marginalizadas que rodean nuestras actuales ciudades. Puesto que la hacienda ha sido un paquete productivo estandarizado y no una innovación propiamente dicha, nunca ha demandado la aplicación de nuevos conocimientos ni las visiones de largo plazo ni la asunción de riesgos, y por tanto no ha servido de caldo de cultivo para la gestación de trabajadores profesionales, gerentes y empresarios, que constituyen la médula de la verdadera clase media moderna.
Como respuesta adaptativa del molde económico de la hacienda a las distintas condiciones geográficas de quien representa, en territorio y en población, casi la mitad del área suramericana, emergieron los distintos tipos de brasileños actuales. Es decir, entre otros, los caboclos de la selva amazónica, que han adaptado la fórmula haciendística a las condiciones de suelos no aptos para la agricultura en general sino para la explotación forestal y, en menor medida, cerealera -y,más que nada, arrocera; los sertanejos del noroeste, dedicados a la ganadería en áreas sólo propicias para pastos y gramíneas y equivalentes a los llaneros de países vecinos; los criollos de la franja litoral y del noreste, con las tierras más productivas de todo Brasil y en donde se desarrolló originalmente el patrón del ingenio azucarero, con los esclavos traídos de Africa; los caipiras de Sao Paulo y Minas Gerais, que editaron la versión minera de la hacienda durante la fiebre del oro de Ouro Preto, en el siglo XVIII; los gringos de las tierras del sur, con una ganadería de mulas y ganado de labor adaptada a las praderas templadas, en donde, ya avanzado el siglo XIX, inmigrantes alemanes, italianos, polacos y otros implantaron el esquema en tierras dejadas de lado por los portugueses; y los gauchos, descendientes de blancos y guaraníes, dedicados al pastoreo tradicional de ganado, en territorios colindantes con Argentina y Uruguay.
Sobre la base de esta capacidad de adaptación agrícola, y pese a las rémoras del latifundismo y de la producción haciendística, Brasil ha logrado avanzar más que ningún otro país latinoamericano en su proceso de industrialización, que ha llegado hasta el establecimiento de una inigualada capacidad de producción de bienes de capital, sin detenerse ante aviones, automóviles, barcos o satélites, con un alto valor agregado nacional, y ha logrado la cesta más diversificada de exportaciones del subcontinente. Pese a duros retrocesos y manipulaciones en el marco de la Guerra Fría, el proceso de adquisición de capacidades productivas y de otra índole nunca se ha interrumpido, e inclusive dictadores como Getulio Vargas (1930-45 y 1951-54), con su Estado Novo, tuvieron un desempeño progresista en materia de diversificación agrícola, industrial y de las exportaciones. Su heredero político, Juscelino Kubitschek, fue mucho más allá y estableció una alianza estratégica con sectores creativos de izquierda, que le permitió avanzar mucho más por el camino de su mentor: profundizó la industrialización, la urbanización y la ocupación del territorio, fortaleció el aparato educativo, deportivo y dancístico -con las escuelas de samba-, y construyó una hermosa y nueva capital, Brasilia, en la despoblada meseta central del país. Con el sucesor en firme, Goulart, se dio inicio a un proceso de reforma agraria que muy probablemente hubiese hecho realidad el tantas veces anunciado milagro brasileño, pero esto ya fue demasiado para los oligarcas internos y sus padrinos del norte, quienes lo derrocaron e inauguraron el período más lamentable de la historia contemporánea brasileña: la noche de los gorilas (1964-85); aunque estos, sin desmedro de sus atropellos, no dejaron de darle continuidad a buena parte de las políticas económicas de sus predecesores civilizados.
La conjugación de todos estos procesos de evolución agrícola, industrial, urbanística, etc., en las distintas regiones geográficas, dio lugar a los estados del Brasil actual que, no pocas veces, como ocurre con los de Amazonas, Bahia, Ceará, Goiás, Matto Grosso, Pará, Paraná, Río de Janeiro, Rio Grande do Sul o Sao Paulo, por sus dimensiones, población y/o economía, tienen la talla de naciones de su contraparte hispana. Entre las razones que han determinado el mantenimiento de la unión entre estos estados con distintas realidades ambientales y económicas, hasta hacer de Brasil una de las naciones mejor plantadas del mundo, podemos señalar, además de las culturales antes mencionadas: idioma, familia, religión y otras, y de la económica, también citada, la amplia difusión del sistema de la hacienda, una razón política fundamental. Brasil, a diferencia del resto de América Latina, inauguró su independencia, en 1822, no con una ruptura absoluta con la metrópoli portuguesa e intentando construir una república sin una clase dirigente experimentada, como en los casos hispanos, sino con una monarquía semiportuguesa. Iniciada por Dom Pedro, el hijo del Rey, que se negó a regresar a Portugal y desobedeció a su padre y el mandato de las cortes, y continuada sobre todo por su progresista hijo Pedro II, quien gobernó con tino y discreción durante casi cincuenta años -afirmando muchas veces que "le hubiese gustado ser profesor"- esta monarquía americana, no exenta de pecados sacrílegos como el atropello a los paraguayos, rigió los destinos brasileños por dos tercios de siglo (1822-1889), y permitió la emergencia gradual de la futura clase republicana gobernante.
Dicho de otra manera, Brasil se desenvolvió según el esquema de la mayoría de naciones europeas y de unas cuantas asiáticas, que conquistaron su independencia bajo la dirección de un Estado monárquico, lo cual facilitó la consolidación de su identidad cultural, abonó el terreno para la preparación del pueblo con miras al ejercicio de su soberanía republicana, con la correspondiente capacitación de la futura clase dirigente, y le permitió a la nación ahorrarse así el conocido forcejeo entre caudillos locales, las guerras civiles o conflictos internacionales y las pérdidas institucionales características del flanco español latinoamericano. De allí se ha derivado en significativa medida, por supuesto que según nuestro mortal criterio, la relativa mayor solidez de las instituciones brasileñas y su mayor cohesión cultural, que contrasta con el panorama de instituciones improvisadas y a merced de caprichos característico de la multiplicidad de naciones hispanoamericanas, que han debido abordar simultáneamente las tareas de independización, por un lado, y republicanización o democratización, por otro. En previsión de alguna interpretación interesada, que encontrará aquí la prueba de que estamos coqueteando hasta con los regímenes monárquicos -ante los cuales somos congénitamente alérgicos-, no es superfluo añadir que sólo estamos constatando como, también en esta compleja esfera de la construcción de nuestras naciones, es pertinente aquello de que "de las carreras no suele quedar sino el cansancio" o lo de que "no por mucho madrugar amanece más temprano".
Por sus dimensiones territoriales, quinto país del mundo y tercero de occidente; poblacionales, quinto del mundo y segundo de occidente; y económicas, décima economía del mundo, octava occidental, miembro del exclusivo club de las diez naciones con productos internos de trece dígitos (medidos en billones, o millones de millones, de dólares), y uno de los principales productores mundiales de arroz (9°), maíz (3°), sorgo (8°), soya (2°), bananas (2°), algodón (7°), cacao (5°), café (1°), caña de azúcar (1°), tabaco (2°), cítricos (1°), cocos (4°), cebollas (9°), tomates (8°), madera (4°), caucho (10°), bovinos (2°), equinos (3°), porcinos (3°), aves de corral (4°), hierro(8°), níquel (8°), acero (8°), aluminio (4°), estaño (6°), cemento (7°), electricidad (7°), azúcar (1°), cerveza (5°), y -en serio- otros. Por su decisión de avanzar sin miedo por una fase capitalista de desarrollo, con su diversificación económica y su capacitación de sus fuerzas productivas, aunque con la vista puesta en la gradual superación socialista de esta fase, como lo han hecho la gran mayoría de países líderes del mundo en Desarrollo Humano. Por su liderazgo mundial en biodiversidad, con la reserva forestal, la zona verde y el río más importantes del planeta. Por su solidez, riqueza y diversidad cultural e idiosincrática, con grandes afinidades con el resto de latinoamérica. Por la madurez de sus capacidades políticas e institucionales. Por su ubicación y vecindad con un gran número de naciones latinoamericanas y su experiencia en relaciones bilaterales y multilaterales con todas ellas. Y -¿por qué ocultarlo, si, entre otras delicias, para esto deben servir los blogs?- por que nos gustan la música, la literatura y la arquitectura brasileñas, así como el estilo futbolístico de la canarinha, y los aportes científico-sociales, educativos, carnavaleros y sambísticos de Darcy Ribeiro y otros coterráneos, y porque nos caen bien los brasileños y sobre todo las simpáticas brasileñas, con su alegría, su gracia, su dulzura y su modestia, y ...(me detengo aquí, no vayan a pensar que estoy parcializado). Por todo esto, y por mucho más, nos luce que ninguna otra nación como la brasileña es tan apta para ejercer el liderazgo subcontinental, que ya está construyendo, en el ansiado proceso de la integración latinoamericana autosostenida o endógena.
Si sabemos darnos a respetar y mantener a raya las tentaciones subimperialistas anidadas en el alma de cierta derecha brasileña -que existe, por supuesto, y tan despiadada como otras de su género-, es mucho lo que los latinoamericanos podemos aprender de este país, empezando por el portugués, por la samba y/o por el fútbol, según las preferencias de cada quien, que en una semana bien aprovechada se entienden o disfrutan, en dos se leen o interpretan o critican bien, y en tres o cuatro se habla y hasta se empieza a escribir o se convierte uno en profesor de baile o en prospecto de entrenador deportivo... Vista en una perspectiva de ni tan largo plazo, la integración y unidad de los latinoamericanos luce bastante más factible y sencilla que la de Europa, con su torre de Babel lingüistica, sus rivalidades religiosas, sus hondas y no siempre bien cicatrizadas rivalidades y heridas pasadas, tanto económicas como políticas, sus cargos de conciencia por la opresión y engaño de tantos pueblos, etc.; y, sin embargo, ellos ya van por la disolución de fronteras, monedas únicas, libre movilidad de la fuerza de trabajo, empresas conjuntas de toda índole, y nosotros todavía dando pininos integracionistas.
La cuestión está en que debemos integrarnos desde abajo, desde la búsqueda de soluciones a nuestros problemas y la transformación de nuestras capacidades, y no desde la comunión ideológica para odiar juntos a nuestros enemigos conocidos o por conocer. Si obrásemos de ese modo, hablando, cantando, bailando, jugando, produciendo, trabajando, aprendiendo, creando, dialogando, soñando juntos, en síntesis, transformando nuestras capacidades, nos integraríamos mucho antes que arrechándonos juntos y empuñando juntos fusiles obsoletos contra el Imperio. Si así lo hiciésemos, pronto encontraríamos la mano tendida, aunque también adolorida y ensangrentada -por los clavos recibidos y tal vez por algún viejo puñal clavado-, como todas las humanas, de los brasileños que nos esperan: ya tienen construida la sede de un genuino parlamento latinoamericano en Sao Paulo, nos sonríen sin codicia, y están aprendiendo castellano en las escuelas. ¿Qué estamos esperando?
Los conquistadores portugueses se encontraron con una población indígena organizada en aldeas agrícolas dispersas, los tupí-guaraníes, sólidamente adaptada a las condiciones selváticas, en donde los varones cazaban y pescaban, y ellas, sin desesperos y siempre pendientes de sus muchachos, habían logrado domesticar una amplia variedad de plantas como la yuca o mandioca, el maíz, los frijoles o porotos, el maní, el tabaco, la ahuyama o calabaza, la papaya o lechosa, el algodón, la yerba mate, la pimienta, el guaraná, y muchas otras, hasta asegurar la subsistencia de todos. Toda esta población, en los umbrales de la civilización, muy pronto, entre guerras, trabajos forzados y epidemias, fue clásicamente diezmada. De las indias sobrevivientes, que entre suicidarse de rabia o seguir adelante con la vida optaron por lo segundo, y los varones lusos triunfadores, nacieron poco a poco los mamelucos, comunmente identificados con los valores de sus padres, pero hondamente inmersos en el mundo doméstico-agrícola-culinario y lingüistico de sus infatigables criadoras. Con las expediciones o bandeiras hacia las selvas del oeste, en busca de oro, piedras preciosas y, sobre todo, de esclavos y del rentable palo tintóreo o palo brasil, que terminó por brindar su nombre a toda la región, los nuevos amos empujaron cada vez más hacia el oeste la frontera tordesillana, concebida para el reparto colonial de pequeñas islas y no para continentes macizos, y que supuestamente nunca debió exceder los límites aproximados del meridiano que pasa por el actual Sao Paulo. Con su técnica más avanzada, sus ambiciones mercantiles, su experiencia en esclavización de africanos, su lengua, su religión católica y su familia patriarcal, los portugueses quedaron listos para impulsar su gran invento económico: la fazenda, hacienda o plantación, primero azucarera, y luego algodonera, cafetera, cacaotera, cauchera, ganadera, etc., que ha marcado el modo de vida de toda la sociedad brasileña y, en general, latinoamericana hasta nuestros días.
A modo de tímida digresión, anotamos que más adelante, en este blog, tendremos la oportunidad de argumentar exhaustivamente nuestra tesis de que la hacienda, lejos de constituir una unidad de producción capitalista, es la más pura expresión del sistema económico mercantil y por tanto del sustrato del modo de vida premoderno que, subyacente bajo mil fachadas, sigue siendo dominante en nuestro subcontinente. La diferencia esencial entre el modo de producción capitalista y el mercantilista radica en que mientras que aquél se basa en el trabajo tecnológico y la aplicación del conocimiento científico, la experimentación para validar hipótesis, la iniciativa empresarial, el liderazgo basado en el conocimiento, la libre contratación de trabajadores profesionales y la asunción de riesgos para generar retornos a largo plazo, éste se fundamenta en el trabajo técnico y la aplicación de la lógica, la posesión de la verdad expresada en dogmas revelados, el ventajismo y el proteccionismo patronal, la autoridad basada en cargos, la utilización forzada de mano de obra cuanto menos calificada y barata mejor, y la obtención de ganancias con una visión cortoplacista. (Fin de la digresión).
A partir de la hacienda, como bien lo ha argumentado Darcy Ribeiro, se ha constituido todo el tejido fundamental de las sociedades latinoamericanas: de los hacendados blancos han brotado nuestras oligarquías y burguesías, degenerando a veces en latifundistas incapaces de hacer productivas sus inmensas propiedades; de los proveedores externos y el contacto con los exportadores extranjeros de la variada gama de maquinaria y productos manufacturados demandados por las haciendas, han evolucionado los grandes y pequeños comerciantes; en torno a los oficios de capataces, supervisores, escribientes, tenedores de libros y catequizadores han ocupado su lugar los mestizos o mamelucos y, luego, nuestras aparentes clases medias (que más bien son estamentos de empleados, candidatos a posteriores pequeños burgueses); de la peonada indígena o negra se han derivado obreros y campesinos, evolucionando a veces, a través de la figura del aparcero o trabajador que labora en la tierra ajena a cambio de pagos en especie o servicios, hacia los trabajadores por cuenta propia; y de los excluidos temporal o parcialmente del sistema, pues las zafras y cosechas de estos cultivos no requieren de una masa de personal permanente, las poblaciones marginalizadas que rodean nuestras actuales ciudades. Puesto que la hacienda ha sido un paquete productivo estandarizado y no una innovación propiamente dicha, nunca ha demandado la aplicación de nuevos conocimientos ni las visiones de largo plazo ni la asunción de riesgos, y por tanto no ha servido de caldo de cultivo para la gestación de trabajadores profesionales, gerentes y empresarios, que constituyen la médula de la verdadera clase media moderna.
Como respuesta adaptativa del molde económico de la hacienda a las distintas condiciones geográficas de quien representa, en territorio y en población, casi la mitad del área suramericana, emergieron los distintos tipos de brasileños actuales. Es decir, entre otros, los caboclos de la selva amazónica, que han adaptado la fórmula haciendística a las condiciones de suelos no aptos para la agricultura en general sino para la explotación forestal y, en menor medida, cerealera -y,más que nada, arrocera; los sertanejos del noroeste, dedicados a la ganadería en áreas sólo propicias para pastos y gramíneas y equivalentes a los llaneros de países vecinos; los criollos de la franja litoral y del noreste, con las tierras más productivas de todo Brasil y en donde se desarrolló originalmente el patrón del ingenio azucarero, con los esclavos traídos de Africa; los caipiras de Sao Paulo y Minas Gerais, que editaron la versión minera de la hacienda durante la fiebre del oro de Ouro Preto, en el siglo XVIII; los gringos de las tierras del sur, con una ganadería de mulas y ganado de labor adaptada a las praderas templadas, en donde, ya avanzado el siglo XIX, inmigrantes alemanes, italianos, polacos y otros implantaron el esquema en tierras dejadas de lado por los portugueses; y los gauchos, descendientes de blancos y guaraníes, dedicados al pastoreo tradicional de ganado, en territorios colindantes con Argentina y Uruguay.
Sobre la base de esta capacidad de adaptación agrícola, y pese a las rémoras del latifundismo y de la producción haciendística, Brasil ha logrado avanzar más que ningún otro país latinoamericano en su proceso de industrialización, que ha llegado hasta el establecimiento de una inigualada capacidad de producción de bienes de capital, sin detenerse ante aviones, automóviles, barcos o satélites, con un alto valor agregado nacional, y ha logrado la cesta más diversificada de exportaciones del subcontinente. Pese a duros retrocesos y manipulaciones en el marco de la Guerra Fría, el proceso de adquisición de capacidades productivas y de otra índole nunca se ha interrumpido, e inclusive dictadores como Getulio Vargas (1930-45 y 1951-54), con su Estado Novo, tuvieron un desempeño progresista en materia de diversificación agrícola, industrial y de las exportaciones. Su heredero político, Juscelino Kubitschek, fue mucho más allá y estableció una alianza estratégica con sectores creativos de izquierda, que le permitió avanzar mucho más por el camino de su mentor: profundizó la industrialización, la urbanización y la ocupación del territorio, fortaleció el aparato educativo, deportivo y dancístico -con las escuelas de samba-, y construyó una hermosa y nueva capital, Brasilia, en la despoblada meseta central del país. Con el sucesor en firme, Goulart, se dio inicio a un proceso de reforma agraria que muy probablemente hubiese hecho realidad el tantas veces anunciado milagro brasileño, pero esto ya fue demasiado para los oligarcas internos y sus padrinos del norte, quienes lo derrocaron e inauguraron el período más lamentable de la historia contemporánea brasileña: la noche de los gorilas (1964-85); aunque estos, sin desmedro de sus atropellos, no dejaron de darle continuidad a buena parte de las políticas económicas de sus predecesores civilizados.
La conjugación de todos estos procesos de evolución agrícola, industrial, urbanística, etc., en las distintas regiones geográficas, dio lugar a los estados del Brasil actual que, no pocas veces, como ocurre con los de Amazonas, Bahia, Ceará, Goiás, Matto Grosso, Pará, Paraná, Río de Janeiro, Rio Grande do Sul o Sao Paulo, por sus dimensiones, población y/o economía, tienen la talla de naciones de su contraparte hispana. Entre las razones que han determinado el mantenimiento de la unión entre estos estados con distintas realidades ambientales y económicas, hasta hacer de Brasil una de las naciones mejor plantadas del mundo, podemos señalar, además de las culturales antes mencionadas: idioma, familia, religión y otras, y de la económica, también citada, la amplia difusión del sistema de la hacienda, una razón política fundamental. Brasil, a diferencia del resto de América Latina, inauguró su independencia, en 1822, no con una ruptura absoluta con la metrópoli portuguesa e intentando construir una república sin una clase dirigente experimentada, como en los casos hispanos, sino con una monarquía semiportuguesa. Iniciada por Dom Pedro, el hijo del Rey, que se negó a regresar a Portugal y desobedeció a su padre y el mandato de las cortes, y continuada sobre todo por su progresista hijo Pedro II, quien gobernó con tino y discreción durante casi cincuenta años -afirmando muchas veces que "le hubiese gustado ser profesor"- esta monarquía americana, no exenta de pecados sacrílegos como el atropello a los paraguayos, rigió los destinos brasileños por dos tercios de siglo (1822-1889), y permitió la emergencia gradual de la futura clase republicana gobernante.
Dicho de otra manera, Brasil se desenvolvió según el esquema de la mayoría de naciones europeas y de unas cuantas asiáticas, que conquistaron su independencia bajo la dirección de un Estado monárquico, lo cual facilitó la consolidación de su identidad cultural, abonó el terreno para la preparación del pueblo con miras al ejercicio de su soberanía republicana, con la correspondiente capacitación de la futura clase dirigente, y le permitió a la nación ahorrarse así el conocido forcejeo entre caudillos locales, las guerras civiles o conflictos internacionales y las pérdidas institucionales características del flanco español latinoamericano. De allí se ha derivado en significativa medida, por supuesto que según nuestro mortal criterio, la relativa mayor solidez de las instituciones brasileñas y su mayor cohesión cultural, que contrasta con el panorama de instituciones improvisadas y a merced de caprichos característico de la multiplicidad de naciones hispanoamericanas, que han debido abordar simultáneamente las tareas de independización, por un lado, y republicanización o democratización, por otro. En previsión de alguna interpretación interesada, que encontrará aquí la prueba de que estamos coqueteando hasta con los regímenes monárquicos -ante los cuales somos congénitamente alérgicos-, no es superfluo añadir que sólo estamos constatando como, también en esta compleja esfera de la construcción de nuestras naciones, es pertinente aquello de que "de las carreras no suele quedar sino el cansancio" o lo de que "no por mucho madrugar amanece más temprano".
Por sus dimensiones territoriales, quinto país del mundo y tercero de occidente; poblacionales, quinto del mundo y segundo de occidente; y económicas, décima economía del mundo, octava occidental, miembro del exclusivo club de las diez naciones con productos internos de trece dígitos (medidos en billones, o millones de millones, de dólares), y uno de los principales productores mundiales de arroz (9°), maíz (3°), sorgo (8°), soya (2°), bananas (2°), algodón (7°), cacao (5°), café (1°), caña de azúcar (1°), tabaco (2°), cítricos (1°), cocos (4°), cebollas (9°), tomates (8°), madera (4°), caucho (10°), bovinos (2°), equinos (3°), porcinos (3°), aves de corral (4°), hierro(8°), níquel (8°), acero (8°), aluminio (4°), estaño (6°), cemento (7°), electricidad (7°), azúcar (1°), cerveza (5°), y -en serio- otros. Por su decisión de avanzar sin miedo por una fase capitalista de desarrollo, con su diversificación económica y su capacitación de sus fuerzas productivas, aunque con la vista puesta en la gradual superación socialista de esta fase, como lo han hecho la gran mayoría de países líderes del mundo en Desarrollo Humano. Por su liderazgo mundial en biodiversidad, con la reserva forestal, la zona verde y el río más importantes del planeta. Por su solidez, riqueza y diversidad cultural e idiosincrática, con grandes afinidades con el resto de latinoamérica. Por la madurez de sus capacidades políticas e institucionales. Por su ubicación y vecindad con un gran número de naciones latinoamericanas y su experiencia en relaciones bilaterales y multilaterales con todas ellas. Y -¿por qué ocultarlo, si, entre otras delicias, para esto deben servir los blogs?- por que nos gustan la música, la literatura y la arquitectura brasileñas, así como el estilo futbolístico de la canarinha, y los aportes científico-sociales, educativos, carnavaleros y sambísticos de Darcy Ribeiro y otros coterráneos, y porque nos caen bien los brasileños y sobre todo las simpáticas brasileñas, con su alegría, su gracia, su dulzura y su modestia, y ...(me detengo aquí, no vayan a pensar que estoy parcializado). Por todo esto, y por mucho más, nos luce que ninguna otra nación como la brasileña es tan apta para ejercer el liderazgo subcontinental, que ya está construyendo, en el ansiado proceso de la integración latinoamericana autosostenida o endógena.
Si sabemos darnos a respetar y mantener a raya las tentaciones subimperialistas anidadas en el alma de cierta derecha brasileña -que existe, por supuesto, y tan despiadada como otras de su género-, es mucho lo que los latinoamericanos podemos aprender de este país, empezando por el portugués, por la samba y/o por el fútbol, según las preferencias de cada quien, que en una semana bien aprovechada se entienden o disfrutan, en dos se leen o interpretan o critican bien, y en tres o cuatro se habla y hasta se empieza a escribir o se convierte uno en profesor de baile o en prospecto de entrenador deportivo... Vista en una perspectiva de ni tan largo plazo, la integración y unidad de los latinoamericanos luce bastante más factible y sencilla que la de Europa, con su torre de Babel lingüistica, sus rivalidades religiosas, sus hondas y no siempre bien cicatrizadas rivalidades y heridas pasadas, tanto económicas como políticas, sus cargos de conciencia por la opresión y engaño de tantos pueblos, etc.; y, sin embargo, ellos ya van por la disolución de fronteras, monedas únicas, libre movilidad de la fuerza de trabajo, empresas conjuntas de toda índole, y nosotros todavía dando pininos integracionistas.
La cuestión está en que debemos integrarnos desde abajo, desde la búsqueda de soluciones a nuestros problemas y la transformación de nuestras capacidades, y no desde la comunión ideológica para odiar juntos a nuestros enemigos conocidos o por conocer. Si obrásemos de ese modo, hablando, cantando, bailando, jugando, produciendo, trabajando, aprendiendo, creando, dialogando, soñando juntos, en síntesis, transformando nuestras capacidades, nos integraríamos mucho antes que arrechándonos juntos y empuñando juntos fusiles obsoletos contra el Imperio. Si así lo hiciésemos, pronto encontraríamos la mano tendida, aunque también adolorida y ensangrentada -por los clavos recibidos y tal vez por algún viejo puñal clavado-, como todas las humanas, de los brasileños que nos esperan: ya tienen construida la sede de un genuino parlamento latinoamericano en Sao Paulo, nos sonríen sin codicia, y están aprendiendo castellano en las escuelas. ¿Qué estamos esperando?
martes, 23 de junio de 2009
Hibridados y hostigados: los dolores supremos del pueblo paraguayo
Si América Latina ha sido una tierra de botines, Paraguay ha sido un botín dentro del botín. Como en los mitos del Sísifo aquel o del ave aquella, la historia del pueblo paraguayo ha sido la de un continuo levantarse y reconstruirse para volver a hundirse y ser destruido. Ningún otro pueblo latinoamericano ha padecido tantos y tan profundos desangramientos y se ha visto envuelto en tantas guerras como éste, ni ha sido tan hostigado por sus vecinos y por los grandes imperios contemporáneos. Pero, a la vez, nadie más ha alcanzado un equilibrio semejante entre las culturas amerindias y las culturas europeas traídas por los colonizadores. El Paraguay es una sombra de lo que el mismo fue y también de lo que pudo haber sido, o quizás todavía algún día pueda ser, America Latina.
Cuando los conquistadores españoles llegaron a los alrededores del río Paraguay se encontraron con un pueblo organizado en aldeas agrícolas, los guaraníes, que había logrado imponerse, en gran medida gracias a sus logros en horticultura y artesanía, sobre sus antecesores, pero que estaba resueltamente decidido a construir una sociedad estable y de convivencia entre todos sus miembros, y que inclusive mostró disposición a establecer una coexistencia pacífica con los recién llegados poseedores de una técnica mucho más avanzada. A la vuelta de unas pocas décadas, sin embargo, sin que esté claro cual fue el impacto de la opresión directa para imponer el modelo de las encomiendas o el efecto de las pérdidas en enfrentamientos, aliados con los hispanos, contra tribus vecinas, lo cierto es que también aquí quedó diezmada la población masculina original. La novedad consistió en que el posterior proceso de hibridación entre los varones ibéricos y las bellas guaraníes se basó, primero, en una poliginia -relaciones de un hombre con varias mujeres a la vez- socialmente aceptada, y, segundo, caso único en el subcontinente, en una igualación de derechos de los mestizos así nacidos con los escasos peninsulares o criollos descendientes de españoles. Todas estas circunstancias fueron aprovechadas, y fortalecidas además, por los misioneros jesuitas, quienes pronto descubrieron importantes afinidades entre el cristianismo y la religión original guaraní, que postulaba el Aguyé o camino de la perfección con destino a la Tierra Sin Mal, diseñaron una estrategia de respeto a la cultura autóctona y se decidieron a aplicar un esquema de transculturación no basado en la destrucción de ésta.
Bajo la gestión de los jesuitas, que obtuvieron los permisos reales y papales para impulsar su inédito experimento social, se estableció en el Paraguay y sus zonas vecinas el régimen mixto de las Misiones o reducciones, alternativo al de las encomiendas, primero, y al de las plantaciones o haciendas, después, prevalecien- tes en el resto del subconti- nente. Bajo tal régimen, apoyado en la igualdad social o falta de estratifi- caciones raciales ya comentada, y que partió del reconocimiento del plan de aldeas o tekuas de los guaraníes, se edificó una sociedad políticamente descentralizada ante los poderes del monarca español, pues contemplaba el gobierno de caciques locales designados por los mismos guaraníes; económicamente diversa, pues conciliaba formas de producción autóctonas, para el consumo doméstico, con sembradíos colectivos bajo el enfoque europeo, para el intercambio comercial con otras regiones; y culturalmente plural, pues los jesuitas aprendieron guaraní y se propusieron aceptar la compatibilidad religiosa entre el cristianismo y los principios del Aguyé. Esto dio lugar a una sociedad bilingüe y bicultural, al estilo tan frecuente en Europa, en donde abundan las lenguas, dialectos y culturas locales (catalán, gallego, vasco, luxemburgués, etc.) compatibles con sus equivalentes nacionales (españoles, franceses, etc.). Bajo este sistema llegaron a vivir, durante casi dos siglos, hasta más de cien mil pobladores, distribuidos en más de treinta aldeas económicamente prósperas y cultural y políticamente armoniosas.
Pero los celos sociales y políticos ante el éxito jesuita, que dejaba al desnudo la inhumanidad del enfoque predominante escogido por los imperios ibéricos para América Latina, si bien tardaron en aparecer no dejaron de hacer su arremetida. Inicialmente a manos de los portugueses promotores del sistema de plantaciones esclavistas, las misiones sufrieron severos ataques -como el reseñado en la película La misión, con Jeremy Irons y Robert de Niro-, y después, ya devastadoramente, a partir de la expulsión de los jesuitas de América en 1767, a quienes se acusó de intentar socavar la autoridad imperial y papal y de actuar con intereses conspirativos propios. Del sistema de misiones quedó un conjunto de ruinas, pues fue brutalmente arrasado, sus propiedades destruidas o repartidas en plantaciones convencionales, sus colegios clausurados y sus pobladores masacrados o fugados a bosques vecinos; pero también la singularidad, hecha posible gracias a la decisión de gobiernos independentistas posteriores, del bilingüismo y relativo biculturalismo de la sociedad paraguaya, prolongada hasta nuestros días con sus escasos seis millones y algo de habitantes, mestizos hispano-guaraníes en el orden de un 80%.
No conforme con deparar semejante tragedia al pueblo paraguayo, el destino, o no se sabe quien, decidió no escatimarle ninguno de los clásicos tormentos del menú latinoamericano: dictaduras antediluvianas, manipulaciones imperialistas y subimperialistas, obstaculización del desarrollo endógeno, bajos índices de desarrollo humano, etc., e incluso aderezarlo con una dosis desproporcionada de guerras fratricidas contra sus ambiciosos y manipulables vecinos. Sin pretensiones de agotar el tema y sólo para sustentar lo afirmado, el Paraguay estrenó su independencia -ganada junto a los demás pueblos rioplatenses- con una aguda disputa con la oligarquía argentina, que quiso mantenerlo bajo su control, sólo para consolidar su autonomía bajo el mandato de veintisiete años (1813-1840) de un déspota semiilustrado, semiloco y semimisántropo, pero represivo y autoritario a carta cabal, "El Supremo Dictador" José Gaspar Rodríguez Francia, cuyo talante resultó inmortalizado por Augusto Roa Bastos en su casi homónima novela.
Después de tal pesadilla, la nación logró recuperarse con las gestiones del profesor Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano López, quienes, en apenas algo más de dos décadas, mediante tensas alianzas con el imperio inglés y sin ceder la soberanía, lideraron un proceso de reigualación social y volvieron a hacer de la nación un modelo alternativo latinoamericano, ahora con un desarrollo agrícola combinado con una precoz industrialización, que dotó al país con hornos siderúrgicos, robustas redes ferroviarias y una eficaz flota mercante. Sólo que esta transformación convocó la inquina vecinal del esclavista subimperio portugués-brasileño, quien, con una Triple Alianza con Argentina y Uruguay, en poco más de cinco años arrasó la infraestructura paraguaya y por poco comete un genocidio completo: se estima que de unos dos millones de habitantes que tenía el país a fines de 1864, sólo sobrevivieron, para 1870, menos de 300000 personas, en su mayoría mujeres, niños, ancianos y extranjeros; más del 90% de los varones paraguayos mayores de quince años perecieron en la contienda junto a su líder Solano López.
Ni la aplicación de su tradicional método poligínico, ni su homogeneidad étnica, ni su riqueza cultural, ni alguna que otra gestión progresista han sido suficientes para devolver al Paraguay el lustre de sus distintos pasados. Cierta recuperación alcanzada en las primeras décadas del siglo XX, fue abortada de nuevo por la Guerra del Chaco, esta vez contra su vecina noroccidental, Bolivia, quien, azuzada por transnacionales estadounidenses que creyeron que había petróleo en El Chaco, la desolada llanura del occidente paraguayo, le declaró la guerra durante tres años (1932-1935); afortunadamente, cuando se comprobó que era falsa la suposición petrolera, tan sólo habían perecido cerca de cien mil bolivianos y paraguayos, en la más cruenta guerra americana del siglo pasado. Por si le quedara algo de aliento, Paraguay recibió el castigo de nuevas noches de dictaduras gorilas, como la de Stroessner, apoyado por los Estados Unidos durante treinta y cinco años (1954-1989), hasta volverla la nación encerrada, ignorada y venida a menos que fuera hasta hace poco, cuando pareciera estar iniciando, cual ave Fénix, otro renacer.
En síntesis, las conclusiones parecen sobrar, y sólo se nos ocurre acotar que de ninguna otra nación latinoamericana podría afirmarse tan lapidaria- mente, como lo hizo Barret en su El dolor paraguayo, que es "...una ruina que sangra, ...un hogar sin padre"; aunque, a modo de esperanza, emergida del fondo de semejante caja de Pandora, el mismo autor también dejó dicho, quizás remembrando aquel Aguyé del camino guaraní hacia la Tierra Sin Mal, que: "...no somos los dueños sino los depositarios de la vida. Por eso el amor es una deuda y está hecho de sacrificio. No nos entregamos solamente, sino que nos devolvemos".
Cuando los conquistadores españoles llegaron a los alrededores del río Paraguay se encontraron con un pueblo organizado en aldeas agrícolas, los guaraníes, que había logrado imponerse, en gran medida gracias a sus logros en horticultura y artesanía, sobre sus antecesores, pero que estaba resueltamente decidido a construir una sociedad estable y de convivencia entre todos sus miembros, y que inclusive mostró disposición a establecer una coexistencia pacífica con los recién llegados poseedores de una técnica mucho más avanzada. A la vuelta de unas pocas décadas, sin embargo, sin que esté claro cual fue el impacto de la opresión directa para imponer el modelo de las encomiendas o el efecto de las pérdidas en enfrentamientos, aliados con los hispanos, contra tribus vecinas, lo cierto es que también aquí quedó diezmada la población masculina original. La novedad consistió en que el posterior proceso de hibridación entre los varones ibéricos y las bellas guaraníes se basó, primero, en una poliginia -relaciones de un hombre con varias mujeres a la vez- socialmente aceptada, y, segundo, caso único en el subcontinente, en una igualación de derechos de los mestizos así nacidos con los escasos peninsulares o criollos descendientes de españoles. Todas estas circunstancias fueron aprovechadas, y fortalecidas además, por los misioneros jesuitas, quienes pronto descubrieron importantes afinidades entre el cristianismo y la religión original guaraní, que postulaba el Aguyé o camino de la perfección con destino a la Tierra Sin Mal, diseñaron una estrategia de respeto a la cultura autóctona y se decidieron a aplicar un esquema de transculturación no basado en la destrucción de ésta.
Bajo la gestión de los jesuitas, que obtuvieron los permisos reales y papales para impulsar su inédito experimento social, se estableció en el Paraguay y sus zonas vecinas el régimen mixto de las Misiones o reducciones, alternativo al de las encomiendas, primero, y al de las plantaciones o haciendas, después, prevalecien- tes en el resto del subconti- nente. Bajo tal régimen, apoyado en la igualdad social o falta de estratifi- caciones raciales ya comentada, y que partió del reconocimiento del plan de aldeas o tekuas de los guaraníes, se edificó una sociedad políticamente descentralizada ante los poderes del monarca español, pues contemplaba el gobierno de caciques locales designados por los mismos guaraníes; económicamente diversa, pues conciliaba formas de producción autóctonas, para el consumo doméstico, con sembradíos colectivos bajo el enfoque europeo, para el intercambio comercial con otras regiones; y culturalmente plural, pues los jesuitas aprendieron guaraní y se propusieron aceptar la compatibilidad religiosa entre el cristianismo y los principios del Aguyé. Esto dio lugar a una sociedad bilingüe y bicultural, al estilo tan frecuente en Europa, en donde abundan las lenguas, dialectos y culturas locales (catalán, gallego, vasco, luxemburgués, etc.) compatibles con sus equivalentes nacionales (españoles, franceses, etc.). Bajo este sistema llegaron a vivir, durante casi dos siglos, hasta más de cien mil pobladores, distribuidos en más de treinta aldeas económicamente prósperas y cultural y políticamente armoniosas.
Pero los celos sociales y políticos ante el éxito jesuita, que dejaba al desnudo la inhumanidad del enfoque predominante escogido por los imperios ibéricos para América Latina, si bien tardaron en aparecer no dejaron de hacer su arremetida. Inicialmente a manos de los portugueses promotores del sistema de plantaciones esclavistas, las misiones sufrieron severos ataques -como el reseñado en la película La misión, con Jeremy Irons y Robert de Niro-, y después, ya devastadoramente, a partir de la expulsión de los jesuitas de América en 1767, a quienes se acusó de intentar socavar la autoridad imperial y papal y de actuar con intereses conspirativos propios. Del sistema de misiones quedó un conjunto de ruinas, pues fue brutalmente arrasado, sus propiedades destruidas o repartidas en plantaciones convencionales, sus colegios clausurados y sus pobladores masacrados o fugados a bosques vecinos; pero también la singularidad, hecha posible gracias a la decisión de gobiernos independentistas posteriores, del bilingüismo y relativo biculturalismo de la sociedad paraguaya, prolongada hasta nuestros días con sus escasos seis millones y algo de habitantes, mestizos hispano-guaraníes en el orden de un 80%.
No conforme con deparar semejante tragedia al pueblo paraguayo, el destino, o no se sabe quien, decidió no escatimarle ninguno de los clásicos tormentos del menú latinoamericano: dictaduras antediluvianas, manipulaciones imperialistas y subimperialistas, obstaculización del desarrollo endógeno, bajos índices de desarrollo humano, etc., e incluso aderezarlo con una dosis desproporcionada de guerras fratricidas contra sus ambiciosos y manipulables vecinos. Sin pretensiones de agotar el tema y sólo para sustentar lo afirmado, el Paraguay estrenó su independencia -ganada junto a los demás pueblos rioplatenses- con una aguda disputa con la oligarquía argentina, que quiso mantenerlo bajo su control, sólo para consolidar su autonomía bajo el mandato de veintisiete años (1813-1840) de un déspota semiilustrado, semiloco y semimisántropo, pero represivo y autoritario a carta cabal, "El Supremo Dictador" José Gaspar Rodríguez Francia, cuyo talante resultó inmortalizado por Augusto Roa Bastos en su casi homónima novela.
Después de tal pesadilla, la nación logró recuperarse con las gestiones del profesor Carlos Antonio López y su hijo Francisco Solano López, quienes, en apenas algo más de dos décadas, mediante tensas alianzas con el imperio inglés y sin ceder la soberanía, lideraron un proceso de reigualación social y volvieron a hacer de la nación un modelo alternativo latinoamericano, ahora con un desarrollo agrícola combinado con una precoz industrialización, que dotó al país con hornos siderúrgicos, robustas redes ferroviarias y una eficaz flota mercante. Sólo que esta transformación convocó la inquina vecinal del esclavista subimperio portugués-brasileño, quien, con una Triple Alianza con Argentina y Uruguay, en poco más de cinco años arrasó la infraestructura paraguaya y por poco comete un genocidio completo: se estima que de unos dos millones de habitantes que tenía el país a fines de 1864, sólo sobrevivieron, para 1870, menos de 300000 personas, en su mayoría mujeres, niños, ancianos y extranjeros; más del 90% de los varones paraguayos mayores de quince años perecieron en la contienda junto a su líder Solano López.
Ni la aplicación de su tradicional método poligínico, ni su homogeneidad étnica, ni su riqueza cultural, ni alguna que otra gestión progresista han sido suficientes para devolver al Paraguay el lustre de sus distintos pasados. Cierta recuperación alcanzada en las primeras décadas del siglo XX, fue abortada de nuevo por la Guerra del Chaco, esta vez contra su vecina noroccidental, Bolivia, quien, azuzada por transnacionales estadounidenses que creyeron que había petróleo en El Chaco, la desolada llanura del occidente paraguayo, le declaró la guerra durante tres años (1932-1935); afortunadamente, cuando se comprobó que era falsa la suposición petrolera, tan sólo habían perecido cerca de cien mil bolivianos y paraguayos, en la más cruenta guerra americana del siglo pasado. Por si le quedara algo de aliento, Paraguay recibió el castigo de nuevas noches de dictaduras gorilas, como la de Stroessner, apoyado por los Estados Unidos durante treinta y cinco años (1954-1989), hasta volverla la nación encerrada, ignorada y venida a menos que fuera hasta hace poco, cuando pareciera estar iniciando, cual ave Fénix, otro renacer.
En síntesis, las conclusiones parecen sobrar, y sólo se nos ocurre acotar que de ninguna otra nación latinoamericana podría afirmarse tan lapidaria- mente, como lo hizo Barret en su El dolor paraguayo, que es "...una ruina que sangra, ...un hogar sin padre"; aunque, a modo de esperanza, emergida del fondo de semejante caja de Pandora, el mismo autor también dejó dicho, quizás remembrando aquel Aguyé del camino guaraní hacia la Tierra Sin Mal, que: "...no somos los dueños sino los depositarios de la vida. Por eso el amor es una deuda y está hecho de sacrificio. No nos entregamos solamente, sino que nos devolvemos".
viernes, 19 de junio de 2009
Segmentados y desarraigados: el caso de los pueblos latinoamericanos francófonos
Tan poco familiares nos suelen ser estos pueblos francófonos (martiniqueño, guadalupeño, francoguayanés y afines), que procede una breve justificación sobre su inclusión en esta serie de artículos sobre la naturaleza y orígenes de los pueblos latinoamericanos. Cuando, en los inicios de este proyecto de blog, nos preguntamos: ¿cuáles son los pueblos latinoaméricanos?, nos inclinamos por responder de una manera poco académica y más bien pragmática, y optamos por tres criterios: 1) que, situados en América, hablasen una lengua y compartiesen una cultura latina, 2) que hubiesen padecido un largo proceso de colonización por algún imperio europeo latino, bajo algún esquema de sobreexplotación de la población nativa y/o esclava, y 3) que hubiesen vivido la experiencia de luchar, en el último siglo o con algún grado de vigencia, por, al menos, algún grado de autonomía o liberación de tal yugo imperial y/o de cualquier forma de neocolonización posterior, por lo general por parte de las políticas expansionistas inglesas o estadounidenses. Esto nos condujo a una cobertura intermedia de la noción de América Latina, no tan restringida, como para excluir a los pueblos francófonos o de lenguas no ibéricas, pero tampoco tan amplia como para incluir a poblaciones como la quebequense o luisianesa de habla francesa, o las tejana o californiana de habla hispana, con otras identidades y problemáticas culturales. En cambio, quedaron claramente incluidos Puerto Rico y Belice, puesto que el grueso de sus poblaciones son mestizas y hablan español, y también los departamentos franceses de ultramar: Martinica, Guadalupe, Guayana Francesa, San Martín, San Bartolomé y, en los límites del criterio escogido, San Pedro y Miguelón.
Bajo el esquema adoptado, sin embargo, quedó pendiente un asunto no contemplado en los criterios seleccionados y no completamente resuelto para el momento de redacción de este artículo, y es que en el caso de estos departamentos no hay una tradición de identificación con América Latina y sí con las culturas, aunque no con las lenguas, africanas, en relación a las cuales se autoperciben como segmentados o arrancados. Esto hace que sus afanes culturales de superación del desarraigo se superpongan también, y tal vez con mayor peso, con la problemática de los pueblos caribeños de habla inglesa u holandesa, como el jamaiquino, el trinitario o el curazoleño, tradicionalmente considerados no latinoamericanos y en donde se ha planteado con fuerza el tema de la negritud. Optamos, por los momentos, por mantener nuestra decisión inicial, pero con el entendido de que la problemática de construcciónde una identidad latinoamericana no tiene por qué excluir, sino que más bien presupone, la búsqueda de otras identidades, como la africana, indoamericana, italiana, judia o asiática, que se plantea en casos singulares, y con el añadido de que, en relación al primer caso, en donde bien se sabe que la humanidad toda tuvo su origen en el continente negro, es obvio que, de uno u otro modo, todos tenemos raíces culturales afrodescendientes.
Los mencionados departamentos franceses de ultramar, que legal y políticamente son parte de Francia y, por tanto, de la Unión Europea, con el euro como moneda, etcétera, están configurados por varias pequeñas islas y un territorio continental suramericano, que en total suman un territorio insular de unos 3000 km2 más otros 87000 km2 continentales, y una población total, mayormente negra o mulata, de alrededor de un millón de habitantes. La historia colonial, sobre todo de los tres primeros, y mayores, departamentos, guarda semejanza con la de los pueblos antillanos puertorriqueño, haitiano y cubano, ya comentada en los artículos anteriores, pero con la importante particularidad de que luego de alrededor de dos siglos de esclavitud vinculada, por regla general, a las plantaciones de caña de azúcar, estos pueblos, no sin enfrentarse, incluso con sacrificios heroicos, a la dominación imperialista francesa, han optado luego, con un esquema afín al puertorriqueño, por la vía de convertirse en departamentos de Francia. Da la impresión de que sus líderes, con el poeta e intelectual Aimé Césaire a la cabeza, confrontados ante la disyuntiva de optar por la vía de un enfrentamiento sangriento y de dudosas perspectivas, a lo haitiano, prefirieron una vía más larga y paciente hacia la autonomía, que ha contemplado su conversión en departamentos franceses de ultramar, y por tanto el logro de la ciudadanía francesa y de un grado no desdeñable de bienestar para sus pobladores, a la espera de condiciones más maduras para la conquista de la plena independencia. Esta experiencia nos parece harto interesante porque pone de relieve como con una perspectiva menos principista y no violenta, y más centrada en la atención a los problemas y la transformación de capacidades del pueblo, también es posible avanzar en una dirección superadora con un menor costo humano y político.
Por supuesto que estas decisiones no han contado con el apoyo de la izquierda ortodoxa, que, sobre todo en los días de la Guerra Fría y a propósito de su disidencia pública de la tolda comunista, en más de una oportunidad ha intentado acusar de traidor a Césaire, creador principal del movimiento por la negritud y cuya defensa de la cultura negra nadie tiene derecho a cuestionar, oponiendo su política a la de su alumno y también martiniqueño Frantz Fanon, este sí apologista a ultranzas de la vía del enfrentamiento armado y a muerte contra todo imperialismo o fracción interna partidaria de la colonización; o, en otros momentos, ante la imposibilidad moral de tal cuestionamiento, intentando asimilar la inmensa fuerza expresiva de la poesía cesaireana a un apoyo velado a la estrategia de la violencia fanoniana.
Puesto que expertos cubanos en literatura negra han insistido en esta última tesis, nos pareció apropiado, para facilitar que los lectores se formen su propia opinión, cerrar con un trozo de uno de los más conocidos poemas cesaireanos, su Cuaderno de un retorno al país natal, a objeto de que se discierna si hay aquí algún rastro de complacencia con el "Imperio" o de apoyo a la vía de la lucha a muerte antiimperialista.
Bajo el esquema adoptado, sin embargo, quedó pendiente un asunto no contemplado en los criterios seleccionados y no completamente resuelto para el momento de redacción de este artículo, y es que en el caso de estos departamentos no hay una tradición de identificación con América Latina y sí con las culturas, aunque no con las lenguas, africanas, en relación a las cuales se autoperciben como segmentados o arrancados. Esto hace que sus afanes culturales de superación del desarraigo se superpongan también, y tal vez con mayor peso, con la problemática de los pueblos caribeños de habla inglesa u holandesa, como el jamaiquino, el trinitario o el curazoleño, tradicionalmente considerados no latinoamericanos y en donde se ha planteado con fuerza el tema de la negritud. Optamos, por los momentos, por mantener nuestra decisión inicial, pero con el entendido de que la problemática de construcciónde una identidad latinoamericana no tiene por qué excluir, sino que más bien presupone, la búsqueda de otras identidades, como la africana, indoamericana, italiana, judia o asiática, que se plantea en casos singulares, y con el añadido de que, en relación al primer caso, en donde bien se sabe que la humanidad toda tuvo su origen en el continente negro, es obvio que, de uno u otro modo, todos tenemos raíces culturales afrodescendientes.
Los mencionados departamentos franceses de ultramar, que legal y políticamente son parte de Francia y, por tanto, de la Unión Europea, con el euro como moneda, etcétera, están configurados por varias pequeñas islas y un territorio continental suramericano, que en total suman un territorio insular de unos 3000 km2 más otros 87000 km2 continentales, y una población total, mayormente negra o mulata, de alrededor de un millón de habitantes. La historia colonial, sobre todo de los tres primeros, y mayores, departamentos, guarda semejanza con la de los pueblos antillanos puertorriqueño, haitiano y cubano, ya comentada en los artículos anteriores, pero con la importante particularidad de que luego de alrededor de dos siglos de esclavitud vinculada, por regla general, a las plantaciones de caña de azúcar, estos pueblos, no sin enfrentarse, incluso con sacrificios heroicos, a la dominación imperialista francesa, han optado luego, con un esquema afín al puertorriqueño, por la vía de convertirse en departamentos de Francia. Da la impresión de que sus líderes, con el poeta e intelectual Aimé Césaire a la cabeza, confrontados ante la disyuntiva de optar por la vía de un enfrentamiento sangriento y de dudosas perspectivas, a lo haitiano, prefirieron una vía más larga y paciente hacia la autonomía, que ha contemplado su conversión en departamentos franceses de ultramar, y por tanto el logro de la ciudadanía francesa y de un grado no desdeñable de bienestar para sus pobladores, a la espera de condiciones más maduras para la conquista de la plena independencia. Esta experiencia nos parece harto interesante porque pone de relieve como con una perspectiva menos principista y no violenta, y más centrada en la atención a los problemas y la transformación de capacidades del pueblo, también es posible avanzar en una dirección superadora con un menor costo humano y político.
Por supuesto que estas decisiones no han contado con el apoyo de la izquierda ortodoxa, que, sobre todo en los días de la Guerra Fría y a propósito de su disidencia pública de la tolda comunista, en más de una oportunidad ha intentado acusar de traidor a Césaire, creador principal del movimiento por la negritud y cuya defensa de la cultura negra nadie tiene derecho a cuestionar, oponiendo su política a la de su alumno y también martiniqueño Frantz Fanon, este sí apologista a ultranzas de la vía del enfrentamiento armado y a muerte contra todo imperialismo o fracción interna partidaria de la colonización; o, en otros momentos, ante la imposibilidad moral de tal cuestionamiento, intentando asimilar la inmensa fuerza expresiva de la poesía cesaireana a un apoyo velado a la estrategia de la violencia fanoniana.
Puesto que expertos cubanos en literatura negra han insistido en esta última tesis, nos pareció apropiado, para facilitar que los lectores se formen su propia opinión, cerrar con un trozo de uno de los más conocidos poemas cesaireanos, su Cuaderno de un retorno al país natal, a objeto de que se discierna si hay aquí algún rastro de complacencia con el "Imperio" o de apoyo a la vía de la lucha a muerte antiimperialista.
"...Escuchad al mundo blanco
horriblemente cansado de su esfuerzo inmenso
sus articulaciones rebeldes crujir bajo las estrellas duras
su rigidez de acero azul traspasando la carne mística
escuchad sus victorias proditorias pregonar sus derrotas
escuchad en las coartadas grandiosas sus míseros tropiezos.
Piedad para nuestros vencedores omniscientes e ingenuos.
Eia para los que no inventaron nada
los que jamás exploraron
jamás domeñaron.
Eia por la alegría.
Eia por el amor.
Eia por el dolor reencarnado en lo peor de las lágrimas.
He aquí, al fin de este amanecer, mi plegaria viril.
No escucho las risas ni los gritos, fijos los ojos en esta
ciudad que profetizo bella,
dadme el valor del mártir
dadme la fe salvaje del hechicero
dad a mis manos poder para modelar
dad a mi alma el temple de la espada,
no me oculto. Haced de mi cabeza una cabeza de proa
y de mí, corazón mío, no hagáis ni un padre ni un hermano
ni un hijo si no el padre, el hermano, el hijo,
no un marido, hacedme el amante de este pueblo único.
Hacedme rebelde a toda vanidad, pero dócil a su genio
como el puño extremo del brazo.
Hacedme comisario de su sangre
hacedme depositario de sus resentimientos
haced de mí un hombre de determinación
haced de mí un hombre de iniciación
haced de mí un hombre de recogimiento
pero haced también de mí un sembrador
haced de mí un ejecutor de estas altas obras
ha llegado el tiempo de ceñirse la cintura como un valiente.
Mas preservadme, mi corazón, de todo odio,
no hagáis de mi este hombre de odio para quien sólo
abrigo odio
pues para acantonarse en esta única raza
conocéis sin embargo mi amor católico
sabéis que no es el odio a otras razas
lo que me hace ser el labrador de esta única raza
lo que quiero
es por el hambre universal
es por la sed universal
declaradla libre al fin
dad de su cerrada intimidad
la suculencia de sus frutos..."
martes, 16 de junio de 2009
Hibridados y rebelados: ¿epopeya del pueblo cubano o callejón sin salida?
Doscientos años le tomó a Cuba recuperar el nivel de población de unos 50000 habitantes que tenía para el momento de su hallazgo por Colón en el primer viaje. Rigurosamente diezmados por la sobreexplotación bajo el régimen de encomiendas, las pestes y la utilización como fuerza de choque para las conquistas en tierra firme, los apacibles agricultores taínos de la mayor de las Antillas fueron prácticamente abolidos junto a su cultura, y étnicamente, como en tantos otros casos latinoamericanos, fueron sus mujeres quienes se perpetuaron a través del mestizaje o hibridación con los conquistadores hispanos. Agostada en las primeras cinco décadas, la población sólo pudo reestablecerse, inicialmente, con la emergencia de flotas dedicadas al tráfico monopólico de mercancias entre España y sus colonias continentales, y, luego, a partir de 1700, con el sistema de plantaciones azucareras y la masiva importación de mano de obra esclava africana. Con el empuje inglés por la progresiva eliminación de la desleal competencia esclavista y en pro de la maquinización y el trabajo asalariado, la isla llegó a convertirse, durante el siglo XIX, en el centro de producción azucarera más avanzado del mundo, dotado de máquinas de vapor y transporte ferroviario, hasta alcanzar, en torno a 1860, una población de cerca de 1300000 habitantes, con un millón de esclavos, responsable de la producción de un tercio del azúcar mundial. Poco después de esta fecha fue prohibido el tráfico de esclavos, aunque la abolicion de la esclavitud debió esperar hasta 1886. La novela emblemática cubana Cecilia Valdez cuenta entretelones de esta época de racismo ignominioso.
Los Estados Unidos, que desde fines del siglo XVIII y comienzos del XIX optaron por el proyecto de Hamilton de un "gran sistema americano", libre de indeseables "influencias transatlánticas", y dejaron de lado el modelo jeffersoniano de una sociedad de pequeños productores organizados para el ejercicio democrático, siempre siguieron de cerca el curso de los acontecimientos cubanos, a los que veían, prisma Monroe de por medio, como una atractiva oportunidad de ampliación nacional ultramarina. Con la anexión de más de la mitad del territorio mexicano, después de la guerra contra este país; luego, con la Guerra Civil, la derrota de los confederados sureños y la abolición del esclavismo y el sistema de plantaciones, por cierto semejante al cubano; y, sobre todo, tras la culminación de la expansión hacia el oeste y la difusión de las tesis del "destino manifiesto" (hacia el dominio creciente de América) y de la superioridad racial anglosajona, enarboladas por republicanos como McKinley, Cabot Lodge, Theodore Roosevelt y todo un séquito de historiadores y militares, las ansias estadounidenses por el control de Cuba se exacerbaron y, con paciencia cazadora, se dispusieron a esperar el momento propicio para la anexión y preparar el terreno con cuantiosas inversiones e intensificando la compra de azúcar y las exportaciones.
La oportunidad se presentó expedita en 1898. Los cubanos tenían treinta años enfrascados, primero bajo el liderazgo de Maceo y Gómez, y después, a partir de 1895, según las directrices del más visionario e intelectual Martí, quien alertó sobre los riesgos de la ayuda estadounidense, en una cruenta lucha por independizarse de una España decidida a conservar a toda costa su perla caribeña, para lo cual llegó a desplegar un ejército de 200000 soldados. En medio de la devastación de la guerra interna, con su ola de incendios, saqueos y masacres de civiles, los Estados Unidos decidieron hacer un bloqueo preventivo de la isla, por aquello de cuidar sus intereses según la doctrina Evarts, y luego hacer una por nadie solicitada visita a La Habana, de tres semanas, con el acorazado Maine, en cuyo interior hicieron detonar una carga explosiva que provocó su hundimiento; la prensa amarillista del magnate Hearst inmediatamente acusó a España del ataque y creó el clima de opinión para la declaración de la Guerra contra España si no retiraba de inmediato sus tropas y aceptaba la independencia de Cuba.
En sólo tres meses España, que no aceptó el ultimátum, fue derrotada, con la peculiaridad de que las batallas se libraron precisamente en las apetecidas áreas coloniales de Puerto Rico, Guam, Filipinas y, sobre todo, Cuba, en donde la alianza de los guerrilleros locales o manbises con el debutante poderío naval y terrestre de los norteamericanos, dio el puntillazo a la dominación de aquélla en América. Las mencionadas tres primeras colonias fueron cedidas a los Estados Unidos, mientras que Cuba recibió su "independencia". No obstante, cuando al 1 de enero siguiente los cubanos quisieron celebrar en grande su recién conquistado estatus, descubrieron que el Maine había sido un moderno caballo de Troya, que su sacrificio había sido mediáticamente minimizado y estaban bajo una nueva tutela, y que todas las celebraciones estaban prohibidas excepto para los visitantes del Norte y sus simpatizantes, que sí lo hicieron con cubalibre, la bebida hecha con la novedosa gaseosa importada de USA, la Coca-Cola, cubos de hielo... y ron cubano.
Durante las décadas siguientes los Estados Unidos agotaron, como en Puerto Rico, los esfuerzos por asimilar a los cubanos. Sólo que aquí, tal vez por las inolvidables advertencias martianas, que no tuvieron su correlato boricua, los empeños resultaron infructuosos. Ni la Enmienda Platt, que quiso regular la dominación neocolonial, ni la diplomacia del dólar y los tratados de reciprocidad comercial, ni las repetidas intervenciones de los marines para salvaguardar vidas e intereses estadounidenses, ni las dictaduras impuestas como las de Machado y el sargento Batista, ni las Conferen- cias Panamerica- nas y su publicitado panamerica- nismo, con todo y OEA, pudieron impedir que una tenaz y aguerrida juventud rebelde, con líderes como el disidente comunista Julio Antonio Mella, asesinado en su exilio mexicano en oscuras circunstancias, y, sobre todo, Fidel Castro, indiscutible líder de la Revolución Cubana, terminaran por conquistar y celebrar, exactamente sesenta años después, la tantas veces postergada independencia, sólo que en un contexto mundial que en poco se asemejaba al mundo de los forjadores de antaño.
En apenas medio siglo, los Estados Unidos pasaron de ser un novel e inexperto miembro del selecto club de naciones imperialistas a convertirse en la primera superpotencia mundial, vencedora en dos conflagraciones planetarias y garante del régimen capitalista, con sus aditivos democráticos, y con un sólo rival de la misma categoría, la Unión Soviética, que también emergió triunfadora, nuclear y con ambiciones desbordadas de la última gran justa bélica. Sin que los cubanos se dieran cuenta, la lucha por la diferida emancipación nacional, que comenzó siendo un asunto provinciano, devino batalla decisiva y por poco última de la Guerra Fría, y sus dirigentes pasaron de piezas mayores del ajedrez local a peones de su correlato global. Esta mutación, todavía no suficientemente advertida en nuestra América y en el resto del Tercer Mundo, es crucial para comprender la naturaleza y los episodios subsiguientes de la Revolución Cubana.
No es este el lugar o el momento para intentar examinar a fondo el proceso de esta revolución y sus etapas, pero sí queremos, en el marco que nos hemos propuesto de explorar el sentido general de las luchas por construir una América Latina, con algunas de sus principales variantes particulares, aportar ciertas acotaciones relevantes en cuanto a la doble lectura que tienen todos los hitos del proceso contemporáneo cubano. Por ejemplo, la derrota de los invasores de Bahía de Cochinos, a escasos meses de la toma de posesión de Kennedy, que suele ser presentada como una derrota del imperialismo empeñado en detener la Revolución, fue, desde el punto de vista de la lógica de la Guerra Fría, una escaramuza improvisada que empezó a ser planificada en los últimos días de Eisenhower y que los Kennedy, simultáneamente ocupados de los crecientes conflictos en Laos, Argelia, el Congo, Berlín y Vietnam, no lograron detener, por lo cual nunca dejaron de arrepentirse. Ya en su discurso de toma de posesión ante el Congreso, Kennedy había anunciado su disposición a llegar a un arreglo con los cubanos, en relación a los asuntos de política doméstica, a la vez que prometió impedir cualquier intromisión soviética en los asuntos hemisféricos. La crisis de los misiles cubanos, de octubre de 1962, el momento en que estuvo más cercana la conversión de la Guerra Fría en Tercera, y quizás apocalíptica, Guerra Mundial, tuvo por desenlace el arreglo entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, sin participación de Cuba, en donde la URSS se comprometió a desmantelar los misiles y aparecer públicamente como dando su brazo a torcer, a cambio de no invadir más a Cuba, permitir la ayuda soviética a este país y desmantelar la base de misiles norteamericanos en Turquía.
Lo que queremos decir es que la experiencia cubana, en tanto que lucha por la emancipación nacional y por la elevación de la calidad de vida de nuestros pueblos latinoamericanos, es sin lugar a dudas pionera y, contra las afirmaciones de la abundante y mezquina propaganda en sentido contrario, contentiva de innumerables lecciones para todo el subcontinente. Cuba ha logrado, frente a adversidades externas mayores que cualquiera de nuestros países, uno de los más altos Índices de Desarrollo Humano de América Latina, sólo superado por Chile, Argentina y Uruguay; uno de los sistemas de salud más efectivos del planeta, con una esperanza de vida al nacer equiparable a la de su archirrival los EUA, de 78 años, aunque a mucho menores costos; la segunda tasa más alta de alfabetización del mundo, con un 99,8%, y una de las más altas tasas de escolaridad, a los tres principales niveles educativos, de 94,8%; un Índice de Pobreza de sólo 4,7%, e inocultables logros en materia deportiva, cultural y ética de solidaridad humana.
El problema radica, no obstante, en que política y económicamente Cuba sigue anclada en la época de la Guerra Fría, en donde escogió como modelo de sociedad el socialismo a la soviética, de por sí una tergiversación estalinista de la distorsionada interpretación leninista del ya limitado -por humano y decimonónico- marxismo, con su estatismo a ultranzas y su asfixia de la iniciativa privada, su régimen de partido único, su burocratismo, su centralismo, su carencia de libertades de expresión y falta de debate interno, su culto a la personalidad que prohíbe la crítica al máximo líder, y por tanto imposibilita las rectificaciones, y muchos otros vicios; y, no conforme, en el presente continúa empeñada en exportar su obsoleto modelo, aderezado, abierta o subliminalmente, con un culto a la vía armada antiimperialista para la toma del poder, a todos los países del Tercer Mundo que establecen relaciones de cooperación e intercambio fraternal con ella.
Por supuesto, que los Estados Unidos y, en alguna medida, todos los demás países latinoamericanos han sido responsables de empujar a Cuba por un callejón sin salida en términos de su proyecto de país a largo plazo, sólo compartido por su par asiático, Corea del Norte, pero ello no puede eximir de responsabilidades por la escogencia de tan limitado destino a los dirigentes y al pueblo mismo cubanos, que, como mínimo, deberían tratarnos a los mortales con un poco más de humildad y respeto. Ni los logros económicos de los puertorriqueños, en su alianza postrada ante los Estados Unidos, les dan derecho a presentarnos su modelo como el único digno de imitar, ni los cubanos, en su guerra a muerte contra los mismos, pueden encasquetarnos sus conquistas culturales y de lucha contra la pobreza como justificadoras de cualquier precio a pagar. En un clima de iguales, los latinoamericanos deberíamos ser capaces de aprender lo que resulte pertinente de ambas experiencias, a la vez que poder expresar, ¿por qué no?, las críticas constructivas que tengamos hacia cualquiera de ellas.
No sé cómo serán los juicios de La Historia, en donde Fidel está seguro de que será absuelto, pero supongo que por lo menos serán más imparciales e integrales que los de la justicia ordinaria, y que tomarán en cuenta muchas más evidencias y testimonios. Por si acaso llegaran a elegirme como ciudadano común miembro de un amplio jurado, como en las películas, me he preparado para intervenir en tal proceso: me inclinaría por declararlo inocente de los cargos de rebelión contra la autoridad y empleo de las armas contra el Imperio, pues aduciría que lo hizo en defensa propia, y también de cualquier acusación de corrupción o apropiación indebida de fondos públicos, y afines, por falta de pruebas y por que no dudo de sus buenas intenciones; pero abogaría por una fuerte reprimenda pública y una penitencia, probablemente a través de servicios a la comunidad, por los cargos de prepotencia, engreimiento, dogmatismo, y abuso cualitativo y cuantitativo -cincuenta años sí son demasiado- de autoridad. También me mantendría alerta ante cualquier intento de su defensa de declararlo paranoico o megalómano, y por tanto irresponsable de sus actos, pues pienso que desde hace tiempo ha tenido, y tal vez todavía tenga (a 16-06-2009...), oportunidad de reconocer sus faltas.
Los Estados Unidos, que desde fines del siglo XVIII y comienzos del XIX optaron por el proyecto de Hamilton de un "gran sistema americano", libre de indeseables "influencias transatlánticas", y dejaron de lado el modelo jeffersoniano de una sociedad de pequeños productores organizados para el ejercicio democrático, siempre siguieron de cerca el curso de los acontecimientos cubanos, a los que veían, prisma Monroe de por medio, como una atractiva oportunidad de ampliación nacional ultramarina. Con la anexión de más de la mitad del territorio mexicano, después de la guerra contra este país; luego, con la Guerra Civil, la derrota de los confederados sureños y la abolición del esclavismo y el sistema de plantaciones, por cierto semejante al cubano; y, sobre todo, tras la culminación de la expansión hacia el oeste y la difusión de las tesis del "destino manifiesto" (hacia el dominio creciente de América) y de la superioridad racial anglosajona, enarboladas por republicanos como McKinley, Cabot Lodge, Theodore Roosevelt y todo un séquito de historiadores y militares, las ansias estadounidenses por el control de Cuba se exacerbaron y, con paciencia cazadora, se dispusieron a esperar el momento propicio para la anexión y preparar el terreno con cuantiosas inversiones e intensificando la compra de azúcar y las exportaciones.
La oportunidad se presentó expedita en 1898. Los cubanos tenían treinta años enfrascados, primero bajo el liderazgo de Maceo y Gómez, y después, a partir de 1895, según las directrices del más visionario e intelectual Martí, quien alertó sobre los riesgos de la ayuda estadounidense, en una cruenta lucha por independizarse de una España decidida a conservar a toda costa su perla caribeña, para lo cual llegó a desplegar un ejército de 200000 soldados. En medio de la devastación de la guerra interna, con su ola de incendios, saqueos y masacres de civiles, los Estados Unidos decidieron hacer un bloqueo preventivo de la isla, por aquello de cuidar sus intereses según la doctrina Evarts, y luego hacer una por nadie solicitada visita a La Habana, de tres semanas, con el acorazado Maine, en cuyo interior hicieron detonar una carga explosiva que provocó su hundimiento; la prensa amarillista del magnate Hearst inmediatamente acusó a España del ataque y creó el clima de opinión para la declaración de la Guerra contra España si no retiraba de inmediato sus tropas y aceptaba la independencia de Cuba.
En sólo tres meses España, que no aceptó el ultimátum, fue derrotada, con la peculiaridad de que las batallas se libraron precisamente en las apetecidas áreas coloniales de Puerto Rico, Guam, Filipinas y, sobre todo, Cuba, en donde la alianza de los guerrilleros locales o manbises con el debutante poderío naval y terrestre de los norteamericanos, dio el puntillazo a la dominación de aquélla en América. Las mencionadas tres primeras colonias fueron cedidas a los Estados Unidos, mientras que Cuba recibió su "independencia". No obstante, cuando al 1 de enero siguiente los cubanos quisieron celebrar en grande su recién conquistado estatus, descubrieron que el Maine había sido un moderno caballo de Troya, que su sacrificio había sido mediáticamente minimizado y estaban bajo una nueva tutela, y que todas las celebraciones estaban prohibidas excepto para los visitantes del Norte y sus simpatizantes, que sí lo hicieron con cubalibre, la bebida hecha con la novedosa gaseosa importada de USA, la Coca-Cola, cubos de hielo... y ron cubano.
Durante las décadas siguientes los Estados Unidos agotaron, como en Puerto Rico, los esfuerzos por asimilar a los cubanos. Sólo que aquí, tal vez por las inolvidables advertencias martianas, que no tuvieron su correlato boricua, los empeños resultaron infructuosos. Ni la Enmienda Platt, que quiso regular la dominación neocolonial, ni la diplomacia del dólar y los tratados de reciprocidad comercial, ni las repetidas intervenciones de los marines para salvaguardar vidas e intereses estadounidenses, ni las dictaduras impuestas como las de Machado y el sargento Batista, ni las Conferen- cias Panamerica- nas y su publicitado panamerica- nismo, con todo y OEA, pudieron impedir que una tenaz y aguerrida juventud rebelde, con líderes como el disidente comunista Julio Antonio Mella, asesinado en su exilio mexicano en oscuras circunstancias, y, sobre todo, Fidel Castro, indiscutible líder de la Revolución Cubana, terminaran por conquistar y celebrar, exactamente sesenta años después, la tantas veces postergada independencia, sólo que en un contexto mundial que en poco se asemejaba al mundo de los forjadores de antaño.
En apenas medio siglo, los Estados Unidos pasaron de ser un novel e inexperto miembro del selecto club de naciones imperialistas a convertirse en la primera superpotencia mundial, vencedora en dos conflagraciones planetarias y garante del régimen capitalista, con sus aditivos democráticos, y con un sólo rival de la misma categoría, la Unión Soviética, que también emergió triunfadora, nuclear y con ambiciones desbordadas de la última gran justa bélica. Sin que los cubanos se dieran cuenta, la lucha por la diferida emancipación nacional, que comenzó siendo un asunto provinciano, devino batalla decisiva y por poco última de la Guerra Fría, y sus dirigentes pasaron de piezas mayores del ajedrez local a peones de su correlato global. Esta mutación, todavía no suficientemente advertida en nuestra América y en el resto del Tercer Mundo, es crucial para comprender la naturaleza y los episodios subsiguientes de la Revolución Cubana.
No es este el lugar o el momento para intentar examinar a fondo el proceso de esta revolución y sus etapas, pero sí queremos, en el marco que nos hemos propuesto de explorar el sentido general de las luchas por construir una América Latina, con algunas de sus principales variantes particulares, aportar ciertas acotaciones relevantes en cuanto a la doble lectura que tienen todos los hitos del proceso contemporáneo cubano. Por ejemplo, la derrota de los invasores de Bahía de Cochinos, a escasos meses de la toma de posesión de Kennedy, que suele ser presentada como una derrota del imperialismo empeñado en detener la Revolución, fue, desde el punto de vista de la lógica de la Guerra Fría, una escaramuza improvisada que empezó a ser planificada en los últimos días de Eisenhower y que los Kennedy, simultáneamente ocupados de los crecientes conflictos en Laos, Argelia, el Congo, Berlín y Vietnam, no lograron detener, por lo cual nunca dejaron de arrepentirse. Ya en su discurso de toma de posesión ante el Congreso, Kennedy había anunciado su disposición a llegar a un arreglo con los cubanos, en relación a los asuntos de política doméstica, a la vez que prometió impedir cualquier intromisión soviética en los asuntos hemisféricos. La crisis de los misiles cubanos, de octubre de 1962, el momento en que estuvo más cercana la conversión de la Guerra Fría en Tercera, y quizás apocalíptica, Guerra Mundial, tuvo por desenlace el arreglo entre los Estados Unidos y la Unión Soviética, sin participación de Cuba, en donde la URSS se comprometió a desmantelar los misiles y aparecer públicamente como dando su brazo a torcer, a cambio de no invadir más a Cuba, permitir la ayuda soviética a este país y desmantelar la base de misiles norteamericanos en Turquía.
Lo que queremos decir es que la experiencia cubana, en tanto que lucha por la emancipación nacional y por la elevación de la calidad de vida de nuestros pueblos latinoamericanos, es sin lugar a dudas pionera y, contra las afirmaciones de la abundante y mezquina propaganda en sentido contrario, contentiva de innumerables lecciones para todo el subcontinente. Cuba ha logrado, frente a adversidades externas mayores que cualquiera de nuestros países, uno de los más altos Índices de Desarrollo Humano de América Latina, sólo superado por Chile, Argentina y Uruguay; uno de los sistemas de salud más efectivos del planeta, con una esperanza de vida al nacer equiparable a la de su archirrival los EUA, de 78 años, aunque a mucho menores costos; la segunda tasa más alta de alfabetización del mundo, con un 99,8%, y una de las más altas tasas de escolaridad, a los tres principales niveles educativos, de 94,8%; un Índice de Pobreza de sólo 4,7%, e inocultables logros en materia deportiva, cultural y ética de solidaridad humana.
El problema radica, no obstante, en que política y económicamente Cuba sigue anclada en la época de la Guerra Fría, en donde escogió como modelo de sociedad el socialismo a la soviética, de por sí una tergiversación estalinista de la distorsionada interpretación leninista del ya limitado -por humano y decimonónico- marxismo, con su estatismo a ultranzas y su asfixia de la iniciativa privada, su régimen de partido único, su burocratismo, su centralismo, su carencia de libertades de expresión y falta de debate interno, su culto a la personalidad que prohíbe la crítica al máximo líder, y por tanto imposibilita las rectificaciones, y muchos otros vicios; y, no conforme, en el presente continúa empeñada en exportar su obsoleto modelo, aderezado, abierta o subliminalmente, con un culto a la vía armada antiimperialista para la toma del poder, a todos los países del Tercer Mundo que establecen relaciones de cooperación e intercambio fraternal con ella.
Por supuesto, que los Estados Unidos y, en alguna medida, todos los demás países latinoamericanos han sido responsables de empujar a Cuba por un callejón sin salida en términos de su proyecto de país a largo plazo, sólo compartido por su par asiático, Corea del Norte, pero ello no puede eximir de responsabilidades por la escogencia de tan limitado destino a los dirigentes y al pueblo mismo cubanos, que, como mínimo, deberían tratarnos a los mortales con un poco más de humildad y respeto. Ni los logros económicos de los puertorriqueños, en su alianza postrada ante los Estados Unidos, les dan derecho a presentarnos su modelo como el único digno de imitar, ni los cubanos, en su guerra a muerte contra los mismos, pueden encasquetarnos sus conquistas culturales y de lucha contra la pobreza como justificadoras de cualquier precio a pagar. En un clima de iguales, los latinoamericanos deberíamos ser capaces de aprender lo que resulte pertinente de ambas experiencias, a la vez que poder expresar, ¿por qué no?, las críticas constructivas que tengamos hacia cualquiera de ellas.
No sé cómo serán los juicios de La Historia, en donde Fidel está seguro de que será absuelto, pero supongo que por lo menos serán más imparciales e integrales que los de la justicia ordinaria, y que tomarán en cuenta muchas más evidencias y testimonios. Por si acaso llegaran a elegirme como ciudadano común miembro de un amplio jurado, como en las películas, me he preparado para intervenir en tal proceso: me inclinaría por declararlo inocente de los cargos de rebelión contra la autoridad y empleo de las armas contra el Imperio, pues aduciría que lo hizo en defensa propia, y también de cualquier acusación de corrupción o apropiación indebida de fondos públicos, y afines, por falta de pruebas y por que no dudo de sus buenas intenciones; pero abogaría por una fuerte reprimenda pública y una penitencia, probablemente a través de servicios a la comunidad, por los cargos de prepotencia, engreimiento, dogmatismo, y abuso cualitativo y cuantitativo -cincuenta años sí son demasiado- de autoridad. También me mantendría alerta ante cualquier intento de su defensa de declararlo paranoico o megalómano, y por tanto irresponsable de sus actos, pues pienso que desde hace tiempo ha tenido, y tal vez todavía tenga (a 16-06-2009...), oportunidad de reconocer sus faltas.
viernes, 12 de junio de 2009
Segmentados y abortados: la tragedia del pueblo haitiano
Los primeros cien años de transculturación en la así bautizada por Colón La Isla Española fueron de una implantación al estilo convencional, con sus matanzas de la clase indígena dirigente, sus trabajos forzados en encomiendas y sus fulminantes epidemias, seguida de una hibridación de los varones hispanos con las escasas indias taínas sobrevivientes. Sin embargo, las tasas de natalidad poco pudieron frente a las de mortalidad y, hacia el año 1600, la escasa población criolla y mestiza debió concentrarse en el lado oriental de la isla para incrementar sus posibilidades de sobrevivencia y protegerse de las constantes incursiones de filibusteros y bucaneros ingleses y -sobre todo- franceses que azotaban el lado occidental. Estos últimos piratas asumieron gradualmente el control de este flanco izquierdo de Quisqueya, nombre indígena de la isla, y, hacia mediados del siglo XVII, introdujeron la técnica de la producción de caña de azúcar basada en la importación y explotación masivas de esclavos africanos. Hacia fines de ese mismo siglo, Francia logró la cesión formal de España de esta parte de la isla, que controlaba de hecho, pasó a llamarla Saint-Domingue y la convirtió en una de las colonias más rentables de todo el Nuevo Mundo, primer centro mundial de la producción azucarera y generador de un tercio del valor total de las exportaciones francesas. Tal éxito económico llevó a la sobrepoblación y sobreexplotación de la mano de obra, la cual, para el momento de la Revolución Francesa, alcanzaba a más de medio millón de esclavos frente a sólo 32000 blancos y 24000 mulatos libres (descendientes de franceses y negras).
En 1791, cuando la masa esclava tuvo noticias de la Revolución Francesa y su Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, se lanzó a la lucha por la libertad y logró, en 1794, que los franceses decretaran la abolición de la esclavitud y aceptaran el nombramiento de Toussaint-Louverture, el jefe de la rebelión, como Gobernador General de la que pasaría a ser una región francesa ultramarina. Pasada la euforia libertaria francesa, el ascenso de las ambiciones imperiales napoleónicas condujo a un intento de reestablecer el viejo régimen colonial y al envío de una tropa, bajo el mando de su cuñado Leclerc, para el logro de tal propósito. Después de meses de batalla se llegó a un arreglo de paz, sólo que, al viejo estilo tan europeo, este pacto fue desconocido por los franceses y ajusticiado el dirigente rebelde, con lo cual se desató una ira tal que, sumada al pánico por el reestablecimiento de la esclavitud, terminó en una violentísima confrontación en la que, prácticamente, fueron degollados todos los varones blancos y violadas y descuartizadas sus mujeres -salvo quienes lograron, como Paulina, la hermana de Napoleón, escapar a Europa o hacia las islas vecinas-, a la vez que saqueadas y destruidas todas las mansiones del régimen señorial.
Arrasada la dominación blanca, en 1804 se declaró la independencia de toda la isla, la primera de América Latina, bajó el nombre indígena de Haití. Lo que siguió es la historia de la revolución más puramente cargada de odio y carente de programas quizás habida en el mundo, con facetas como la del entronizamiento de un rey negro, Christophe, antiguo cocinero esclavo, que se creyó dios y con la divisa de "Dios, mi causa y mi espada", implantó la más fastuosa y despilfarradora corte, edificó palacios inverosímiles como el de Sans-Souci y fortalezas inexpugnables como la de Laferrière -en cuya construcción se empleó sangre de toros en lugar de agua para preparar las argamasas, y donde perecieron miles de trabajadores forzados, incluyendo ancianos, mujeres y niños-, inventó una nueva religión híbrida entre el catolicismo y los tribalismos africanos, en la que se autoproclamó sumo pontífice y que consolidó el llamado vudú antillano, reestableció un régimen de esclavismo entre negros que superó en crueldad al sistema anterior, que parecía haber alcanzado el máximo posible, y forzó a tal extremo de arbitrariedades y castigos a sus súbditos que estos se amotinaron, provocaron su suicidio en 1820, y arrasaron el reino con una furia sólo comparable al vandalismo de la revuelta antifrancesa inicial. Tan asombrosas y difíciles de creer son estas historias de la abortada revolución haitiana que Alejo Carpentier debió inventar el concepto de lo real maravilloso y escribir El reino de este mundo para poderlas evocar aunque fuese someramente.
Desde entonces, el desenvolvimiento histórico de Haití ha sido una sucesión de aislamientos regionales e internacionales, que lo han llevado a comportarse como un segmento perdido de África en América; enfrentamientos racistas entre la mayoritaria masa negra y la escasa población mulata más ilustrada, a quien se suele acusar de afrancesada - los affranchis- y con frecuencia se la agrede, expulsa o hace emigrar a otros países, con grave fuga de cerebros; enfrentamientos e invasiones, violentas o migratorias, del ala occidental contra la oriental de la isla, con la independización de ésta, en 1844, para dar origen a la actual República Dominicana; endeudamientos ante potencias, escasez de empleos productivos, dificultades para la urbanización e industrialización, escasez de energía y devastación de los suelos por la demanda de leña y maderas de los bosques; intervenciones durante décadas de los Marines estadounidenses o, recientemente, de fuerzas de la ONU; dictaduras oprobiosas con pretensiones dinásticas, como la de François Duvalier, Papa Doc, y su hijo Baby Doc, con sus temibles fuerzas de choque, los tontons macoutes, o sus pares dominicanos Trujillo y su pupilo Balaguer, tuteladas por los Estados Unidos...
Todo ello para engendrar un Haití contemporáneo con poco más de ocho millones de habitantes, con 94% de negros y más de 5% de mulatos, que está entre los pueblos más pobres del mundo y que en América Latina ostenta los más altos niveles de analfabetismo (cerca de la mitad de la población), pobreza (80%), pobreza crítica (35%) y desigualdad de distribución del ingreso (Coeficiente de Gini de más de 60%), así como los más bajos niveles de ingreso per cápita (alrededor de 500 US$), Índice de Desarrollo Humano (de más o menos 0,50), esperanza de vida (57 años), calidad de vida (índice de 4000 frente a más de 6000 en el grueso de países de la región), y hay que parar de contar por que nos agobia la tristeza. Los escasos momentos de gobiernos progresistas haitianos, como el del sacerdote Aristide, teólogo de la liberación, que sólo pudo, acosado por la reacción militar interna y la injerencia estadounidense, ejercer a ratos hasta que, en 2004, debió renunciar a su cargo y abandonar el país, con nuevas intervenciones de fuerzas militares externas para evitar nuevas masacres nacionales ante las protestas sociales, son la excepción que confirma la regla de la tragedia haitiana.
Por su parte, el pueblo dominicano, con poco más de nueve millones de habitantes, de los que tres cuartas partes son mulatos y cerca de un 10% negros, hasta fines de los pasados setenta había corrido una suerte política de intervenciones y desgarramientos internos con muchas analogías a los de su gemelo insular. Pero, con su mayor apertura cultural hacia Occidente, una lucha más gradual por su independencia política, sin la sobredosis de racismo negro y sin la devastación de los suelos, logró impedir lo que habría sido un funesto siamesismo, y en las últimas décadas ha emprendido un proceso de paulatina recuperación democrática y ordenamiento de su economía al calor de desarrollos turísticos, que han llevado la semiisla a ingresar al círculo de naciones latinoamericanas con las más interesantes perspectivas futuras.
Nos cuesta renunciar a pensar que la experiencia haitiana condensa, de la manera más pura y extrema, lo que podría ocurrir si toda Latinoamérica se dejase llevar por las invitaciones de tantos adictos al odio y la violencia, tantos occidentófobos y partidarios de la ruptura con toda modernidad, y tantos socialistas apurados y alérgicos al trabajo paciente y sostenido en pro de la transformación de nuestras capacidades productivas, participativas, creativas y restantes. Si bien sería cómplice negar la responsabilidad que, en dramas como el haitiano, tienen potencias y naciones que pretenden dictar cátedras de derechos humanos a los pueblos más pobres y atrasados, es asimismo imposible soslayar la responsabilidad, al menos del mismo tenor, que tenemos los latinoamericanos a la hora de escoger las estrategias de construcción de nuestras naciones. La vía del ojo por ojo y diente por diente escogida por los haitianos coloca al desnudo cuanto podemos perder si escogemos las escaladas de acciones retaliativas contra quienes nos adversan, precisamente en arenas en donde somos los más vulnerables.
Los latinoamericanos tenemos que aprender, como lo dijera Aristide en su último libro, a "ver con los ojos del corazón y encontrar un camino para los pobres en la era de la globalización", y zafarnos de la maldición, cara a los extremismos de todos los pelajes, que denunciara para su país el prócer, escritor y profesor dominicano Juan Bosch -a quien sólo se le permitió ejercer su lícita presidencia por unos meses-, según la cual todo lo que no sea de la plena complacencia estadounidense tiene que declararse comunista, enfrentarse violentamente al imperio y correr el riesgo de ser aplastado. Entre la complacencia pasiva y la violencia reactiva, ¿por qué no optar por la cada vez más efectiva no-violencia activa?
En 1791, cuando la masa esclava tuvo noticias de la Revolución Francesa y su Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, se lanzó a la lucha por la libertad y logró, en 1794, que los franceses decretaran la abolición de la esclavitud y aceptaran el nombramiento de Toussaint-Louverture, el jefe de la rebelión, como Gobernador General de la que pasaría a ser una región francesa ultramarina. Pasada la euforia libertaria francesa, el ascenso de las ambiciones imperiales napoleónicas condujo a un intento de reestablecer el viejo régimen colonial y al envío de una tropa, bajo el mando de su cuñado Leclerc, para el logro de tal propósito. Después de meses de batalla se llegó a un arreglo de paz, sólo que, al viejo estilo tan europeo, este pacto fue desconocido por los franceses y ajusticiado el dirigente rebelde, con lo cual se desató una ira tal que, sumada al pánico por el reestablecimiento de la esclavitud, terminó en una violentísima confrontación en la que, prácticamente, fueron degollados todos los varones blancos y violadas y descuartizadas sus mujeres -salvo quienes lograron, como Paulina, la hermana de Napoleón, escapar a Europa o hacia las islas vecinas-, a la vez que saqueadas y destruidas todas las mansiones del régimen señorial.
Arrasada la dominación blanca, en 1804 se declaró la independencia de toda la isla, la primera de América Latina, bajó el nombre indígena de Haití. Lo que siguió es la historia de la revolución más puramente cargada de odio y carente de programas quizás habida en el mundo, con facetas como la del entronizamiento de un rey negro, Christophe, antiguo cocinero esclavo, que se creyó dios y con la divisa de "Dios, mi causa y mi espada", implantó la más fastuosa y despilfarradora corte, edificó palacios inverosímiles como el de Sans-Souci y fortalezas inexpugnables como la de Laferrière -en cuya construcción se empleó sangre de toros en lugar de agua para preparar las argamasas, y donde perecieron miles de trabajadores forzados, incluyendo ancianos, mujeres y niños-, inventó una nueva religión híbrida entre el catolicismo y los tribalismos africanos, en la que se autoproclamó sumo pontífice y que consolidó el llamado vudú antillano, reestableció un régimen de esclavismo entre negros que superó en crueldad al sistema anterior, que parecía haber alcanzado el máximo posible, y forzó a tal extremo de arbitrariedades y castigos a sus súbditos que estos se amotinaron, provocaron su suicidio en 1820, y arrasaron el reino con una furia sólo comparable al vandalismo de la revuelta antifrancesa inicial. Tan asombrosas y difíciles de creer son estas historias de la abortada revolución haitiana que Alejo Carpentier debió inventar el concepto de lo real maravilloso y escribir El reino de este mundo para poderlas evocar aunque fuese someramente.
Desde entonces, el desenvolvimiento histórico de Haití ha sido una sucesión de aislamientos regionales e internacionales, que lo han llevado a comportarse como un segmento perdido de África en América; enfrentamientos racistas entre la mayoritaria masa negra y la escasa población mulata más ilustrada, a quien se suele acusar de afrancesada - los affranchis- y con frecuencia se la agrede, expulsa o hace emigrar a otros países, con grave fuga de cerebros; enfrentamientos e invasiones, violentas o migratorias, del ala occidental contra la oriental de la isla, con la independización de ésta, en 1844, para dar origen a la actual República Dominicana; endeudamientos ante potencias, escasez de empleos productivos, dificultades para la urbanización e industrialización, escasez de energía y devastación de los suelos por la demanda de leña y maderas de los bosques; intervenciones durante décadas de los Marines estadounidenses o, recientemente, de fuerzas de la ONU; dictaduras oprobiosas con pretensiones dinásticas, como la de François Duvalier, Papa Doc, y su hijo Baby Doc, con sus temibles fuerzas de choque, los tontons macoutes, o sus pares dominicanos Trujillo y su pupilo Balaguer, tuteladas por los Estados Unidos...
Todo ello para engendrar un Haití contemporáneo con poco más de ocho millones de habitantes, con 94% de negros y más de 5% de mulatos, que está entre los pueblos más pobres del mundo y que en América Latina ostenta los más altos niveles de analfabetismo (cerca de la mitad de la población), pobreza (80%), pobreza crítica (35%) y desigualdad de distribución del ingreso (Coeficiente de Gini de más de 60%), así como los más bajos niveles de ingreso per cápita (alrededor de 500 US$), Índice de Desarrollo Humano (de más o menos 0,50), esperanza de vida (57 años), calidad de vida (índice de 4000 frente a más de 6000 en el grueso de países de la región), y hay que parar de contar por que nos agobia la tristeza. Los escasos momentos de gobiernos progresistas haitianos, como el del sacerdote Aristide, teólogo de la liberación, que sólo pudo, acosado por la reacción militar interna y la injerencia estadounidense, ejercer a ratos hasta que, en 2004, debió renunciar a su cargo y abandonar el país, con nuevas intervenciones de fuerzas militares externas para evitar nuevas masacres nacionales ante las protestas sociales, son la excepción que confirma la regla de la tragedia haitiana.
Por su parte, el pueblo dominicano, con poco más de nueve millones de habitantes, de los que tres cuartas partes son mulatos y cerca de un 10% negros, hasta fines de los pasados setenta había corrido una suerte política de intervenciones y desgarramientos internos con muchas analogías a los de su gemelo insular. Pero, con su mayor apertura cultural hacia Occidente, una lucha más gradual por su independencia política, sin la sobredosis de racismo negro y sin la devastación de los suelos, logró impedir lo que habría sido un funesto siamesismo, y en las últimas décadas ha emprendido un proceso de paulatina recuperación democrática y ordenamiento de su economía al calor de desarrollos turísticos, que han llevado la semiisla a ingresar al círculo de naciones latinoamericanas con las más interesantes perspectivas futuras.
Nos cuesta renunciar a pensar que la experiencia haitiana condensa, de la manera más pura y extrema, lo que podría ocurrir si toda Latinoamérica se dejase llevar por las invitaciones de tantos adictos al odio y la violencia, tantos occidentófobos y partidarios de la ruptura con toda modernidad, y tantos socialistas apurados y alérgicos al trabajo paciente y sostenido en pro de la transformación de nuestras capacidades productivas, participativas, creativas y restantes. Si bien sería cómplice negar la responsabilidad que, en dramas como el haitiano, tienen potencias y naciones que pretenden dictar cátedras de derechos humanos a los pueblos más pobres y atrasados, es asimismo imposible soslayar la responsabilidad, al menos del mismo tenor, que tenemos los latinoamericanos a la hora de escoger las estrategias de construcción de nuestras naciones. La vía del ojo por ojo y diente por diente escogida por los haitianos coloca al desnudo cuanto podemos perder si escogemos las escaladas de acciones retaliativas contra quienes nos adversan, precisamente en arenas en donde somos los más vulnerables.
Los latinoamericanos tenemos que aprender, como lo dijera Aristide en su último libro, a "ver con los ojos del corazón y encontrar un camino para los pobres en la era de la globalización", y zafarnos de la maldición, cara a los extremismos de todos los pelajes, que denunciara para su país el prócer, escritor y profesor dominicano Juan Bosch -a quien sólo se le permitió ejercer su lícita presidencia por unos meses-, según la cual todo lo que no sea de la plena complacencia estadounidense tiene que declararse comunista, enfrentarse violentamente al imperio y correr el riesgo de ser aplastado. Entre la complacencia pasiva y la violencia reactiva, ¿por qué no optar por la cada vez más efectiva no-violencia activa?
martes, 9 de junio de 2009
Hibridados y atrapados: las incompletas opciones del caso puertorriqueño
Las Indias Occidentales, Antillas o islas del Caribe, como alternativamente se las ha llamado, no sólo fueron la primera región del Nuevo Mundo encontrada por Colón, con la conocida confusión de quien creyó llegar a la India por su flanco occidental, sino que desde entonces se han mantenido como una especie de puerta de entrada, laboratorio de ensayos políticos, atalaya o cabeza de playa de fuerzas nacionales, empresariales o individuales interesadas en probar fortuna en estas tierras latinoamericanas, siempre exhalantes de un aire entre sensual y como de botín y muchas veces pareciendo casi de nadie. Por razones que no terminan de dilucidarse, esta cordillera acuática de cerca de un millar de picos flotantes dispuestos como un pubis en el centro de América o, si se prefiere, como melena o halo en la cabeza de Suramérica, ha sido secularmente un terreno favorito para la búsqueda de ventajas geopolíticas, económicas, financieras, ideológicas, lúdicas y hasta sexuales de todo género de aventureros, piratas, potencias o imperios.
A falta de estudios más profundos, repitamos más o menos algunas de las cosas de mayor calibre que hemos visto u oído como causas de este afán dominador: que para las potencias y territorios que aspiran al liderazgo mundial, la diversificación productiva y el crecimiento económico sostenible, resulta extremadamente valioso disponer de un entorno monoproductor y monoexportador que simultáneamente abastece de materias primas, asegura un mercado para las exportaciones de alto valor agregado y sirve de lugar de experimentación de políticas y sistemas productivos; que por su abundancia de costas abruptas y su situación geográfica estas islas se prestan para el establecimiento de puertos o alcabalas de apoyo y control del tráfico marino mercantil o militar hacia y desde la tierra firme del continente; o, menos científicamente, que en el Caribe se conjuga un paquete de temperaturas y vientos, playas y palmeras, falta de normas y dueños, escasez de tradiciones e instituciones, culturas y conductas permisivas, genes y pieles de procedencia diversa, sabores y sustancias exóticos, y añádase qué se más, difíciles de igualar y que han ejercido una incontrolable fascinación para las mentes, cuerpos y bolsillos europeos y, sobre todo, para nórdicos de éticas protestantes, hábitos contables y playas heladas.
Dentro de las Antillas, las mayores: Puerto Rico, La Española (Haití y República Dominicana), Cuba y Jamaica, le han hecho honor a su denominación, convirtiéndose en objeto de los mayores experimentos. El proceso de transculturación e hibridación étnica que ha afectado a toda América Latina ha tenido en estas islas algunos de sus principales exponentes y aquí han tenido lugar algunos de los desenlaces más extremos y fáciles de observar, razón por la cual nos ocuparemos de examinarlos brevemente, comenzando por el caso puertorriqueño -y exceptuando el caso jamaiquino, por escapar al ámbito latinoamericano-, en esta serie de artículos de nuestro blog.
En Puerto Rico ha tenido lugar, durante cinco siglos, el proceso más exitoso de colonización y, luego, de la así llamada neocolonización en nuestro subcontinente latinoamericano, desde el punto de vista de las grandes potencias mundiales, y particularmente de los Estados Unidos, o, visto desde la perspectiva inversa, el más frustrante de todos nuestros procesos de búsqueda de identidad y autonomía cultural, económica y política. A partir de una fuerte hibridación inicial entre el puñado de varones conquistadores y la población femenina taína se inició en la isla un proceso de transculturación basado en la explotación indígena en pequeñas minas de oro y plata y encomiendas agrícolas, hasta que la atracción por las más rendidoras minas de las mesetas mesoamericanas y andinas convierte a las Antillas, y a la isla de Borinquen, en particular, en un área de interés más geopolítico que económico. Luego, aproximadamente a mediados del siglo XVII, se impone el sistema de plantaciones desarrollado por los holandeses en Brasil, que intensifica la producción para la exportación azucarera y saca provecho de la más resistente y productiva mano de obra esclava traída de África, negocio que poco a poco se solapa con el sistema esclavista imperante en el Sur de los Estados Unidos.
Aun cuando España, en líneas generales, conservó su dominio político sobre las Antillas durante cuatro siglos, en la práctica de los últimos dos y medio éstas comenzaron a gravitar crecientemente en la órbita de la monoproducción azucarera y las prácticas mercantiles de importación de contrabandos bajo control anglosajón. Cuando ocurre la Independencia estadounidense, y, luego, la Guerra Civil norteamericana y la derrota del esclavismo sureño, se crearon las condiciones para la búsqueda de autonomía de estas islas que nunca respondieron al llamado de la causa independentista continental. Pero, a su vez, los tardíos movimientos independentistas en Puerto Rico y Cuba fueron vistos por los Estados Unidos como una oportunidad para ejercitar, al finalizar el siglo XIX, su recien adquirida musculatura imperialista, y lograr, políticamente, el control de estas islas que desde hacía mucho tenían económicamente. Fue así como, con el truco del autotorpedeo del acorazado Maine y una agresiva campaña mediática, los Estados Unidos declararon la Guerra a España, la derrotaron rápidamente, y asumieron como trofeo de guerra la hegemonía sobre Cuba, Puerto Rico, Guam y las Filipinas, minimizando y escamoteando así las luchas independentistas que, bajo el mando de patriotas como Martí, se había impulsado en estas islas.
En el caso boricua, esta dominación se ha fortalecido hasta el punto de que hoy cuenta con el masivo respaldo de los mestizos, mulatos y afroamericanos locales que constituyen casi el 98% de la población, y quienes han votado, en las últimas tres consultas electorales de 1967, 1993 y 1998, casi en la misma abrumadora proporción bien por la opción estadolibrista o bien por la de estadidad (incorporación a los EUA como nuevo estado de la Unión). La opción independentista se ha venido debilitando progresivamente, cierto que bajo el peso de campañas mediáticas, de represión, encarcelamiento de dirigentes y hasta de bombardeo de pueblos rebeldes, pero además por que no ha sabido presentar un proyecto puertorriqueño positivo más allá del odio antiyanqui y de los llamados a la resistencia violenta.
A falta de estudios más profundos, repitamos más o menos algunas de las cosas de mayor calibre que hemos visto u oído como causas de este afán dominador: que para las potencias y territorios que aspiran al liderazgo mundial, la diversificación productiva y el crecimiento económico sostenible, resulta extremadamente valioso disponer de un entorno monoproductor y monoexportador que simultáneamente abastece de materias primas, asegura un mercado para las exportaciones de alto valor agregado y sirve de lugar de experimentación de políticas y sistemas productivos; que por su abundancia de costas abruptas y su situación geográfica estas islas se prestan para el establecimiento de puertos o alcabalas de apoyo y control del tráfico marino mercantil o militar hacia y desde la tierra firme del continente; o, menos científicamente, que en el Caribe se conjuga un paquete de temperaturas y vientos, playas y palmeras, falta de normas y dueños, escasez de tradiciones e instituciones, culturas y conductas permisivas, genes y pieles de procedencia diversa, sabores y sustancias exóticos, y añádase qué se más, difíciles de igualar y que han ejercido una incontrolable fascinación para las mentes, cuerpos y bolsillos europeos y, sobre todo, para nórdicos de éticas protestantes, hábitos contables y playas heladas.
Dentro de las Antillas, las mayores: Puerto Rico, La Española (Haití y República Dominicana), Cuba y Jamaica, le han hecho honor a su denominación, convirtiéndose en objeto de los mayores experimentos. El proceso de transculturación e hibridación étnica que ha afectado a toda América Latina ha tenido en estas islas algunos de sus principales exponentes y aquí han tenido lugar algunos de los desenlaces más extremos y fáciles de observar, razón por la cual nos ocuparemos de examinarlos brevemente, comenzando por el caso puertorriqueño -y exceptuando el caso jamaiquino, por escapar al ámbito latinoamericano-, en esta serie de artículos de nuestro blog.
En Puerto Rico ha tenido lugar, durante cinco siglos, el proceso más exitoso de colonización y, luego, de la así llamada neocolonización en nuestro subcontinente latinoamericano, desde el punto de vista de las grandes potencias mundiales, y particularmente de los Estados Unidos, o, visto desde la perspectiva inversa, el más frustrante de todos nuestros procesos de búsqueda de identidad y autonomía cultural, económica y política. A partir de una fuerte hibridación inicial entre el puñado de varones conquistadores y la población femenina taína se inició en la isla un proceso de transculturación basado en la explotación indígena en pequeñas minas de oro y plata y encomiendas agrícolas, hasta que la atracción por las más rendidoras minas de las mesetas mesoamericanas y andinas convierte a las Antillas, y a la isla de Borinquen, en particular, en un área de interés más geopolítico que económico. Luego, aproximadamente a mediados del siglo XVII, se impone el sistema de plantaciones desarrollado por los holandeses en Brasil, que intensifica la producción para la exportación azucarera y saca provecho de la más resistente y productiva mano de obra esclava traída de África, negocio que poco a poco se solapa con el sistema esclavista imperante en el Sur de los Estados Unidos.
Aun cuando España, en líneas generales, conservó su dominio político sobre las Antillas durante cuatro siglos, en la práctica de los últimos dos y medio éstas comenzaron a gravitar crecientemente en la órbita de la monoproducción azucarera y las prácticas mercantiles de importación de contrabandos bajo control anglosajón. Cuando ocurre la Independencia estadounidense, y, luego, la Guerra Civil norteamericana y la derrota del esclavismo sureño, se crearon las condiciones para la búsqueda de autonomía de estas islas que nunca respondieron al llamado de la causa independentista continental. Pero, a su vez, los tardíos movimientos independentistas en Puerto Rico y Cuba fueron vistos por los Estados Unidos como una oportunidad para ejercitar, al finalizar el siglo XIX, su recien adquirida musculatura imperialista, y lograr, políticamente, el control de estas islas que desde hacía mucho tenían económicamente. Fue así como, con el truco del autotorpedeo del acorazado Maine y una agresiva campaña mediática, los Estados Unidos declararon la Guerra a España, la derrotaron rápidamente, y asumieron como trofeo de guerra la hegemonía sobre Cuba, Puerto Rico, Guam y las Filipinas, minimizando y escamoteando así las luchas independentistas que, bajo el mando de patriotas como Martí, se había impulsado en estas islas.
En el caso boricua, esta dominación se ha fortalecido hasta el punto de que hoy cuenta con el masivo respaldo de los mestizos, mulatos y afroamericanos locales que constituyen casi el 98% de la población, y quienes han votado, en las últimas tres consultas electorales de 1967, 1993 y 1998, casi en la misma abrumadora proporción bien por la opción estadolibrista o bien por la de estadidad (incorporación a los EUA como nuevo estado de la Unión). La opción independentista se ha venido debilitando progresivamente, cierto que bajo el peso de campañas mediáticas, de represión, encarcelamiento de dirigentes y hasta de bombardeo de pueblos rebeldes, pero además por que no ha sabido presentar un proyecto puertorriqueño positivo más allá del odio antiyanqui y de los llamados a la resistencia violenta.
También por esto ha sido incapaz de competir con quienes han capitalizado logros nada despreciables alcanzados en la asociación con los Estados Unidos, tales como los altos niveles de ingreso per cápita (los más altos jamás alcanzados en América Latina), industrialización petroquímica, farmacéutica y biotecnológica, con su correspondiente volumen de exportaciones industriales y generación de empleos productivos, alto nivel educativo y de calidad de servicios, masiva captación de turistas, y otros. En su furia antiimperialista, el movimiento independentista puertorriqueño, fundado por el mártir Albizu Campos, se atrevió, bajo la dirección de Lolita Lebrón en 1954, nada menos que a caerle a tiros a la Cámara de Representantes de Washington en plena sesión, con saldo de cinco congresantes heridos, de los cuales uno escapó milagrosamente de morir con un disparo en el pecho. Su autora, después de pagar su gesto con veinticinco años de cárcel, aún vive, asiste a distintos foros como heroína del antiimperialismo latinoamericano, y reiteradamente ha manifestado que lo volvería a hacer pues se siente orgullosa de su hazaña.
Nos plazca o no, el modelo de desarrollo y las consignas de inspiración cubana, del tipo "Patria o muerte" y lucha a ultranzas contra el imperialismo, no han podido contra las más pedestres, pero realistas y de beneficios prácticos inmediatos, del tipo "Asociación [con los EUA] o ruina", propugnadas por los seguidores de Muñoz Marín y su Partido Popular Democrático. Esta última política no nos causa ninguna gracia y, conociendo algo de las prácticas aquella época macartista de los cincuenta, no nos extrañaría saber de sobornos y manipulaciones para comprar el movimiento pronorteamericano y corromper y hundir el independentista. Pero, aún así, y pese a que no queremos hacer de ucronistas (cronistas de la historia que pudo ser y no fue), no podemos evitar la comparación entre los lineamientos de Lolita y los de aquel Nelson Mandela -uno de los contados luchadores críticos del planeta que podría decirle a Lolita algo que empiece por "yo, que también estuve preso como tú, e inclusive un poco más,..."-, quien reflexionó durante su larga condena por actividades guerrilleras y salió de la carcel con un mensaje, en apariencias de amor y perdón bobalicón a sus enemigos, pero que en un dos por tres echó por tierra nada menos que al tenebroso apartheid sudafricano.
Repetimos que no es nuestro ánimo andar de censores o de jueces en representación de verdades divinas ante conductas como las de Muñoz Marín y sus seguidores proestado- unidenses, o de posturas como las de Lolita Lebrón y sus admiradores antiyanquis. Lo que nos parece pertinente es extraer lecciones de esta dura de tragar experiencia puertorriqueña, que sigue en curso y probablemente conducirá en no mucho tiempo hacia la plena estadidad, con Puerto Rico como el estado número cincuenta y uno de la Unión, fungiendo de vitrina de demostración de las bondades de la política "América para los [¿anglo?]americanos" ante todos los pueblos latinoamericanos. Creo también que mientras no rompamos el dilema "Puerto Rico versus Cuba", que en el fondo, directa o implícitamente, sigue vertebrando la política en nuestros países, llevaremos las de perder en el largo plazo, por aquello de que "el amor y el interés se fueron al campo un día..."
En definitiva, todas las posiciones de extrema derecha en América Latina propugnan una salida a la puertorriqueña y/o el upgrading de nuestra tercamente improductiva raza, mientras que toda la extrema izquierda preferiría, en lugar de demostrar que sí podemos resolver nuestros problemas, arañarle aunque sea la cara al Imperio, con lo cual, con el perdón de Lolita y sin proponer el retiro de Albizu Campos del panteón de mártires por la construcción de una América Latina soberana, sólo descargamos nuestra arrechera momentánea y fácilmente nos hacemos acreedores a los remoquetes de resentidos, violentos, agentes de la penetración comunista..., y, en definitiva, le facilitamos la tarea a los devotos de la estadidad progresiva sin prisa pero sin pausas.
Mientras no seamos capaces de ofrecerle a nuestros pueblos una alternativa a la vez amorosa y materialmente sustentable e interesante en el largo plazo, seguiremos en una pelea que sería eufemístico calificarla de "de burro contra tigre", porque más bien parece una de burro contra tiranosaurio rex...
Nos plazca o no, el modelo de desarrollo y las consignas de inspiración cubana, del tipo "Patria o muerte" y lucha a ultranzas contra el imperialismo, no han podido contra las más pedestres, pero realistas y de beneficios prácticos inmediatos, del tipo "Asociación [con los EUA] o ruina", propugnadas por los seguidores de Muñoz Marín y su Partido Popular Democrático. Esta última política no nos causa ninguna gracia y, conociendo algo de las prácticas aquella época macartista de los cincuenta, no nos extrañaría saber de sobornos y manipulaciones para comprar el movimiento pronorteamericano y corromper y hundir el independentista. Pero, aún así, y pese a que no queremos hacer de ucronistas (cronistas de la historia que pudo ser y no fue), no podemos evitar la comparación entre los lineamientos de Lolita y los de aquel Nelson Mandela -uno de los contados luchadores críticos del planeta que podría decirle a Lolita algo que empiece por "yo, que también estuve preso como tú, e inclusive un poco más,..."-, quien reflexionó durante su larga condena por actividades guerrilleras y salió de la carcel con un mensaje, en apariencias de amor y perdón bobalicón a sus enemigos, pero que en un dos por tres echó por tierra nada menos que al tenebroso apartheid sudafricano.
Repetimos que no es nuestro ánimo andar de censores o de jueces en representación de verdades divinas ante conductas como las de Muñoz Marín y sus seguidores proestado- unidenses, o de posturas como las de Lolita Lebrón y sus admiradores antiyanquis. Lo que nos parece pertinente es extraer lecciones de esta dura de tragar experiencia puertorriqueña, que sigue en curso y probablemente conducirá en no mucho tiempo hacia la plena estadidad, con Puerto Rico como el estado número cincuenta y uno de la Unión, fungiendo de vitrina de demostración de las bondades de la política "América para los [¿anglo?]americanos" ante todos los pueblos latinoamericanos. Creo también que mientras no rompamos el dilema "Puerto Rico versus Cuba", que en el fondo, directa o implícitamente, sigue vertebrando la política en nuestros países, llevaremos las de perder en el largo plazo, por aquello de que "el amor y el interés se fueron al campo un día..."
En definitiva, todas las posiciones de extrema derecha en América Latina propugnan una salida a la puertorriqueña y/o el upgrading de nuestra tercamente improductiva raza, mientras que toda la extrema izquierda preferiría, en lugar de demostrar que sí podemos resolver nuestros problemas, arañarle aunque sea la cara al Imperio, con lo cual, con el perdón de Lolita y sin proponer el retiro de Albizu Campos del panteón de mártires por la construcción de una América Latina soberana, sólo descargamos nuestra arrechera momentánea y fácilmente nos hacemos acreedores a los remoquetes de resentidos, violentos, agentes de la penetración comunista..., y, en definitiva, le facilitamos la tarea a los devotos de la estadidad progresiva sin prisa pero sin pausas.
Mientras no seamos capaces de ofrecerle a nuestros pueblos una alternativa a la vez amorosa y materialmente sustentable e interesante en el largo plazo, seguiremos en una pelea que sería eufemístico calificarla de "de burro contra tigre", porque más bien parece una de burro contra tiranosaurio rex...
viernes, 5 de junio de 2009
Implantados y desmembrados: las culturas centroamericanas
Cuando, en los alrededores del año 1300, los aztecas invadieron el mundo mesoamericano y establecieron su cuartel general en Tenochtitlan, donde hoy está Ciudad de México, acentuaron los mecanismos de dominación por la fuerza de los distintos pueblos de origen olmeca, tolteca, maya y otros que habitaban, compartiendo el náhuatl como lengua franca, la región. Sin embargo, al concentrar su poder en el altiplano, al centro-norte de México, debieron aflojar el control sobre las áreas selváticas en torno a la Península de Yucatán y la actual Guatemala, y sobre las altiplanicies restantes del istmo centroamericano. Cuando tuvo lugar la nueva invasión española, estas áreas más cálidas al sur, con una población que suele estimarse en el orden de sólo unos dos millones de personas, gozaban de una autonomía relativa y, por razones no del todo claras, no fueron diezmadas, a pesar de las intenciones de ciertos conquistadores, con la misma crudeza de los territorios centrales aztecas.
La civilización maya, que había tenido su esplendor hacia los años 600 al 800, fue una de las pocas civilizaciones originarias del mundo -es decir, que fue edificada a partir de tribus primitivas y no surgió por transculturación de ninguna otra configuración civilizada anterior-, y tuvo su epicentro precisamente en las tierras bajas tropicales de las naciones y la península mencionadas. Con un acentuado sentido de grandeza a largo plazo, que sugiere conciencia del reto civilizatorio que afrontaban, los mayas se lanzaron a crear numerosas explanadas en la selva y construir allí imperecederas obras arquitectónicas, acompañadas de un arte escultórico monolítico concebido como quien quiere vencer la efimeridad de tantos fenómenos tropicales. Con avanzados sistemas de riego, una escritura de estilo alfabético o de signos independientes -de la cual, para nuestra pena, decidieron no revelar sus códigos interpretativos-, una arquitectura empeñada en alcanzar la verticalidad -que alcanzó, no pocas veces, el porte de edificios contemporáneos de treinta pisos o más-, avanzados conocimientos aritméticos "casi algebraicos", un calendario de precisión con nada que envidiar a los occidentales de muchos siglos después, una avanzada cosmogonía como la sugerida por la postrera transcripción del Popol Vuh, y muchos otros aportes, los mayas parecieron apuntar hacia un liderazgo regional a punta de cultura más que de fuerza. Acerca del porqué de la súbita desaceleración de este empuje cultural -que no fue decadencia ni desaparición, puesto que los mayas llegaron primero a la región mesoamericana y siempre han estado allí-, se han tejido distintas hipótesis, con la de Toynbee, del agotamiento en la búsqueda de respuestas a los desafíos de la selva tropical, como una de las más difundidas. En lo personal, y mientras se ponen de acuerdo los expertos, me gusta imaginar que decidieron detener y dispersar sus creaciones para dejarle a la humanidad futura un mensaje en clave acerca del sentido de la vida civilizada, que todavía no hemos logrado, ni sus descendientes quieren, descifrar.
El proceso de implantación inicial en estas áreas periféricas, o sea, de reemplazo de las cúpulas aristocráticas dirigentes por sus equivalentes hispánicos, fue seguido de un proceso de hibridación entre los varones invasores y las hembras locales, análogo a los que ya hemos descrito para los pueblos mexicano, peruano y boliviano, con un mayor parecido con este último, en el caso guatemalteco, donde residía un pueblo más cohesionado cultural y geográficamente, y con el primero (puesto que el núcleo imperial azteca resultó el más desastrado), en los casos restantes hondureño, salvadoreño y nicaragüense, de mayor dispersión poblacional. Cuando los conquistadores organizaron a México como el Virreinato de Nueva España, establecieron las provincias correspondientes a las actuales naciones centroamericanas, excepto Panamá que era parte del Virreinato de Nueva Granada. No obstante, cuando México logró su independencia, estas provincias, en buena medida manipuladas por concesionarios y contrabandistas ingleses, decidieron formar las "Provincias Unidas de Centroamérica", sólo para ser objeto posterior de nuevos desmembramientos o segmentaciones. Estas fueron provocados, en buen grado, por intervenciones de agentes y empresas inescrupulosas inglesas y estadounidenses, y, ya en el siglo XX, en ambiente de Doctrina Monroe con su Corolario Roosevelt, por la intervención directa o encubierta de empresas y del Estado norteamericanos.
Con el tiempo, todos estos procesos condujeron a una Guatemala contemporánea de unos doce millones de habitantes, con más de la mitad de pobladores amerindios descendientes de mayas, por un lado, más algo como un 40% de mestizaje, por otro; y a las naciones de El Salvador, Honduras y Nicaragua, con poblaciones alrededor de la mitad de esa cifra, cada una, y con los más altos niveles de mestizaje de Latinoamérica, en el orden de un 80% ó más. Belice es un enclave que permanece absurdamente bajo control inglés, pero al que aquí consideraremos como parte de América Latina, puesto que, de sus escasos 300000 habitantes, más de la mitad son mestizos descendientes de varones hispánicos y la casi totalidad restante son de origen indígena, afroamericano o descendientes mulatos (garifunas) de estos. Como una especie de residuo de este proceso de segmentación desproporcionada, al que hemos llamado desmembramiento, está el caso de Costa Rica que, separada siempre del mundo de habla náhuatl por algo como un collar montañoso-volcánico o densamente selvático en torno a la garganta geográfica del paralelo 11º, aprovechó la oportunidad para convertirse en un bolsón étnico y cultural, de inspiración uruguaya, con cerca de cuatro millones de habitantes, más de un 80% de criollos caucásicos, genética mayormente hispánica y cultura fuertemente conservadora y europeizada. Panamá, por otro lado, fue parte de Colombia y de Suramérica hasta comienzos del siglo XX cuando, en una práctica de garrotazos, fue arrancada a Colombia para facilitar la construcción y el control estratégico del Canal por parte de los Estados Unidos; con sus cerca de tres millones de habitantes, mescolanza de blancos de diversos orígenes, inclusive estadounidenses, mestizos variopintos, mulatos, amerindios, negros, zambos y asiáticos, es probablemente la nación étnica y culturalmente más heterogénea de toda Latinoamérica.
Las debilidades económicas, políticas y culturales de las naciones centroamericanas, combinadas con su privilegiada condición geográfica bioceánica, así como con su neta inclusión dentro de la órbita de influencia geopolítica estadounidense, han facilitado su utilización, junto a las naciones caribeñas, como coto de prácticas de dominación de corte imperialista. La aplicación del "Corolario Roosevelt" de la Doctrina Monroe, según el cual los EUA se reservan el derecho de intervenir militarmente en cualquier región americana en donde vean amenazados sus intereses; la tesis de la intervención militar preventiva donde quiera que corran peligro vidas estadounidenses, y el apoyo a movimientos separatistas allí donde favorezcan el control norteamericano de recursos estratégicos, fueron estrenadas a comienzos de siglo, después de la intervención en Cuba de fines del siglo XIX, en Nicaragua, Honduras y Panamá.
Así fue derrocado, previa su conversión mediática en un "déspota medieval", el presidente nicaragüense José Santos Zelaya, seguramente uno de los líderes más competentes y progresistas que jamás haya tenido la región centroamericana, por empeñarse en promover la educación, la electrificación, la construcción de carreteras y redes ferroviarias, la agricultura para la exportación, la unidad centroamericana, la construcción del canal -originalmente proyectada para Nicaragua- y, su peor delito, defender el interés nacional ante los abusos de empresas estadounidenses. También el presidente hondureño Miguel Dávila fue derrocado poco después por querer cobrar impuestos a la todopoderosa firma bananera United Fruit, y negarse a aceptar el control de las aduanas y el Tesoro por parte la firma J.P. Morgan, que hubiesen convertido a Honduras en un protectorado a la puertorriqueña. Y así fue montado, en un santiamén, un movimiento separatista en Panamá que, bajo protección armada de los EUA, declaró la independencia de este departamento colombiano antes de que se procediese a la construcción del estratégico canal.
Otras dos experiencias centroamericanas, de carácter contrapuesto, merecen mención particular en este contexto. Una, la del heroico Augusto César Sandino, quien en 1925 inició su lucha contra el intervencionismo norteamericano con sólo 29 guerrilleros y, en nombre de la ancestralidad indígena y con el masivo apoyo campesino contra los "gringos", logró la evacuación, a mediados de los treinta, de un ejército invasor de 12000 hombres, pero luego, carente de un proyecto de transformación social, perdió las perspectivas, primero, y fue después asesinado por uno de sus lugartenientes, Anastasio Somoza, fundador de una de las más crueles y atrasadas dinastías jamás conocidas en el subcontinente.
La otra, el derrocamiento en Guatemala, ya en plena Guerra Fría, durante los años cincuenta, de Jacobo Árbenz, culto dirigente demócrata de izquierda, con formación tanto militar como científica, que se empeñó en lograr la independencia económica, impulsar una reforma agraria para sentar las bases de un desarrollo capitalista, y elevar la calidad de vida de la gran masa del pueblo guatemalteco. Apenas se propuso la expropiación de las tierras no cultivadas de la United Fruit, ofreciendo pagarles el valor de sus declaraciones de impuestos, se convirtió en blanco de una estructurada estrategia de derrocamiento orquestada por el propio Secretario de Estado John Foster Dulles, principal asesor legal, por décadas, de dicha transnacional bananera, y su hermano Allen, Director de la CIA, también asesor y dueño de una parte sustancial de las acciones de la misma. Dicha estrategia comenzó por decretar mediáticamente su imagen de agente del comunismo soviético, sin que jamás se encontraran más pruebas que el minuto de silencio que pidió observar a la Asamblea Nacional por la muerte de Stalin como líder de la Guerra Mundial antifascista; siguió con una operación desestabilizadora interna y el equipamiento de un ejército invasor de opositores y mercenarios reclutados en el exilio; continuó con una invasión desde Honduras y Nicaragua, ambas bajo dictaduras amigas de los EUA, respaldada con bombardeos a la ciudad de Guatemala perpetrados con pilotos contratados de este mismo país; fue más allá con un ultimátum al ejército para apoyar el golpe contra Árbenz y recuperar la estabilidad pretendidamente amenazada por la presencia de éste, y remató con su deposición, su expulsión del país y la prohibición de mencionar hasta su nombre durante las décadas siguientes. Árbenz murió sólo y en el exilio, y su ejemplo no termina de ser reivindicado, pero, en 1995, sus restos fueron llevados a Guatemala e inhumados en medio de manifestaciones espontáneas del diferido dolor popular, con el más nutrido funeral que jamás se haya conocido en el país.
Las frustradas experiencias centroamericanas de reforma pacífica, sumadas al aliciente de la Revolución Cubana, que demostró supuestamente el éxito de la vía revolucionaria armada antiimperialista, alentaron desde los años sesenta, al igual que en buena parte del resto de América Latina, la emergencia de guerrillas en toda la región. Mientras que los proyectos nacionales de Zelaya, Dávila y Árbenz fueron echados al olvido, la gesta antiyanqui de Sandino y del Che, heredera del mito de David contra Goliat, se convirtió por décadas en la guía oficial inspiradora del cambio de izquierda en y más allá de Centroamérica. La llamada "teoría de la dependencia", según la cual no es viable un capitalismo autónomo o progresista en América Latina, sino sólo una revolución anticapitalista, antiimperialista y socialista vino a reforzar la evaluación apresurada de las ingratas experiencias centroamericanas.
El problema con estos enfoques voluntaristas y belicistas es que, para empezar, se pierden preciosas oportunidades de alcanzar logros factibles y se posterga la imperiosa tarea de transformar las capacidades productivas, participativas y creativas de nuestros pueblos hasta la mañana roja, que nunca termina de llegar, del advenimiento socialista; y, por si esto fuese poco, se escoge un terreno de lucha en donde nuestros hombres, armados con los gloriosos fusiles, llevan todas las de perder -y terminan siendo pichones para prácticas de tiro- contra un ejército estadounidense ante el que, por las malas, es probable que nadie pueda, ni siquiera el resto junto del planeta, salvo, tal vez, para provocar la inmolación de todos. El supuesto caso exitoso cubano no puede seguir siendo interpretado como la victoria de ninguna vía armada antiimperialista, puesto que nunca ha sido tal cosa, sino, a posteriori y antes que nada, el subproducto remanente de una negociación ruso-estadounidense en un contexto de Guerra Fría, en donde, a cambio del retiro de los misiles del suelo cubano y de la renuncia rusa a la exportación del modelo de lucha armada en América Latina, se aceptó la sobrevivencia del régimen de Fidel Castro.
El mecanismo de la violencia, tanto en la escala de la lucha entre naciones como de comunidades, grupos e individuos, pareciera seguir, en un buen número de casos, una lógica análoga: a) A se siente más fuerte que B y se cree con derecho a quitarle a B algo que B tiene y a él le gusta o cree necesitar más; b) A provoca u hostiga a B y lo amenaza con quitarle ese algo de cualquier manera; c) B se siente atropellado o acorralado y reacciona violentamente contra A para que no le quiten ese algo suyo; y d) A contrarreacciona y aplasta a B quitándole lo que desde el comienzo quería, pero justificándose por que B lo agredió también a él. Tal mecanismo, favorito de los guapos de barrio y de entes matones de toda laya, es responsable del ensangrentamiento, todos los días, de cientos de calles latinoamericanas, en donde tantos jóvenes y trabajadores pobres perecen al batirse por pares de zapatos, celulares o pequeños fajos de billetes, y también subyace bajo el enfrentamiento entre naciones de distinta fortaleza. Particularmente, pareciera ser válido en el caso histórico de máximo desnivel o gradiente de fuerzas entre naciones en América, que no puede ser otro que el de los enfrentamientos entre el supergigante del Norte y los pequeños de Centroamérica, en donde, a la larga, éstos han perdido todos los combates.
Afortunadamente, en épocas recientes, en donde sobre todo el pueblo brasileño, el relativamente más fuerte y mejor armado de todos nosotros, y donde originalmente se propuso la citada "teoría de la dependencia", está de regreso, después de una tenaz e infructuosa exploración, de cualquier vía que huela a camino armado antiimperialista, y demostrando, con hechos, que es por la vía del ejercicicio de la política, del fortalecimiento de la democracia, de la negociación de conflictos, de la capacitación para la resolución de problemas, como podremos avanzar. Si bien es cierto que, en circunstancias extremas, a los débiles pacíficos no nos queda otra opción que la de sucumbir ante los fuertes violentos, también debería serlo que deberíamos hacer lo imposible por dificultarles la tarea y alterar el paso c) de la cadena, que es el único que depende de nosotros. Si conocemos nuestras necesidades y nos preparamos para argumentar, dialogar y negociar, aunque el otro se resista, en defensa de nuestros legítimos derechos, tendremos mucho más chance de sobrevivir y prosperar. O sea, si, con todo el respeto y cariño hacia Sandino y el Che, terminamos de empeñarnos en transitar el camino, cuesta arriba pero viable, de los Zelaya, Dávila y Árbenz...
¡Quién sabe si esto fue lo que quisieron decirnos aquellos cultos hombres de maíz, los mayas, con su extraña decisión de no batirse contra los violentos aztecas o españoles!
La civilización maya, que había tenido su esplendor hacia los años 600 al 800, fue una de las pocas civilizaciones originarias del mundo -es decir, que fue edificada a partir de tribus primitivas y no surgió por transculturación de ninguna otra configuración civilizada anterior-, y tuvo su epicentro precisamente en las tierras bajas tropicales de las naciones y la península mencionadas. Con un acentuado sentido de grandeza a largo plazo, que sugiere conciencia del reto civilizatorio que afrontaban, los mayas se lanzaron a crear numerosas explanadas en la selva y construir allí imperecederas obras arquitectónicas, acompañadas de un arte escultórico monolítico concebido como quien quiere vencer la efimeridad de tantos fenómenos tropicales. Con avanzados sistemas de riego, una escritura de estilo alfabético o de signos independientes -de la cual, para nuestra pena, decidieron no revelar sus códigos interpretativos-, una arquitectura empeñada en alcanzar la verticalidad -que alcanzó, no pocas veces, el porte de edificios contemporáneos de treinta pisos o más-, avanzados conocimientos aritméticos "casi algebraicos", un calendario de precisión con nada que envidiar a los occidentales de muchos siglos después, una avanzada cosmogonía como la sugerida por la postrera transcripción del Popol Vuh, y muchos otros aportes, los mayas parecieron apuntar hacia un liderazgo regional a punta de cultura más que de fuerza. Acerca del porqué de la súbita desaceleración de este empuje cultural -que no fue decadencia ni desaparición, puesto que los mayas llegaron primero a la región mesoamericana y siempre han estado allí-, se han tejido distintas hipótesis, con la de Toynbee, del agotamiento en la búsqueda de respuestas a los desafíos de la selva tropical, como una de las más difundidas. En lo personal, y mientras se ponen de acuerdo los expertos, me gusta imaginar que decidieron detener y dispersar sus creaciones para dejarle a la humanidad futura un mensaje en clave acerca del sentido de la vida civilizada, que todavía no hemos logrado, ni sus descendientes quieren, descifrar.
El proceso de implantación inicial en estas áreas periféricas, o sea, de reemplazo de las cúpulas aristocráticas dirigentes por sus equivalentes hispánicos, fue seguido de un proceso de hibridación entre los varones invasores y las hembras locales, análogo a los que ya hemos descrito para los pueblos mexicano, peruano y boliviano, con un mayor parecido con este último, en el caso guatemalteco, donde residía un pueblo más cohesionado cultural y geográficamente, y con el primero (puesto que el núcleo imperial azteca resultó el más desastrado), en los casos restantes hondureño, salvadoreño y nicaragüense, de mayor dispersión poblacional. Cuando los conquistadores organizaron a México como el Virreinato de Nueva España, establecieron las provincias correspondientes a las actuales naciones centroamericanas, excepto Panamá que era parte del Virreinato de Nueva Granada. No obstante, cuando México logró su independencia, estas provincias, en buena medida manipuladas por concesionarios y contrabandistas ingleses, decidieron formar las "Provincias Unidas de Centroamérica", sólo para ser objeto posterior de nuevos desmembramientos o segmentaciones. Estas fueron provocados, en buen grado, por intervenciones de agentes y empresas inescrupulosas inglesas y estadounidenses, y, ya en el siglo XX, en ambiente de Doctrina Monroe con su Corolario Roosevelt, por la intervención directa o encubierta de empresas y del Estado norteamericanos.
Con el tiempo, todos estos procesos condujeron a una Guatemala contemporánea de unos doce millones de habitantes, con más de la mitad de pobladores amerindios descendientes de mayas, por un lado, más algo como un 40% de mestizaje, por otro; y a las naciones de El Salvador, Honduras y Nicaragua, con poblaciones alrededor de la mitad de esa cifra, cada una, y con los más altos niveles de mestizaje de Latinoamérica, en el orden de un 80% ó más. Belice es un enclave que permanece absurdamente bajo control inglés, pero al que aquí consideraremos como parte de América Latina, puesto que, de sus escasos 300000 habitantes, más de la mitad son mestizos descendientes de varones hispánicos y la casi totalidad restante son de origen indígena, afroamericano o descendientes mulatos (garifunas) de estos. Como una especie de residuo de este proceso de segmentación desproporcionada, al que hemos llamado desmembramiento, está el caso de Costa Rica que, separada siempre del mundo de habla náhuatl por algo como un collar montañoso-volcánico o densamente selvático en torno a la garganta geográfica del paralelo 11º, aprovechó la oportunidad para convertirse en un bolsón étnico y cultural, de inspiración uruguaya, con cerca de cuatro millones de habitantes, más de un 80% de criollos caucásicos, genética mayormente hispánica y cultura fuertemente conservadora y europeizada. Panamá, por otro lado, fue parte de Colombia y de Suramérica hasta comienzos del siglo XX cuando, en una práctica de garrotazos, fue arrancada a Colombia para facilitar la construcción y el control estratégico del Canal por parte de los Estados Unidos; con sus cerca de tres millones de habitantes, mescolanza de blancos de diversos orígenes, inclusive estadounidenses, mestizos variopintos, mulatos, amerindios, negros, zambos y asiáticos, es probablemente la nación étnica y culturalmente más heterogénea de toda Latinoamérica.
Las debilidades económicas, políticas y culturales de las naciones centroamericanas, combinadas con su privilegiada condición geográfica bioceánica, así como con su neta inclusión dentro de la órbita de influencia geopolítica estadounidense, han facilitado su utilización, junto a las naciones caribeñas, como coto de prácticas de dominación de corte imperialista. La aplicación del "Corolario Roosevelt" de la Doctrina Monroe, según el cual los EUA se reservan el derecho de intervenir militarmente en cualquier región americana en donde vean amenazados sus intereses; la tesis de la intervención militar preventiva donde quiera que corran peligro vidas estadounidenses, y el apoyo a movimientos separatistas allí donde favorezcan el control norteamericano de recursos estratégicos, fueron estrenadas a comienzos de siglo, después de la intervención en Cuba de fines del siglo XIX, en Nicaragua, Honduras y Panamá.
Así fue derrocado, previa su conversión mediática en un "déspota medieval", el presidente nicaragüense José Santos Zelaya, seguramente uno de los líderes más competentes y progresistas que jamás haya tenido la región centroamericana, por empeñarse en promover la educación, la electrificación, la construcción de carreteras y redes ferroviarias, la agricultura para la exportación, la unidad centroamericana, la construcción del canal -originalmente proyectada para Nicaragua- y, su peor delito, defender el interés nacional ante los abusos de empresas estadounidenses. También el presidente hondureño Miguel Dávila fue derrocado poco después por querer cobrar impuestos a la todopoderosa firma bananera United Fruit, y negarse a aceptar el control de las aduanas y el Tesoro por parte la firma J.P. Morgan, que hubiesen convertido a Honduras en un protectorado a la puertorriqueña. Y así fue montado, en un santiamén, un movimiento separatista en Panamá que, bajo protección armada de los EUA, declaró la independencia de este departamento colombiano antes de que se procediese a la construcción del estratégico canal.
Otras dos experiencias centroamericanas, de carácter contrapuesto, merecen mención particular en este contexto. Una, la del heroico Augusto César Sandino, quien en 1925 inició su lucha contra el intervencionismo norteamericano con sólo 29 guerrilleros y, en nombre de la ancestralidad indígena y con el masivo apoyo campesino contra los "gringos", logró la evacuación, a mediados de los treinta, de un ejército invasor de 12000 hombres, pero luego, carente de un proyecto de transformación social, perdió las perspectivas, primero, y fue después asesinado por uno de sus lugartenientes, Anastasio Somoza, fundador de una de las más crueles y atrasadas dinastías jamás conocidas en el subcontinente.
La otra, el derrocamiento en Guatemala, ya en plena Guerra Fría, durante los años cincuenta, de Jacobo Árbenz, culto dirigente demócrata de izquierda, con formación tanto militar como científica, que se empeñó en lograr la independencia económica, impulsar una reforma agraria para sentar las bases de un desarrollo capitalista, y elevar la calidad de vida de la gran masa del pueblo guatemalteco. Apenas se propuso la expropiación de las tierras no cultivadas de la United Fruit, ofreciendo pagarles el valor de sus declaraciones de impuestos, se convirtió en blanco de una estructurada estrategia de derrocamiento orquestada por el propio Secretario de Estado John Foster Dulles, principal asesor legal, por décadas, de dicha transnacional bananera, y su hermano Allen, Director de la CIA, también asesor y dueño de una parte sustancial de las acciones de la misma. Dicha estrategia comenzó por decretar mediáticamente su imagen de agente del comunismo soviético, sin que jamás se encontraran más pruebas que el minuto de silencio que pidió observar a la Asamblea Nacional por la muerte de Stalin como líder de la Guerra Mundial antifascista; siguió con una operación desestabilizadora interna y el equipamiento de un ejército invasor de opositores y mercenarios reclutados en el exilio; continuó con una invasión desde Honduras y Nicaragua, ambas bajo dictaduras amigas de los EUA, respaldada con bombardeos a la ciudad de Guatemala perpetrados con pilotos contratados de este mismo país; fue más allá con un ultimátum al ejército para apoyar el golpe contra Árbenz y recuperar la estabilidad pretendidamente amenazada por la presencia de éste, y remató con su deposición, su expulsión del país y la prohibición de mencionar hasta su nombre durante las décadas siguientes. Árbenz murió sólo y en el exilio, y su ejemplo no termina de ser reivindicado, pero, en 1995, sus restos fueron llevados a Guatemala e inhumados en medio de manifestaciones espontáneas del diferido dolor popular, con el más nutrido funeral que jamás se haya conocido en el país.
Las frustradas experiencias centroamericanas de reforma pacífica, sumadas al aliciente de la Revolución Cubana, que demostró supuestamente el éxito de la vía revolucionaria armada antiimperialista, alentaron desde los años sesenta, al igual que en buena parte del resto de América Latina, la emergencia de guerrillas en toda la región. Mientras que los proyectos nacionales de Zelaya, Dávila y Árbenz fueron echados al olvido, la gesta antiyanqui de Sandino y del Che, heredera del mito de David contra Goliat, se convirtió por décadas en la guía oficial inspiradora del cambio de izquierda en y más allá de Centroamérica. La llamada "teoría de la dependencia", según la cual no es viable un capitalismo autónomo o progresista en América Latina, sino sólo una revolución anticapitalista, antiimperialista y socialista vino a reforzar la evaluación apresurada de las ingratas experiencias centroamericanas.
El problema con estos enfoques voluntaristas y belicistas es que, para empezar, se pierden preciosas oportunidades de alcanzar logros factibles y se posterga la imperiosa tarea de transformar las capacidades productivas, participativas y creativas de nuestros pueblos hasta la mañana roja, que nunca termina de llegar, del advenimiento socialista; y, por si esto fuese poco, se escoge un terreno de lucha en donde nuestros hombres, armados con los gloriosos fusiles, llevan todas las de perder -y terminan siendo pichones para prácticas de tiro- contra un ejército estadounidense ante el que, por las malas, es probable que nadie pueda, ni siquiera el resto junto del planeta, salvo, tal vez, para provocar la inmolación de todos. El supuesto caso exitoso cubano no puede seguir siendo interpretado como la victoria de ninguna vía armada antiimperialista, puesto que nunca ha sido tal cosa, sino, a posteriori y antes que nada, el subproducto remanente de una negociación ruso-estadounidense en un contexto de Guerra Fría, en donde, a cambio del retiro de los misiles del suelo cubano y de la renuncia rusa a la exportación del modelo de lucha armada en América Latina, se aceptó la sobrevivencia del régimen de Fidel Castro.
El mecanismo de la violencia, tanto en la escala de la lucha entre naciones como de comunidades, grupos e individuos, pareciera seguir, en un buen número de casos, una lógica análoga: a) A se siente más fuerte que B y se cree con derecho a quitarle a B algo que B tiene y a él le gusta o cree necesitar más; b) A provoca u hostiga a B y lo amenaza con quitarle ese algo de cualquier manera; c) B se siente atropellado o acorralado y reacciona violentamente contra A para que no le quiten ese algo suyo; y d) A contrarreacciona y aplasta a B quitándole lo que desde el comienzo quería, pero justificándose por que B lo agredió también a él. Tal mecanismo, favorito de los guapos de barrio y de entes matones de toda laya, es responsable del ensangrentamiento, todos los días, de cientos de calles latinoamericanas, en donde tantos jóvenes y trabajadores pobres perecen al batirse por pares de zapatos, celulares o pequeños fajos de billetes, y también subyace bajo el enfrentamiento entre naciones de distinta fortaleza. Particularmente, pareciera ser válido en el caso histórico de máximo desnivel o gradiente de fuerzas entre naciones en América, que no puede ser otro que el de los enfrentamientos entre el supergigante del Norte y los pequeños de Centroamérica, en donde, a la larga, éstos han perdido todos los combates.
Afortunadamente, en épocas recientes, en donde sobre todo el pueblo brasileño, el relativamente más fuerte y mejor armado de todos nosotros, y donde originalmente se propuso la citada "teoría de la dependencia", está de regreso, después de una tenaz e infructuosa exploración, de cualquier vía que huela a camino armado antiimperialista, y demostrando, con hechos, que es por la vía del ejercicicio de la política, del fortalecimiento de la democracia, de la negociación de conflictos, de la capacitación para la resolución de problemas, como podremos avanzar. Si bien es cierto que, en circunstancias extremas, a los débiles pacíficos no nos queda otra opción que la de sucumbir ante los fuertes violentos, también debería serlo que deberíamos hacer lo imposible por dificultarles la tarea y alterar el paso c) de la cadena, que es el único que depende de nosotros. Si conocemos nuestras necesidades y nos preparamos para argumentar, dialogar y negociar, aunque el otro se resista, en defensa de nuestros legítimos derechos, tendremos mucho más chance de sobrevivir y prosperar. O sea, si, con todo el respeto y cariño hacia Sandino y el Che, terminamos de empeñarnos en transitar el camino, cuesta arriba pero viable, de los Zelaya, Dávila y Árbenz...
¡Quién sabe si esto fue lo que quisieron decirnos aquellos cultos hombres de maíz, los mayas, con su extraña decisión de no batirse contra los violentos aztecas o españoles!
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