La satisfacción de las necesidades alimentarias y sexuales, las más primarias o de sobrevivencia, en buena medida determina las dinámicas poblacionales y el carácter de la estructura familiar, y establece el marco general o punto de partida a partir del cual deberán satisfacerse todas las demás necesidades, o, lo que es lo mismo, si esas necesidades no se satisfacen y no se alcanzan las libertades correspondientes resulta muy difícil satisfacer las restantes y disponer de las autonomías o libertades para convertir en hechos nuestras identidades antropológicas. Las necesidades de vivienda, salud, transporte, comunicaciones y seguridad en la mayoría de nuestros países latinoamericanos, pongamos por caso, se han ido tornando cada vez más insatisfechas y duras de atender dondequiera que las mencionadas necesidades primarias han estado secularmente fuera de control.
Atenazados por la égida de una ideología que proscribe la sexualidad en el matrimonio y la familia, pretende hacer de la pareja un mero mecanismo reproductivo, condena los métodos anticonceptivos y el aborto, y empuja, en consecuencia, primero a los varones, pero luego, cual mecanismo de demanda y oferta, a las hembras jóvenes, a la búsqueda del sexo, el placer y/o el provecho económico, fuera de los confines maritales o de los hogares establecidos, por un lado, y con la influencia avasalladora de medios de comunicación y una publicidad que pretenden encadenar la sexualidad a la obtención de estatus, poder y bienes de consumo, por otro, los mecanismos reproductivos en América Latina conspiran fuertemente contra cualquier planificación u ordenamiento racional de nuestras sociedades. Las elevadas tasas de natalidad y de crecimiento poblacional, que ya hemos explorado, contribuyen decisivamente a conformar una estructura poblacional con un exceso -en relación a las posibilidades de crianza, atención, educación, etc., de los adultos en edad de trabajar y asumir responsabilidades- de población joven, que, mucho y viciosamente, abona en pro de perpetuar nuestras calamidades sociales.
Mientras que la mediana de edad, es decir, la edad en torno a la cual la población se divide según su edad, monótonamente ordenada, en dos bloques de igual magnitud, en las sociedades modernas, según los últimos datos disponibles (2007), anda por los alrededores de los cuarenta años: Alemania (43), Australia (37), Austria (41), Bélgica (41), Canadá (39), Dinamarca (40), España (40), Estados Unidos (36), Finlandia (41), Francia (39), Italia (43), Japón (44), Noruega (39), Reino Unido (39), Suecia (41), Suiza (41), en nuestros países suele estar por debajo de los treinta años y, en no pocos casos, rozando o hasta por debajo de los veinte años: Argentina (29), Bolivia (21), Brasil (28), Colombia (26), Costa Rica (27), Ecuador (25), El Salvador (24), Guatemala (18), Haití (21), Honduras (20), México (26), Nicaragua (21), Panamá (27), Paraguay (22), Perú (25), República Dominicana (24) y Venezuela (25). Cuba (37), sobre todo, y luego Uruguay (33) y Chile (31) son las únicas naciones latinoamericanas independientes con medianas de edad por encima de los treinta años.
En cuanto a la población menor de quince años, que internacionalmente es considerada como la edad mínima para la incorporación a la fuerza de trabajo, las naciones modernas y organizadas suelen tener a menos de un 20% de su población en este rango: Alemania (14%), Australia (19%), Austria (15%), Bélgica (17%), Canadá (17%), Dinamarca (19%), España (15%), Estados Unidos (20%), Finlandia (17%), Francia (18%), Italia (14%), Japón (14%), Noruega (19%), Reino Unido (18%), Suecia (17%), Suiza (16%), mientras que nosotros, por regla general, estamos cercanos a, y en la mayoría de los casos por encima de, un 30%: Argentina (26%), Bolivia (37%), Brasil (27%), Chile (24%), Colombia (29%), Costa Rica (27%), Ecuador (32%), El Salvador (33%), Guatemala (43%), Haití (37%), Honduras (39%), México (30%), Nicaragua (37%), Panamá (30%), Paraguay (35%), Perú (31%), República Dominicana (33%), Uruguay (23%) y Venezuela (31%). Cuba, que no por casualidad es la única nación latinoamericana independiente con un aborto legalizado y con un uso intensivo de métodos anticonceptivos, es también, con la más baja tasa anual de crecimiento poblacional (un 0,2%, igual a la de Uruguay),) y sólo un 18% de menores de quince años, la única con menos de una quinta parte de estos menores en su población.
A consecuencia de estas estructuras poblacionales, los típicos gráficos de distribución poblacional por edades y sexo, que en las naciones modernas suelen tener la forma de un barril, estrecho en la base y en el tope, correspondientes, respectivamente, a las franjas de las poblaciones jóvenes y de tercera edad, y grueso en el centro, correspondiente a la población entre quince y sesenta y cinco años, en nuestras naciones, incluso advirtiendo que ha habido un avance en relación a hace unas pocas décadas, suelen tener la forma de una pirámide, en ocasiones con bases extraanchas y topes puntiagudos. Tal estructura determina, a su vez, que en muchos casos los adultos trabajadores tengan que bregar con pesadas cargas familiares, no pocas veces procedentes de pasadas y efímeras relaciones, lo cual, como lo veremos en el próximo artículo, conspira contra la estabilidad de nuestros hogares.
Afortunadamente, nuestros territorios y recursos naturales todavía nos permiten disfrutar de una densidad poblacional relativamente baja, y, sin que nadie pueda atribuirse el mérito por este subproducto benigno de nuestro desorden reproductivo, contamos con una profunda miscigenación o coalescencia genética, sin parangón mundial, que constituye un buen pivote para la superación de cualquier racismo remanente heredado de nuestro pasado colonial.
Frente a estas inquietantes realidades, la posición, tanto de las derechas como de las izquierdas continentales tradicionales suele ser casi de complacencia: en el primer caso porque se quiere ver allí la prueba fehaciente de que los pobres, con sus desórdenes reproductivos, tienen la mismísima culpa de su pobreza, mientras que en el otro caso se aprecia en esta proliferación incontrolada de pobres nada menos que una potencial fuerza revolucionaria que dará tarde o temprano al traste con imperios y oligarquías. Eduardo Galeano, por ejemplo, en algún lugar de su Las venas abiertas de América Latina (que cito de memoria porque estoy redactando en la oficina y tengo mi ejemplar en el estudio de mi casa...), se manifiesta opuesto por principio a cualquier planificación familiar puesto que ello sería como querer matar a los futuros guerrilleros en los vientres maternos (y aquí echo de menos un tipo de comillas para citas aproximadas que uso en mis papeles personales).
Si las cosas funcionasen así, ya bien poco halagüeñas serían nuestras perspectivas, pues se trataría nada más que de escoger el lugar para que nos maten, pero resulta que son mucho peores, puesto que la izquierda dista de tener la exclusividad de captar sus tropas entre estos niños, adolescentes y jóvenes escasamente atendidos por sus mayores. La delincuencia común, los narcotraficantes, los tratantes de blancas e inclusive de blancas menores, los comerciantes de órganos, plasma y sangre, las mafias, los corruptores de menores y los sádicos y, lo peor de todo, las dictaduras y los fascismos, también ven en esta tierna sobrepoblación a la deriva una oportunidad para reclutar sus huestes y pescar en río revuelto. No es en absoluto casual que tanto Hitler como Mussolini hayan hecho de sus políticas de reproducción acelerada de la población puntas de lanza de sus estrategias autocráticas; y en México y Centroamérica ya esta en marcha un peligrosísimo mecanismo de creación de violentas mafias juveniles (como la Mara Salvatrucha o MS-13) que está causando estragos y amenaza con extenderse al resto del subcontinente.
La mezcla resonante entre hambre y niñez abandonada o falta de crianza y educación, que se potencia con el debilitamiento de la estructura familiar que exploraremos en el próximo artículo, es un coctel explosivo inaguantable para cualquier proyecto social superador. Esta mezcla no es una causa, como pretende la extrema derecha, sino una consecuencia de nuestros problemas (que, por supuesto, de rebote, contribuye a agravarlos); pero tampoco, como en el fondo lo postula nuestra extrema izquierda, puede ser vista como una panacea. Cuanto antes saquemos esta problemática del voluminoso baúl de los tabúes de los que no se habla en ninguna campaña electoral, por temor a perder votos, mayores oportunidades tendremos de abordar la búsqueda de soluciones y, por ende, de colocarnos en la perspectiva de agarrar nuestras sartenes por el mango, es decir, de conquistar nuestras genuinas libertades para construir futuros promisorios.
Cuanto antes actuemos ante estos desafíos, como ya lo ha hecho Cuba para sí misma, puesto que no quiere guerrillas en su escaso suelo (aunque cuidándose de exportar esta valiosa experiencia al resto de América Latina), más oportunidad tendremos de escapar a esta fatal cuenta regresiva, que nos amenaza con arrojarnos al a veces llamado Cuarto Mundo o de tipo africano. Todavía tenemos tiempo para actuar, y sencillamente no es verdad que el Imperio sea un obstáculo para impulsar desde ahora mismo una política de saneamiento y atención a nuestras necesidades en el ámbito sexual y reproductivo, que nos haga más factible la búsqueda de soluciones a nuestros múltiples otros problemas.
martes, 30 de marzo de 2010
viernes, 26 de marzo de 2010
Nuestras necesidades y libertades sexuales
Las necesidades y libertades sexuales, a las que también podríamos llamar reproductivas si entendiésemos este término en su sentido amplio y no meramente biológico, forman parte, según nuestro criterio, como hace rato lo dijimos, de las necesidades y libertades de sobrevivencia. Si las necesidades y libertades alimentarias se vinculan al aseguramiento de nuestra existencia presente o inmediata, las sexuales o reproductivas están ligadas a la preservación de nuestra carga genética y nuestra identidad esencial en el largo plazo. También hemos dicho, en un artículo anterior, que no logramos entender como estas necesidades tan absolutamente imperiosas no fueron incorporadas al clásico esquema de las necesidades humanas de Abraham Maslow, cuando resulta que participan de todos sus atributos. Nos resulta obvio que la sobrevivencia de ninguna especie no puede garantizarse en el largo plazo (más allá de la existencia de los individuos) sin satisfacer la necesidad de su reproducción genética, en sentido estricto, y, como quisimos sustentarlo en el artículo precedente, sin el despliegue de un conjunto de fuerzas, lamentablemente aun poco entendidas, a las que estamos llamando, a sabiendas de que forzamos la acepción convencional, sexo.
Como todas las necesidades, la del sexo comienza por demandarnos una atención forzosa, como una suerte de hambre que no dependiera de nosotros responder o no ante ella, pero, una vez satisfecha o al menos alcanzada la comprensión de su naturaleza, deja al individuo en condiciones de ejercer su libertad y hacer aportes autodeterminados a la preservación de nuestra identidad humana amativa. Aunque el sexo sería, desde esta perspectiva, una fuerza común cuando menos a la inmensa mayoría de organismos animales y vegetales, también actuaría como una fuerza con un sentido específico, o no ciega, para cada especie, articulada a la realización de su identidad. En el caso humano, la conquista de cualquier libertad sexual genuina pasaría por asimilar la conexión profunda, con o sin reproducción, entre sexo y amor, tal y como lo sugiere la expresión occidental de hacer el amor. Carece de sentido entonces, para nosotros, emplear la expresión de que, digamos, una pareja de leones hace el amor cuando se aparea, puesto que su identidad no es la amorosa (aunque quizás podríamos decir que, por ejemplo, hace el furor, si concluyésemos que esa es la identidad profunda de estos felinos).
Si nos hemos detenido en estas disquisiciones conceptuales es porque las consideramos esenciales para tener una visión de conjunto de la problemática del sexo en nuestras sociedades contemporáneas, en donde se debaten maniqueamente dos concepciones: una, de factura medieval, que intenta ver al sexo sólo como necesidad de reproducción, proscribe cualquier intento de entenderlo como fuente de placer y satisfacción, entiende la procreación como un mandato divino a obedecer por los mortales, y, por tanto, rechaza el uso de anticonceptivos y prohíbe el aborto bajo cualquier circunstancia; y otra, de corte moderno, que pretende verlo esencialmente como una libertad placentera ejercida en función de sí misma, es decir, no como una libertad para hacer o edificar el amor, y que pretende hacer del uso de anticonceptivos y del aborto una simple cuestión profiláctica. Mientras que una postura pretende equiparar sexo con necesidad u obligación, y contribuye a desatar inmanejables crecimientos reproductivos de la población, la otra empuja en favor de un libertinaje sexual que tiende a desvincular esta fuerza de su esencia amorosa. La una se empeña en proclamar un amor sin sexo y la otra un sexo sin amor.
En el plano social, esto contribuye a que sociedades, como las latinoamericanas, aun bajo la tutela de instituciones e ideologías premodernas y sometidas al bombardeo indiscriminado de imágenes sexuales procedentes de medios de comunicación modernos, no hayamos sido capaces de gobernar nuestra sexualidad hasta hacerla compatible con la edificación de un orden social armonioso. En efecto, mientras que entre 1950 y el año actual la población de la mayoría de países modernos se incrementó en apenas unas decenas porcentuales o a lo sumo se duplicó, en buen número de nuestros países la población se cuadruplicó, quintuplicó o hasta sextuplicó. En este lapso, por ejemplo, la población danesa pasó de 4,2 millones a 5,5 millones, con una subida de 30%; la sueca de 7 a 9 millones, con igual alza; la francesa pasó de aproximadamente 42 millones a 63 millones, con un incremento de 50%; la italiana pasó de 47 millones a 60 millones, con un alza de cerca de 30%; la inglesa de 50 millones a 62 millones, con un aumento de un 25%; la española fue desde 28 millones a 46 millones, con un ascenso de 65 %; la estadounidense de 152 a 310 millones, duplicándose; y la canadiense se desplazó de 14 a 34 millones, multiplicándose por casi dos veces y media. En contraste, para el mismo período de referencia, la población ecuatoriana aumentó cuatro veces, al evolucionar desde 3,4 hasta 13,8 millones; la boliviana casi se cuadruplicó, al pasar de 2,7 a 10 millones; la haitiana casi se triplicó al pasar de 3,2 a 10 millones; la colombiana casi se cuadruplicó, al pasar de 12,5 a 45,5 millones; la peruana casi se cuadruplicó, al ir desde 7,6 hasta 29 millones; la brasileña se incrementó tres veces y media, al pasar de 54 a 192 millones; la mexicana se cuadruplicó, desde casi 28 hasta 108 millones; la guatemalteca se multiplicó por cuatro veces y media, al moverse desde 2,9 millones a 13,5 millones; la hondureña se quintuplicó holgadamente, desde 1,4 hasta 7,9 millones; y la venezolana casi se sextuplicó, al pasar de 5 a casi 29 millones.
Por supuesto que las cifras anteriores están afectadas por factores migrato- rios, que no tienen que ver con las tasas de reproducción, y también por las tasas de mortalidad, por lo cual un análisis más fino tendría que separar estas clases de factores; y tampoco estamos queriendo insinuar lo que probablemente cierto izquierdismo latinoamericano, a lo Eduardo Galeano, entenderá, a saber, que le estamos echando la culpa a los pobres, haciéndole coro a la extrema derecha regional, de su propia pobreza, por reproducirse sin ton ni son. Nada de esto, lo que argumentamos es que mientras no seamos capaces de encauzar nuestras energías sexuales y reproductivas, y distinguir la satisfacción de impulsos primarios del goce de la sexualidad, nos será muchísimo más difícil, no importa bajo qué sistema social, acceder a una sociedad más equilibrada y armoniosa. No tenemos derecho, a cuenta de que muchas fundaciones gringas y sus contrapartes locales promuevan -incluso si lo hacen farisaicamente- el control de la natalidad como solución a nuestros problemas, a estimular la paternidad irresponsable y alcahuetear la seducción y violación sistemática de muchas de nuestras adolescentes, que de seguro se hallan también entre las causas de estas tasas extremas de natalidad.
Mientras que la gran mayoría de países europeos y afines tienen tasas de crecimiento de la natalidad inferiores a 2% e incluso cercanas al 1%, y tasas de fecundidad total de menos de dos hijos de por vida por mujer, nosotros tenemos tasas de crecimiento de la natalidad superiores al 2,2% en la mayoría de los casos, e incluso superiores al 3% (Haití y Guatemala), y tasas de fecundidad total de cerca de tres hijos por mujer en la mayoría de los casos, y de hasta cuatro (Guatemala) y cinco hijos (Haití). Mientras que, de acuerdo a los últimos datos de la Organización Mundial de la Salud, en aquellos países la fecundidad en adolescentes (de 19 años o menos) suele estar por debajo del 2%, nosotros las tenemos en el orden del 6% ó más, en la mayoría de los casos, e inclusive del 8% (México, Panamá, Bolivia, Venezuela, Colombia, República Dominicana, Ecuador, Honduras y Nicaragua); y mientras que en los primeros es casi universal el uso de anticonceptivos en parejas heterosexuales de diversa índole, en nuestros países el número de parejas que planifica su reproducción anda por debajo del 60% en la mayoría de casos. El aborto sigue siendo ilegal en la mayoría de nuestros países, con la sola excepción de Cuba, Puerto Rico y las Antillas Francesas, en oposición a la mayoría de países modernos, inclusive católicos, donde es una práctica aceptada -y recomendada por los organismos de Naciones Unidas- sobre todo en las primeras semanas del embarazo no deseado y desvinculado del amor, como un correctivo en aras de preservar la salud física y espiritual de la madre, y, en general, de la sociedad en su conjunto.
En nuestra región, sólo vemos a Cuba, Argentina, Chile y Uruguay en la ruta de tener control sobre sus procesos de crecimiento poblacional, lo cual los coloca en posición ventajosa, al margen de sus distintos regímenes sociales, para conquistar sus libertades sexuales y planificar sus futuros. Sin la sana satisfacción de estas necesidades sexuales y reproductivas, que curiosamente se refuerzan para bien o para mal con las necesidades alimentarias (a más hambre más sexo y reproducción incontrolados, y viceversa), será harto cuesta arriba la transformación de nuestros países.
Las fuerzas sexuales, entendidas en su sentido más amplio como las fuerzas del calor, la ternura y el acariciamiento interhumano, son absolutamente indispensables para, e indesligables de, la efectiva realización de nuestra identidad amativa. Aun cuando en sus versiones más intensas, asociadas a la cópula entre individuos fértiles de distinto sexo, estas fuerzas soportan nuestra reproducción genética, no por ello, después de millones de años de evolución biológica, pueden restringirse a este papel, puesto que hacer el amor, en la acepción amplia que nos gustaría difundir aquí, no es otra cosa que hacer la humanidad. Cuando, con confianza y entrega, o sea con amor, abrazamos o acariciamos a nuestra pareja, a nuestros seres queridos o a nuestros hijos -y si estamos sanos el instinto nos dirá inequívocamente que está bien o mal hecho en cada caso- estamos construyendo al ser humano. Un ser humano sin caricias o sin capacidad de acariciar es una contradicción en sus términos: esas criaturas, que alguna vez hemos visto en documentales televisivos, crecidas en la soledad o con animales, o, menos extremamente, esos seres despiadadamente asesinos a quienes vemos confesar por la prensa que jamás conocieron la ternura, son indudablemente seres deshumanizados a quienes las fuerzas sexuales no tuvieron oportunidad de moldear.
Si seguimos empeñados en ver estas fuerzas como ajenas y en desconocer su contenido libertario, seguiremos dando tumbos y convirtiendo a nuestra propia reproducción en una maldición; pero si abusamos de ellas y las desvirtuamos y comercializamos y prostituimos, nos alejaremos cada vez más del camino de construir una civilización acorde con nuestra identidad profunda. Es imperativo propiciar, aunque sea muy a largo plazo, un cambio civilizatorio que restaure al amor como identidad humana fundamental y permita hacer del sexo su fuerza esencial de sustentación, de la manera espontánea en que siempre actuó en las sociedades primitivas sin clases sociales, durante la casi totalidad de nuestra existencia "precivilizada".
Como todas las necesidades, la del sexo comienza por demandarnos una atención forzosa, como una suerte de hambre que no dependiera de nosotros responder o no ante ella, pero, una vez satisfecha o al menos alcanzada la comprensión de su naturaleza, deja al individuo en condiciones de ejercer su libertad y hacer aportes autodeterminados a la preservación de nuestra identidad humana amativa. Aunque el sexo sería, desde esta perspectiva, una fuerza común cuando menos a la inmensa mayoría de organismos animales y vegetales, también actuaría como una fuerza con un sentido específico, o no ciega, para cada especie, articulada a la realización de su identidad. En el caso humano, la conquista de cualquier libertad sexual genuina pasaría por asimilar la conexión profunda, con o sin reproducción, entre sexo y amor, tal y como lo sugiere la expresión occidental de hacer el amor. Carece de sentido entonces, para nosotros, emplear la expresión de que, digamos, una pareja de leones hace el amor cuando se aparea, puesto que su identidad no es la amorosa (aunque quizás podríamos decir que, por ejemplo, hace el furor, si concluyésemos que esa es la identidad profunda de estos felinos).
Si nos hemos detenido en estas disquisiciones conceptuales es porque las consideramos esenciales para tener una visión de conjunto de la problemática del sexo en nuestras sociedades contemporáneas, en donde se debaten maniqueamente dos concepciones: una, de factura medieval, que intenta ver al sexo sólo como necesidad de reproducción, proscribe cualquier intento de entenderlo como fuente de placer y satisfacción, entiende la procreación como un mandato divino a obedecer por los mortales, y, por tanto, rechaza el uso de anticonceptivos y prohíbe el aborto bajo cualquier circunstancia; y otra, de corte moderno, que pretende verlo esencialmente como una libertad placentera ejercida en función de sí misma, es decir, no como una libertad para hacer o edificar el amor, y que pretende hacer del uso de anticonceptivos y del aborto una simple cuestión profiláctica. Mientras que una postura pretende equiparar sexo con necesidad u obligación, y contribuye a desatar inmanejables crecimientos reproductivos de la población, la otra empuja en favor de un libertinaje sexual que tiende a desvincular esta fuerza de su esencia amorosa. La una se empeña en proclamar un amor sin sexo y la otra un sexo sin amor.
En el plano social, esto contribuye a que sociedades, como las latinoamericanas, aun bajo la tutela de instituciones e ideologías premodernas y sometidas al bombardeo indiscriminado de imágenes sexuales procedentes de medios de comunicación modernos, no hayamos sido capaces de gobernar nuestra sexualidad hasta hacerla compatible con la edificación de un orden social armonioso. En efecto, mientras que entre 1950 y el año actual la población de la mayoría de países modernos se incrementó en apenas unas decenas porcentuales o a lo sumo se duplicó, en buen número de nuestros países la población se cuadruplicó, quintuplicó o hasta sextuplicó. En este lapso, por ejemplo, la población danesa pasó de 4,2 millones a 5,5 millones, con una subida de 30%; la sueca de 7 a 9 millones, con igual alza; la francesa pasó de aproximadamente 42 millones a 63 millones, con un incremento de 50%; la italiana pasó de 47 millones a 60 millones, con un alza de cerca de 30%; la inglesa de 50 millones a 62 millones, con un aumento de un 25%; la española fue desde 28 millones a 46 millones, con un ascenso de 65 %; la estadounidense de 152 a 310 millones, duplicándose; y la canadiense se desplazó de 14 a 34 millones, multiplicándose por casi dos veces y media. En contraste, para el mismo período de referencia, la población ecuatoriana aumentó cuatro veces, al evolucionar desde 3,4 hasta 13,8 millones; la boliviana casi se cuadruplicó, al pasar de 2,7 a 10 millones; la haitiana casi se triplicó al pasar de 3,2 a 10 millones; la colombiana casi se cuadruplicó, al pasar de 12,5 a 45,5 millones; la peruana casi se cuadruplicó, al ir desde 7,6 hasta 29 millones; la brasileña se incrementó tres veces y media, al pasar de 54 a 192 millones; la mexicana se cuadruplicó, desde casi 28 hasta 108 millones; la guatemalteca se multiplicó por cuatro veces y media, al moverse desde 2,9 millones a 13,5 millones; la hondureña se quintuplicó holgadamente, desde 1,4 hasta 7,9 millones; y la venezolana casi se sextuplicó, al pasar de 5 a casi 29 millones.
Por supuesto que las cifras anteriores están afectadas por factores migrato- rios, que no tienen que ver con las tasas de reproducción, y también por las tasas de mortalidad, por lo cual un análisis más fino tendría que separar estas clases de factores; y tampoco estamos queriendo insinuar lo que probablemente cierto izquierdismo latinoamericano, a lo Eduardo Galeano, entenderá, a saber, que le estamos echando la culpa a los pobres, haciéndole coro a la extrema derecha regional, de su propia pobreza, por reproducirse sin ton ni son. Nada de esto, lo que argumentamos es que mientras no seamos capaces de encauzar nuestras energías sexuales y reproductivas, y distinguir la satisfacción de impulsos primarios del goce de la sexualidad, nos será muchísimo más difícil, no importa bajo qué sistema social, acceder a una sociedad más equilibrada y armoniosa. No tenemos derecho, a cuenta de que muchas fundaciones gringas y sus contrapartes locales promuevan -incluso si lo hacen farisaicamente- el control de la natalidad como solución a nuestros problemas, a estimular la paternidad irresponsable y alcahuetear la seducción y violación sistemática de muchas de nuestras adolescentes, que de seguro se hallan también entre las causas de estas tasas extremas de natalidad.
Mientras que la gran mayoría de países europeos y afines tienen tasas de crecimiento de la natalidad inferiores a 2% e incluso cercanas al 1%, y tasas de fecundidad total de menos de dos hijos de por vida por mujer, nosotros tenemos tasas de crecimiento de la natalidad superiores al 2,2% en la mayoría de los casos, e incluso superiores al 3% (Haití y Guatemala), y tasas de fecundidad total de cerca de tres hijos por mujer en la mayoría de los casos, y de hasta cuatro (Guatemala) y cinco hijos (Haití). Mientras que, de acuerdo a los últimos datos de la Organización Mundial de la Salud, en aquellos países la fecundidad en adolescentes (de 19 años o menos) suele estar por debajo del 2%, nosotros las tenemos en el orden del 6% ó más, en la mayoría de los casos, e inclusive del 8% (México, Panamá, Bolivia, Venezuela, Colombia, República Dominicana, Ecuador, Honduras y Nicaragua); y mientras que en los primeros es casi universal el uso de anticonceptivos en parejas heterosexuales de diversa índole, en nuestros países el número de parejas que planifica su reproducción anda por debajo del 60% en la mayoría de casos. El aborto sigue siendo ilegal en la mayoría de nuestros países, con la sola excepción de Cuba, Puerto Rico y las Antillas Francesas, en oposición a la mayoría de países modernos, inclusive católicos, donde es una práctica aceptada -y recomendada por los organismos de Naciones Unidas- sobre todo en las primeras semanas del embarazo no deseado y desvinculado del amor, como un correctivo en aras de preservar la salud física y espiritual de la madre, y, en general, de la sociedad en su conjunto.
En nuestra región, sólo vemos a Cuba, Argentina, Chile y Uruguay en la ruta de tener control sobre sus procesos de crecimiento poblacional, lo cual los coloca en posición ventajosa, al margen de sus distintos regímenes sociales, para conquistar sus libertades sexuales y planificar sus futuros. Sin la sana satisfacción de estas necesidades sexuales y reproductivas, que curiosamente se refuerzan para bien o para mal con las necesidades alimentarias (a más hambre más sexo y reproducción incontrolados, y viceversa), será harto cuesta arriba la transformación de nuestros países.
Las fuerzas sexuales, entendidas en su sentido más amplio como las fuerzas del calor, la ternura y el acariciamiento interhumano, son absolutamente indispensables para, e indesligables de, la efectiva realización de nuestra identidad amativa. Aun cuando en sus versiones más intensas, asociadas a la cópula entre individuos fértiles de distinto sexo, estas fuerzas soportan nuestra reproducción genética, no por ello, después de millones de años de evolución biológica, pueden restringirse a este papel, puesto que hacer el amor, en la acepción amplia que nos gustaría difundir aquí, no es otra cosa que hacer la humanidad. Cuando, con confianza y entrega, o sea con amor, abrazamos o acariciamos a nuestra pareja, a nuestros seres queridos o a nuestros hijos -y si estamos sanos el instinto nos dirá inequívocamente que está bien o mal hecho en cada caso- estamos construyendo al ser humano. Un ser humano sin caricias o sin capacidad de acariciar es una contradicción en sus términos: esas criaturas, que alguna vez hemos visto en documentales televisivos, crecidas en la soledad o con animales, o, menos extremamente, esos seres despiadadamente asesinos a quienes vemos confesar por la prensa que jamás conocieron la ternura, son indudablemente seres deshumanizados a quienes las fuerzas sexuales no tuvieron oportunidad de moldear.
Si seguimos empeñados en ver estas fuerzas como ajenas y en desconocer su contenido libertario, seguiremos dando tumbos y convirtiendo a nuestra propia reproducción en una maldición; pero si abusamos de ellas y las desvirtuamos y comercializamos y prostituimos, nos alejaremos cada vez más del camino de construir una civilización acorde con nuestra identidad profunda. Es imperativo propiciar, aunque sea muy a largo plazo, un cambio civilizatorio que restaure al amor como identidad humana fundamental y permita hacer del sexo su fuerza esencial de sustentación, de la manera espontánea en que siempre actuó en las sociedades primitivas sin clases sociales, durante la casi totalidad de nuestra existencia "precivilizada".
martes, 23 de marzo de 2010
Sobre sexo, necesidad y libertad
Al parecer nada en el universo conocido existe aisladamente. Las partículas elementales, como los quarks, jamás han sido detectadas en aislamiento, sino siempre vinculadas a otras partículas elementales para conformar partículas subatómicas como, por ejemplo, los protones, compuestos de dos quarks up (arriba) y uno down (abajo), vinculados por gluones o partículas portadoras de la fuerza fuerte. Las partículas subatómicas, por ejemplo, los protones y neutrones, se atraen entre sí con fuerzas fuertes residuales, a la vez que con otras partículas subatómicas de diferente carga eléctrica, a través de la fuerza electromagnética, para constituir los átomos. Y así los átomos, unos con cargas eléctricas positivas, los metales, y otros con negativas, los no metales, se vinculan a través de más fuerzas electromagnéticas para integrar moléculas, y éstas para dar lugar a células, que, a su turno, dan lugar a tejidos, que interactúan para engendrar órganos, los cuales se estructuran en aparatos, que terminan por dar lugar a nuestros organismos individuales. A su vez, hay claras evidencias de que los planetas se articulan a estrellas, a través de fuerzas gravitatorias, para dar lugar a sistemas estelares como nuestro sistema solar, los cuales interactúan con más sistemas estelares y más fuerzas gravitatorias para originar galaxias, que siguen interactuando gravitatoriamente con más galaxias para conformar el universo en pleno. Cada una de estas instancias no sólo tendría que ocuparse de su propia existencia, para lo cual ha de tomar y entregar energía o materiales al entorno, sino también de la existencia conjunta con otras instancias semejantes, con las que interactúa mediante fuerzas de atracción o repulsión. ¿No parece entonces holgadamente razonable que entre los organismos individuales, sin exceptuarnos a nosotros los humanos, también existan fuerzas que nos atraen o repelen, conduciéndonos a integrar parejas, familias, colectivos y, en el caso nuestro, clases sociales, sociedades, naciones o regiones? ¿Y acaso no coincide esto con nuestra experiencia cotidiana de sentirnos constantemente como atraídos o repelidos por otras personas, y a nuestras familias por otras..., y así hasta llegar a nuestras naciones por otras?
Pues esta, introducida quizás de manera un poco extraña para muchos, es nuestra hipótesis central en esta materia sexual: la de que el sexo es, nada más y nada menos, la fuerza fundamental que nos mantiene unidos o separados a los organismos vivientes, y particularmente a los humanos, como si estuviésemos cargados por una energía positiva que debemos donar a otras u otros, o de una energía negativa -en el sentido eléctrico y no valorativo- que nos lleva a recibir energía de otras u otros, con miras a alcanzar nuestra identidad. Y así como los gluones son los portadores identificados de la fuerza fuerte que une a los quarks, y le da sentido a su existencia al interior de los protones, y como los fotones son los portadores de las fuerzas electromagnéticas, mientras que se espera descubrir pronto a los gravitones portadores de las fuerzas gravitatorias, así mismo, tenemos la profunda corazonada de que algún día se descubrirán los sexones o portadores de esa fuerza misteriosísima que nos lleva a las especies vivientes a vincularnos y, eventualmente, pero no siempre, a procrear nuevos congéneres.
En muchas especies se han detectado fuerzas de atracción entre sus miembros que no obedecen a un mero afán reproductivo, con reportes de comportamientos sexuales fuera de épocas de celo e inclusive francamente homosexuales en numerosos vertebrados. En los vertebrados superiores, como las aves y los mamíferos, existen múltiples formas de cortejos y acariciamientos difícilmente explicables en términos meramente reproductivos, y, por decir algo, me consta, por ejemplo, luego de muchas horas de observación de aves, que los comportamientos entre muchos progenitores y sus polluelos se asemejan demasiado a las prácticas sexuales reproductivas en sentido estricto. En los primates es obvio que la tendencia a abrazos y apurruñamientos va mucho más allá de la necesidad de reproducción, y en los humanos, en cualquier caso, sin duda los primates más dados a embelesamientos, chupamientos y caricias de todo tipo, para lo cual hemos desarrollado una piel desnuda, con epidermis tenue, despliegues dérmicos y sensibilidad sin paragón alguno, es imposible establecer una correspondencia biunívoca entre sexo y reproducción, al punto de que los deseos del macho están usualmente desvinculados de su afán de procreación y los de la hembra tienen poco o nada que ver con sus períodos de fertilidad. En todos estos casos, nos luce que si bien existen, obviamente, las necesidades sexuales destinadas a asegurar la sobrevivencia material de cada especie, hay algo que va más allá de la necesidad, a lo que aquí estamos llamando libertad, que tiene que ver con la preservación de cierta identidad o calidad de vida.
No se nos escapan las enormes dificultades y complicaciones asociadas a esta premisa, pues lo que estamos diciendo es, en síntesis, que la atracción usualmente considerada como sexual, la "química" que atrae a veces, pero no siempre, a personas de "sexo opuesto", para dar lugar a apareamientos que en determinadas circunstancias conducen a la procreación, es de la misma naturaleza, aunque con intensidades o características distintas, residuales o como nos apetezca llamarlas, que la atracción no sólo entre personas del "mismo sexo", sino inclusive entre padres e hijos, parientes, amigos o familias. Por supuesto que esta acepción, digamos universal, de sexo no aparece ni remotamente, en nuestros diccionarios occidentales al menos, que suelen limitar el término bien a cuestiones anatómicas o bien a placeres carnales (en donde lo de carnal, en Occidente, ya lleva la impronta de cierta perversidad), por lo cual estuvimos tentados de apelar a algún término inventado, como el necesidades sexuarias, pero finalmente decidimos batirnos por la ampliación del término clásico. No obstante, queremos destacar que, curiosa pero no sorprendentemente, la expresión hacer el amor, con la que usualmente denotamos las relaciones sexuales genuinas, nos resulta elocuente, pues sugiere que a través del sexo, del encuentro humano profundo, tanto corporal como espiritual, alcanzamos un estado nuevo, el del amor, lo cual coincide con, pero no agota, nuestra premisa (puesto que faltaría, como mínimo, generalizar esta noción hasta abarcar a todas las expresiones del amor, que deberían disponer, cada una, de sus correlatos sexuales).
En los distintos géneros artísticos: novelas, poesías, películas, canciones, películas..., y en la vida cotidiana, ya ocurre una distinción fundamental entre una especie de sexo menor, de propósitos circunstanciales o desprovisto de significado profundo, que muchas personas se niegan a practicar, y el sexo propiamente dicho, articulado al amor. En sentido contrario, de mil maneras se expresa que el sexo sin amor es algo incompleto: "El amor no es literatura si no se puede escribir en la piel", dice Joan Manuel Serrat en una de sus canciones. Tanto en el arte como en la vida, si bien suelen establecerse distinciones entre sexo y amor, pues cada uno puede existir independientemente del otro, se reserva también una valoración especial para el caso en que ambos resultan acoplados y mutuamente reforzados. Es muy probable que no exista ningún otro tema, como este de las diferencias y afinidades entre sexo y amor, amistad y amor, sexo y placer, etcétera, sobre el que se haya hablado, escrito o representado más en cualquiera de las culturas habidas, y, sin embargo, no disponemos todavía de un término que agrupe tanto al impulso que nos lleva a hacer el amor y fusionarnos con ciertos seres, con o sin propósitos reproductivos, y el que nos impulsa a abrazar hondamente a un hijo, amiga o amigo, o inclusive, excepcionalmente, a una persona extraña (Freud lo intentó, parcialmente, con líbido, con poca fortuna, y otros, como Marcuse, con eros, todavía con escaso éxito). ¿Por qué tanto interés por este vital asunto y, a la vez, tanta ignorancia, misterio y oscuridad?
La clave, para desenmarañar esta delicadísima cuestión, a nuestro juicio está en aplicar a este caso la gran premisa que desde hace buen rato venimos defendiendo en el blog, a saber, que las necesidades y libertades, y aquí las sexuales, sólo adquieren sentido en relación a identidades específicas. La naturaleza del sexo, en cualquier especie viviente, solo nos resulta clara una vez entendida su identidad, sentido de su vida o razón de ser, esté o no "consciente" de ello. Si la vida de cada especie tiene una identidad o sentido, que en el caso humano creemos es, esencialmente, el del amor, entonces parece casi lógico que existan fuerzas destinadas a preservar esa identidad, que una y otra vez, en caso de extravío de cualquier miembro o conjunto de miembros de la especie, actuarán en función de que se retome el rumbo perdido. La reproducción de cada especie, como la entendemos, no es el fin de la fuerza sexual, sino uno de los mecanismos o consecuencias de su ejercicio, que contribuye al verdadero fin de preservar su identidad. Y tal es lo que apreciamos que ha ocurrido tanto en el plano histórico como en el social que observamos día a día. Un individuo humano macho, por ejemplo, puede ser todo lo egoísta y desamorado que quiera, pero también tendrá dificultades proporcionales para reproducirse y establecer relaciones sexuales genuinas, pues en buena medida será objeto de rechazo por las hembras de la especie, e incluso en el caso de que mediante violaciones o engaños logre reproducirse, estas mismas hembras, a través de la crianza de sus hijos, harán todo lo posible para evitar que estos desarrollen los rasgos heredados del padre. En el caso latinoamericano, en donde ya nos hemos ocupado antes de la violencia y atropellos inauditos con que se fundaron nuestras naciones, habría qué preguntarse cómo es que nosotros, los sobrevivientes de semejantes genocidios, no hemos desarrollado una identidad humana distinta o aun contraria a la amorosa. En otras palabras, sin la existencia del sexo, como fuerza aseguradora de la identidad humana, no le hallamos explicación al hecho de que varios miles de años de desamor en escala civilizatoria no hayan podido engendrar una nueva identidad, o, en positivo, de que todavía sea pensable una restauración civilizatoria.
Aparte de las múltiples interrogantes que sabemos plantea nuestra hipótesis, desligada de mandatos sobrenaturales o divinos, entre otras las de admitir la posibilidad de sexo sin fines reproductivos, y la mil veces más espinosa de abrir una rendija a la posibilidad de alguna variedad de atracción sexual sana aun entre padres e hijos (lo que para mentes muy chapadas a la religiosa estará más allá de lo blasfemo, y sonará inmediatamente a incesto), el planteamiento central al que queremos llegar es que, en definitiva, el origen de las dificultades que confrontamos para manejar, y hasta hablar de, estas cuestiones, radica en que estamos lidiando con una fuerza física, química, biológica y antropológicamente constituida para preservar nuestra identidad amorosa, que, sin embargo, desde hace varios milenios, actúa al interior de civilizaciones empeñadas en funcionar sobre bases no amorosas.
Mientras que numerosos testimonios de antropólogos -como Margaret Mead, Adolescencia, sexo y cultura en samoa, o Darcy Ribeiro, Diarios Indios y afines - que han estudiado sociedades primitivas, y por tanto sin clases sociales, coinciden en destacar el carácter relativamente ingenuo que revisten las relaciones sexuales en estos pueblos, sin que por ello sean incestuosos ni mucho menos (lo cual nosotros los latinoamericanos podemos constatar sólo con acercarnos a culturas indígenas lo suficientemente alejadas de nuestras civilizaciones), lamentablemente, las culturas de las sociedades de clases no parecieran dispuestas a albergar armoniosamente a esta poderosa e indomable fuerza vital a la que aquí estamos llamando sexo, en el sentido más amplio. Para las sociedades de clases, el sexo, lejos de ser una fuerza compatible con la cultura, es una suerte de fiera que hay que domesticar, o algo así como lo que serían las pelotas para una sociedad empeñada en prohibir el juego y el deporte, o como si quisiésemos que la fuerza gravitatoria estuviese al servicio de alejar a los planetas del Sol o a los objetos corrientes del centro de la Tierra, o sea, un contrasentido absoluto al que hay que desviar o desvirtuar a como dé lugar.
No por casualidad todas las versiones de las sociedades de clases, en contraste con las sociedades primitivas sin clases sociales, han confrontado terribles dificultades con la fuerza sexual. Las sociedades occidentales antiguas, tanto en sus versiones iniciales como en su versión final, la civilización grecorromana, marcadas por un machismo más o menos despótico empecinado en excluir a la mujer y a la mayoría de clases inferiores de la política, la cultura y aun el placer, parecieran haber querido hacer del sexo un privilegio de los patricios machos dominantes. En el Imperio Romano, en donde la práctica de los siete pecados capitales se convirtió en una especie de Constitución informal, se quiso secuestrar esa fuerza y hacer de la lujuria un vicio y privilegio de ciertos varones: la prostitución o la sumisión quedaron convertidas en las principales opciones de vida sexual para la inmensa mayoría de mujeres.
Frente a tales desvaríos, en las sociedades occidentales a las que aquí llamaremos medias, la Iglesia, heredera y a la vez llamada a restaurar ese Imperio, quiso imponer el extremo opuesto, estigmatizando la fuerza sexual, llamándola fornicación y asociándola al pecado, salvo que estuviese estricta y vigiladamente circunscrita a la necesidad de reproducción. Los curas se encargaron por siglos, y la mayoría se sigue encargando en el presente, de auscultar, desde los confesionarios, hasta los sueños reveladores de apetitos sexuales, para hacer sentir avergonzadas a las personas de sus legítimos impulsos sexuales. Por bastante tiempo estuvieron en uso los camisones femeninos de dormir con especie de ojales en la vagina, se le pidió de mil maneras a la mujer que al momento de las relaciones sexuales no pensara sino en un acto destinado a procrear sus hijos, se persiguió e incineró a cientos de miles de herejes, brujos y brujas por promover prácticas sexuales con otros fines y por la sola posesión de conocimientos contraceptivos, y más de un obispo llegó a identificar el tejido adiposo y tierno del seno femenino como la prueba de una artimaña demoníaca. Nuestra América latina, todavía gobernada cultural, ideológica y políticamente por estas clases y estamentos de origen medieval y sus variantes, sigue confrontando serias dificultades para hacer del sexo una fuerza verdaderamente constructiva, y de allí que las violaciones, la prostitución, los sadismos, la paternidad irresponsable, la violencia contra la mujer sigan campeando por doquiera.
En las sociedades modernas, es decir, las emanadas de la revolución industrial a la inglesa y/o política a la francesa, a cuyas influencias, por supuesto, las sociedades latinoamericanas no estamos exentas, se ha querido reemplazar la ideología sexual medieval por una especie de democratización de la lujuria romana. La sociedad moderna pretende instrumentalizar la sexualidad y convertirla en el fundamento de lucrativos negocios y manipulaciones en gran escala. Uno de los grandes logros de la psicología moderna ha sido sin duda el descubrimiento y aplicación de las asociaciones conductuales, que ha permitido, obscena y abusivamente, hacer de las imágenes sexuales un eficaz mecanismo para la publicidad de productos diversos, y del negocio de la pornografía una próspera rama industrial. Recientemente perfeccionado con Internet, los canales por cable y la profusión de videos, no nos cabe duda de que hasta los niños están teniendo regular acceso a imágenes y escenas en donde se presenta al sexo como una especie de gimnasia sui géneris que poco o nada tiene que ver con el amor. Estamos a la espera de que alguna lumbrera proponga algo parecido a unas Olimpíadas Sexuales, con categorías como cópulas maratónicas, carreras de velocidad orgásmica, triatlones o pentatlones de posturas diversas...
En el plano teórico, si bien en el siglo XX y su periferia decimonónica se hicieron descubrimientos y revelaciones trascendentales, que invariablemente apuntan a la generalización del concepto de sexualidad, a demostrar la existencia de una sexualidad femenina tan o más compleja que la masculina, y a destacar que el sexo es muchísimo más que un mero mecanismo de reproducción o de obtención de orgasmos, siguen pendientes los estudios acerca de cómo encauzar una fuerza inherente al amor en una sociedad que rinde culto al desamor. Ya Rousseau, por ejemplo, con su Contrato social y con las mejores intenciones, en el fondo lo que plantea es la reglamentación de los instintos primitivos para que puedan ser aceptados en el mundo civilizado, es decir, la reglamentación del sexo para hacerlo compatible con la cultura del desamor, como si se tratara de que aprendamos a hacer el desamor en lugar de hacer el amor. Y Freud, genio que indudablemene hizo hallazgos trascendentales que demostraron la afinidad entre los instintos mamatorios de los bebés y los instintos sexuales adultos, y denominó líbido a esta fuerza universal, se quedó más que corto, como quien mata el tigre y se asusta con el cuero, ante la problemática de qué hacer con tal fuerza. Buena parte de la terapéutica analítica, dándole continuidad al mejor estilo de los confesionarios católicos, está dedicada a la domesticación de la sexualidad, bajo la premisa de que la cultura debe prevalecer sobre los instintos y controlarlos, so pena de un retorno a la barbarie. La posibilidad de que puedan ser nuestras civilizaciones las enfermas, y sanas, en este sentido, las primitivas, está absolutamente ausente de la teoría o ideologia freudiana que, por el contrario, parte de la exaltación de la cultura occidental. Marcuse y sus colegas de la Escuela de Frankfurt, incluyendo en sentido amplio a Fromm, y otros estudiosos más, acertadamente han puesto el dedo en la llaga y alertado sobre la perversión moderna de desvirtuar y unidimensionalizar la razón de ser de la sexualidad, y a menudo han denominado eros a esta portentosa fuerza creativa; pero, siempre a nuestro parecer, han errado en la consideración de la problemática de nuestra identidad, que es la clave para que todos los miedos al sexo tiendan a resolverse por sí solos, al estilo de las sociedades primitivas. Para colmo, el término eros sigue siendo de circulación extremadamente restringida a predios intelectuales, por lo cual descartamos la posibilidad de hablar aquí de necesidades y libertades eróticas, que rápidamente habría conducido a malentendidos difíciles de enderezar.
Sobre la temática de las implicaciones que, en nuestra sociedad occidental, y en particular en nuestras sociedades latinoamericanas, tiene este pretendido divorcio entre el sexo y el amor, volveremos en uno o más próximos artículos.
Pues esta, introducida quizás de manera un poco extraña para muchos, es nuestra hipótesis central en esta materia sexual: la de que el sexo es, nada más y nada menos, la fuerza fundamental que nos mantiene unidos o separados a los organismos vivientes, y particularmente a los humanos, como si estuviésemos cargados por una energía positiva que debemos donar a otras u otros, o de una energía negativa -en el sentido eléctrico y no valorativo- que nos lleva a recibir energía de otras u otros, con miras a alcanzar nuestra identidad. Y así como los gluones son los portadores identificados de la fuerza fuerte que une a los quarks, y le da sentido a su existencia al interior de los protones, y como los fotones son los portadores de las fuerzas electromagnéticas, mientras que se espera descubrir pronto a los gravitones portadores de las fuerzas gravitatorias, así mismo, tenemos la profunda corazonada de que algún día se descubrirán los sexones o portadores de esa fuerza misteriosísima que nos lleva a las especies vivientes a vincularnos y, eventualmente, pero no siempre, a procrear nuevos congéneres.
En muchas especies se han detectado fuerzas de atracción entre sus miembros que no obedecen a un mero afán reproductivo, con reportes de comportamientos sexuales fuera de épocas de celo e inclusive francamente homosexuales en numerosos vertebrados. En los vertebrados superiores, como las aves y los mamíferos, existen múltiples formas de cortejos y acariciamientos difícilmente explicables en términos meramente reproductivos, y, por decir algo, me consta, por ejemplo, luego de muchas horas de observación de aves, que los comportamientos entre muchos progenitores y sus polluelos se asemejan demasiado a las prácticas sexuales reproductivas en sentido estricto. En los primates es obvio que la tendencia a abrazos y apurruñamientos va mucho más allá de la necesidad de reproducción, y en los humanos, en cualquier caso, sin duda los primates más dados a embelesamientos, chupamientos y caricias de todo tipo, para lo cual hemos desarrollado una piel desnuda, con epidermis tenue, despliegues dérmicos y sensibilidad sin paragón alguno, es imposible establecer una correspondencia biunívoca entre sexo y reproducción, al punto de que los deseos del macho están usualmente desvinculados de su afán de procreación y los de la hembra tienen poco o nada que ver con sus períodos de fertilidad. En todos estos casos, nos luce que si bien existen, obviamente, las necesidades sexuales destinadas a asegurar la sobrevivencia material de cada especie, hay algo que va más allá de la necesidad, a lo que aquí estamos llamando libertad, que tiene que ver con la preservación de cierta identidad o calidad de vida.
No se nos escapan las enormes dificultades y complicaciones asociadas a esta premisa, pues lo que estamos diciendo es, en síntesis, que la atracción usualmente considerada como sexual, la "química" que atrae a veces, pero no siempre, a personas de "sexo opuesto", para dar lugar a apareamientos que en determinadas circunstancias conducen a la procreación, es de la misma naturaleza, aunque con intensidades o características distintas, residuales o como nos apetezca llamarlas, que la atracción no sólo entre personas del "mismo sexo", sino inclusive entre padres e hijos, parientes, amigos o familias. Por supuesto que esta acepción, digamos universal, de sexo no aparece ni remotamente, en nuestros diccionarios occidentales al menos, que suelen limitar el término bien a cuestiones anatómicas o bien a placeres carnales (en donde lo de carnal, en Occidente, ya lleva la impronta de cierta perversidad), por lo cual estuvimos tentados de apelar a algún término inventado, como el necesidades sexuarias, pero finalmente decidimos batirnos por la ampliación del término clásico. No obstante, queremos destacar que, curiosa pero no sorprendentemente, la expresión hacer el amor, con la que usualmente denotamos las relaciones sexuales genuinas, nos resulta elocuente, pues sugiere que a través del sexo, del encuentro humano profundo, tanto corporal como espiritual, alcanzamos un estado nuevo, el del amor, lo cual coincide con, pero no agota, nuestra premisa (puesto que faltaría, como mínimo, generalizar esta noción hasta abarcar a todas las expresiones del amor, que deberían disponer, cada una, de sus correlatos sexuales).
En los distintos géneros artísticos: novelas, poesías, películas, canciones, películas..., y en la vida cotidiana, ya ocurre una distinción fundamental entre una especie de sexo menor, de propósitos circunstanciales o desprovisto de significado profundo, que muchas personas se niegan a practicar, y el sexo propiamente dicho, articulado al amor. En sentido contrario, de mil maneras se expresa que el sexo sin amor es algo incompleto: "El amor no es literatura si no se puede escribir en la piel", dice Joan Manuel Serrat en una de sus canciones. Tanto en el arte como en la vida, si bien suelen establecerse distinciones entre sexo y amor, pues cada uno puede existir independientemente del otro, se reserva también una valoración especial para el caso en que ambos resultan acoplados y mutuamente reforzados. Es muy probable que no exista ningún otro tema, como este de las diferencias y afinidades entre sexo y amor, amistad y amor, sexo y placer, etcétera, sobre el que se haya hablado, escrito o representado más en cualquiera de las culturas habidas, y, sin embargo, no disponemos todavía de un término que agrupe tanto al impulso que nos lleva a hacer el amor y fusionarnos con ciertos seres, con o sin propósitos reproductivos, y el que nos impulsa a abrazar hondamente a un hijo, amiga o amigo, o inclusive, excepcionalmente, a una persona extraña (Freud lo intentó, parcialmente, con líbido, con poca fortuna, y otros, como Marcuse, con eros, todavía con escaso éxito). ¿Por qué tanto interés por este vital asunto y, a la vez, tanta ignorancia, misterio y oscuridad?
La clave, para desenmarañar esta delicadísima cuestión, a nuestro juicio está en aplicar a este caso la gran premisa que desde hace buen rato venimos defendiendo en el blog, a saber, que las necesidades y libertades, y aquí las sexuales, sólo adquieren sentido en relación a identidades específicas. La naturaleza del sexo, en cualquier especie viviente, solo nos resulta clara una vez entendida su identidad, sentido de su vida o razón de ser, esté o no "consciente" de ello. Si la vida de cada especie tiene una identidad o sentido, que en el caso humano creemos es, esencialmente, el del amor, entonces parece casi lógico que existan fuerzas destinadas a preservar esa identidad, que una y otra vez, en caso de extravío de cualquier miembro o conjunto de miembros de la especie, actuarán en función de que se retome el rumbo perdido. La reproducción de cada especie, como la entendemos, no es el fin de la fuerza sexual, sino uno de los mecanismos o consecuencias de su ejercicio, que contribuye al verdadero fin de preservar su identidad. Y tal es lo que apreciamos que ha ocurrido tanto en el plano histórico como en el social que observamos día a día. Un individuo humano macho, por ejemplo, puede ser todo lo egoísta y desamorado que quiera, pero también tendrá dificultades proporcionales para reproducirse y establecer relaciones sexuales genuinas, pues en buena medida será objeto de rechazo por las hembras de la especie, e incluso en el caso de que mediante violaciones o engaños logre reproducirse, estas mismas hembras, a través de la crianza de sus hijos, harán todo lo posible para evitar que estos desarrollen los rasgos heredados del padre. En el caso latinoamericano, en donde ya nos hemos ocupado antes de la violencia y atropellos inauditos con que se fundaron nuestras naciones, habría qué preguntarse cómo es que nosotros, los sobrevivientes de semejantes genocidios, no hemos desarrollado una identidad humana distinta o aun contraria a la amorosa. En otras palabras, sin la existencia del sexo, como fuerza aseguradora de la identidad humana, no le hallamos explicación al hecho de que varios miles de años de desamor en escala civilizatoria no hayan podido engendrar una nueva identidad, o, en positivo, de que todavía sea pensable una restauración civilizatoria.
Aparte de las múltiples interrogantes que sabemos plantea nuestra hipótesis, desligada de mandatos sobrenaturales o divinos, entre otras las de admitir la posibilidad de sexo sin fines reproductivos, y la mil veces más espinosa de abrir una rendija a la posibilidad de alguna variedad de atracción sexual sana aun entre padres e hijos (lo que para mentes muy chapadas a la religiosa estará más allá de lo blasfemo, y sonará inmediatamente a incesto), el planteamiento central al que queremos llegar es que, en definitiva, el origen de las dificultades que confrontamos para manejar, y hasta hablar de, estas cuestiones, radica en que estamos lidiando con una fuerza física, química, biológica y antropológicamente constituida para preservar nuestra identidad amorosa, que, sin embargo, desde hace varios milenios, actúa al interior de civilizaciones empeñadas en funcionar sobre bases no amorosas.
Mientras que numerosos testimonios de antropólogos -como Margaret Mead, Adolescencia, sexo y cultura en samoa, o Darcy Ribeiro, Diarios Indios y afines - que han estudiado sociedades primitivas, y por tanto sin clases sociales, coinciden en destacar el carácter relativamente ingenuo que revisten las relaciones sexuales en estos pueblos, sin que por ello sean incestuosos ni mucho menos (lo cual nosotros los latinoamericanos podemos constatar sólo con acercarnos a culturas indígenas lo suficientemente alejadas de nuestras civilizaciones), lamentablemente, las culturas de las sociedades de clases no parecieran dispuestas a albergar armoniosamente a esta poderosa e indomable fuerza vital a la que aquí estamos llamando sexo, en el sentido más amplio. Para las sociedades de clases, el sexo, lejos de ser una fuerza compatible con la cultura, es una suerte de fiera que hay que domesticar, o algo así como lo que serían las pelotas para una sociedad empeñada en prohibir el juego y el deporte, o como si quisiésemos que la fuerza gravitatoria estuviese al servicio de alejar a los planetas del Sol o a los objetos corrientes del centro de la Tierra, o sea, un contrasentido absoluto al que hay que desviar o desvirtuar a como dé lugar.
No por casualidad todas las versiones de las sociedades de clases, en contraste con las sociedades primitivas sin clases sociales, han confrontado terribles dificultades con la fuerza sexual. Las sociedades occidentales antiguas, tanto en sus versiones iniciales como en su versión final, la civilización grecorromana, marcadas por un machismo más o menos despótico empecinado en excluir a la mujer y a la mayoría de clases inferiores de la política, la cultura y aun el placer, parecieran haber querido hacer del sexo un privilegio de los patricios machos dominantes. En el Imperio Romano, en donde la práctica de los siete pecados capitales se convirtió en una especie de Constitución informal, se quiso secuestrar esa fuerza y hacer de la lujuria un vicio y privilegio de ciertos varones: la prostitución o la sumisión quedaron convertidas en las principales opciones de vida sexual para la inmensa mayoría de mujeres.
Frente a tales desvaríos, en las sociedades occidentales a las que aquí llamaremos medias, la Iglesia, heredera y a la vez llamada a restaurar ese Imperio, quiso imponer el extremo opuesto, estigmatizando la fuerza sexual, llamándola fornicación y asociándola al pecado, salvo que estuviese estricta y vigiladamente circunscrita a la necesidad de reproducción. Los curas se encargaron por siglos, y la mayoría se sigue encargando en el presente, de auscultar, desde los confesionarios, hasta los sueños reveladores de apetitos sexuales, para hacer sentir avergonzadas a las personas de sus legítimos impulsos sexuales. Por bastante tiempo estuvieron en uso los camisones femeninos de dormir con especie de ojales en la vagina, se le pidió de mil maneras a la mujer que al momento de las relaciones sexuales no pensara sino en un acto destinado a procrear sus hijos, se persiguió e incineró a cientos de miles de herejes, brujos y brujas por promover prácticas sexuales con otros fines y por la sola posesión de conocimientos contraceptivos, y más de un obispo llegó a identificar el tejido adiposo y tierno del seno femenino como la prueba de una artimaña demoníaca. Nuestra América latina, todavía gobernada cultural, ideológica y políticamente por estas clases y estamentos de origen medieval y sus variantes, sigue confrontando serias dificultades para hacer del sexo una fuerza verdaderamente constructiva, y de allí que las violaciones, la prostitución, los sadismos, la paternidad irresponsable, la violencia contra la mujer sigan campeando por doquiera.
En las sociedades modernas, es decir, las emanadas de la revolución industrial a la inglesa y/o política a la francesa, a cuyas influencias, por supuesto, las sociedades latinoamericanas no estamos exentas, se ha querido reemplazar la ideología sexual medieval por una especie de democratización de la lujuria romana. La sociedad moderna pretende instrumentalizar la sexualidad y convertirla en el fundamento de lucrativos negocios y manipulaciones en gran escala. Uno de los grandes logros de la psicología moderna ha sido sin duda el descubrimiento y aplicación de las asociaciones conductuales, que ha permitido, obscena y abusivamente, hacer de las imágenes sexuales un eficaz mecanismo para la publicidad de productos diversos, y del negocio de la pornografía una próspera rama industrial. Recientemente perfeccionado con Internet, los canales por cable y la profusión de videos, no nos cabe duda de que hasta los niños están teniendo regular acceso a imágenes y escenas en donde se presenta al sexo como una especie de gimnasia sui géneris que poco o nada tiene que ver con el amor. Estamos a la espera de que alguna lumbrera proponga algo parecido a unas Olimpíadas Sexuales, con categorías como cópulas maratónicas, carreras de velocidad orgásmica, triatlones o pentatlones de posturas diversas...
En el plano teórico, si bien en el siglo XX y su periferia decimonónica se hicieron descubrimientos y revelaciones trascendentales, que invariablemente apuntan a la generalización del concepto de sexualidad, a demostrar la existencia de una sexualidad femenina tan o más compleja que la masculina, y a destacar que el sexo es muchísimo más que un mero mecanismo de reproducción o de obtención de orgasmos, siguen pendientes los estudios acerca de cómo encauzar una fuerza inherente al amor en una sociedad que rinde culto al desamor. Ya Rousseau, por ejemplo, con su Contrato social y con las mejores intenciones, en el fondo lo que plantea es la reglamentación de los instintos primitivos para que puedan ser aceptados en el mundo civilizado, es decir, la reglamentación del sexo para hacerlo compatible con la cultura del desamor, como si se tratara de que aprendamos a hacer el desamor en lugar de hacer el amor. Y Freud, genio que indudablemene hizo hallazgos trascendentales que demostraron la afinidad entre los instintos mamatorios de los bebés y los instintos sexuales adultos, y denominó líbido a esta fuerza universal, se quedó más que corto, como quien mata el tigre y se asusta con el cuero, ante la problemática de qué hacer con tal fuerza. Buena parte de la terapéutica analítica, dándole continuidad al mejor estilo de los confesionarios católicos, está dedicada a la domesticación de la sexualidad, bajo la premisa de que la cultura debe prevalecer sobre los instintos y controlarlos, so pena de un retorno a la barbarie. La posibilidad de que puedan ser nuestras civilizaciones las enfermas, y sanas, en este sentido, las primitivas, está absolutamente ausente de la teoría o ideologia freudiana que, por el contrario, parte de la exaltación de la cultura occidental. Marcuse y sus colegas de la Escuela de Frankfurt, incluyendo en sentido amplio a Fromm, y otros estudiosos más, acertadamente han puesto el dedo en la llaga y alertado sobre la perversión moderna de desvirtuar y unidimensionalizar la razón de ser de la sexualidad, y a menudo han denominado eros a esta portentosa fuerza creativa; pero, siempre a nuestro parecer, han errado en la consideración de la problemática de nuestra identidad, que es la clave para que todos los miedos al sexo tiendan a resolverse por sí solos, al estilo de las sociedades primitivas. Para colmo, el término eros sigue siendo de circulación extremadamente restringida a predios intelectuales, por lo cual descartamos la posibilidad de hablar aquí de necesidades y libertades eróticas, que rápidamente habría conducido a malentendidos difíciles de enderezar.
Sobre la temática de las implicaciones que, en nuestra sociedad occidental, y en particular en nuestras sociedades latinoamericanas, tiene este pretendido divorcio entre el sexo y el amor, volveremos en uno o más próximos artículos.
Etiquetas:
Amor,
Machismo,
Necesidades sexuales,
Necesidades y libertades,
Sexo
viernes, 19 de marzo de 2010
... realidades y una fantasía alimentaria
Los seres vivos, quizás antes que cualquier otra consideración, somos seres capaces de alimentarnos, es decir, capaces de tomar energía y materiales de nuestro entorno cambiante para asegurar, aunque sea por unos pocos días, años o décadas, la continuidad de nuestra existencia dinámica. Sospecho, a juzgar por el gélido silencio de mis lectores, que el punto no les ha resultado precisamente apasionante, pero no he hallado manera de disminuir la importancia de esta temática en la subserie del blog que hoy -perdonen su extensión y los retrasos en la salida de varios artículos- culmina. No sólo ahora, sino desde hace ya décadas, este ha sido un conflicto duro de roer: pareciera que la mayoría de profesionales e individualidades con, por decir algo, algún nivel educativo superior, están abocados a atender sus necesidades de vivienda, salud, transporte, comunicaciones, seguridad o pertenencia, y no parecen interesados en examinar una necesidad, como la alimentaria, que a menudo consideran satisfecha; mientras que la masa con necesidades calóricas o proteicas insatisfechas no parece dispuesta a brindar atención sino a la obtención de la comida misma, y de ninguna manera a la problemática de la necesidad de alimentarse bien.
En otras palabras, quienes poseen la capacidad para examinar estos asuntos, parecieran carecer de interés en ellos, y a quienes les interesa prácticamente carecen de la capacidad para examinarlos, por lo cual todo latinoamericano que se ocupe en profundidad de la cuestión alimentaria pareciera ser fuerte candidato a predicador en el desierto. Si todo quedase allí, quizás habría que resignarse, pero resulta que en el fondo los sectores profesionales o medios latinoamericanos no sólo confrontan ellos mismos, las más de las veces sin saberlo, severas deficiencias alimentarias lipídicas, vitamínicas o minerales, que con frecuencia los conducen a infartos y cánceres sesgadores o mutiladores de sus vidas, sino que las deficiencias alimentarias del grueso de la población restante generan un estado de inestabilidad social tal que convierte a muchos de los esfuerzos de las clases medias en verdaderos tormentos de Sísifo, es decir, en esfuerzos cuyos resultados se desmoronan una y otra vez en el contexto de la inestabilidad y la inseguridad reinantes.
Por sólo citar los casos notorios de dos grandes venezolanos a quienes tuve la suerte de conocer de cerca: Alfredo Maneiro, político, y José Ignacio Cabrujas, escritor, ambos llenos de potencialidades y dados a los placeres intensos de la mesa, quienes dejaron este mundo tras ataques cardíacos apenas a los cuarenta y cinco años, uno, y antes de cumplir los sesenta, el otro; no me cabe duda de que sus pasiones paralelas por cigarrillos, licores, churrascos, pastas y chistorras conspiraron fuertemente para que nos quedásemos sin disfrutar de los mejores frutos que nos prometían. Y, en el otro plano, conozco ya también una gruesa nómina de caídos bajo las garras de la inseguridad reinante, en cuyas raíces, aunque no lo parezca, suelen estar las ponzoñas del hambre: todo niño que crece hambriento o que resulta arrojado precozmente a la calle a procurarse su sustento a como dé lugar es un criminal en potencia.
No nos ha sido viable, entonces, reducir la cobertura brindada a esta difícil de sobrestimar necesidad, de cuya satisfacción dependen todas nuestras posibilidades de sobrevivencia. Aunque los átomos de que estamos hechos (aproximadamente unos 6,7 x 1027, o sea unos 6,7 mil millones de millones de millones de millones de átomos, distribuidos en unos sesenta elementos químicos) han estado, en su casi totalidad, aquí en la Tierra desde su constitución hace unos 4,6 mil millones de años, las moléculas orgánicas básicas de la vida sólo se constituyeron cerca de mil millones de años más tarde para dar lugar a una célula madre de la que descienden todas las células de todos los organismos vivientes conocidos, incluyendo los alrededor de 10 billones de células (millones de millones ó 1012) de que estamos hechos cada uno de nosotros. El ADN que constituye nuestra fórmula genética es semejante en un 98% al que ya tenían los chimpancés hace unos cinco millones de años, y su versión definitiva data, después de la extinción de varias especies y subespecies del género Homo, de hace alrededor de unos doscientos mil años.
Pero la mayoría de átomos específicos que nos integran para el momento de escribir o leer estas notas estaban en algún estante de abasto o de supermercado hace un mes o menos, los átomos de las moléculas de glucosa que nos permiten obtener la energía para escribir o leer este artículo estaban hace unas horas en el último pan, carbohidrato o fruta que comimos, y los átomos de oxígeno que respiramos estaban hace segundos en el aire que nos rodeaba. La mayor parte de las oraciones de estos últimos párrafos no hubiesen podido escribirse hace apenas una o dos décadas, por lo que, lamentablemente y pese a sus enormes implicaciones, buena parte de las religiones, doctrinas políticas e incluso conocimientos adquiridos en la universidad o el liceo fueron concebidos antes de estos hallazgos. ¿Cómo podemos, entonces, darlos por trillados y hacer caso omiso de ellos en nuestro análisis de las necesidades alimentarias?
Nuestro género humano ha pasado por una experiencia de millones de años de búsqueda deambulante de alimentos, y nuestra subespecie, por más del 90% de su existencia, también anduvo recogiendo vegetales y cazando o pescando alguno que otro animal, hasta que, hace apenas unos diez o doce mil años, se hizo el que, a nuestro juicio y después del lenguaje, ha sido el más grande de todos los inventos humanos y el que, en buena medida, ha posibilitado todos los demás: la agricultura, la posibilidad de no depender del azar de encontrar o no alimentos en un eterna búsqueda en el ambiente natural. Se estima que la población humana del planeta, para el período en que se inicia la agricultura en el Cercano Oriente e incluidos nuestros ancestros preibéricos, era del orden de unos cinco a diez millones de habitantes. Y unos miles de años de años después se reinventa también, no se sabe si de manera autónoma o como parte de la onda de difusión del invento original, la agricultura en tierras americanas. Durante aproximadamente los siete mil años siguientes al trascendental invento agrícola, todo sugiere que las sociedades, algunas incluso con las primeras formas de escritura, evolucionaron hacia civilizaciones agrícolas y alfareras no clasistas y basadas en la fraternidad, la cooperación y la propiedad colectiva de los medios de producción.
En no más de los últimos cinco mil años, sin embargo, pareciera que la lucha contra la escasez de alimentos fue ganada por hordas pastoriles masculinas dotadas con armas metálicas, que instauraron la dominación de clases que, con variantes, permanece hasta nuestros días. Pero la paradoja está en que, con las artesanías, técnicas y tecnologías disponibles, sería perfectamente posible asegurar la libertad alimentaria de los casi siete mil millones de humanos que somos, lo cual daría pie para la conquista gradual de libertades en múltiples otros ámbitos. Sin embargo, con la lógica de la dominación prevaleciente, y dadas las limitaciones en las capacidades estructurales productivas y afines de la mayoría, las cinco sextas partes de la población se mantienen en situación de precariedad alimentaria básica o primaria, mientras que la otra sexta parte pretende satisfacer todas sus necesidades restantes, con no poco derroche y sometiendo al planeta a una sobreexplotación de sus recursos que amenaza con alterar todos sus equilibrios ecológicos. La resultante de esta situación, con el hambre de muchos ante la vitrina del despilfarro de pocos, está conduciendo a una crisis civilizatoria y a tensiones geopolíticas de grandes proporciones, cuya salida, a largo plazo, no pareciera ser otra que la recuperación del rumbo civilizatorio original, que tendrá que erigirse, antes que nada, sobre la base de la satisfacción de las necesidades alimentarias de todos.
La situación no es distinta, e inclusive es más grave, a nivel de América Latina, en donde hace cinco siglos, y en no más de cincuenta años, fue prácticamente destruida la infraestructura de producción de alimentos de las poblaciones preibéricas, ocupadas las tierras más fértiles, esclavizados y diezmados sus pobladores, y reconvertida toda la economía sustentable preexistente para su reemplazo por una economía dependiente y al servicio de los intereses de los colonizadores. Los sobrevivientes de esta hecatombe, es decir, nosotros los latinoamericanos de hoy, aun después de conquistada nuestra independencia política hace un par de siglos, no hemos logrado todavía rediseñar y reconstruir una base alimentaria sustentable, y allí vemos la raíz de buena parte de nuestras calamidades. Los intereses heredados o adoptados de los antiguos conquistadores todavía siguen ejerciendo, directa o indirectamente, su influencia, a menudo con el apoyo de fuerzas foráneas, pues es apenas ahora cuando, en algunos países, se está emprendiendo una verdadera modernización para hacer del conocimiento y la inteligencia una fuerza impulsora del cambio. Pero de poco sirve, en este contexto, acariciar ilusamente un retorno a un pasado idilizado: no sólo porque sería irresponsable desperdiciar los avances científicos, tecnológicos, políticos, culturales y educativos motorizados bajo la férula europea, sino también porque, nos plazca o no, ya al final de la época preibérica estaban en fase de expansión al menos dos poderosos y despóticos imperios teocráticos, el azteca y el inca, que tarde o temprano habrían terminado por sojuzgar a todo el continente y a todos sus esbozos civilizatorios alternativos.
No, no es en un pasado irreversiblemente desaparecido en donde debemos ampararnos, y mucho menos con una aureola de oscurantismo, sino en un esfuerzo transformador de cara al futuro y liderado por fuerzas sociales capaces de hacer del conocimiento nuestro recurso más valioso, en la ruta hacia un mundo distinto en donde los valores éticos sean cada vez la guía de las luchas por satisfacer necesidades y conquistar libertades. Nuestra fantasía, la que le da sentido a este blog, es la de ver brotar por doquiera múltiples movimientos modernos, es decir, organizados y dotados con publicaciones y posturas científicas y divulgativas de alto impacto. De nutricionistas, biólogos, bioquímicos, antropólogos y médicos que, previa consulta a la población, ofrezcan pautas sobre los nutrientes requeridos; agrónomos, ingenieros de multiples especialidades, veterinarios, zootecnistas, edafólogos, ecólogos que diseñen los sistemas de cultivo necesarios; economistas, administradores, sociólogos que ofrezcan lineamientos que aseguren, tomando en cuenta los intereses colectivos, la sustentabilidad económica de la agricultura y la ganadería necesarias; empresarios, gerentes, profesionales, trabajadores diversos que hagan funcionar los sistemas de producción, distribución y consumo de alimentos, generando abundantes empleos bien remunerados; periodistas, comunicadores sociales diversos, medios responsables de comunicación que difundan mensajes alimentarios coherentes; políticos, partidos, planificadores, líderes de las comunidades que movilicen y organicen al pueblo en función de metas alimentarias a largo plazo; en fin, fuerzas sociales modernas como las que ya están transformando la faz del planeta a pesar de los atavismos oligárquicos heredados.
Que muy bonito todo esto, a condición de que sea socialista y no capitalista, dicen algunos, pero mejor, decimos nosotros, creyendo que en concordancia con pensadores que ofrendaron sus hígados para entender la dinámica real de las transformaciones sociales, librándonos de la ilusión de saltarnos el capitalismo a la torera, y entendiendo, como decía el muy vilipendiado y poco estudiado Carlos aquel, que los pueblos atrasados, ante las experiencias muchas veces calamitosas de los pueblos llamados desarrollados, sólo podemos aliviar los dolores de nuestros partos. No tenemos por qué transitar por los mismos calvarios europeos y norteamericanos, con sus masacres dantescas y festines pantagruélicos, pero tampoco podemos pensar que nuestros Estados, y menos aisladamente, serán capaces de desatar las energías creadoras de cientos de millones que se requieren para superar nuestros latifundismos y mercantilismos y edificar una verdaderamente nueva Latinoamérica.
Tales son los desafíos que vislumbramos y nuestra fantasía alimentaria consiste en creer que podremos ser útiles a la hora nona de las respuestas y los compromisos.
En otras palabras, quienes poseen la capacidad para examinar estos asuntos, parecieran carecer de interés en ellos, y a quienes les interesa prácticamente carecen de la capacidad para examinarlos, por lo cual todo latinoamericano que se ocupe en profundidad de la cuestión alimentaria pareciera ser fuerte candidato a predicador en el desierto. Si todo quedase allí, quizás habría que resignarse, pero resulta que en el fondo los sectores profesionales o medios latinoamericanos no sólo confrontan ellos mismos, las más de las veces sin saberlo, severas deficiencias alimentarias lipídicas, vitamínicas o minerales, que con frecuencia los conducen a infartos y cánceres sesgadores o mutiladores de sus vidas, sino que las deficiencias alimentarias del grueso de la población restante generan un estado de inestabilidad social tal que convierte a muchos de los esfuerzos de las clases medias en verdaderos tormentos de Sísifo, es decir, en esfuerzos cuyos resultados se desmoronan una y otra vez en el contexto de la inestabilidad y la inseguridad reinantes.
Por sólo citar los casos notorios de dos grandes venezolanos a quienes tuve la suerte de conocer de cerca: Alfredo Maneiro, político, y José Ignacio Cabrujas, escritor, ambos llenos de potencialidades y dados a los placeres intensos de la mesa, quienes dejaron este mundo tras ataques cardíacos apenas a los cuarenta y cinco años, uno, y antes de cumplir los sesenta, el otro; no me cabe duda de que sus pasiones paralelas por cigarrillos, licores, churrascos, pastas y chistorras conspiraron fuertemente para que nos quedásemos sin disfrutar de los mejores frutos que nos prometían. Y, en el otro plano, conozco ya también una gruesa nómina de caídos bajo las garras de la inseguridad reinante, en cuyas raíces, aunque no lo parezca, suelen estar las ponzoñas del hambre: todo niño que crece hambriento o que resulta arrojado precozmente a la calle a procurarse su sustento a como dé lugar es un criminal en potencia.
No nos ha sido viable, entonces, reducir la cobertura brindada a esta difícil de sobrestimar necesidad, de cuya satisfacción dependen todas nuestras posibilidades de sobrevivencia. Aunque los átomos de que estamos hechos (aproximadamente unos 6,7 x 1027, o sea unos 6,7 mil millones de millones de millones de millones de átomos, distribuidos en unos sesenta elementos químicos) han estado, en su casi totalidad, aquí en la Tierra desde su constitución hace unos 4,6 mil millones de años, las moléculas orgánicas básicas de la vida sólo se constituyeron cerca de mil millones de años más tarde para dar lugar a una célula madre de la que descienden todas las células de todos los organismos vivientes conocidos, incluyendo los alrededor de 10 billones de células (millones de millones ó 1012) de que estamos hechos cada uno de nosotros. El ADN que constituye nuestra fórmula genética es semejante en un 98% al que ya tenían los chimpancés hace unos cinco millones de años, y su versión definitiva data, después de la extinción de varias especies y subespecies del género Homo, de hace alrededor de unos doscientos mil años.
Pero la mayoría de átomos específicos que nos integran para el momento de escribir o leer estas notas estaban en algún estante de abasto o de supermercado hace un mes o menos, los átomos de las moléculas de glucosa que nos permiten obtener la energía para escribir o leer este artículo estaban hace unas horas en el último pan, carbohidrato o fruta que comimos, y los átomos de oxígeno que respiramos estaban hace segundos en el aire que nos rodeaba. La mayor parte de las oraciones de estos últimos párrafos no hubiesen podido escribirse hace apenas una o dos décadas, por lo que, lamentablemente y pese a sus enormes implicaciones, buena parte de las religiones, doctrinas políticas e incluso conocimientos adquiridos en la universidad o el liceo fueron concebidos antes de estos hallazgos. ¿Cómo podemos, entonces, darlos por trillados y hacer caso omiso de ellos en nuestro análisis de las necesidades alimentarias?
Nuestro género humano ha pasado por una experiencia de millones de años de búsqueda deambulante de alimentos, y nuestra subespecie, por más del 90% de su existencia, también anduvo recogiendo vegetales y cazando o pescando alguno que otro animal, hasta que, hace apenas unos diez o doce mil años, se hizo el que, a nuestro juicio y después del lenguaje, ha sido el más grande de todos los inventos humanos y el que, en buena medida, ha posibilitado todos los demás: la agricultura, la posibilidad de no depender del azar de encontrar o no alimentos en un eterna búsqueda en el ambiente natural. Se estima que la población humana del planeta, para el período en que se inicia la agricultura en el Cercano Oriente e incluidos nuestros ancestros preibéricos, era del orden de unos cinco a diez millones de habitantes. Y unos miles de años de años después se reinventa también, no se sabe si de manera autónoma o como parte de la onda de difusión del invento original, la agricultura en tierras americanas. Durante aproximadamente los siete mil años siguientes al trascendental invento agrícola, todo sugiere que las sociedades, algunas incluso con las primeras formas de escritura, evolucionaron hacia civilizaciones agrícolas y alfareras no clasistas y basadas en la fraternidad, la cooperación y la propiedad colectiva de los medios de producción.
En no más de los últimos cinco mil años, sin embargo, pareciera que la lucha contra la escasez de alimentos fue ganada por hordas pastoriles masculinas dotadas con armas metálicas, que instauraron la dominación de clases que, con variantes, permanece hasta nuestros días. Pero la paradoja está en que, con las artesanías, técnicas y tecnologías disponibles, sería perfectamente posible asegurar la libertad alimentaria de los casi siete mil millones de humanos que somos, lo cual daría pie para la conquista gradual de libertades en múltiples otros ámbitos. Sin embargo, con la lógica de la dominación prevaleciente, y dadas las limitaciones en las capacidades estructurales productivas y afines de la mayoría, las cinco sextas partes de la población se mantienen en situación de precariedad alimentaria básica o primaria, mientras que la otra sexta parte pretende satisfacer todas sus necesidades restantes, con no poco derroche y sometiendo al planeta a una sobreexplotación de sus recursos que amenaza con alterar todos sus equilibrios ecológicos. La resultante de esta situación, con el hambre de muchos ante la vitrina del despilfarro de pocos, está conduciendo a una crisis civilizatoria y a tensiones geopolíticas de grandes proporciones, cuya salida, a largo plazo, no pareciera ser otra que la recuperación del rumbo civilizatorio original, que tendrá que erigirse, antes que nada, sobre la base de la satisfacción de las necesidades alimentarias de todos.
La situación no es distinta, e inclusive es más grave, a nivel de América Latina, en donde hace cinco siglos, y en no más de cincuenta años, fue prácticamente destruida la infraestructura de producción de alimentos de las poblaciones preibéricas, ocupadas las tierras más fértiles, esclavizados y diezmados sus pobladores, y reconvertida toda la economía sustentable preexistente para su reemplazo por una economía dependiente y al servicio de los intereses de los colonizadores. Los sobrevivientes de esta hecatombe, es decir, nosotros los latinoamericanos de hoy, aun después de conquistada nuestra independencia política hace un par de siglos, no hemos logrado todavía rediseñar y reconstruir una base alimentaria sustentable, y allí vemos la raíz de buena parte de nuestras calamidades. Los intereses heredados o adoptados de los antiguos conquistadores todavía siguen ejerciendo, directa o indirectamente, su influencia, a menudo con el apoyo de fuerzas foráneas, pues es apenas ahora cuando, en algunos países, se está emprendiendo una verdadera modernización para hacer del conocimiento y la inteligencia una fuerza impulsora del cambio. Pero de poco sirve, en este contexto, acariciar ilusamente un retorno a un pasado idilizado: no sólo porque sería irresponsable desperdiciar los avances científicos, tecnológicos, políticos, culturales y educativos motorizados bajo la férula europea, sino también porque, nos plazca o no, ya al final de la época preibérica estaban en fase de expansión al menos dos poderosos y despóticos imperios teocráticos, el azteca y el inca, que tarde o temprano habrían terminado por sojuzgar a todo el continente y a todos sus esbozos civilizatorios alternativos.
No, no es en un pasado irreversiblemente desaparecido en donde debemos ampararnos, y mucho menos con una aureola de oscurantismo, sino en un esfuerzo transformador de cara al futuro y liderado por fuerzas sociales capaces de hacer del conocimiento nuestro recurso más valioso, en la ruta hacia un mundo distinto en donde los valores éticos sean cada vez la guía de las luchas por satisfacer necesidades y conquistar libertades. Nuestra fantasía, la que le da sentido a este blog, es la de ver brotar por doquiera múltiples movimientos modernos, es decir, organizados y dotados con publicaciones y posturas científicas y divulgativas de alto impacto. De nutricionistas, biólogos, bioquímicos, antropólogos y médicos que, previa consulta a la población, ofrezcan pautas sobre los nutrientes requeridos; agrónomos, ingenieros de multiples especialidades, veterinarios, zootecnistas, edafólogos, ecólogos que diseñen los sistemas de cultivo necesarios; economistas, administradores, sociólogos que ofrezcan lineamientos que aseguren, tomando en cuenta los intereses colectivos, la sustentabilidad económica de la agricultura y la ganadería necesarias; empresarios, gerentes, profesionales, trabajadores diversos que hagan funcionar los sistemas de producción, distribución y consumo de alimentos, generando abundantes empleos bien remunerados; periodistas, comunicadores sociales diversos, medios responsables de comunicación que difundan mensajes alimentarios coherentes; políticos, partidos, planificadores, líderes de las comunidades que movilicen y organicen al pueblo en función de metas alimentarias a largo plazo; en fin, fuerzas sociales modernas como las que ya están transformando la faz del planeta a pesar de los atavismos oligárquicos heredados.
Que muy bonito todo esto, a condición de que sea socialista y no capitalista, dicen algunos, pero mejor, decimos nosotros, creyendo que en concordancia con pensadores que ofrendaron sus hígados para entender la dinámica real de las transformaciones sociales, librándonos de la ilusión de saltarnos el capitalismo a la torera, y entendiendo, como decía el muy vilipendiado y poco estudiado Carlos aquel, que los pueblos atrasados, ante las experiencias muchas veces calamitosas de los pueblos llamados desarrollados, sólo podemos aliviar los dolores de nuestros partos. No tenemos por qué transitar por los mismos calvarios europeos y norteamericanos, con sus masacres dantescas y festines pantagruélicos, pero tampoco podemos pensar que nuestros Estados, y menos aisladamente, serán capaces de desatar las energías creadoras de cientos de millones que se requieren para superar nuestros latifundismos y mercantilismos y edificar una verdaderamente nueva Latinoamérica.
Tales son los desafíos que vislumbramos y nuestra fantasía alimentaria consiste en creer que podremos ser útiles a la hora nona de las respuestas y los compromisos.
martes, 16 de marzo de 2010
Y en el plano alimentario individual: ¿Qué podemos hacer?
De la misma manera en que esquematizamos nuestro conjunto de orientaciones alimentarias para el impulso de movimientos en el plano social, podemos intentar, con una estructura análoga de capacidades, un esquema útil para el plano individual (o podríamos hacerlo para los planos de pareja, familia, vecindario, empresa, comunidad, pues el enfoque que empleamos participa -no sé si se acuerdan de la palabreja- de la condición fractal, esto es, que se repite una y otra vez a múltiples planos o niveles).
En el plano alimentario individual, entonces, como si se tratase de un movimiento o esfuerzo articulado en este plano, la puesta en tensión de nuestras capacidades culturales para conquistar nuestra libertad alimentaria implicaría, antes que nada, una profunda toma de conciencia acerca de la importancia de fortalecer nuestra genuina identidad alimentaria. No es sólo cuestión de adoptar dietas, lucir mejor, vivir más tiempo o seguir modas, sino de entender de una vez por todas que estamos hechos de aquello de que nos alimentamos, lo que equivale a decir que por más espirituales o sublimes que seamos, estamos también hechos de átomos, moléculas, células, tejidos y órganos como todo ser físico, químico o biológico: nuestra alimentación impacta todo lo que somos y anhelamos ser, es decir, toda nuestra identidad.
Un aspecto clave de esta capacidad cultural consistiría en algo así como rescatar la unidad de propósitos de nuestro organismo, o sea, vernos como un conglomerado de múltiples partes o componentes que necesitan actuar sinérgica o conjuntamente. Para lograr tal actuación, necesitamos conocernos nosotros mismos y aprender a oír y entender a nuestro organismo completo. Un ejemplo: nuestro órgano principal del gusto, la lengua, contiene las papilas gustativas en cuyo interior se hallan los botones gustativos, que a su vez albergan las células gustativas especializadas en la captación del sabor de los alimentos y el envío de señales al cerebro. Estas papilas, botones y células están divididas y organizadas en función de captar los sabores dulces, salados, ácidos y/o amargos de cuanto ingerimos, y por supuesto que es delicioso saborear y disfrutar libremente nuestras comidas; pero no podemos permitir, y menos todavía si es por designio de algún interés ajeno, que la percepción de sabores, sobre todo dulces y salados y, a menudo, artificiales, independientemente de sus otras consecuencias, se convierta en el fin de nuestra alimentación. Eso que nos deleita circunstancialmente puede ser también, a la larga, dañino para nuestro organismo, como a menudo lo hacen constar nuestro estómago, nuestros intestinos, nuestros tejidos grasos o incluso nuestro estado de ánimo. Más aún, inclusive antes de ingerir nuestros alimentos, nuestro olfato, vista, tacto y hasta oído y sensaciones internas diversas nos proporcionan múltiples señales que podemos interpretar cultural o mentalmente acerca de la conveniencia o no de tal ingestión. No podemos permitir, en síntesis, que nuestro órgano gustativo se erija en una especie de dictador de nuestro régimen alimentario, pues entonces, lejos de conquistar nuestra libertad, es decir de satisfacer nuestras necesidades y quedar en condiciones de disfrutar nuestra vida a través de una buena alimentación, nos convertimos en nuestros propios esclavos alimentarios.
Nuestra capacidad de producción alimentaria, en el plano individual, comprende desde nuestras capacidades para seleccionar, adquirir, transportar y almacenar adecuadamente nuestros alimentos, hasta las de procesarlos, consumirlos, digerirlos y desecharlos en función de nuestros requerimientos. Las de selección y procesamiento, sobre todo de los alimentos de origen vegetal, constituyen capacidades críticas para asegurar su sano consumo y digestión. Incluso en el caso de que no cocinemos regularmente, la familiarización con las prácticas básicas de hacer mercado y cocinar nos puede ayudar mucho a tomar mejores decisiones en esta esfera: la comida rápida chatarra tiene la gran ventaja de su fácil disponibilidad y de que a menudo no requiere de procesamiento ninguno, pero lo malo es que todos esos minutos que aparentemente "ahorramos" son en realidad un préstamo de tiempo y dinero que a la larga tenemos que pagar en clínicas, convalecencias, baja calidad de vida y, en el límite, recortando innecesariamente nuestra existencia. No es por casualidad que incluso las mejores escuelas de cocina, como la Cordon Bleu francesa -cuyos materiales, que se consiguen en buenas librerías, recomendamos- enfatizan la selección de los insumos y la ejecución de los procedimientos adecuados como claves para la obtención de buenos resultados: aquí, como en todas las esferas de la vida, los resultados, una vez que tenemos claridad de propósitos, no son sino la síntesis de los medios y esfuerzos que empleamos para alcanzarlos.
Con mucha frecuencia, nuestras decisiones económicas en materia alimentaria están condicionadas por factores territoriales. La escogencia de lugares apropiados para hacer nuestras compras alimentarias y/o almacenar, procesar, consumir e ingerir nuestros alimentos es el punto de partida para una buena alimentación: un mercado o supermercado o proveedor ambulante bien dotado con vegetales y frutas frescas y variadas se convierte en una piedra angular de nuestro sistema alimentario individual. No podemos olvidar que estamos hechos de materiales que hace unos pocos días o semanas estaban en los anaqueles o cajones de un puesto de venta de alimentos.
Cuanto más completa y profundamente dominemos, a través de la educación propiamente dicha e investigación, los conocimientos sobre nuestras necesidades alimentarias, más oportunidad tendremos de conquistar nuestras libertades correspondientes y convertirnos en la persona que anhelamos y merecemos ser; y, viceversa, cuanto mas practiquemos una especie de oscurantismo o dogmatismo alimentario, más seremos presa de circunstancias y manipulaciones y en la práctica seremos dependientes de designios y caprichos ajenos. No puedo ocultarlo: estoy abrumado de asistir a convalecencias y entierros de amigos y seres queridos que una y otra vez desatendieron las sugerencias para que dejaran el cigarrillo, el alcohol o la adicción a los refrescos, dulces o frituras. Me temo que entre las muchas razones por las cuales en América Latina nos ha sido tan difícil impulsar nuestras transformaciones está la de que nuestras oligarquías han logrado imponer sin resistencia sus valores alimentarios, al punto de que aun muchos de nuestros líderes más preclaros no le han brindado atención suficiente a los aspectos relacionados con su propia alimentación y salud, y se han marchado precozmente. Mientras que en la ideología mantuana o tradicional latinoamericana se práctica una especie de culto secreto a la comida grasa y los postres azucarados, en la izquierda son frecuentes las burlas a toda esta problemática alimentaria como propia de sifrinos pequeñoburgueses.
También la esfera de los medios de comunicación e instrucción tiene su correlato en el plano individual: desde la información sobre las fuentes de nutrientes, tablas de composición de alimentos y lugares de aprovisionamiento, hasta los libros de cocina y recetarios, o la documentación de nuestros exámenes de laboratorio, contienen información relevante y valiosa que vale almacenar y conservar, tal y como lo hacemos con la información administrativa que nos interesa: un cuaderno de notas o apuntes pareciera ser un accesorio indispensable en toda cocina al servicio de nuestra salud y calidad de vida. Resulta irónico que la información sobre los gastos clínicos y sobre seguros e impuestos pueda ser más importante que aquella sobre nuestra alimentación y nuestros exámenes de sangre o afines, que contienen las claves acerca de por qué vamos al médico. No podemos, al menos si tenemos capacidades intelectuales para manejar e interpretar información de tipo técnico o profesional, ignorar los significados de términos básicos como colesterol bueno (HDL), colesterol malo (LDL), trigicéridos o glicemia, pues son indicadores fundamentales para cambiar nuestros hábitos alimentarios antes de que sea tarde y tengamos que cambiarlos por prescripciones de otros.
Y, otra vez, last but not least ("por último pero no con la menor importancia"), resulta que también en la esfera individual existe algo equivalente a la política alimentaria en el plano social, y que tiene que ver con todos los planes, programas, controles, elementos de organización, prioridades y decisiones fundamentales diversas que tenemos que adoptar para resolver conflictos entre nuestros sueños y prácticas, gustos y requerimientos, o valores contradictorios en materia alimentaria. Si un día nos damos golpes de pecho y proclamamos el inicio de una dieta estricta para perder peso, pero luego nos burlamos de nuestros anuncios y nos desahogamos haciendo todo lo contrario de lo previsto, estamos obrando como los políticos demagogos que hacen promesas con el mero fin de ganar votos y a la larga pierden la confianza de quienes una vez los apoyaron, sólo que con la diferencia de que aquí terminamos por no creer en nuestra voluntad y perdemos la confianza en nosotros mismos. Esto no significa que debamos martirizarnos si algo sale mal o contrario a las predicciones, sino que tenemos que evaluar qué paso para corregir los errores y extraer lecciones para hacer mejores y más viables planes y programas para el futuro.
Les confieso, queridos lectores y lectoras del blog, que espero que estos dos últimos artículos, y el próximo, que será un listado de tips o sugerencias aún más concretas, en donde se resumen una especie de conclusiones de la subserie sobre nuestras necesidades alimentarias, provoquen al menos algunos comentarios o retroinformación, pues estoy intrigado de ver como, desde hace semanas, si bien el ritmo de visitas al blog no ha disminuido, ha habido una absoluta ausencia de comentarios, por lo que no tengo idea de que están pensando ustedes acerca de todo este rollo alimentario. Y aprovecho para anunciarles que, con motivo del artículo número cien de Transformanueca, haremos una nueva encuesta para tomar decisiones sobre el futuro del blog. Seguimos -¿seguro que es así?- en contacto.
En el plano alimentario individual, entonces, como si se tratase de un movimiento o esfuerzo articulado en este plano, la puesta en tensión de nuestras capacidades culturales para conquistar nuestra libertad alimentaria implicaría, antes que nada, una profunda toma de conciencia acerca de la importancia de fortalecer nuestra genuina identidad alimentaria. No es sólo cuestión de adoptar dietas, lucir mejor, vivir más tiempo o seguir modas, sino de entender de una vez por todas que estamos hechos de aquello de que nos alimentamos, lo que equivale a decir que por más espirituales o sublimes que seamos, estamos también hechos de átomos, moléculas, células, tejidos y órganos como todo ser físico, químico o biológico: nuestra alimentación impacta todo lo que somos y anhelamos ser, es decir, toda nuestra identidad.
Un aspecto clave de esta capacidad cultural consistiría en algo así como rescatar la unidad de propósitos de nuestro organismo, o sea, vernos como un conglomerado de múltiples partes o componentes que necesitan actuar sinérgica o conjuntamente. Para lograr tal actuación, necesitamos conocernos nosotros mismos y aprender a oír y entender a nuestro organismo completo. Un ejemplo: nuestro órgano principal del gusto, la lengua, contiene las papilas gustativas en cuyo interior se hallan los botones gustativos, que a su vez albergan las células gustativas especializadas en la captación del sabor de los alimentos y el envío de señales al cerebro. Estas papilas, botones y células están divididas y organizadas en función de captar los sabores dulces, salados, ácidos y/o amargos de cuanto ingerimos, y por supuesto que es delicioso saborear y disfrutar libremente nuestras comidas; pero no podemos permitir, y menos todavía si es por designio de algún interés ajeno, que la percepción de sabores, sobre todo dulces y salados y, a menudo, artificiales, independientemente de sus otras consecuencias, se convierta en el fin de nuestra alimentación. Eso que nos deleita circunstancialmente puede ser también, a la larga, dañino para nuestro organismo, como a menudo lo hacen constar nuestro estómago, nuestros intestinos, nuestros tejidos grasos o incluso nuestro estado de ánimo. Más aún, inclusive antes de ingerir nuestros alimentos, nuestro olfato, vista, tacto y hasta oído y sensaciones internas diversas nos proporcionan múltiples señales que podemos interpretar cultural o mentalmente acerca de la conveniencia o no de tal ingestión. No podemos permitir, en síntesis, que nuestro órgano gustativo se erija en una especie de dictador de nuestro régimen alimentario, pues entonces, lejos de conquistar nuestra libertad, es decir de satisfacer nuestras necesidades y quedar en condiciones de disfrutar nuestra vida a través de una buena alimentación, nos convertimos en nuestros propios esclavos alimentarios.
Nuestra capacidad de producción alimentaria, en el plano individual, comprende desde nuestras capacidades para seleccionar, adquirir, transportar y almacenar adecuadamente nuestros alimentos, hasta las de procesarlos, consumirlos, digerirlos y desecharlos en función de nuestros requerimientos. Las de selección y procesamiento, sobre todo de los alimentos de origen vegetal, constituyen capacidades críticas para asegurar su sano consumo y digestión. Incluso en el caso de que no cocinemos regularmente, la familiarización con las prácticas básicas de hacer mercado y cocinar nos puede ayudar mucho a tomar mejores decisiones en esta esfera: la comida rápida chatarra tiene la gran ventaja de su fácil disponibilidad y de que a menudo no requiere de procesamiento ninguno, pero lo malo es que todos esos minutos que aparentemente "ahorramos" son en realidad un préstamo de tiempo y dinero que a la larga tenemos que pagar en clínicas, convalecencias, baja calidad de vida y, en el límite, recortando innecesariamente nuestra existencia. No es por casualidad que incluso las mejores escuelas de cocina, como la Cordon Bleu francesa -cuyos materiales, que se consiguen en buenas librerías, recomendamos- enfatizan la selección de los insumos y la ejecución de los procedimientos adecuados como claves para la obtención de buenos resultados: aquí, como en todas las esferas de la vida, los resultados, una vez que tenemos claridad de propósitos, no son sino la síntesis de los medios y esfuerzos que empleamos para alcanzarlos.
Con mucha frecuencia, nuestras decisiones económicas en materia alimentaria están condicionadas por factores territoriales. La escogencia de lugares apropiados para hacer nuestras compras alimentarias y/o almacenar, procesar, consumir e ingerir nuestros alimentos es el punto de partida para una buena alimentación: un mercado o supermercado o proveedor ambulante bien dotado con vegetales y frutas frescas y variadas se convierte en una piedra angular de nuestro sistema alimentario individual. No podemos olvidar que estamos hechos de materiales que hace unos pocos días o semanas estaban en los anaqueles o cajones de un puesto de venta de alimentos.
Cuanto más completa y profundamente dominemos, a través de la educación propiamente dicha e investigación, los conocimientos sobre nuestras necesidades alimentarias, más oportunidad tendremos de conquistar nuestras libertades correspondientes y convertirnos en la persona que anhelamos y merecemos ser; y, viceversa, cuanto mas practiquemos una especie de oscurantismo o dogmatismo alimentario, más seremos presa de circunstancias y manipulaciones y en la práctica seremos dependientes de designios y caprichos ajenos. No puedo ocultarlo: estoy abrumado de asistir a convalecencias y entierros de amigos y seres queridos que una y otra vez desatendieron las sugerencias para que dejaran el cigarrillo, el alcohol o la adicción a los refrescos, dulces o frituras. Me temo que entre las muchas razones por las cuales en América Latina nos ha sido tan difícil impulsar nuestras transformaciones está la de que nuestras oligarquías han logrado imponer sin resistencia sus valores alimentarios, al punto de que aun muchos de nuestros líderes más preclaros no le han brindado atención suficiente a los aspectos relacionados con su propia alimentación y salud, y se han marchado precozmente. Mientras que en la ideología mantuana o tradicional latinoamericana se práctica una especie de culto secreto a la comida grasa y los postres azucarados, en la izquierda son frecuentes las burlas a toda esta problemática alimentaria como propia de sifrinos pequeñoburgueses.
También la esfera de los medios de comunicación e instrucción tiene su correlato en el plano individual: desde la información sobre las fuentes de nutrientes, tablas de composición de alimentos y lugares de aprovisionamiento, hasta los libros de cocina y recetarios, o la documentación de nuestros exámenes de laboratorio, contienen información relevante y valiosa que vale almacenar y conservar, tal y como lo hacemos con la información administrativa que nos interesa: un cuaderno de notas o apuntes pareciera ser un accesorio indispensable en toda cocina al servicio de nuestra salud y calidad de vida. Resulta irónico que la información sobre los gastos clínicos y sobre seguros e impuestos pueda ser más importante que aquella sobre nuestra alimentación y nuestros exámenes de sangre o afines, que contienen las claves acerca de por qué vamos al médico. No podemos, al menos si tenemos capacidades intelectuales para manejar e interpretar información de tipo técnico o profesional, ignorar los significados de términos básicos como colesterol bueno (HDL), colesterol malo (LDL), trigicéridos o glicemia, pues son indicadores fundamentales para cambiar nuestros hábitos alimentarios antes de que sea tarde y tengamos que cambiarlos por prescripciones de otros.
Y, otra vez, last but not least ("por último pero no con la menor importancia"), resulta que también en la esfera individual existe algo equivalente a la política alimentaria en el plano social, y que tiene que ver con todos los planes, programas, controles, elementos de organización, prioridades y decisiones fundamentales diversas que tenemos que adoptar para resolver conflictos entre nuestros sueños y prácticas, gustos y requerimientos, o valores contradictorios en materia alimentaria. Si un día nos damos golpes de pecho y proclamamos el inicio de una dieta estricta para perder peso, pero luego nos burlamos de nuestros anuncios y nos desahogamos haciendo todo lo contrario de lo previsto, estamos obrando como los políticos demagogos que hacen promesas con el mero fin de ganar votos y a la larga pierden la confianza de quienes una vez los apoyaron, sólo que con la diferencia de que aquí terminamos por no creer en nuestra voluntad y perdemos la confianza en nosotros mismos. Esto no significa que debamos martirizarnos si algo sale mal o contrario a las predicciones, sino que tenemos que evaluar qué paso para corregir los errores y extraer lecciones para hacer mejores y más viables planes y programas para el futuro.
Les confieso, queridos lectores y lectoras del blog, que espero que estos dos últimos artículos, y el próximo, que será un listado de tips o sugerencias aún más concretas, en donde se resumen una especie de conclusiones de la subserie sobre nuestras necesidades alimentarias, provoquen al menos algunos comentarios o retroinformación, pues estoy intrigado de ver como, desde hace semanas, si bien el ritmo de visitas al blog no ha disminuido, ha habido una absoluta ausencia de comentarios, por lo que no tengo idea de que están pensando ustedes acerca de todo este rollo alimentario. Y aprovecho para anunciarles que, con motivo del artículo número cien de Transformanueca, haremos una nueva encuesta para tomar decisiones sobre el futuro del blog. Seguimos -¿seguro que es así?- en contacto.
viernes, 12 de marzo de 2010
¿Qué hacer en pro de nuestra libertad alimentaria?
Teníamos, como lo anunciamos hace ya varios artículos, la intención de cerrar el ciclo del análisis de nuestras necesidades y libertades, primero, para luego redondear algunos aspectos conceptuales acerca de nuestros sistemas y nuestras historias de vida, y entonces comenzar a abordar asuntos relacionados con el qué y cómo hacer para impulsar la transformación de nuestras sociedades latinoamericanas. No obstante, un poco desconsolados y descontrolados por la extensión desproporcionada de los últimos artículos, tomando en cuenta que se está alargando la serie sobre necesidades y libertades, y, sobre todo, en atención a las exigencias de ciertos lectores impacientes, que de una u otra manera nos reclaman un mayor énfasis en aspectos prácticos, se nos ha ocurrido que quizás sea conveniente comenzar aunque sea a asomar la onda de los muchos artículos que vendrán en torno a la problemática del qué hacer y cómo impulsar los movimientos necesarios en pro de nuestra transformación. (Pues siempre hemos dicho que el énfasis en lo conceptual que, hasta la fecha, ha tenido el blog, no implica ninguna vocación meramente interpretativa sino un afán por direccionar acertadamente nuestras prácticas, diferenciándonos tanto del pragmatismo como del academicismo tan al uso en nuestra región).
Es así que, a manera de conclusión de la serie sobre nuestras necesidades y libertades alimentarias, ofrecemos aquí una síntesis de ciertos elementos que, a nuestro entender, podrían ser útiles para impulsar la construcción de movimientos en torno a este vital desafío de nuestras naciones.
En el esquema anterior presentamos los elementos fundamentales que habría que conjugar o sinergizar a la hora de impulsar movimientos y procesos transformadores, desde la esfera alimentaria, en aras de un cambio profundo de nuestros sistemas sociales. Sin la conquista de nuestra libertad alimentaria, es decir, sin la derrota de nuestras hambres seculares, todo lo que hagamos en pro del cambio social será como construir gigantes con pequeños pies de barro, y jamás podremos conocer nada que se parezca a una seguridad o una armonía social mientras una gruesa porción de nuestra población padezca, o se mantenga al borde, de una desnutrición general o específica. Como deberían notar los lectores más aprovechados del blog, los vértices del pentágono se corresponden con las principales capacidades estructurales que discutimos durante los meses de julio y agosto pasados, y la lechosa es la misma que dijimos, al comienzo de la serie sobre necesidades alimentarias, que emplearíamos para facilitar la memorización de las ideas expuestas.
En materia cultural, quizás, por intangible y ubicua, la esfera más difícil de cambiar, resaltamos la importancia del rescate de nuestra identidad alimentaria, es decir, de nuestras respuestas fundamentales en torno a la pregunta: ¿Qué significa alimentarnos bien en América Latina?, la cual es una cuota de la respuesta a la pregunta mucho más amplia de quiénes somos los latinoamericanos. Sin una idea clara y sólidamente fundamentada en nuestra autocomprensión histórica y social acerca de qué buscamos en materia alimentaria, será difícil, cuando no imposible, poner en tensión nuestros esfuerzos en pro del cambio para superar nuestros sistemas de vida actuales. Esto no significa que creamos que el cambio cultural alimentario puede lograrse con gestos por arriba o con mera propaganda mediática, pues, por el contrario, lo vemos no sólo como agente detonador sino también como el resultado de luchas políticas, esfuerzos productivos, reordenamientos territoriales y adquisición de conocimientos a través de la investigación y la educación. La cultura es la representación de nuestra identidad que nos hacemos en un ámbito y en un período dados, la guía inconsciente de nuestras acciones que nos sirve para soñar y decidir si lo que estamos haciendo está bien hecho o no, y que a la vez se conforma en nuestra prácticas satisfactorias del pasado.
Otra vez Brasil es la nación latinoamericana que creemos tiene una cultura alimentaria más sólida, tanto que, al estilo de una Francia cualquiera, muchas transnacionales de refrescos y comida rápida han tenido que modificar sus políticas alimentarias globales para adaptarse a las exigencias brasileñas. Hasta donde la conocemos, la dieta brasileña es la más rica en frutas y vegetales, y por tanto en fibras, vitaminas y minerales, de toda América Latina y, aunque todavía falta mucho por andar, vemos a esta nación, sobre todo al calor del exitoso Programa Hambre Cero del Presidente Lula, sistémica y sustentablemente encaminada hacia la erradicación de su hambre crónica y la conquista de su libertad alimentaria. El costo de los alimentos calóricos y proteicos, afincado en suficientes capacidades productivas y distributivas de cereales, yuca, lácteos y carnes, es el más bajo y accesible, relativamente hablando, que hemos conocido en la región. Ninguna otra nación latinoamericana, y no por casualidad desde los días de Josué de Castro, ha sido tan coherente y persistente en la lucha por su libertad alimentaria.
La capacidad productiva alimentaria, incluyendo aquí las capacidades de distribución, venta y consumo efectivo por la población, es una condición sine qua non para la conquista de cualquier libertad o seguridad en este campo. Los latinoamericanos no podremos avanzar con nuestras necesarias transformaciones mientras una gruesa porción de los nuestros se mantenga en, o al borde de, una situación de desnutrición. Mientras el hambre, ya sea en su versión general o proteicocalórica, o en sus versiones específicas de déficit de fibras, vitaminas y minerales, nos ronde, la conquista real de cualquier otra libertad será una quimera. Para efectos prácticos, con la relativa excepción, ya mencionada en un artículo anterior, de Costa Rica, Brasil, Argentina, Chile y Uruguay, en nuestra región se ha pretendido subestimar los desafíos agrícolas y construir nuestras economías bien en torno a las actividades extractivas o bien alrededor del sector servicios, con lo cual no sólo se ha creado una dependencia alimentaria en la mayoría de los casos, sino que se ha dificultado el impulso a una industrialización sobre bases firmes. Y no sólo tenemos una importante deuda histórica en materia agroalimentaria, sino que, en el contexto de una improductividad generalizada, la especulación mercantilista tiene aquí uno de sus bastiones, con toda clase de roscas y mafias encareciendo los productos del agro y haciendo de los verdaderos productores de alimentos, al buen estilo medieval, una masa de siervos de la gleba.
El reordenamiento territorial es otra de las tareas más difíciles en la búsqueda de una libertad alimentaria, pues históricamente los valles y regiones más fértiles del subcontinente, que en la era prehispánica se dedicaron esencialmente a la producción diversificada de alimentos, han venido siendo dedicados a monocultivos intensivos destinados bien a atender las necesidades de azúcar de las naciones de altos ingresos o bien a rubros que, como el café, el cacao o el tabaco, cuando no la marihuana o la cocaína ilegales, satisfacen más las necesidades de alcaloides estimulantes en otras latitudes que las de verdaderos nutrientes. Claro que no estamos abogando por la fantasía imposible de devolver las tierras a sus verdaderos dueños indígenas, pero sí por una reforma agraria profunda, con participación de técnicos, profesionales y productores de todos los tipos y niveles, que coloque a nuestros escasos territorios con genuina vocación agrícola al servicio de la edificación sustentable de nuestras naciones y no de los vaivenes de precios de mercados mundiales especulativos. Los Estados tienen aquí una prueba de fuego de su inteligencia y su capacidad para superar conflictos, pues si bien es verdad que las clases oligárquicas han hecho de la tenencia irracional de la tierra una de sus consignas centrales, también lo es que la demagogia antilatifundista y anticapitalista ha dado hasta ahora muy pocos resultados. El problema central no es la propiedad de la tierra sino su uso productivo y sustentable.
Sin conocimientos relevantes, generados a través de actividades de investigación y verdaderamente educativas, acerca de los nutrientes y requerimientos de la población y en torno a las características de los suelos y de los sistemas de cultivo, con énfasis en las condiciones de fertilización, no será tampoco posible conquistar nuestra libertad alimentaria. No podemos ocultar el hecho de que tres, Argentina, Chile y Uruguay, de los cinco países que hemos mencionado con relativa autosuficiencia alimentaria, son en realidad países templados y con estaciones invertidas respecto del norte desarrollado, por lo cual, sin desdecir de sus méritos, han podido emplear tecnologías, atraer inversiones y acceder a mercados estacionales de los mismos productos agrícolas de esas otras latitudes. Tan acentuada es nuestra dependencia en esta esfera que buena parte de las semillas certificadas de nuestros principales cultivos tropicales son producidas en las áreas cercanas al trópico de los países templados, tipo estado de Florida de los Estados Unidos. Estos esfuerzos de investigación y educación son indispensables para orientar y potenciar cualquier transformación sustentable de nuestros países.
La buena alimentación es un planteamiento casi ausente en la publicidad que difunden nuestros medios de comunicación, incluyendo aquí a los de instrucción. Puesto que son los alimentos de marca, los más tecnologizados, los menos perecederos, los de sabores más exóticos y, por regla general los menos nutritivos, los que pueden costear los elevados costos publicitarios, existe una distorsión en la que los refrescos, bebidas artificiales, golosinas, galletas, frituras y afines reciben una promoción desproporcionada, mientras que a las frutas y los vegetales y cereales más nutritivos no hay quien los defienda. Las cantinas escolares suelen ser verdaderas ferias de promoción de la desnutrición infantil, que a menudo contradicen las limitadas coberturas de los comedores escolares y la ya poca información alimentaria coherente y actualizada que se difunden en las aulas. Tan distorsionados son los mensajes que se difunden en esta esfera que las clases de menores ingresos viven suspirando por los alimentos de escaso valor nutritivo que exaltan la televisión, la prensa y las vallas urbanas.
Y, por último, pero quizás lo más decisivo, la satisfacción de nuestras necesidades alimentarias y la conquista de la libertad correspondiente requiere de la conjugación de múltiples esfuerzos políticos, en su sentido más amplio, impulsados tanto desde las más diversas instituciones como movimientos. Las instituciones de hoy, como tendremos ocasión de examinarlo con mayor rigor más adelante en el blog, son la cristalización de movimientos de ayer, mientras que los movimientos de hoy contienen el germen de las instituciones de mañana. Mientras que las sociedades de tipo antiguo sólo conocen episódicos movimientos de masas, movidos bajo el liderazgo de líderes carismáticos o bendecidos divinamente, las sociedades medias reclaman movimientos orientados por programas y dispuestos a negociar -al estilo de los sindicatos- reivindicaciones mediante contratos colectivos, leyes y reglamentos y afines. No obstante, la edificación de sociedades propiamente modernas requiere de movimientos científicos, profesionales, intelectuales, gerenciales, empresariales y políticos, en síntesis, de movimientos organizados en torno al manejo inteligente de conocimientos, sin los cuales no es posible convencer a la sociedad de las bondades de los cambios profundos requeridos.
Nuestra Latinoamérica está reclamando un inmenso esfuerzo organizativo y divulgativo de movimientos profesionales que, por ejemplo, en el caso de la problemática alimentaria, incorporen a nutricionistas, médicos, odontólogos, farmaceutas, agrónomos, veterinarios, bioquímicos, químicos, biólogos, economistas, sociólogos, antropólogos, administradores, ingenieros diversos, chefs, cocineros, gastrónomos, y miembros de prácticamente todas las disciplinas, a actividades de conquista de reivindicaciones cualitativas profundas en materia alimentaria. Sin esta base movimiental, nuestras a menudo esclerosadas instituciones y nuestros estados burocráticos seguirán dando tumbos y proponiendo menudencias en función de los votos de los próximos comicios. Una de las aspiraciones de Transformanueca es aportar un granito de arena a la construcción de estos movimientos inteligentes en América Latina: buena parte de lo que hemos hecho hasta ahora es establecer las bases para hacer cada vez más contribuciones relevantes a la construcción de estos movimientos capaces de prefigurar las instituciones del futuro.
Es así que, a manera de conclusión de la serie sobre nuestras necesidades y libertades alimentarias, ofrecemos aquí una síntesis de ciertos elementos que, a nuestro entender, podrían ser útiles para impulsar la construcción de movimientos en torno a este vital desafío de nuestras naciones.
En el esquema anterior presentamos los elementos fundamentales que habría que conjugar o sinergizar a la hora de impulsar movimientos y procesos transformadores, desde la esfera alimentaria, en aras de un cambio profundo de nuestros sistemas sociales. Sin la conquista de nuestra libertad alimentaria, es decir, sin la derrota de nuestras hambres seculares, todo lo que hagamos en pro del cambio social será como construir gigantes con pequeños pies de barro, y jamás podremos conocer nada que se parezca a una seguridad o una armonía social mientras una gruesa porción de nuestra población padezca, o se mantenga al borde, de una desnutrición general o específica. Como deberían notar los lectores más aprovechados del blog, los vértices del pentágono se corresponden con las principales capacidades estructurales que discutimos durante los meses de julio y agosto pasados, y la lechosa es la misma que dijimos, al comienzo de la serie sobre necesidades alimentarias, que emplearíamos para facilitar la memorización de las ideas expuestas.
En materia cultural, quizás, por intangible y ubicua, la esfera más difícil de cambiar, resaltamos la importancia del rescate de nuestra identidad alimentaria, es decir, de nuestras respuestas fundamentales en torno a la pregunta: ¿Qué significa alimentarnos bien en América Latina?, la cual es una cuota de la respuesta a la pregunta mucho más amplia de quiénes somos los latinoamericanos. Sin una idea clara y sólidamente fundamentada en nuestra autocomprensión histórica y social acerca de qué buscamos en materia alimentaria, será difícil, cuando no imposible, poner en tensión nuestros esfuerzos en pro del cambio para superar nuestros sistemas de vida actuales. Esto no significa que creamos que el cambio cultural alimentario puede lograrse con gestos por arriba o con mera propaganda mediática, pues, por el contrario, lo vemos no sólo como agente detonador sino también como el resultado de luchas políticas, esfuerzos productivos, reordenamientos territoriales y adquisición de conocimientos a través de la investigación y la educación. La cultura es la representación de nuestra identidad que nos hacemos en un ámbito y en un período dados, la guía inconsciente de nuestras acciones que nos sirve para soñar y decidir si lo que estamos haciendo está bien hecho o no, y que a la vez se conforma en nuestra prácticas satisfactorias del pasado.
Otra vez Brasil es la nación latinoamericana que creemos tiene una cultura alimentaria más sólida, tanto que, al estilo de una Francia cualquiera, muchas transnacionales de refrescos y comida rápida han tenido que modificar sus políticas alimentarias globales para adaptarse a las exigencias brasileñas. Hasta donde la conocemos, la dieta brasileña es la más rica en frutas y vegetales, y por tanto en fibras, vitaminas y minerales, de toda América Latina y, aunque todavía falta mucho por andar, vemos a esta nación, sobre todo al calor del exitoso Programa Hambre Cero del Presidente Lula, sistémica y sustentablemente encaminada hacia la erradicación de su hambre crónica y la conquista de su libertad alimentaria. El costo de los alimentos calóricos y proteicos, afincado en suficientes capacidades productivas y distributivas de cereales, yuca, lácteos y carnes, es el más bajo y accesible, relativamente hablando, que hemos conocido en la región. Ninguna otra nación latinoamericana, y no por casualidad desde los días de Josué de Castro, ha sido tan coherente y persistente en la lucha por su libertad alimentaria.
La capacidad productiva alimentaria, incluyendo aquí las capacidades de distribución, venta y consumo efectivo por la población, es una condición sine qua non para la conquista de cualquier libertad o seguridad en este campo. Los latinoamericanos no podremos avanzar con nuestras necesarias transformaciones mientras una gruesa porción de los nuestros se mantenga en, o al borde de, una situación de desnutrición. Mientras el hambre, ya sea en su versión general o proteicocalórica, o en sus versiones específicas de déficit de fibras, vitaminas y minerales, nos ronde, la conquista real de cualquier otra libertad será una quimera. Para efectos prácticos, con la relativa excepción, ya mencionada en un artículo anterior, de Costa Rica, Brasil, Argentina, Chile y Uruguay, en nuestra región se ha pretendido subestimar los desafíos agrícolas y construir nuestras economías bien en torno a las actividades extractivas o bien alrededor del sector servicios, con lo cual no sólo se ha creado una dependencia alimentaria en la mayoría de los casos, sino que se ha dificultado el impulso a una industrialización sobre bases firmes. Y no sólo tenemos una importante deuda histórica en materia agroalimentaria, sino que, en el contexto de una improductividad generalizada, la especulación mercantilista tiene aquí uno de sus bastiones, con toda clase de roscas y mafias encareciendo los productos del agro y haciendo de los verdaderos productores de alimentos, al buen estilo medieval, una masa de siervos de la gleba.
El reordenamiento territorial es otra de las tareas más difíciles en la búsqueda de una libertad alimentaria, pues históricamente los valles y regiones más fértiles del subcontinente, que en la era prehispánica se dedicaron esencialmente a la producción diversificada de alimentos, han venido siendo dedicados a monocultivos intensivos destinados bien a atender las necesidades de azúcar de las naciones de altos ingresos o bien a rubros que, como el café, el cacao o el tabaco, cuando no la marihuana o la cocaína ilegales, satisfacen más las necesidades de alcaloides estimulantes en otras latitudes que las de verdaderos nutrientes. Claro que no estamos abogando por la fantasía imposible de devolver las tierras a sus verdaderos dueños indígenas, pero sí por una reforma agraria profunda, con participación de técnicos, profesionales y productores de todos los tipos y niveles, que coloque a nuestros escasos territorios con genuina vocación agrícola al servicio de la edificación sustentable de nuestras naciones y no de los vaivenes de precios de mercados mundiales especulativos. Los Estados tienen aquí una prueba de fuego de su inteligencia y su capacidad para superar conflictos, pues si bien es verdad que las clases oligárquicas han hecho de la tenencia irracional de la tierra una de sus consignas centrales, también lo es que la demagogia antilatifundista y anticapitalista ha dado hasta ahora muy pocos resultados. El problema central no es la propiedad de la tierra sino su uso productivo y sustentable.
Sin conocimientos relevantes, generados a través de actividades de investigación y verdaderamente educativas, acerca de los nutrientes y requerimientos de la población y en torno a las características de los suelos y de los sistemas de cultivo, con énfasis en las condiciones de fertilización, no será tampoco posible conquistar nuestra libertad alimentaria. No podemos ocultar el hecho de que tres, Argentina, Chile y Uruguay, de los cinco países que hemos mencionado con relativa autosuficiencia alimentaria, son en realidad países templados y con estaciones invertidas respecto del norte desarrollado, por lo cual, sin desdecir de sus méritos, han podido emplear tecnologías, atraer inversiones y acceder a mercados estacionales de los mismos productos agrícolas de esas otras latitudes. Tan acentuada es nuestra dependencia en esta esfera que buena parte de las semillas certificadas de nuestros principales cultivos tropicales son producidas en las áreas cercanas al trópico de los países templados, tipo estado de Florida de los Estados Unidos. Estos esfuerzos de investigación y educación son indispensables para orientar y potenciar cualquier transformación sustentable de nuestros países.
La buena alimentación es un planteamiento casi ausente en la publicidad que difunden nuestros medios de comunicación, incluyendo aquí a los de instrucción. Puesto que son los alimentos de marca, los más tecnologizados, los menos perecederos, los de sabores más exóticos y, por regla general los menos nutritivos, los que pueden costear los elevados costos publicitarios, existe una distorsión en la que los refrescos, bebidas artificiales, golosinas, galletas, frituras y afines reciben una promoción desproporcionada, mientras que a las frutas y los vegetales y cereales más nutritivos no hay quien los defienda. Las cantinas escolares suelen ser verdaderas ferias de promoción de la desnutrición infantil, que a menudo contradicen las limitadas coberturas de los comedores escolares y la ya poca información alimentaria coherente y actualizada que se difunden en las aulas. Tan distorsionados son los mensajes que se difunden en esta esfera que las clases de menores ingresos viven suspirando por los alimentos de escaso valor nutritivo que exaltan la televisión, la prensa y las vallas urbanas.
Y, por último, pero quizás lo más decisivo, la satisfacción de nuestras necesidades alimentarias y la conquista de la libertad correspondiente requiere de la conjugación de múltiples esfuerzos políticos, en su sentido más amplio, impulsados tanto desde las más diversas instituciones como movimientos. Las instituciones de hoy, como tendremos ocasión de examinarlo con mayor rigor más adelante en el blog, son la cristalización de movimientos de ayer, mientras que los movimientos de hoy contienen el germen de las instituciones de mañana. Mientras que las sociedades de tipo antiguo sólo conocen episódicos movimientos de masas, movidos bajo el liderazgo de líderes carismáticos o bendecidos divinamente, las sociedades medias reclaman movimientos orientados por programas y dispuestos a negociar -al estilo de los sindicatos- reivindicaciones mediante contratos colectivos, leyes y reglamentos y afines. No obstante, la edificación de sociedades propiamente modernas requiere de movimientos científicos, profesionales, intelectuales, gerenciales, empresariales y políticos, en síntesis, de movimientos organizados en torno al manejo inteligente de conocimientos, sin los cuales no es posible convencer a la sociedad de las bondades de los cambios profundos requeridos.
Nuestra Latinoamérica está reclamando un inmenso esfuerzo organizativo y divulgativo de movimientos profesionales que, por ejemplo, en el caso de la problemática alimentaria, incorporen a nutricionistas, médicos, odontólogos, farmaceutas, agrónomos, veterinarios, bioquímicos, químicos, biólogos, economistas, sociólogos, antropólogos, administradores, ingenieros diversos, chefs, cocineros, gastrónomos, y miembros de prácticamente todas las disciplinas, a actividades de conquista de reivindicaciones cualitativas profundas en materia alimentaria. Sin esta base movimiental, nuestras a menudo esclerosadas instituciones y nuestros estados burocráticos seguirán dando tumbos y proponiendo menudencias en función de los votos de los próximos comicios. Una de las aspiraciones de Transformanueca es aportar un granito de arena a la construcción de estos movimientos inteligentes en América Latina: buena parte de lo que hemos hecho hasta ahora es establecer las bases para hacer cada vez más contribuciones relevantes a la construcción de estos movimientos capaces de prefigurar las instituciones del futuro.
martes, 9 de marzo de 2010
Nuestras necesidades y libertades alimentarias minerales oligoelementales
Creo no haber dicho que, además de la importancia intrínseca que le asigno a la más clara y objetiva comprensión de la naturaleza de nuestras necesidades alimentarias, hay otra razón poderosa para este empeño, que supongo no terminará de ser simpática aun para ciertos, pero seguramente pocos, devotos del blog, y es ésta: estoy persuadido de que mientras más amplia y sólida sea la base de ideas no sujetas -o al menos no completamente- a controversia ideológica o política y compartidas por los agentes del cambio social, más viable será la construcción de una América Latina verdaderamente democrática y plural. Si lográsemos, por ejemplo, establecer la idea de que el sobreconsumo de hierro es riesgoso para el organismo humano, entonces las posibilidades de que algún día tengamos una política agrícola coherente, que priorice el impulso a la producción de cereales, granos leguminosos, frutas y verduras, y no a la ganadería de carne, se multiplican.
Sé que a muchos amigos políticos, humanistas y de las ciencias sociales, lo anterior les suena como a tecnocratismo, prepotencia científica, colaboracionismo de clases o hasta a rayada de madre, pero es un riesgo que hay que correr. Lo contrario, el dejar que todo sea cuestión de la posición ante la lucha de clases, conduce a riesgos mucho mayores como el de la guerra civil fratricida o, quizás todavía peor, a que vivamos en un limbo de fantasías per sécula y etcétera, en donde ningún problema se resuelve pues ninguna mitad o casi logra disponer del poder para aplastar a la otra mitad o casi, e imponerle sus soluciones. De allí que pensemos que, independientemente de las merecidas críticas al cientificismo y sus derivados, una sociedad verdaderamente democrática es impensable sin un mínimo de racionalidad científica en sus ciudadanos, pues sin ésta jamás podrán alcanzarse consensos superadores de los conflictos sociales. En su lugar, existen inclusive quienes pretenden sustituir los acuerdos con base científica por la aceptación incondicional de cuanto capricho a ellos se les ocurra, lo cual es la matriz epistemológica de todo autocratismo. (Como habrán notado los lectores, a este redactor le cuesta entrarle directo a los temas de los artículos sin antes afinar un poco la onda de sus neuronas...).
A continuación -y ojalá y alguien nos ampare o nos inspire para que esto no tenga que continuar en un próximo artículo-, abordaremos, digamos que con ganas de ser breves, el tema de ciertos otros elementos minerales que, pese a su connotación de no esenciales u oligoelementos (lo cual dista de significar que sean innecesarios), parecieran candidatos a engrosar, poco a poco, la lista de micronutrientes (medibles en los alrededores de los mili y microgramos de consumo apropiado) de los que debemos estar pendientes. Por supuesto, estas apreciaciones dependen del estado de nuestros conocimientos, pues es indudable que dentro de cien años nuestros tataranietos, ya adultos y tal vez crecidos en una cultura familiarizada con los nano (10-9) y hasta pico (10-12) mundos, podrán reírse de las ocurrencias de sus extintos tatarabuelos que ignoraban, qué se yo, la importancia del consumo de nanodosis de vanadio o rubidio para la apreciación de la música.
El boro es un metaloide al que las plantas tienen en la más alta estima y cuya ausencia en los suelos provoca una amplia variedad de enfermedades, sobre todo para las plantas que crecen en suelos lavados o excesivamente húmedos. Los repollos, por ejemplo, cultivados en suelos deficientes en boro, tienden a tener las hojas desarticuladas y tallos huecos, mientras que las fresas se tornan pequeñas y pálidas, y muchas otras frutas desarrollan extrañas formaciones acuosas en sus pulpas; aunque su exceso también es perjudicial. Para los insectos, en cambio, el boro es como la kryptonita para Supermán, por lo cual un gran número de venenos contra insectos contienen boratos y afines. Se sabe poco acerca de sus roles en el organismo humano, excepto que, presente en nosotros en exiguas dosis del orden de 18 microgramos (18 µg), desempeña un rol importante en el metabolismo de las hormonas tiroideas. Las frutas no cítricas, los mariscos y muchos vegetales verdes contienen boro.
El sílice, el segundo elemento de la corteza terrestre, después del oxígeno, es un elemento altamente apreciado por las plantas, en donde juega roles cruciales en las estructuras celulares y procesos metabólicos, y por la industria de microprocesadores, pero sólo usado en muy pequeñas dosis por los organismos animales, sobre todo como elemento estructural en distintos tejidos y, sobre todo, en los óseos. En los humanos sólo constituye un 0,002% de la masa corporal. El tomate, los cereales integrales, el pepino y la leche son alimentos ricos en sílice.
El manganeso es un metal indispensable para los procesos fotosintéticos de las plantas, y que, a pesar de sus exigua presencia en nuestro organismo, en el orden de sólo un 0,000017%, funciona como un cofactor de numerosas enzimas encargadas de lidiar con los radicales libres, en gran medida causantes de nuestros ingratos procesos de envejecimiento. La situación se repite en casi todos los organismos vivientes conocidos, en donde la enzima arginasa tiene reputación de ser quizás la más antigua de todas las empleadas por los seres respiradores de oxígeno, para evitar que este gas nos queme más de la cuenta. Pero también es cierto que, al ser ingerido en grandes dosis, y sobre todo cuando es por las vías respiratorias, el manganeso causa un síndrome característico de envenenamiento en la mayoría de mamíferos, con daños neurológicos frecuentemente irreversibles. Hay investigaciones en curso sobre una extraña enfermedad, parecida al Mal de Parkinson, a la que se ha llamado "manganismo", asociada a la respiración de, y el contacto con, compuestos de manganeso por mineros y trabajadores industriales. No obstante, está siendo empleado crecientemente en muchos medicamentos retrovirales. Los requerimientos de manganeso de los organismos nutricionales andan por los 1,8 mg diarios para las mujeres adultas y 2,3 mg para los varones, pero los nutricionistas empeñados en hacer retroceder la tendencia entrópica del universo y conquistar la prolongación de nuestra existencia están recomendando dosis hasta el doble de las mencionadas. Las papas, los cereales integrales, los vegetales verdes y la remolacha son alimentos ricos en manganeso.
El flúor, el más electronegativo de todos los elementos químicos, ante el cual hasta el propio oxígeno parece un átomo perezoso, es otro oligoelemento presente en muy pequeñas dosis en nuestro organismo, que, sin embargo, pareciera haber demostrado ser clave para asegurar la dureza de los dientes y como agente antibacterial. Pese a que sus funciones no terminan de comprenderse, ya es ampliamente usado en las pastas dentales y en medicina como anestésico, antibiótico, antiinflamatorio, y como reemplazo de la hormona aldosterona, reguladora de la absorción del sodio y el potasio. También es muy utilizado en conjunción con una variada gama de productos farmacéuticos y agroquímicos, en donde contribuye a alargar la vida útil de múltiples drogas. Algunos países lo emplean para la desinfección del agua potable, aunque la mayoría de países de la Unión Europea han prohibido este uso, y está presente en casi todas las aguas minerales y refrescos carbonatados. Además de su regular ingestión tópica o por vía dentífrica, se le encuentra, sobre todo, en el pescado y los mariscos, y también en los pollos, sobre todo los destinados al deshuesamiento mecánico en ventas de comida rápida. Mientras no se conozca más sobre sus efectos, y dada la alta peligrosidad de este elemento, capaz hasta de inflamar los hidrocarburos por mero contacto y sin chispa de encendido, vale más andar con suma cautela en su consumo, que ya está siendo objeto de ataques de organizaciones ecologistas de extrema izquierda. Hay quienes, inclusive, y en contra de las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, cuestionan su uso dentífrico y aseguran que se trata de una maniobra de las transnacionales para valorizar subproductos de industrias como la del aluminio. Por los momentos, aceptaremos la tesis del flúor como endurecedor dental, mas estaremos atentos a este significativo debate.
El cobalto es un metal que, aparte de sus múltiples usos en aleaciones, pigmentos y en radioterapia, resulta esencial para la nutrición de bacterias, algas y hongos; para la mayoría de organismos multicelulares, con los humanos en primera fila, resulta indispensable en la escala de trazas, es decir, en el orden de millonésimas por ciento de nuestra masa corporal, en donde conforma las coenzimas llamadas cobalaminas, entre las cuales la cianocobalamina, nuestra vitamina B12, es una de ellas. Este micronutriente es necesario para la formación de los glóbulos rojos y actúa en la absorción intestinal del hierro; su ausencia provoca, como ya señalamos, la anemia perniciosa. El cobalto también forma parte de ciertas proteínas derivadas de la metionina. No obstante, como suele ser el caso de la mayoría de los metales, su sobreingestión, e inclusive su contacto con la piel, sobre todo en las industrias del cobre y el níquel, en donde se obtiene como un subproducto, tiene efectos carcinogénicos o cancerígenos sobre el organismo. Sus requerimientos están ligados a los ya indicados en el caso de la vitamina B12. El pescado y las vísceras, y también la lechuga y los cereales integrales, son alimentos portadores de cobalto
El níquel es otro metal que, aparte de sus múltiples usos no alimentarios, desempeña, pese a su presencia en muy pequeñas escalas, del orden de millonésimas por ciento de nuestra masa corporal, numerosos roles en nuestro organismo y, en general, en la biología de microorganismos, plantas y animales. Es un importante cofactor enzimático que actúa, principalmente, en el metabolismo del hierro, y, en conjunción con este metal, con quien comparte las propiedades ferromagnéticas, forma parte de diversas enzimas. En sobredosis ingeridas, y también a través del contacto con la piel, es un elemento tóxico y hasta cancerígeno. Uno de sus efectos frecuentes son las reacciones alérgicas que provocan los zarcillos fabricados con aleaciones de níquel, por lo cual la Unión Europea ha regulado su uso en joyería y en la fabricación de monedas. En 2008, la Sociedad Estadounidense de Dermatitis por Contacto (American Contact Dermatitis Society), eligió al niquel como ganador del dudoso galardón de Alérgeno del Año. Los cereales integrales, el repollo y los granos leguminosos contienen níquel en dosis saludables.
El cobre, metal conocido por el hombre desde tiempos muy antiguos, es, aparte de sus múltiples usos no alimentarios, en donde destaca su empleo como excepcional conductor eléctrico, un oligoelemento indispensable para todas las plantas y animales. En los humanos, pese a su presencia orgánica en el orden de sólo millonésimas por ciento de nuestra masa corporal, está incorporado a los tejidos musculares y óseos, es un componente de la bilis e interviene en la catálisis de variados procesos de óxidorreducción, necesarios para el metabolismo de grasas y para la absorción del hierro, y forma parte de diversos pigmentos orgánicos como la melanina. Su deficiencia genera síntomas parecidos a los de la anemia, a la vez que provoca depresión y facilita las quemaduras con la luz solar. Muchos moluscos y artrópodos, que sí podrían jactarse de tener sangre azul, utilizan la hemocianina, de ese color y a base de cobre, en lugar de la hemoglobina a base de hierro, para el transporte de oxígeno en su sangre; sin embargo, pese a que, afortunadamente, han fracasado todos los intentos de gestación de humanos hemocianínicos, el cobre sí desempeña, junto al hierro, roles necesarios en el transporte biológico de cargas eléctricas. Su exceso, no obstante, puesto que su absorción compite con la de otros metales como el zinc, y dada su tendencia a actuar conjuntamente con el hierro en la promoción de radicales libres, resulta perjudicial y está catalogado como un acelerador de los procesos de envejecimiento y de generación de las desagradables manchas y verrugas en la piel que nos acosan a los mayorcitos. Los requerimientos de cobre tienen actualmente una perspectiva incierta: la RDA estadounidense los sitúa en 0,9 mg/día para los adultos, ciertas investigaciones nutricionales la colocan en 3,0 mg/día, y otras más acentúan la peligrosidad de las dosis altas de este metal que, como ningún otro, excepto el hierro, pareciera ser un arma de doble filo. Las carnes, el hígado, los alimentos de origen marino y, quizás sobre todo, las ostras, son alimentos ricos en cobre.
El selenio es un no metal, pariente cercano del azufre, que, por sus propiedades conductoras de la electricidad con alta sensibilidad ante la cantidad de luz recibida, tiene amplios usos en la fabricación de fotoceldas, y juega, en el orden de trazas, un vital papel como antioxidante en la casi totalidad de los animales superiores y en algunas plantas. En los humanos, se sabe que desempeña roles, aunque no bien comprendidos, en el sistema inmunológico, y en la producción y conversión de las hormonas de la glándula tiroides. Aunque no se han detectado efectos atribuibles exclusivamente a su deficiencia, puesto que suele actuar en conjunción con el yodo y la vitamina E, están en marcha estudios que hacen del selenio un importante elemento anticancerígeno, con resultados elocuentes a nivel de experimentos con ratas. Otros estudios sugieren que la incidencia del HIV/SIDA sería mayor en regiones que, como el África subsahariana, poseen suelos, y por tanto productos agrícolas, pobres en selenio, mientras que, por el contrario, su suministro a enfermos de SIDA ha demostrado capacidad para fortalecer el sistema inmunológico ante numerosas enfermedades, a la vez que está siendo usado crecientemente en tratamientos contra la tuberculosis, la diabetes y la contaminación mercurial. Aunque las dosis ortodoxas de los organismos nutricionales están por el orden de los 55 µg, nutricionistas de vanguardia están recomendando dosis de dos a cinco veces mayores. Los vegetales verdes y los cereales integrales, así como las carnes y mariscos, son alimentos ricos en selenio.
Se estima que el molibdeno, aparte de sus crecientes aplicaciones industriales en aleaciones que sacan provecho de su estabilidad y dureza, ha jugado un papel fundamental en la evolución de la vida, pues desempeñó en sus orígenes, y sigue desempeñando en el presente, un irreemplazable rol como catalizador en el proceso de fijación del nitrógeno atmosférico por parte de ciertas bacterias, y por tanto en la fabricación de los aminoácidos y proteínas sin los cuales sería inviable la vida conocida. Y, como si fuese eso poca cosa, se conocen más de cincuenta enzimas usadas en las células eucariotas, las de los organismos superiores, en las que participa. Se sabe que, en los organismos vertebrados, y particularmente en el humano, donde está presente en el orden de trazas de millonésimas por ciento de nuestra masa corporal, interviene activamente como cofactor en las enzimas hepáticas y renales, y está presente en el esmalte de los dientes. Su deficiencia, sobre todo en áreas en las que escasea en los suelos, como el cinturón asiático que va desde China hasta Irán, ha sido asociada a la mayor incidencia de cáncer en las vías digestivas, y se cree que provoca debilidades neurólogicas observadas en los recién nacidos de madres con dietas deficientes en este oligoelemento. Su exceso interfiere con el aprovechamiento del cobre y del hierro en el organismo, y, en la mayoría de vertebrados, una ingesta superior a los 10 mg/día provoca diarrea, retardos en el crecimiento, infertilidad y bajo peso al nacer. Las vísceras de res, cordero y cerdo, así como los huevos y semillas, y una gran variedad de cereales y granos leguminosos son alimentos ricos en molibdeno.
El yodo es, junto al flúor, el cloro y el bromo, un halógeno, es decir, un elemento no metálico y fuertemente oxidante. Escaso tanto en el sistema solar como en la corteza terrestre, se le encuentra, sin embargo, en concentraciones relativamente altas en las aguas marinas, por lo que se cree que fue aprovechado por los distintos organismos multicelulares como el más pesado, y uno de los menos reactivos, de los átomos requeridos. El yodo forma parte de las hormonas tiroideas, es parte integrante de la proteína conocida como tiroglobulina, y se le encuentra en las glándulas mamarias, los ojos, las mucosas gástricas y la saliva, con las que juega un rol esencial en las transcripciones genéticas para la conservación del metabolismo basal. En ausencia de yodo, las tasas del metabolismo basal pueden reducirse hasta en un 50%, provocando hipotiroidismo y otras formas anómalas de hinchazones y crecimiento, como el bocio, mientras que, en sentido contrario, su exceso puede provocar incrementos en dichas tasas hasta de un 100%; su deficiencia en la mujer es una causa reconocida de cáncer mamario, y se cree que juega un papel relevante, aunque no esclarecido todavía, en el sistema inmunológico. Es un elemento ampliamente usado en medicina, como antiséptico, y en radioterapia, en el tratamiento de diversas formas de cáncer. La falta de yodo, que tiende a ocurrir en las poblaciones con escaso consumo de alimentos marinos y/o sin acceso a la sal yodada, es causa segura de fatiga, depresión y retardos mentales, los que, sin embargo, frecuentemente pueden ser revertidos con un suministro oportuno en la sal; en el mundo subdesarrollado, sin embargo, e incluso en ciertas áreas de Europa, alejadas del mar, las deficiencias en el consumo de yodo siguen constituyendo un azote causante de costos milmillonarios en dólares en los sistemas de salud. Los organismos nutricionales recomiendan una ingesta de 150 µg/día para los adultos en general, aunque en la dieta de un gran número de países, excesivas en sal común, es común un consumo de alrededor de 200 µg/día por las mujeres adultas y de cerca de 300 µg/día por los varones. Aparte de la sal yodada, los alimentos marinos, la cebolla y el berro, son alimentos particularmente ricos en yodo.
El cromo es un metal escaso tanto en la corteza terrestre como en los organismos vivientes, mas desempeña, en estos, roles complementarios, insuficientemente comprendidos, en el metabolismo de la glucosa y de ciertos lípidos. Su deficiencia severa provoca intolerancia a la glucosa, pérdida acelerada de peso y estados de confusión y aturdimiento mental. No obstante, dadas las dudas acerca de empleo por el organismo, y puesto que también se sabe de su peligrosidad cancerígena al ser ingerido en exceso, los requerimientos de cromo por el organismo sano han venido siendo siendo rebajados por distintos organismos nutricionales, desde 50 a 200 µg diarios para el adulto, en el siglo pasado, hasta 30 a 35 µg diarios para el adulto varón y 20 a 25 µg diarios para la mujer, recientemente. No obstante, y apuntando en sentido contrario, algunos nutricionistas y afines, como Kurzweil y Grossman, están recomendando dosis seis veces mayores. Los cereales integrales, los tubérculos y el queso contienen cantidades significativas de cromo. La película Erin Brockovich, basada en un caso real, que le valió un Oscar a Julia Roberts como mejor actriz, está basada en una investigación sobre los efectos cancerígenos de la contaminación del agua potable de un pueblo estadounidense con desechos tóxicos de cromo hexavalente.
Existen muchos otros elementos, presentes en el organismo en proporciones como las indicadas, cuyas funciones fundamentales todavía se desconocen y sin descartarse que, como suele ser el caso en todos estos minerales, puedan también desempeñar roles nocivos. Entre estos cabe citar los casos del litio, presente en los alimentos marinos y crecientemente usado en medicina en tratamientos contra desórdenes en los estados de ánimo; del aluminio, usual en las manzanas y en los vegetales verdes; del vanadio, presente en muchos vegetales verdes y en la pimienta negra; del germanio, hallado en los vegetales verdes, cereales integrales y granos leguminosos; del bromo, también en los alimentos marinos y en los cereales integrales; del rubidio, encontrado en las frutas, el pescado y las algas; del estaño, procedente, sobre todo, de los alimentos enlatados; y del bario, igualmente común en los alimentos de procedencia marina.
Por último, existen elementos presentes en nuestros alimentos cuyos usos beneficiosos se desconocen pero cuyos efectos nocivos para la salud han sido abiertamente comprobados. Entre estos cabe hacer mención especial del arsénico, el cadmio, el mercurio y el plomo.
El arsénico es un metaloide extremadamente venenoso y ampliamente usado en agricultura como pesticida, y sobre todo como herbicida e insecticida; en la construcción, como preservativo de la madera; en medicina, en el combate de enfermedades como la leucemia, la sífilis, la tripanosomiasis y la psoriasis; en la fabricación de pigmentos, en donde provocó múltiples envenamiento hasta que fue prohibido; y en el ámbito militar, como arma química. Los Estados Unidos lo emplearon ampliamente en la Guerra de Vietnam, como el conocido Agente Azul, para la destrucción de malezas y cosechas. El arsénico inhibe los procesos metabólicos a múltiples niveles, es un temible agente cancerígeno, y, en el límite, provoca la muerte por severas hemorragias internas. La Organización Mundial de la Salud ha establecido el estándar de no más de 10 partes por mil millones en el agua potable, pero se estima que, por contaminaciones diversas, cerca de 60 millones de personas, sobre todo en Bangladesh y países limítrofes, están ingiriendo agua con contenidos superiores a tal dosis; se sabe que incluso en los Estados Unidos, en estados en donde, como en Michigan, se utilizan ampliamente aguas extraídas de pozos subterráneos privados, existen niveles prohibitivos de arsénico en el agua potable. En las industrias que emplean arsénico se han reportado numerosas enfermedades asociadas a la exposición a este elemento.
El cadmio, metal pariente del mercurio y el zinc, y subproducto frecuente durante la obtención de estos, fue ampliamente usado como pigmento, anticorrosivo y estabilizante de plásticos hasta que se establecieron sus propiedades altamente tóxicas y cancerígenas para el organismo humano. Desde entonces, su uso ha venido siendo restringido hasta limitarse al caso de la fabricación de baterias y paneles solares. La alta toxicidad del cadmio deviene de su capacidad para reemplazar al zinc en numerosas proteínas y a la dificultad que tiene el organismo para retirarlo una vez ingerido, sobre todo por inhalación. Los fumadores de tabaco constituyen la principal población expuesta a la inhalación de cadmio, y se sabe que esta es una causa primordial de su propensión a contraer cáncer de pulmón; afortunadamente, no es frecuente la inhalación de este elemento tóxico en los fumadores pasivos. El desecho seguro de las baterías de cadmio es cada vez más un problema de elevada importancia en las naciones industrializadas, pero lamentablemente no en América Latina, en donde, sin embargo, son profusamente utilizadas.
El mercurio, por su cualidad de ser el único de los metales que resulta líquido en condiciones normales de temperatura y presión, ha sido ampliamente utilizado en campos tales como la fabricación de termómetros, barómetros y otros instrumentos de medición, en la iluminación, en la industria de los pigmentos y pinturas, en la industria de insumos para el sector dental, y, sobre todo, en la extracción de oro y plata, en donde se emplea para provocar almagamas y elevar la recuperación por bombeo y sedimentación de estos metales preciosos. En el mundo industrializado, todos estos usos han venido restringiéndose desde los años sesenta, dada la extrema toxicidad de este metal, pero no así en el mundo subdesarrollado, y particularmente en América Latina, en donde todavía es comunmente utilizado por los mineros clandestinos. Se estima que sólo en California, EUA, durante la llamada Fiebre del Oro en el siglo XIX, se emplearon 45000 toneladas métricas de mercurio que nunca fueron retiradas del ambiente; en Venezuela, en la Gran Sabana y zonas auríferas afines del estado Bolívar, la minería ilegal del oro ha causado estragos ecológicos irreparables. Puesto que, con frecuencia, los desechos de mercurio terminan por llegar, o son directamente arrojados, a las aguas del mar, allí son absorbidos por los peces, con tanta mayor concentración, debido a la incapacidad de los vertebrados para deshacerse de esta toxina, cuanto más alto el lugar de cada especie en la cadena alimenticia. De esta manera, las carnes de los grandes peces comestibles, como el tiburón, el pez espada y el atún, poseen concentraciones de mercurio mucho mayores que las de los peces pequeños, por lo cual constituyen la principal fuente de contaminación mercurial en el mundo actual, según el proceso conocido como biomagnificación. El tristemente famoso envenenamiento conocido como enfermedad de Minamata, descubierto, en 1956, en la ciudad japonesa de ese nombre, después de que por más de treinta años una empresa fabricante de cristales líquidos, la Chisso Corporation, arrojó desechos mercuriales al mar que fueron asimilados por los peces del lugar, es el caso más conocido en este ámbito; hasta 2001, se habían reconocido más de 2000 víctimas de esta enfermedad, la mayoría de ellas fatales, y la empresa había sido obligada, a más de limpiar el ambiente, a indemnizar a más de 10000 personas por sus daños. En Venezuela todavía no se han evaluado con precisión los estragos causados por la planta de clorosoda de la petroquímica de Morón, cuyos desechos mercuriales fueron arrojados al mar entre 1957, fecha de creación de la planta, y 1976, cuando fue desmantelada debido a las presiones sociales ante el problema de la contaminación; y se estima que cada año los mineros clandestinos del oro de Guayana arrojan al ambiente más de 40 toneladas de mercurio.
Finalmente, el plomo es un metal extrapesado, muy resistente a la corrosión, pobre conductor eléctrico y, sin embargo, sumamente maleable, por lo que desde tiempos remotos viene siendo usado en numerosas aplicaciones que sacan provecho de sus cualidades. El plomo es ampliamente empleado en la construcción, en la fabricación de acumuladores y baterías, como munición, en aleaciones diversas, como escudo protector ante radiaciones, en soldadura, como refrigerante, como pigmento colorante del vidrio, en tuberías, en esculturas, en el balanceo de vehículos, como aditivo de la gasolina, etcétera, con el inconveniente de que al entrar al organismo humano se convierte en una letal neurotoxina capaz de provocar, sobre todo en los niños, daños en las conexiones nerviosas y desórdenes en el cerebro y la circulación. Una vez ingresado al cuerpo, típicamente a través del agua o de alimentos previamente contaminados, pero también mediante contactos con la piel o por inhalación de vapores tóxicos, ya no puede ser retirado y se acumula progresivamente tanto en los tejidos blandos como en los huesos: los envenamientos con plomo vienen siendo documentados desde las antiguas sociedades china, japonesa, griega y romana.
Los conocimientos químicos actuales habrían sido difíciles, si no imposibles, de alcanzar, a no ser por la larga y fallida experiencia alquímica medieval en busca de la piedra filosofal que permitiese convertir el plomo en oro y lograr la vida eterna. De estos dos propósitos, la ciencia y tecnología química modernas ya han alcanzado el primero (en 1980, el físico estadounidense y Premio Nobel Glenn Seaborg logró, usando sofisticados métodos nucleares y a un costo mucho mayor que el producto obtenido, transmutar varios miles de átomos de plomo en oro), y hay quienes aseguran que sigue siendo viable la conquista -quien sabe si pírrica, añadimos nosotros- del segundo. La contaminación con plomo, pese a las restricciones crecientes al uso de este metal, sigue siendo una de las más extendidas en la sociedad actual, habiéndose demostrado que inclusive en muy pequeñas dosis es capaz de afectar las capacidades cognitivas de niños y adultos. Aunque es seguro que ya todos los humanos vivientes estamos, en alguna medida, irreversiblemente contaminados con plomo, no por ello podemos dejar de apoyar todos los esfuerzos en marcha, sobretodo impulsados por la Unión Europea, Estados Unidos y Canadá (no importa si también fueron los padres de la criatura...), por restringir el uso del plomo en productos tales como juguetes, pinturas, tuberías, envases, viviendas, etc. La progresiva prohibición del uso de tetraetilo de plomo como aditivo elevador del octanaje de las gasolinas, tiene que ser vista como un triunfo de la creciente, pero todavía muy insuficiente, conciencia ecológica mundial.
A lo mejor resulta que la edificación de una sociedad centrada en los valores del amor y el respeto a los demás, con sus necesidades alimentarias, y las otras, verdadera y no ilusamente satisfechas, y libre, al fin, de la ambición alquímica de convertir los metales en oro y alcanzar la vida eterna, termina por ser un sueño civilizatorio que valga más la pena y sea factible de realizar. El que tal vez nos permita rescatar el rumbo perdido hace ya varios miles de años, precisamente cuando descubrimos, dizque en nombre de la Historia, el poder de manejar privilegiadamente los metales... Los latinoamericanos, con nuestras calamidades sin atender, pero también insuficientemente contaminados por la ilusión alquímica de Midas, quizás tengamos algo importante que aportar en esta búsqueda también milenaria de los silenciosos e incontables hombres de bien de todas las épocas.
Sé que a muchos amigos políticos, humanistas y de las ciencias sociales, lo anterior les suena como a tecnocratismo, prepotencia científica, colaboracionismo de clases o hasta a rayada de madre, pero es un riesgo que hay que correr. Lo contrario, el dejar que todo sea cuestión de la posición ante la lucha de clases, conduce a riesgos mucho mayores como el de la guerra civil fratricida o, quizás todavía peor, a que vivamos en un limbo de fantasías per sécula y etcétera, en donde ningún problema se resuelve pues ninguna mitad o casi logra disponer del poder para aplastar a la otra mitad o casi, e imponerle sus soluciones. De allí que pensemos que, independientemente de las merecidas críticas al cientificismo y sus derivados, una sociedad verdaderamente democrática es impensable sin un mínimo de racionalidad científica en sus ciudadanos, pues sin ésta jamás podrán alcanzarse consensos superadores de los conflictos sociales. En su lugar, existen inclusive quienes pretenden sustituir los acuerdos con base científica por la aceptación incondicional de cuanto capricho a ellos se les ocurra, lo cual es la matriz epistemológica de todo autocratismo. (Como habrán notado los lectores, a este redactor le cuesta entrarle directo a los temas de los artículos sin antes afinar un poco la onda de sus neuronas...).
A continuación -y ojalá y alguien nos ampare o nos inspire para que esto no tenga que continuar en un próximo artículo-, abordaremos, digamos que con ganas de ser breves, el tema de ciertos otros elementos minerales que, pese a su connotación de no esenciales u oligoelementos (lo cual dista de significar que sean innecesarios), parecieran candidatos a engrosar, poco a poco, la lista de micronutrientes (medibles en los alrededores de los mili y microgramos de consumo apropiado) de los que debemos estar pendientes. Por supuesto, estas apreciaciones dependen del estado de nuestros conocimientos, pues es indudable que dentro de cien años nuestros tataranietos, ya adultos y tal vez crecidos en una cultura familiarizada con los nano (10-9) y hasta pico (10-12) mundos, podrán reírse de las ocurrencias de sus extintos tatarabuelos que ignoraban, qué se yo, la importancia del consumo de nanodosis de vanadio o rubidio para la apreciación de la música.
El boro es un metaloide al que las plantas tienen en la más alta estima y cuya ausencia en los suelos provoca una amplia variedad de enfermedades, sobre todo para las plantas que crecen en suelos lavados o excesivamente húmedos. Los repollos, por ejemplo, cultivados en suelos deficientes en boro, tienden a tener las hojas desarticuladas y tallos huecos, mientras que las fresas se tornan pequeñas y pálidas, y muchas otras frutas desarrollan extrañas formaciones acuosas en sus pulpas; aunque su exceso también es perjudicial. Para los insectos, en cambio, el boro es como la kryptonita para Supermán, por lo cual un gran número de venenos contra insectos contienen boratos y afines. Se sabe poco acerca de sus roles en el organismo humano, excepto que, presente en nosotros en exiguas dosis del orden de 18 microgramos (18 µg), desempeña un rol importante en el metabolismo de las hormonas tiroideas. Las frutas no cítricas, los mariscos y muchos vegetales verdes contienen boro.
El sílice, el segundo elemento de la corteza terrestre, después del oxígeno, es un elemento altamente apreciado por las plantas, en donde juega roles cruciales en las estructuras celulares y procesos metabólicos, y por la industria de microprocesadores, pero sólo usado en muy pequeñas dosis por los organismos animales, sobre todo como elemento estructural en distintos tejidos y, sobre todo, en los óseos. En los humanos sólo constituye un 0,002% de la masa corporal. El tomate, los cereales integrales, el pepino y la leche son alimentos ricos en sílice.
El manganeso es un metal indispensable para los procesos fotosintéticos de las plantas, y que, a pesar de sus exigua presencia en nuestro organismo, en el orden de sólo un 0,000017%, funciona como un cofactor de numerosas enzimas encargadas de lidiar con los radicales libres, en gran medida causantes de nuestros ingratos procesos de envejecimiento. La situación se repite en casi todos los organismos vivientes conocidos, en donde la enzima arginasa tiene reputación de ser quizás la más antigua de todas las empleadas por los seres respiradores de oxígeno, para evitar que este gas nos queme más de la cuenta. Pero también es cierto que, al ser ingerido en grandes dosis, y sobre todo cuando es por las vías respiratorias, el manganeso causa un síndrome característico de envenenamiento en la mayoría de mamíferos, con daños neurológicos frecuentemente irreversibles. Hay investigaciones en curso sobre una extraña enfermedad, parecida al Mal de Parkinson, a la que se ha llamado "manganismo", asociada a la respiración de, y el contacto con, compuestos de manganeso por mineros y trabajadores industriales. No obstante, está siendo empleado crecientemente en muchos medicamentos retrovirales. Los requerimientos de manganeso de los organismos nutricionales andan por los 1,8 mg diarios para las mujeres adultas y 2,3 mg para los varones, pero los nutricionistas empeñados en hacer retroceder la tendencia entrópica del universo y conquistar la prolongación de nuestra existencia están recomendando dosis hasta el doble de las mencionadas. Las papas, los cereales integrales, los vegetales verdes y la remolacha son alimentos ricos en manganeso.
El flúor, el más electronegativo de todos los elementos químicos, ante el cual hasta el propio oxígeno parece un átomo perezoso, es otro oligoelemento presente en muy pequeñas dosis en nuestro organismo, que, sin embargo, pareciera haber demostrado ser clave para asegurar la dureza de los dientes y como agente antibacterial. Pese a que sus funciones no terminan de comprenderse, ya es ampliamente usado en las pastas dentales y en medicina como anestésico, antibiótico, antiinflamatorio, y como reemplazo de la hormona aldosterona, reguladora de la absorción del sodio y el potasio. También es muy utilizado en conjunción con una variada gama de productos farmacéuticos y agroquímicos, en donde contribuye a alargar la vida útil de múltiples drogas. Algunos países lo emplean para la desinfección del agua potable, aunque la mayoría de países de la Unión Europea han prohibido este uso, y está presente en casi todas las aguas minerales y refrescos carbonatados. Además de su regular ingestión tópica o por vía dentífrica, se le encuentra, sobre todo, en el pescado y los mariscos, y también en los pollos, sobre todo los destinados al deshuesamiento mecánico en ventas de comida rápida. Mientras no se conozca más sobre sus efectos, y dada la alta peligrosidad de este elemento, capaz hasta de inflamar los hidrocarburos por mero contacto y sin chispa de encendido, vale más andar con suma cautela en su consumo, que ya está siendo objeto de ataques de organizaciones ecologistas de extrema izquierda. Hay quienes, inclusive, y en contra de las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud, cuestionan su uso dentífrico y aseguran que se trata de una maniobra de las transnacionales para valorizar subproductos de industrias como la del aluminio. Por los momentos, aceptaremos la tesis del flúor como endurecedor dental, mas estaremos atentos a este significativo debate.
El cobalto es un metal que, aparte de sus múltiples usos en aleaciones, pigmentos y en radioterapia, resulta esencial para la nutrición de bacterias, algas y hongos; para la mayoría de organismos multicelulares, con los humanos en primera fila, resulta indispensable en la escala de trazas, es decir, en el orden de millonésimas por ciento de nuestra masa corporal, en donde conforma las coenzimas llamadas cobalaminas, entre las cuales la cianocobalamina, nuestra vitamina B12, es una de ellas. Este micronutriente es necesario para la formación de los glóbulos rojos y actúa en la absorción intestinal del hierro; su ausencia provoca, como ya señalamos, la anemia perniciosa. El cobalto también forma parte de ciertas proteínas derivadas de la metionina. No obstante, como suele ser el caso de la mayoría de los metales, su sobreingestión, e inclusive su contacto con la piel, sobre todo en las industrias del cobre y el níquel, en donde se obtiene como un subproducto, tiene efectos carcinogénicos o cancerígenos sobre el organismo. Sus requerimientos están ligados a los ya indicados en el caso de la vitamina B12. El pescado y las vísceras, y también la lechuga y los cereales integrales, son alimentos portadores de cobalto
El níquel es otro metal que, aparte de sus múltiples usos no alimentarios, desempeña, pese a su presencia en muy pequeñas escalas, del orden de millonésimas por ciento de nuestra masa corporal, numerosos roles en nuestro organismo y, en general, en la biología de microorganismos, plantas y animales. Es un importante cofactor enzimático que actúa, principalmente, en el metabolismo del hierro, y, en conjunción con este metal, con quien comparte las propiedades ferromagnéticas, forma parte de diversas enzimas. En sobredosis ingeridas, y también a través del contacto con la piel, es un elemento tóxico y hasta cancerígeno. Uno de sus efectos frecuentes son las reacciones alérgicas que provocan los zarcillos fabricados con aleaciones de níquel, por lo cual la Unión Europea ha regulado su uso en joyería y en la fabricación de monedas. En 2008, la Sociedad Estadounidense de Dermatitis por Contacto (American Contact Dermatitis Society), eligió al niquel como ganador del dudoso galardón de Alérgeno del Año. Los cereales integrales, el repollo y los granos leguminosos contienen níquel en dosis saludables.
El cobre, metal conocido por el hombre desde tiempos muy antiguos, es, aparte de sus múltiples usos no alimentarios, en donde destaca su empleo como excepcional conductor eléctrico, un oligoelemento indispensable para todas las plantas y animales. En los humanos, pese a su presencia orgánica en el orden de sólo millonésimas por ciento de nuestra masa corporal, está incorporado a los tejidos musculares y óseos, es un componente de la bilis e interviene en la catálisis de variados procesos de óxidorreducción, necesarios para el metabolismo de grasas y para la absorción del hierro, y forma parte de diversos pigmentos orgánicos como la melanina. Su deficiencia genera síntomas parecidos a los de la anemia, a la vez que provoca depresión y facilita las quemaduras con la luz solar. Muchos moluscos y artrópodos, que sí podrían jactarse de tener sangre azul, utilizan la hemocianina, de ese color y a base de cobre, en lugar de la hemoglobina a base de hierro, para el transporte de oxígeno en su sangre; sin embargo, pese a que, afortunadamente, han fracasado todos los intentos de gestación de humanos hemocianínicos, el cobre sí desempeña, junto al hierro, roles necesarios en el transporte biológico de cargas eléctricas. Su exceso, no obstante, puesto que su absorción compite con la de otros metales como el zinc, y dada su tendencia a actuar conjuntamente con el hierro en la promoción de radicales libres, resulta perjudicial y está catalogado como un acelerador de los procesos de envejecimiento y de generación de las desagradables manchas y verrugas en la piel que nos acosan a los mayorcitos. Los requerimientos de cobre tienen actualmente una perspectiva incierta: la RDA estadounidense los sitúa en 0,9 mg/día para los adultos, ciertas investigaciones nutricionales la colocan en 3,0 mg/día, y otras más acentúan la peligrosidad de las dosis altas de este metal que, como ningún otro, excepto el hierro, pareciera ser un arma de doble filo. Las carnes, el hígado, los alimentos de origen marino y, quizás sobre todo, las ostras, son alimentos ricos en cobre.
El selenio es un no metal, pariente cercano del azufre, que, por sus propiedades conductoras de la electricidad con alta sensibilidad ante la cantidad de luz recibida, tiene amplios usos en la fabricación de fotoceldas, y juega, en el orden de trazas, un vital papel como antioxidante en la casi totalidad de los animales superiores y en algunas plantas. En los humanos, se sabe que desempeña roles, aunque no bien comprendidos, en el sistema inmunológico, y en la producción y conversión de las hormonas de la glándula tiroides. Aunque no se han detectado efectos atribuibles exclusivamente a su deficiencia, puesto que suele actuar en conjunción con el yodo y la vitamina E, están en marcha estudios que hacen del selenio un importante elemento anticancerígeno, con resultados elocuentes a nivel de experimentos con ratas. Otros estudios sugieren que la incidencia del HIV/SIDA sería mayor en regiones que, como el África subsahariana, poseen suelos, y por tanto productos agrícolas, pobres en selenio, mientras que, por el contrario, su suministro a enfermos de SIDA ha demostrado capacidad para fortalecer el sistema inmunológico ante numerosas enfermedades, a la vez que está siendo usado crecientemente en tratamientos contra la tuberculosis, la diabetes y la contaminación mercurial. Aunque las dosis ortodoxas de los organismos nutricionales están por el orden de los 55 µg, nutricionistas de vanguardia están recomendando dosis de dos a cinco veces mayores. Los vegetales verdes y los cereales integrales, así como las carnes y mariscos, son alimentos ricos en selenio.
Se estima que el molibdeno, aparte de sus crecientes aplicaciones industriales en aleaciones que sacan provecho de su estabilidad y dureza, ha jugado un papel fundamental en la evolución de la vida, pues desempeñó en sus orígenes, y sigue desempeñando en el presente, un irreemplazable rol como catalizador en el proceso de fijación del nitrógeno atmosférico por parte de ciertas bacterias, y por tanto en la fabricación de los aminoácidos y proteínas sin los cuales sería inviable la vida conocida. Y, como si fuese eso poca cosa, se conocen más de cincuenta enzimas usadas en las células eucariotas, las de los organismos superiores, en las que participa. Se sabe que, en los organismos vertebrados, y particularmente en el humano, donde está presente en el orden de trazas de millonésimas por ciento de nuestra masa corporal, interviene activamente como cofactor en las enzimas hepáticas y renales, y está presente en el esmalte de los dientes. Su deficiencia, sobre todo en áreas en las que escasea en los suelos, como el cinturón asiático que va desde China hasta Irán, ha sido asociada a la mayor incidencia de cáncer en las vías digestivas, y se cree que provoca debilidades neurólogicas observadas en los recién nacidos de madres con dietas deficientes en este oligoelemento. Su exceso interfiere con el aprovechamiento del cobre y del hierro en el organismo, y, en la mayoría de vertebrados, una ingesta superior a los 10 mg/día provoca diarrea, retardos en el crecimiento, infertilidad y bajo peso al nacer. Las vísceras de res, cordero y cerdo, así como los huevos y semillas, y una gran variedad de cereales y granos leguminosos son alimentos ricos en molibdeno.
El yodo es, junto al flúor, el cloro y el bromo, un halógeno, es decir, un elemento no metálico y fuertemente oxidante. Escaso tanto en el sistema solar como en la corteza terrestre, se le encuentra, sin embargo, en concentraciones relativamente altas en las aguas marinas, por lo que se cree que fue aprovechado por los distintos organismos multicelulares como el más pesado, y uno de los menos reactivos, de los átomos requeridos. El yodo forma parte de las hormonas tiroideas, es parte integrante de la proteína conocida como tiroglobulina, y se le encuentra en las glándulas mamarias, los ojos, las mucosas gástricas y la saliva, con las que juega un rol esencial en las transcripciones genéticas para la conservación del metabolismo basal. En ausencia de yodo, las tasas del metabolismo basal pueden reducirse hasta en un 50%, provocando hipotiroidismo y otras formas anómalas de hinchazones y crecimiento, como el bocio, mientras que, en sentido contrario, su exceso puede provocar incrementos en dichas tasas hasta de un 100%; su deficiencia en la mujer es una causa reconocida de cáncer mamario, y se cree que juega un papel relevante, aunque no esclarecido todavía, en el sistema inmunológico. Es un elemento ampliamente usado en medicina, como antiséptico, y en radioterapia, en el tratamiento de diversas formas de cáncer. La falta de yodo, que tiende a ocurrir en las poblaciones con escaso consumo de alimentos marinos y/o sin acceso a la sal yodada, es causa segura de fatiga, depresión y retardos mentales, los que, sin embargo, frecuentemente pueden ser revertidos con un suministro oportuno en la sal; en el mundo subdesarrollado, sin embargo, e incluso en ciertas áreas de Europa, alejadas del mar, las deficiencias en el consumo de yodo siguen constituyendo un azote causante de costos milmillonarios en dólares en los sistemas de salud. Los organismos nutricionales recomiendan una ingesta de 150 µg/día para los adultos en general, aunque en la dieta de un gran número de países, excesivas en sal común, es común un consumo de alrededor de 200 µg/día por las mujeres adultas y de cerca de 300 µg/día por los varones. Aparte de la sal yodada, los alimentos marinos, la cebolla y el berro, son alimentos particularmente ricos en yodo.
El cromo es un metal escaso tanto en la corteza terrestre como en los organismos vivientes, mas desempeña, en estos, roles complementarios, insuficientemente comprendidos, en el metabolismo de la glucosa y de ciertos lípidos. Su deficiencia severa provoca intolerancia a la glucosa, pérdida acelerada de peso y estados de confusión y aturdimiento mental. No obstante, dadas las dudas acerca de empleo por el organismo, y puesto que también se sabe de su peligrosidad cancerígena al ser ingerido en exceso, los requerimientos de cromo por el organismo sano han venido siendo siendo rebajados por distintos organismos nutricionales, desde 50 a 200 µg diarios para el adulto, en el siglo pasado, hasta 30 a 35 µg diarios para el adulto varón y 20 a 25 µg diarios para la mujer, recientemente. No obstante, y apuntando en sentido contrario, algunos nutricionistas y afines, como Kurzweil y Grossman, están recomendando dosis seis veces mayores. Los cereales integrales, los tubérculos y el queso contienen cantidades significativas de cromo. La película Erin Brockovich, basada en un caso real, que le valió un Oscar a Julia Roberts como mejor actriz, está basada en una investigación sobre los efectos cancerígenos de la contaminación del agua potable de un pueblo estadounidense con desechos tóxicos de cromo hexavalente.
Existen muchos otros elementos, presentes en el organismo en proporciones como las indicadas, cuyas funciones fundamentales todavía se desconocen y sin descartarse que, como suele ser el caso en todos estos minerales, puedan también desempeñar roles nocivos. Entre estos cabe citar los casos del litio, presente en los alimentos marinos y crecientemente usado en medicina en tratamientos contra desórdenes en los estados de ánimo; del aluminio, usual en las manzanas y en los vegetales verdes; del vanadio, presente en muchos vegetales verdes y en la pimienta negra; del germanio, hallado en los vegetales verdes, cereales integrales y granos leguminosos; del bromo, también en los alimentos marinos y en los cereales integrales; del rubidio, encontrado en las frutas, el pescado y las algas; del estaño, procedente, sobre todo, de los alimentos enlatados; y del bario, igualmente común en los alimentos de procedencia marina.
Por último, existen elementos presentes en nuestros alimentos cuyos usos beneficiosos se desconocen pero cuyos efectos nocivos para la salud han sido abiertamente comprobados. Entre estos cabe hacer mención especial del arsénico, el cadmio, el mercurio y el plomo.
El arsénico es un metaloide extremadamente venenoso y ampliamente usado en agricultura como pesticida, y sobre todo como herbicida e insecticida; en la construcción, como preservativo de la madera; en medicina, en el combate de enfermedades como la leucemia, la sífilis, la tripanosomiasis y la psoriasis; en la fabricación de pigmentos, en donde provocó múltiples envenamiento hasta que fue prohibido; y en el ámbito militar, como arma química. Los Estados Unidos lo emplearon ampliamente en la Guerra de Vietnam, como el conocido Agente Azul, para la destrucción de malezas y cosechas. El arsénico inhibe los procesos metabólicos a múltiples niveles, es un temible agente cancerígeno, y, en el límite, provoca la muerte por severas hemorragias internas. La Organización Mundial de la Salud ha establecido el estándar de no más de 10 partes por mil millones en el agua potable, pero se estima que, por contaminaciones diversas, cerca de 60 millones de personas, sobre todo en Bangladesh y países limítrofes, están ingiriendo agua con contenidos superiores a tal dosis; se sabe que incluso en los Estados Unidos, en estados en donde, como en Michigan, se utilizan ampliamente aguas extraídas de pozos subterráneos privados, existen niveles prohibitivos de arsénico en el agua potable. En las industrias que emplean arsénico se han reportado numerosas enfermedades asociadas a la exposición a este elemento.
El cadmio, metal pariente del mercurio y el zinc, y subproducto frecuente durante la obtención de estos, fue ampliamente usado como pigmento, anticorrosivo y estabilizante de plásticos hasta que se establecieron sus propiedades altamente tóxicas y cancerígenas para el organismo humano. Desde entonces, su uso ha venido siendo restringido hasta limitarse al caso de la fabricación de baterias y paneles solares. La alta toxicidad del cadmio deviene de su capacidad para reemplazar al zinc en numerosas proteínas y a la dificultad que tiene el organismo para retirarlo una vez ingerido, sobre todo por inhalación. Los fumadores de tabaco constituyen la principal población expuesta a la inhalación de cadmio, y se sabe que esta es una causa primordial de su propensión a contraer cáncer de pulmón; afortunadamente, no es frecuente la inhalación de este elemento tóxico en los fumadores pasivos. El desecho seguro de las baterías de cadmio es cada vez más un problema de elevada importancia en las naciones industrializadas, pero lamentablemente no en América Latina, en donde, sin embargo, son profusamente utilizadas.
El mercurio, por su cualidad de ser el único de los metales que resulta líquido en condiciones normales de temperatura y presión, ha sido ampliamente utilizado en campos tales como la fabricación de termómetros, barómetros y otros instrumentos de medición, en la iluminación, en la industria de los pigmentos y pinturas, en la industria de insumos para el sector dental, y, sobre todo, en la extracción de oro y plata, en donde se emplea para provocar almagamas y elevar la recuperación por bombeo y sedimentación de estos metales preciosos. En el mundo industrializado, todos estos usos han venido restringiéndose desde los años sesenta, dada la extrema toxicidad de este metal, pero no así en el mundo subdesarrollado, y particularmente en América Latina, en donde todavía es comunmente utilizado por los mineros clandestinos. Se estima que sólo en California, EUA, durante la llamada Fiebre del Oro en el siglo XIX, se emplearon 45000 toneladas métricas de mercurio que nunca fueron retiradas del ambiente; en Venezuela, en la Gran Sabana y zonas auríferas afines del estado Bolívar, la minería ilegal del oro ha causado estragos ecológicos irreparables. Puesto que, con frecuencia, los desechos de mercurio terminan por llegar, o son directamente arrojados, a las aguas del mar, allí son absorbidos por los peces, con tanta mayor concentración, debido a la incapacidad de los vertebrados para deshacerse de esta toxina, cuanto más alto el lugar de cada especie en la cadena alimenticia. De esta manera, las carnes de los grandes peces comestibles, como el tiburón, el pez espada y el atún, poseen concentraciones de mercurio mucho mayores que las de los peces pequeños, por lo cual constituyen la principal fuente de contaminación mercurial en el mundo actual, según el proceso conocido como biomagnificación. El tristemente famoso envenenamiento conocido como enfermedad de Minamata, descubierto, en 1956, en la ciudad japonesa de ese nombre, después de que por más de treinta años una empresa fabricante de cristales líquidos, la Chisso Corporation, arrojó desechos mercuriales al mar que fueron asimilados por los peces del lugar, es el caso más conocido en este ámbito; hasta 2001, se habían reconocido más de 2000 víctimas de esta enfermedad, la mayoría de ellas fatales, y la empresa había sido obligada, a más de limpiar el ambiente, a indemnizar a más de 10000 personas por sus daños. En Venezuela todavía no se han evaluado con precisión los estragos causados por la planta de clorosoda de la petroquímica de Morón, cuyos desechos mercuriales fueron arrojados al mar entre 1957, fecha de creación de la planta, y 1976, cuando fue desmantelada debido a las presiones sociales ante el problema de la contaminación; y se estima que cada año los mineros clandestinos del oro de Guayana arrojan al ambiente más de 40 toneladas de mercurio.
Finalmente, el plomo es un metal extrapesado, muy resistente a la corrosión, pobre conductor eléctrico y, sin embargo, sumamente maleable, por lo que desde tiempos remotos viene siendo usado en numerosas aplicaciones que sacan provecho de sus cualidades. El plomo es ampliamente empleado en la construcción, en la fabricación de acumuladores y baterías, como munición, en aleaciones diversas, como escudo protector ante radiaciones, en soldadura, como refrigerante, como pigmento colorante del vidrio, en tuberías, en esculturas, en el balanceo de vehículos, como aditivo de la gasolina, etcétera, con el inconveniente de que al entrar al organismo humano se convierte en una letal neurotoxina capaz de provocar, sobre todo en los niños, daños en las conexiones nerviosas y desórdenes en el cerebro y la circulación. Una vez ingresado al cuerpo, típicamente a través del agua o de alimentos previamente contaminados, pero también mediante contactos con la piel o por inhalación de vapores tóxicos, ya no puede ser retirado y se acumula progresivamente tanto en los tejidos blandos como en los huesos: los envenamientos con plomo vienen siendo documentados desde las antiguas sociedades china, japonesa, griega y romana.
Los conocimientos químicos actuales habrían sido difíciles, si no imposibles, de alcanzar, a no ser por la larga y fallida experiencia alquímica medieval en busca de la piedra filosofal que permitiese convertir el plomo en oro y lograr la vida eterna. De estos dos propósitos, la ciencia y tecnología química modernas ya han alcanzado el primero (en 1980, el físico estadounidense y Premio Nobel Glenn Seaborg logró, usando sofisticados métodos nucleares y a un costo mucho mayor que el producto obtenido, transmutar varios miles de átomos de plomo en oro), y hay quienes aseguran que sigue siendo viable la conquista -quien sabe si pírrica, añadimos nosotros- del segundo. La contaminación con plomo, pese a las restricciones crecientes al uso de este metal, sigue siendo una de las más extendidas en la sociedad actual, habiéndose demostrado que inclusive en muy pequeñas dosis es capaz de afectar las capacidades cognitivas de niños y adultos. Aunque es seguro que ya todos los humanos vivientes estamos, en alguna medida, irreversiblemente contaminados con plomo, no por ello podemos dejar de apoyar todos los esfuerzos en marcha, sobretodo impulsados por la Unión Europea, Estados Unidos y Canadá (no importa si también fueron los padres de la criatura...), por restringir el uso del plomo en productos tales como juguetes, pinturas, tuberías, envases, viviendas, etc. La progresiva prohibición del uso de tetraetilo de plomo como aditivo elevador del octanaje de las gasolinas, tiene que ser vista como un triunfo de la creciente, pero todavía muy insuficiente, conciencia ecológica mundial.
A lo mejor resulta que la edificación de una sociedad centrada en los valores del amor y el respeto a los demás, con sus necesidades alimentarias, y las otras, verdadera y no ilusamente satisfechas, y libre, al fin, de la ambición alquímica de convertir los metales en oro y alcanzar la vida eterna, termina por ser un sueño civilizatorio que valga más la pena y sea factible de realizar. El que tal vez nos permita rescatar el rumbo perdido hace ya varios miles de años, precisamente cuando descubrimos, dizque en nombre de la Historia, el poder de manejar privilegiadamente los metales... Los latinoamericanos, con nuestras calamidades sin atender, pero también insuficientemente contaminados por la ilusión alquímica de Midas, quizás tengamos algo importante que aportar en esta búsqueda también milenaria de los silenciosos e incontables hombres de bien de todas las épocas.
Etiquetas:
Contaminación ambiental,
Minerales,
Necesidades alimentarias
Suscribirse a:
Entradas (Atom)